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Media hora después, la doctora Maria Ruocco estaba conmigo en la habitación de Kate McTiernan.

Yo no le había comunicado mi probable descubrimiento a la policía de Durham ni al FBI. Primero quería hablar con Kate. Podía dar un gran paso adelante para el esclarecimiento del caso, el más importante conseguido hasta entonces.

Maria Ruocco examinó a fondo a su paciente durante más de una hora. La doctora era una profesional concienzuda y amable, y una mujer muy atractiva. Llevaba el pelo de color rubio ceniza y tendría unos 37 años. Hacía honor a la mítica belleza de las sureñas. Me pregunté si Casanova habría reparado también en ella.

—La pobre chica lo está superando —me dijo la doctora—. Pero le han administrado una dosis casi mortal.

Kate McTiernan parecía estar dormida. Muy aquieta, pero dormida. Sin embargo, en cuanto notaba el contacto de las manos de la doctora Ruocco, gemía. Su amoratado rostro se contorsionaba como si fuese una máscara. Era casi como verla en su encierro. Estaba aterrorizada.

A pesar de que la doctora Ruocco le hablaba con la mayor amabilidad, Kate McTiernan no dejaba de sollozar ni de gemir.

—¡No me toque! ¡No se atreva a tocarme, hijaputa! —estalló de pronto con los ojos cerrados.

—¡Menuda boca tienen estas jóvenes! —exclamó la doctora Ruocco de buen talante—. En grupo no hay quien las aguante. ¡Qué lenguaje!

Ver a Kate McTiernan en aquellos momentos era como ver a alguien a quien estuviesen torturando. Volví a pensar en Naomi. ¿Dónde estaría, en realidad? ¿En California o en Carolina del Norte? Me sobrecogía pensar que pudiera pasar por lo mismo. Sin embargo, deseché la idea. No quería abrumarme con dos problemas a la vez.

La doctora Ruocco le administró a Kate una dosis de librium y volvió a conectarla al monitor cardíaco. Cuando hubo terminado, Kate se sumió en un sueño aún más profundo. Por lo menos aquella noche no iba a revelarnos nada de lo que sabía.

—Me gusta su manera de trabajar —le susurré a la doctora Ruocco—. Lo ha hecho usted muy bien.

Maria Ruocco me indicó con un ademán que saliese con ella al pasillo, que estaba en semipenumbra, tan silencioso y espectral como suelen estar los pasillos de los hospitales por la noche.

Una y otra vez me asaltaba la idea de que Casanova pudiera ser alguno de los médicos del hospital. No era descartable que estuviese allí en aquellos momentos.

—Ya hemos hecho por ella todo lo que podemos hacer, de momento, Alex. Dejemos que el librium surta efecto. Tres federales y dos de los mejores agentes de la policía de Durham velan para que nadie atente contra la doctora McTiernan durante la noche. ¿Por qué no vuelve a su hotel y duerme un poco? Yo de usted me tomaría un Valium.

—No voy a moverme de esta habitación. Dudo de que Casanova intente venir aquí y acercarse a ella. Pero nunca se sabe. No es imposible —dije. «Sobre todo si es un médico de este hospital», pensé, aunque me abstuve de exteriorizarlo—. Además, aquí noté una especial conexión con Kate. La he percibido desde el primer momento que la vi. Puede que conociese a Naomi.

La doctora Maria Ruocco alzó la vista hacia mí. Yo le sacaba casi un palmo de estatura.

—Parece usted una persona cuerda —me dijo con una mirada inexpresiva—. No obstante, creo que está de atar —añadió sonriente, sin dejar de mirarme con sus chispeantes ojos azules.

—Y, además, voy armado y soy peligroso.

—Bueno… pues buenas noches, doctor Cross —se despidió Maria Ruocco enviándome un beso con la mano.

—Buenas noches, doctora Ruocco. Y gracias —dije, devolviéndole el beso.

En cuanto la doctora hubo salido, dispuse convenientemente dos sillas y me acosté con la intención de dormir un poco, aunque con mi revólver en el regazo. Pero no me hacía ilusiones. Difícilmente podría conciliar el sueño.