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Nunca me había visto en una situación tan peliaguda. Todo se me hacía cuesta arriba.

Tragué saliva y sonreí tan convincentemente como pude al cruzar el porche de mi casa de Washington. Necesitaba darme un respiro de un día en aquella caza. Además, le había prometido a mi familia reunimos para informarles acerca de la situación de Naomi. Pero lo más importante es que echaba de menos a mis hijos y a Nana. Me sentía como si volviera a casa de permiso desde el frente.

Quería evitar a toda costa que Nana y los niños advirtieran mi ansiedad por lo que hubiese podido ocurrirle a Chispa.

—No ha habido suerte hasta ahora —le dije a Nana al inclinarme a besarla en la mejilla—. Aunque hemos hecho algunos progresos.

Para no darle opción a mi abuela a hacerme preguntas en aquellos momentos, fui en seguida al salón y me arranqué con la banda sonora de la mejor película de mi vida, una versión de la canción de los enanitos que vuelven a casa, con una ligera variante en la letra: «Ya estoy. Ya estoy. En casa a descansar (licencia poética)», a la vez que abría los brazos para acoger los ímpetus filiales de Damon y Jannie.

—¡Oh, Damon, estás más alto, más fuerte y más guapo que cuando me fui! ¡Pareces un príncipe! Y tú, Jannie, estás más alta, más fuerte y más preciosa. ¡Pareces una princesa!

—¡Y tú también, papá! —exclamaron ambos al unísono, como si lo hubiesen ensayado.

Amenacé a mi abuela con levantarla del suelo para darle un abrazo. Pero «Mamá» Nana me miró muy seria y cruzó ambos dedos índices. Era la señal disuasoria que utilizábamos en la familia.

—¡Ni se te ocurra! —exclamó mi abuela sonriente.

La volví a besar.

—¿Habéis sido buenos? —les pregunté entonces a mis hijos—. ¿Habéis ordenado vuestras habitaciones? ¿Habéis hecho los deberes? ¿Os habéis comido las coles de Bruselas?

—¡Sí, papá! —exclamaron de nuevo al unísono.

Jannie, para darle mayor verosimilitud, añadió:

—¡Hemos sido bueníiiiisimos!

—¿No estaréis diciéndome una mentirijilla? ¿Os habéis comido las coles de Bruselas? ¿Y la coliflor también? ¿No iréis a mentirle a papá? La otra noche llamé a las diez y media y aún estabais levantados. ¡Y me decís que os habéis portado bien!

—Nana nos dejó ver los dibujos —aseguró Damon riendo jubilosamente.

Aquel pequeñajo no se cortaba nunca un pelo; algo que, en cierto modo, me preocupaba un poco. Metí la mano en mi bolsa de viaje para sacar su ración de regalos.

—Bueno… pues si es verdad eso de que os habéis portado bien, os he traído unas cosas de mi viaje al sur. Ze me ha pegado un poco eze acento zuyo

—¡Zí, zí! —exclamó Jannie siguiéndome la corriente.

Mi pequeña se echó a reír jubilosamente y giró sobre sí misma como una bailarina. Era como un cachorrillo, siempre dispuesta a retozar, siempre alegre. Igual que Naomi de pequeña.

Saqué de la bolsa unas camisetas del equipo de baloncesto de la universidad. El «truco» con mi pareja de granujillas es hacerles siempre idénticos regalos. Si se trata de ropa tiene que ser del mismo diseño y del mismo color. Supongo que esto durará hasta dentro de un par de años. Luego, no querrán nada ni remotamente parecido a lo del otro.

—¡Muchíííízzzimas gracias!

Era una delicia saberse tan querido por aquella parejita, y poder estar tranquilamente en casa, aunque sólo fuese unas horas.

—Seguro que crees que me he olvidado de ti —le dije a Nana.

—A mí no me olvidarás nunca, Alex —aseguró «Mamá» Nana mirándome con dureza.

—No lo dudes, ancianita.

—Por supuesto que no lo dudo.

Como siempre. La última palabra tenía que ser la suya.

De mi bolsa de las maravillas saqué un paquete primorosamente envuelto. Nana lo desenvolvió y encontró el más precioso jersey hecho a mano que yo había visto en mi vida. Era una prenda de artesanía, tejida por un grupo de mujeres de ochenta y noventa años de una cooperativa de Hillsborough, en Carolina del Norte, que aún tenían que trabajar para ganarse la vida.

Por una vez, «Mamá» Nana se quedó sin habla. No arrugó la nariz ni hizo ningún comentario irónico. La ayudé a ponerse el jersey y no se lo quitó en todo el día. Parecía enorgullecerse de la prenda que llevaba, sentirse feliz y bonita, y me encantó verla así.

—Éste es el mejor regalo que podías hacerme, Alex —dijo al fin con la voz un poco quebrada—, aparte de haber vuelto a casa. Vas de duro por la vida. Pero estaba muy preocupada al saber que estabas en Carolina del Norte.

«Mamá» Nana era demasiado lista para hacerme preguntas acerca de Chispa en aquellos momentos. Sabía exactamente lo que significaba mi silencio.