«¡Sal de aquí! ¡Sal como sea de este infierno, sin perder un momento!».
Kate McTiernan cruzó tambaleante la gruesa puerta de madera que Casanova dejó abierta. No sabía la gravedad de las heridas que debía de haberle producido, ni el tiempo que podía permanecer inconsciente. Pero tenía que intentar huir de todas maneras.
«¡Corre! ¡Sal de aquí, ahora que puedes!».
Estaba aturdida. No lograba coordinar sus ideas. La droga debía de estar surtiendo efecto. Estaba desorientada.
Kate se tocó la cara y se la notó húmeda. ¿Estaría llorando? Ni siquiera de eso estaba segura. Le costó lo indecible subir por la empinada escalera de madera que partía de la puerta. ¿Conducía a otro piso? ¿Bajó sólo aquel tramo al llegar?
No lo recordaba. No recordaba nada.
Estaba perpleja y muy abatida. ¿De verdad había dejado inconsciente a Casanova, o era una alucinación?
¿La perseguía? Le silbaban los oídos como si le fuesen a estallar los tímpanos. Estaba tan aturdida que temía ir a desplomarse de un momento a otro.
Naomi, Melissa Stanfield, Christa Akers. ¿Dónde las tendría encerradas?
Kate avanzaba casi a ciegas por la casa, como si estuviese ebria. Al llegar a lo alto de la escalera, se vio en un largo pasillo. ¡Qué extraña casa! Porque parecía una casa. Las paredes eran nuevas, pero…
—¡Naomi!
Intentó gritarlo, pero sólo le salió un hilillo de voz. No podía concentrarse en nada más de dos segundos. ¿Quién era Naomi? No podía recordarlo.
Se detuvo y tiró con fuerza del pomo de una puerta, pero no pudo abrir. ¿Por qué estaba cerrada? ¿Qué puñeta estaba buscando? ¿Qué hacía allí? Las drogas no la dejaban pensar con claridad.
Estaba entumecida y aterida de frío. Su confusión mental era absoluta.
«Va a venir a matarme. Me dará alcance y me matará. ¡Huye! —se ordenó—. Busca la salida. Concéntrate sólo en eso. Y vuelve con ayuda para las demás».
Llegó al pie de otro tramo de escalera, de una vieja escalera que parecía salida de otra época. En los escalones había fragmentos de vidrio y piedra incrustados en dos dedos de mugre. Era una escalera muy vieja, a diferencia de las del resto de la casa que había visto, que eran completamente nuevas.
Kate perdió el equilibrio. Se venció hacia delante y estuvo a punto de golpearse el mentón contra el canto de uno de los peldaños. Sin embargo, logró rehacerse un poco y arrastrase escaleras arriba. ¿Hacia dónde? ¿Hacia una azotea? ¿Adonde iría a parar? ¿Y si la aguardaba arriba con su pistola paralizante y la jeringuilla?
Pero de pronto… ¡Estaba fuera! ¡Había logrado salir de la casa! Lo había conseguido.
Aunque deslumbrada por los rayos del sol, Kate McTiernan tuvo la sensación de asomar al más hermoso de los mundos. Aspiró la dulce fragancia de la resina de los árboles: robles, sicómoros y los enormes pinos de Carolina, sin ramas más que en la copa.
Kate dirigió la mirada hacia el bosque y levantó los ojos al cielo. Se echó a llorar y las lágrimas rodaron por su rostro.
Volvió a fijar la mirada en los altísimos pinos. Las ardillas voladoras saltaban de copa en copa. Ella se había criado rodeada de bosques como aquél.
«¡Aléjate de aquí!», se apremió al pensar de nuevo en Casanova. Echó a correr, pero volvió a caer a los pocos metros. Entonces recurrió a gatear durante un corto trecho y volvió a enderezarse.
«¡Corre! ¡Aléjate de aquí!».
Kate empezó de pronto a girar sobre sí misma como una bailarina, hasta que estuvo a punto de caer.
«¡No, no, no!», clamó una voz en su interior. No podía dar crédito a sus ojos. No podía dar crédito a ninguno de sus cinco sentidos.
Se quedó estupefacta. Era como vivir una angustiosa pesadilla, pero despierta. ¡No había casa! Por más que miraba no veía ninguna casa en todo el derredor.
La casa, el lugar en el que la habían tenido secuestrada, había desaparecido.