Cuando Kate McTiernan se despertó, comprendió de inmediato que algo muy grave había ocurrido, que su insostenible situación había empeorado.
No sabía qué hora era, ni qué día, ni dónde estaba. Lo veía todo borroso y tenía el pulso muy acelerado. Todas sus constantes vitales parecían alteradas.
Cuando estaba consciente, pasaba de la depresión al pánico. ¿Qué podía haberle administrado? ¿Qué droga podía producir tales efectos? Si era capaz de contestar a aquellas preguntas querría decir que seguía lo bastante cuerda para pensar con claridad.
Tal vez le había administrado klonopin, se dijo Kate.
Era una ironía que el klonopin fuese un ansiolítico. Pero si le había administrado fuertes dosis, de entre 5 y 10 mg, tendría aproximadamente los mismos efectos secundarios que ahora tenía.
¿Y si había utilizado cápsulas de marinol? Se recetaban para el tratamiento de las náuseas durante la quimioterapia. Kate sabía que el marinol era una bomba. Si le inyectaba 200 mg diarios, no tardaría en tirarse contra las paredes. Producía la sensación de tener algodón en la boca. Desorientación. Períodos de estado maníaco-depresivo. Y una dosis de entre 1.500 y 2.000 mg sería letal.
Con sus potentes drogas, Casanova abortaba su plan de fuga. No podía combatir contra él en estas condiciones. Sus conocimientos de kárate eran inútiles. Casanova se había ocupado de ello.
—¡Cabrón de mierda! —exclamó Kate, pese a que no solía utilizar ese léxico—. Eres un verdadero hijo de puta —añadió entre dientes.
Kate no quería morir. Sólo tenía 31 años. Se preparaba para ser médico, una buena profesional.
«¿Por qué ha tenido que sucederme esto a mí? Este loco, este loco canalla, me va a matar sin ninguna razón».
Tenía temblores, escalofríos y ganas de vomitar. Temía desmayarse.
Hipotensión ortostática, pensó. Era el término médico que se utilizaba para designar el desmayo, o mareo, al levantarse bruscamente de la cama o de una silla.
¡Estaba indefensa!
La quería indefensa y, a juzgar por como se encontraba, lo había conseguido.
Kate se echó a llorar. Eso la enfureció más de lo que ya estaba.
«No quiero morir. No quiero morir. ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo impedir que Casanova me mate?».
La casa volvía a estar en silencio. Quizá hubiese salido, pensó Kate, que necesitaba de manera desesperada hablar con sus compañeras de cautiverio. Tenía que sobreponerse y hacer algo.
Quizá Casanova estuviese oculto en la casa. Al acecho. Vigilándola en aquel mismo momento.
—¡Eh! ¿Me oye alguien? —se aventuró a gritar, sorprendida al comprobar la aspereza de su voz—. Soy Kate McTiernan. Escuchadme, por favor. Me ha administrado varias drogas. Creo que no tardará en matarme. Me aseguró que lo haría. Tengo mucho miedo… No quiero morir.
Kate gritó el mismo mensaje una vez más, palabra por palabra.
Pero nadie contestó. Tras sus desesperadas llamadas seguía un silencio absoluto.
También las demás estaban asustadas. Y no les faltaban motivos.
Al poco, se oyó una voz que sonó casi angélica. A Kate le dio un brinco el corazón. Y escuchó atentamente a su valiente amiga.
—Soy Naomi. Puede que encontremos el medio de ayudarnos. A menudo, nos reúne, Kate. Tú estás todavía a prueba. Al principio, nos tenía a todas en la habitación de abajo. ¡Por favor, no te resistas a sus peticiones! No podremos hablar más. Es demasiado peligroso. Pero no vas a morir, Kate.
—Por favor, sé valiente, Kate —le gritó otra voz—. Sé fuerte por todas nosotras. De todas maneras, no pretendas ser demasiado fuerte.
Luego, Kate dejó de oír las voces de sus compañeras de cautiverio. Se hizo de nuevo el silencio. Y volvió a sumirse en la más absoluta desolación.
La droga que le había administrado surtía ahora todo su efecto. Kate McTiernan tuvo la sensación de que se volvía loca.