El detective Nick Ruskin, de la brigada de homicidios de la policía del condado de Durham, llamó para decirme que acababan de encontrar a otra mujer, pero que no era Naomi sino una médica residente de Chapel Hill, de 31 años de edad. La habían sacado del río Wykagil dos muchachos, a quienes el destino cruel jugó la mala pasada de que se descubriese que habían hecho novillos.
El Saab de color verde brillante del detective Ruskin me recogió frente al hostal Duke Inn de Washington. Tanto él como Davey Sikes se mostraban últimamente más predispuestos a colaborar. Sikes se había tomado el día libre (el primero en dos meses, según su jefe).
Tuve la sensación de que Ruskin se alegraba de verme. Bajó del coche frente al hostal y me estrechó la mano tan calurosamente como si fuésemos amigos. Como de costumbre, iba hecho un figurín: camiseta y chaqueta de sport negras de Armani.
El panorama pintaba un poco mejor para mí en el sur. Intuí que Ruskin estaba al corriente de mi conexión con el FBI y que acaso pensara sacar partido de ello. El detective Nick Ruskin era, sin duda, el equivalente policial del «ejecutivo agresivo». Y aquél era uno de esos casos que ayudan a escalar a quienes se lo proponen.
—Nuestro primer gran paso adelante —me dijo Ruskin.
—¿Qué ha averiguado usted de la doctora? —pregunté mientras nos dirigíamos al hospital universitario de Carolina del Norte.
—La tienen ingresada. Por lo visto, bajaba por el curso del Wykagil como un pez. Dicen que ha sido un milagro. No se ha roto nada, pero ha sufrido un fuerte shock, o algo peor. No puede o no quiere hablar. Los médicos hablan de estado catatónico y de shock pos traumático. En fin, lo importante es que está viva.
Ruskin rebosaba entusiasmo. Estaba claro que quería utilizar mis conexiones.
Bueno… me dije. A lo mejor podía yo, a cambio, utilizar las suyas.
—No se sabe cómo llegó al río, ni cómo logró escapar del secuestrador —me dijo Ruskin cuando llegamos a la ciudad universitaria de Chapel Hill.
Sobrecogía pensar que Casanova se dedicaba a acechar a las estudiantes allí mismo. Porque el lugar era muy vulnerable, de puro apacible.
—Si es que era con Casanova con quien estaba —aventuré—. No podemos saberlo a ciencia cierta.
—Lo único que se sabe a ciencia cierta en esta vida es que hemos de morir —apostilló Nick Ruskin al girar por una bocacalle—. Pero le diré algo: este caso va a causar una verdadera conmoción en la opinión pública, en cuanto trascienda en toda su dimensión. Me temo que esto no haya hecho más que empezar. Fíjese en la que tienen organizada ya.
Ruskin no se equivocaba. Los alrededores del hospital universitario eran un hormiguero de periodistas. El parking, el césped y la entrada del edificio estaban atestados de reporteros de televisión y de la prensa escrita.
Nada más bajar del coche, nos recibieron con una lluvia de flashes. Ruskin seguía siendo la «estrella» de los detectives locales. Parecía ser bastante estimado, y yo era una pequeña celebridad (los canales de televisión del condado habían emitido reportajes sobre mi participación en el caso Soneji). Se referían a mí como al doctor-detective Cross, «un experto en monstruos llegado del norte».
—Cuéntennos qué ocurre —quiso indagar la periodista que nos abordó—. Una primicia, Nick. ¿Qué ha ocurrido, en realidad, con Kate McTiernan?
—Con un poco de suerte, podrá contárnoslo ella —contestó Ruskin sonriente, aunque sin detenerse hasta que hubimos traspasado la puerta del hospital.
No estábamos en los primeros lugares de la lista, pero se nos permitió ver a la doctora horas más tarde, ya anochecido. Kyle Craig se ocupó de ello. Habían llegado a la conclusión de que Katelya McTiernan no era una psicótica, pero que sufría el síndrome característico del estrés pos traumático. Parecía un diagnóstico bastante razonable.
Yo no podía hacer absolutamente nada aquella noche. Sin embargo, no me marché con Ruskin sino que me quedé a leer las gráficas médicas, las anotaciones de las enfermeras y los partes. Examiné detenidamente los informes de la policía local. Describían que la habían encontrado dos muchachos de 12 años, que aquel día decidieron hacer novillos para ir a pescar y fumar junto al río.
Me pareció adivinar por qué me había llamado Nick Ruskin. El detective era listo. Debió de pensar que el estado en que se encontraba Kate McTiernan se prestaba a que yo interviniese como psicólogo, pues ya me había ocupado antes de otros casos de estrés postraumático.
Katelya McTiernan. Superviviente. Por los pelos.
La primera noche permanecí junto a su cama cosa de media hora. Tenía el gotero conectado a un monitor. Las barandillas laterales de la cama estaban levantadas. Ya le habían enviado varios ramos de flores.
Recordé un poema de Sylvia Plath, de gran fuerza expresiva y muy triste, titulado «Tulips». Se refería a la reacción, tan poco sentimental, que tuvo ante las flores que le enviaron al hospital tras un intento de suicidio.
Intenté recordar qué aspecto tenía Kate McTiernan antes de que le pusieran la cara como un mapa. Había visto fotos. Tenía la cara tan hinchada que parecía que llevase gafas de aviador o una máscara antigás. También tenía varios hematomas en la mandíbula.
Según el parte del hospital, había perdido un diente. Al parecer, lo perdió de forma traumática dos días antes de que la encontrasen en el río. De modo que Casanova, el autoproclamado amante, debía de haberle dado una paliza.
Me apenó verla en aquel estado. Sentí el impulso de decirle que ya había pasado todo. Posé mi mano con suavidad en la suya y repetí una y otra vez las mismas frases: «Ahora está entre amigos, Kate. Está en el hospital de Chapel Hill. Ya está a salvo, Kate».
No sé si me oía ni si me entendía. Sólo quise decirle algo antes de marcharme, por si podía servirle de consuelo.
Mientras estaba allí, junto a la cabecera de su cama, se me representó la imagen de Naomi. No podía imaginarla muerta.
¿Está bien Naomi, Kate McTiernan? ¿Ha visto a Naomi Cross?, pensé preguntarle. Pero no hubiese podido contestarme aunque hubiera querido.
—Ahora está a salvo, Kate. Duerma tranquila. Está a salvo.
Kate McTiernan no podía decir una palabra acerca de su espantosa pesadilla.
Había visto a Casanova, y él la había dejado en estado catatónico, incapaz de articular palabra.