30

Miré a Seth Samuel Taylor a los ojos. Y él me devolvió la mirada. Se la sostuve. Sus ojos parecían cuentas de azabache engastadas en almendras.

El novio de Naomi era alto, muy musculoso, un hombre que trabajaba duro. Me recordaba más a un joven león que a un toro. Parecía tan desconsolado que se me hacía cuesta arriba interrogarlo. Tenía el presentimiento de que habíamos perdido a Naomi para siempre.

Seth Taylor iba sin afeitar. Se notaba a ojos vista que llevaba días sin dormir, y dudo de que se hubiese cambiado de ropa. Vestía camisa azul a cuadros muy arrugada, camiseta, tejanos y unas polvorientas botas de trabajo. O era un consumado actor o estaba muy furioso.

Le tendí la mano y me la estrechó vigorosamente (tanto que tuve la sensación de haberla metido en un torno de carpintero).

—Tiene usted un aspecto horrible —me dijo.

Se oía el Humpty Dance de Digital Underground desde algún domicilio o local cercano. Como en Washington, sólo que la melodía estaba un poco pasada de moda.

—¡Pues mira que tú!

Seth tenía una sonrisa amable y contagiosa. Rebosaba confianza en sí mismo (exceso de confianza, diría yo), pero sin caer en la fanfarronería.

Reparé en que debían de haberle roto la nariz varias veces. No obstante, su rostro era atractivo. Al igual que Naomi, era como esos actores que, con su sola presencia, dominan el escenario.

Seth Taylor vivía en un barrio obrero al norte de Durham, un barrio en el que, en otros tiempos, vivían los obreros que trabajaban en las fábricas de tabaco. Vivía en un dúplex de una casa convertida en dos apartamentos. En las paredes del pasillo tenía posters de Arrested Development y de Ice-T. En uno de los posters decía: «Desde la esclavitud no sufrían tantas calamidades los hombres negros».

El salón estaba atestado de amigos y vecinos de Seth, y sonaba una triste canción de Smokey Robinson. Los amigos estaban allí para ayudar a encontrar a Naomi. Pudiera ser que, al fin, hubiese encontrado aliados en el sur.

Todos los presentes se mostraban ansiosos por hablarme de Naomi. Ninguno de ellos albergaba la menor sospecha acerca de Seth Samuel.

Me llamó la atención una joven de mirada inteligente y sensible de piel de color café con leche.

Se llamaba Keesha Bowie y tendría treinta y pocos años. Trabajaba en Correos de Durham. Por lo visto, Naomi y Seth la habían convencido para que reanudase sus estudios en la facultad y se licenciase en psicología. En seguida sintonizamos.

—Naomi es una chica culta y muy coherente, aunque… en fin, eso ya lo sabe usted —dijo Keesha, que me llevó a un lado para hacer un aparte conmigo—. Pero nunca ha utilizado su talento ni su cultura para disminuir a nadie ni para darse aires de superioridad. Esto nos sorprendió a todas cuando la conocimos. Es muy equilibrada. Y es muy triste que haya tenido que sucederle algo así precisamente a ella.

Seguí hablando un poco más con Keesha y me cayó muy bien. Era lista y bonita. Luego, busqué a Seth y lo encontré solo en el piso de arriba. La ventana del dormitorio estaba abierta y él se había sentado afuera, en un tejadillo inclinado.

A lo lejos se oía un sugestivo blues de Robert Johnson.

—¿Te importa que salga ahí contigo? ¿Crees que este viejo tejadillo soportará nuestro peso? —pregunté desde la ventana.

—Si no resiste y caemos los dos al porche, daremos que hablar —dijo Seth sonriente—. Casi merece la pena caer y romperse la cabeza. Sí, hombre, venga.

Tenía un dulce acento, casi musical. No me extrañó que a Naomi le gustara.

Salí por la ventana y me senté junto a Seth Samuel en la oscuridad, mirando hacia Durham. Oímos la versión provinciana de las sirenas de la policía y el lejano y apagado murmullo del bullicio.

—Naomi y yo solíamos sentarnos aquí —musitó Seth.

—¿Te encuentras bien? —le pregunté.

—No he estado peor en mi vida. ¿Y usted?

—Yo tampoco.

—Después de que llamase usted, pensé en esta visita, en la conversación que tendríamos. Intenté pensar del modo que usted pensaría. Ya sabe… como un detective. Le ruego que deseche cualquier idea acerca de que yo pueda tener algo que ver con la desaparición de Naomi. No pierda el tiempo por ahí.

Lo miré con fijeza. Estaba inclinado hacia delante y reposaba el mentón en su pecho. Tenía los ojos llorosos. Su dolor se podía palpar. Sentí el impulso de decirle que íbamos a encontrar a Naomi y que todo saldría bien, pero no podía convencerle de algo de lo que no estaba seguro.

Terminamos por compadecernos. Los dos echábamos de menos a Naomi, cada uno de un modo distinto. Y los dos la lloramos, allí, en el oscuro tejado.