«¡Corre! ¡Corre con toda tu alma! ¡Aléjate de él! ¡No sigas aquí ni un momento más!».
Kate intentó concentrarse en buscar un camino que la sacase de aquel oscuro y denso bosque. Las copas de los altos pinos de Carolina eran como sombrillas que filtraban la luz que llegaba al robledal. A los jóvenes sicómoros no les llegaba suficiente luz. Parecían esqueletos en pie.
Presentía que Casanova iba ya tras ella. No tenía más remedio que tratar de darle alcance. Y si la alcanzaba, la mataría. Estaba casi segura de no haberlo herido de demasiada gravedad, aunque bien sabía Dios que lo había intentado.
Kate logró coger un poco de ritmo en su carrera, pese a que seguía trastabillando de trecho en trecho. La tierra del bosque era suave y esponjosa, una alfombra de hojas y pinaza. Un alto zarzal se alzaba en busca de la luz del sol. Así se sentía ella: como una zarza.
—Deberías descansar… esconderte… aguardar que pase el efecto de las drogas —musitó Kate—. Y luego buscar ayuda… Eso es lo lógico. Llamar a la policía.
Entonces lo oyó pisar la hojarasca por detrás de ella.
—¡Kate! ¡Kate! ¡Detente! —oyó que le gritaba.
Si no temía que lo oyesen, es que no debía de haber nadie en kilómetros a la redonda; que no había nadie que pudiese ayudarla en aquel bosque dejado de la mano de Dios. Había conseguido escapar de su encierro, pero ahora estaba sola en el bosque.
—¡Te alcanzaré, Kate! Es inútil que corras. ¡Te alcanzaré!
Kate gateó por un escarpado repecho que, en su estado de agotamiento, se le antojó el monte Everest. Una negra culebra tomaba el sol sobre la lisa superficie de una roca. Parecía una rama de árbol. Y Kate estuvo a punto de agacharse a cogerla, para utilizarla como bastón. La sorprendida culebra se escabulló.
«Quizá sea una pesadilla. O una alucinación».
—¡Kate! ¡Kate! ¡Estás perdida! ¡Estoy muy furioso contigo!
Volvió a tropezar y cayó en una maraña de madreselvas y puntiagudas rocas. Se hizo una herida en el muslo izquierdo que le dolía horriblemente.
«Olvídate de la sangre y del dolor y sigue corriendo. Tienes que alejarte de aquí. Tienes que buscar ayuda para las demás. No dejes de correr. Eres más lista, más rápida y más hábil de lo que crees. ¡Vas a conseguirlo!».
Lo oyó seguirla cuesta arriba. Lo tenía ya muy cerca.
—¡Ya te tengo, Kate! ¡Ya te tengo! ¡Estoy pisándote los talones! ¡Justo detrás de ti!
Kate se dio la vuelta. La curiosidad y el pánico pudieron más que su voluntad de seguir adelante. Lo vio remontar la cuesta con facilidad. Su larga melena rubia y su luminosa camisa blanca destacaban bajo las oscuras copas de los árboles.
¡Casanova!
Aún llevaba la máscara, la pistola paralizante y… otra pistola.
Reía a carcajadas.
Kate dejó de correr. De pronto, abandonó toda esperanza de alejarse. La atenazó la angustia. Estaba convencida de que iba a morir allí mismo.
—Hágase Tu voluntad —musitó Kate, que no podía hacer ya más que dejarlo todo en manos de Dios.
Al final de la cuesta se abría un abrupto desfiladero. Una pared de roca viva descendía hasta más de treinta metros. Sólo unos cuantos pinos asomaban de algunos salientes. No había dónde ocultarse ni adónde correr. A Kate le pareció el más desolado de los parajes para morir.
—¡Pobre Kate! —le gritó Casanova—. ¡Pobrecita niña!
Kate se dio de nuevo la vuelta. ¡Allí lo tenía! A no más de ocho o diez metros. La pintada máscara negra parecía inmóvil, con los ojos fijos en ella.
Kate le dio la espalda a la muerte y se asomó a la profunda garganta de roca y pinos. «Debe de haber unos treinta metros», pensó. El aturdimiento que sentía se le antojaba casi tan aterrador como la mortal alternativa que le pisaba los talones.
—¡No, Kate! —lo oyó gritarle.
Pero ella no volvió a mirar atrás.
Kate McTiernan saltó.
Se sujetó las rodillas. «Imagina que haces tu salto estilo bomba en la piscina», se dijo.
Por el fondo discurría un arroyo. La plateada cinta de agua se acercaba a ella a una increíble velocidad. El murmullo del agua sonaba como un rugido en sus oídos. No tenía ni idea de la profundidad de aquel arroyo. Pero ¿qué profundidad podía tener un arroyo tan pequeño? ¿Medio metro? ¿Metro y medio? Tres metros a lo sumo, si es que aquél era su día de suerte, algo que dudaba mucho.
—¡Kate! —lo oyó gritar de nuevo—. ¡Estás muerta!
Vio cabrillear el agua. Y aquello significaba que había rocas en el lecho del arroyo.
«No, Dios mío, no quiero morir».
Kate se estrelló contra la fría superficie del agua.
Tocó fondo tan pronto como si hubiese caído a un cauce seco. Sintió un fuerte dolor, un terrible dolor en todo su cuerpo. Tragó agua. Comprendió que iba a ahogarse. Iba a morir. Ya no le quedaban fuerzas.
«Hágase Tu voluntad».