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Estaba segura de que Casanova iba a matarla. Y de que no iba a tardar mucho.

Sola, rodeada de aquel sobrecogedor silencio, Kate sintió la imperiosa necesidad de orar. Dios la escucharía. Aunque estuviese en aquel infierno, Dios la escucharía.

«Siento haber creído poco en Ti en los últimos años. Quizá sea agnóstica, pero soy honrada. Aunque tengo bastante sentido del humor, la verdad es que ahora no bromeo, ni pretendo hacer tratos contigo. Pero si me libras de esto, te estaré eternamente agradecida.

»Me parece increíble que pueda sucederme esto a mí, pero… la realidad es que aquí estoy, a merced de un asesino. Ayúdame, por favor. No creo que sea una buena idea que me condenes…».

Rezaba con tal concentración que no oyó entrar a Casanova, siempre tan sigiloso. Era como un fantasma. Como un espectro.

—Sigues sin hacer caso, ¿eh? No escarmientas, ¿verdad? —le espetó Casanova.

Llevaba una jeringuilla en la mano y una máscara de color malva con rodales de pintura blanca y azul, la más siniestra que le había visto. Estaba claro que las máscaras reflejaban sus estados de ánimo.

Kate sintió el impulso de implorarle que no le hiciese daño, pero no logró articular palabra.

La iba a matar.

Apenas podía tenerse en pie, pero se sobrepuso para esbozar una sonrisa.

—Hola… Me alegro de verte —farfulló atemorizada.

Ni siquiera estaba segura de que se le entendiese.

—Doctora Kate… has hablado con las otras… has quebrantado el reglamento. ¡La mejor! ¡La que podía haber sido la mejor! Pero… ¡te has pasado de lista!

Kate asintió con la cabeza. ¿Había oído bien? ¿Le había dicho que se había pasado de lista? Pues… en aquello tenía razón.

—Necesitaba hablar con alguien —dijo Kate con la voz entrecortada y tan áspera como si fuese de esparto.

En realidad, hubiese querido decirle otra cosa: Hablemos. Hablemos de todo esto. Tenemos que hablar.

Pero Casanova no daba la impresión de tener ganas de charlar en aquellos momentos. Parecía encerrado en sí mismo. Distante. Glacial. Inhumano. Aquella odiosa máscara… El personaje que representaba en aquel momento era el más siniestro: la Muerte.

Casanova estaba a menos de tres metros de Kate, armado con su pistola anestésica y una jeringuilla.

«Es médico —pensó Kate—. Estoy casi segura de que es médico».

—No quiero morir. Sé bueno —se aventuró a decir Kate—. Me pondré guapa… con tacones altos…

—Eso tenías que haberlo pensado antes, doctora Kate. Si lo hubieses hecho así, no habrías quebrantado el reglamento siempre que has tenido ocasión. Me equivoqué contigo. No suelo cometer errores. Pero contigo me equivoqué.

Kate se fijó bien en la pistola. No era como la de anteriores ocasiones. Parecía de verdad. O quizá fuese una de esas que producía descargas eléctricas. En el mejor de los casos la inmovilizaría. Intentó concentrarse en qué hacer para salvarse. Pensaba con el piloto automático, por así decirlo. Una certera patada… Aunque en su estado parecía imposible conseguirlo, persistió en su esfuerzo para concentrarse, para canalizar todo lo aprendido en sus clases de kárate durante años, para dar con alguna idea salvadora.

La última oportunidad.

En el dojo enseñaban a concentrarse en un solo golpe y, acto seguido, utilizar la fuerza y la energía del adversario contra él

Casanova se le acercó apuntando a su pecho con la pistola. Avanzaba muy decidido.

Ki-ai! —gritó Kate con la voz tan deformada que casi se asustó.

Lanzó una patada con toda su alma, con la intención de darle en los riñones. Un golpe que podía dejarlo a su merced. Lo mataría, si tenía ocasión.

Pero erró el golpe. No le dio en los riñones, como había pretendido, sino en un muslo. Daba igual. El caso es que Casanova acusó el golpe y aulló como un perro atropellado.

Kate reparó en que Casanova estaba no sólo dolorido sino perplejo. Y dio un salto atrás. Kate se abalanzó entonces sobre él y lo golpeó con el antebrazo en el cuello. Sintió el impulso de gritar de alegría al ver que Casanova perdía el conocimiento.