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La periodista de 29 años de Los Ángeles Times Beth Lieberman miraba atentamente las pequeñas y borrosas letras verdes de la pantalla de su ordenador.

Leía con ojos cansados el reportaje sobre uno de los casos más sonados en la historia de Los Ángeles Times y, sin duda, el más importante reportaje de su carrera. Sin embargo, apenas le importaba ya.

—Es tan espantoso y nauseabundo… pies. Dios mío… —musitó Beth Lieberman con el corazón encogido—. Pies…

La sexta entrada del «diario» del Caballero de la Muerte llegó a su apartamento del oeste de Los Ángeles a primera hora de la mañana. Y al igual que en las ocasiones anteriores, el asesino le informaba del lugar exacto en el que se encontraba el cadáver de la mujer asesinada, antes de pasar a su obsesivo y sicopático mensaje personal.

Beth Lieberman llamó inmediatamente al FBI desde su casa. Luego, cogió el coche y fue a la redacción de Los Ángeles Times, en South Spring Street. Cuando llegó, los agentes del FBI ya habían comprobado que, en efecto, se había producido un nuevo asesinato.

El Caballero había dejado su firma: flores frescas.

Habían encontrado el cuerpo de una niña japonesa de catorce años en Pasadena. Al igual que las otras cinco víctimas, Sunny Ozawa desapareció sin dejar rastro dos noches antes. Era como si la densa niebla se la hubiese tragado.

Hasta la fecha, Sunny Ozawa era, que se supiese, la víctima más joven del Caballero. Había dejado un ramo de peonías blancas y rosas sobre la parte inferior de su torso.

«Como es natural, las flores me recuerdan los labios de la vulva de una mujer —había escrito en una de las entradas de su diario—. Es un obvio isomorfismo, ¿no?».

A las siete menos cuarto de la mañana, la redacción de Los Ángeles Times estaba desierta y espectral. «Nadie debería estar levantado a estas horas, salvo los trasnochadores impenitentes que aún no se han acostado», se dijo Lieberman.

El quedo siseo del acondicionador de aire, mezclado con el leve murmullo del tráfico, la molestaba.

—¿Por qué precisamente los pies? —musitó la periodista.

Allí, frente al ordenador, se sentía como si la hubiesen apaleado. Se arrepentía de haber escrito aquel artículo sobre la venta por correo de pornografía en California. Así era como el Caballero aseguraba haberla «descubierto». Según él, eso lo decidió a que fuese su «contacto con los ciudadanos de Los Ángeles». Aseguraba que ella estaba en su misma «longitud de onda».

Tras interminables reuniones de los más altos cargos de Los Ángeles Times, la dirección decidió publicar las entradas del diario del asesino. No cabía duda de que habían sido escritas por el Caballero. Sabía dónde se encontraban los cuerpos de las mujeres asesinadas antes que la policía. Además, amenazaba con «algunas muertes extra» si no le publicaban su diario, para que todos los ciudadanos de Los Ángeles pudiesen leerlo a la hora del desayuno.

«Soy el último. Y el más grande», había escrito el Caballero en una de las entradas de su diario.

¿Quién podía disputarle tal honor?, se preguntó Beth. ¿Richard Ramírez? ¿Caryl Chessman? ¿Charles Manson?

De modo que, en aquellos momentos, la «misión» de Beth Lieberman era hacer de portavoz del Caballero. También le tocaba corregir lo escrito por él. Era imposible publicar, tal cual, las notas que le enviaba. Rebosaban expresiones desvergonzadas y obscenas, y describían con violentas descripciones los asesinatos que cometía.

Casi le parecía oír la voz de aquel loco mientras tecleaba su última entrada en su procesador de textos.

Déjame que te hable de Sunny, Pon atención, querido lector. Tenía los pies pequeños, delicados y hábiles. Eso es lo que recuerdo mejor. Eso es lo que siempre recordaré de mi hermosa noche con Sunny.

Beth Lieberman tuvo que cerrar los ojos. No quería prestar atención a aquellas canallescas palabras. Una cosa era cierta: el Caballero le había proporcionado su primer gran éxito en Los Ángeles Times. Su nombre aparecía ahora al pie del artículo de primera página. El asesino la había convertido en una estrella.

Escúchame con atención. Piensa en el fetichismo, en las asombrosas posibilidades que ofrece para liberar la mente. No seas snob. Abre tu mente. ¡Abre tu mente ahora mismo! El fetichismo brinda placeres que podrías perderte.

No nos pongamos demasiado sentimentales acerca de la «joven» Sunny Ozawa. Estaba ya muy iniciada en los juegos de alcoba. Me lo confesó. Me la ligué en el bar Monkey. Fuimos a mi casa, a mi escondrijo, y allí empezamos a experimentar, a pasar la noche de forma entretenida.

Me preguntó si yo había hecho el amor con una japonesa. Le contesté que no, pero que siempre lo había deseado. Sunny me dijo que yo era «el caballero adecuado». Y, como es natural, me sentí honrado.

Aquella noche me pareció que no había nada más voluptuoso que concentrarse en los pies de una mujer, acariciárselos a la vez que hacía el amor con Sunny. Me refiero a unos pies bronceados, cubiertos con unas lujosas medias de nailon y con unos zapatos de tacón alto de Saks. Me refiero a unos hábiles piececitos. Son unos comunicadores muy refinados.

Escucha. Para apreciar de verdad la gestualidad erótica de los pies de una hermosa mujer, ella debe estar boca arriba y él de pie. Así estábamos Sunny y yo hoy a primera hora de la noche.

Le he levantado sus estilizadas piernas y he fijado la mirada donde se encuentran, de tal manera que la vulva asomase entre las nalgas. He besado el borde de sus medias repetidamente. Me he fijado en sus bien formados tobillos, en las deliciosas líneas que conducían a su brillante zapatito de charol.

He concentrado toda mi atención en ese coquetón zapatito de charol, mientras nuestras febriles embestidas hacían que el pie se moviese rápidamente.

Sus piececitos me han hablado. Me han excitado tanto que he sentido como si tuviese dentro de mi pecho pájaros que piasen y gorjeasen.

Beth Lieberman dejó de teclear y cerró de nuevo los ojos. Tuvo que hacer un esfuerzo para desechar de la mente las imágenes que la asaltaban. El Caballero había asesinado a la niña.

Los agentes del FBI y de la policía local de Los Ángeles no tardarían en irrumpir en la redacción del periódico. La abrumarían con las habituales preguntas. Porque iban a ciegas. No tenían pistas. Aseguraban que el Caballero cometía «crímenes perfectos».

Los agentes del FBI querrían hablar durante horas acerca de los macabros detalles del crimen de Pasadena. ¡Los pies! Con un afiladísimo cuchillo, el Caballero le amputó los pies a Sunny Ozawa y se los llevó.

En otros casos, había mutilado los genitales de sus víctimas. A una de ellas la sodomizó y luego le cauterizó el ano. A la empleada de un banco de inversiones le abrió el pecho en canal y le arrancó el corazón.

Era como el Jekyll y Hyde de los noventa.

Beth Lieberman abrió los ojos y vio a un hombre alto y delgado que estaba junto a ella en la redacción. Suspiró audiblemente y se dominó para no poner mala cara.

Era Kyle Craig, detective del FBI.

Kyle Craig tenía información que ella necesitaba imperiosamente, pero no iba a dársela de buenas a primeras. El agente sabía cuál era la razón por la cual el director del FBI había ido a Los Ángeles la semana anterior.

—Hola, señorita Lieberman. ¿Qué tiene usted para mí? —le preguntó Craig.