29

Recibí una llamada telefónica urgente de una estudiante de derecho compañera de clase de Naomi. Dijo llamarse Florence Campbell y que tenía que hablar conmigo lo antes posible.

—Necesito hablar con usted urgentemente, doctor Cross. Se trata de algo importantísimo.

Nos encontramos en el campus de Duke, cerca del Centro Universitario Bryan.

Florence resultó ser una joven negra de poco más de veinte años. Fuimos paseando entre los magnolios y los bien cuidados edificios de estilo neogótico. Ninguno de los dos encajábamos muy bien en aquel lugar. Ella era alta y desgarbada y, a primera vista, parecía algo artificial. Llevaba un peinado alto y tieso que me recordó a Nefertiti. Su aspecto era extraño, o acaso sólo resultara anticuado. Me sorprendió que aún existiesen personas como ella en las zonas rurales de Mississippi y Alabama.

La joven había preparado su tesis de licenciatura en la Universidad estatal de Mississippi, que estaba bastante apartada de la Universidad Duke.

—Lo siento muchísimo, doctor Cross —dijo ella tras sentarnos en un banco de madera y piedra, cubierto de testimonios de las variopintas emociones de los estudiantes, escritas con bolígrafo o grabadas con navaja—. Le pido disculpas a usted y a su familia.

—¿De qué has de disculparte, Florence? —le pregunté sin comprender a qué se refería.

—No me decidí a hablar con usted ayer cuando estuvo aquí. Nadie había dicho claramente aún que Naomi podía haber sido secuestrada. La policía de Durham, por lo menos, no dijo nada. Y estuvieron muy antipáticos y fueron mal educados. No parecían creer que Naomi pudiese tener algún problema.

—¿Y a qué crees que se debe? —dije, porque yo me hacía la misma pregunta.

—Porque Naomi es afroamericana —contestó ella mirándome con fijeza—. La policía de Durham y el FBI no se preocupan de estos casos igual que si se tratase de una joven blanca.

—¿Eso crees? —le pregunté.

—Es la pura verdad. Frantz Fanón sostiene que las superestructuras racistas están permanentemente incrustadas en la psicología, en la economía y en la cultura de nuestra sociedad. Y yo también lo creo así.

Florence daba la impresión de ser una joven muy seria. Llevaba bajo el brazo un ejemplar de The Omni-americans de Albert Murray. Y empezaba a caerme bien su talante. Era un buen momento para sondearla acerca de Naomi.

—Cuéntame qué está pasando aquí, Florence. No te cohíbas por el hecho de que yo sea tío de Naomi ni porque sea agente de policía. Necesito que alguien me ayude en la investigación. Sé a lo que te refieres, porque yo también sufro las consecuencias de esa superestructura de la que hablas.

Florence sonrió y se echó hacia atrás un mechón que se le venía sobre la cara. Parecía un híbrido de Emmanuel Kant y de la Prissy de Lo que el viento se llevó.

—Aquí está lo que sé, doctor Cross. Ésta es la razón de que algunas de las chicas de la residencia estuviesen enfadadas con Naomi —dijo respirando hondo aquel aire con fragancia a magnolia—. Todo empezó a causa de Seth Samuel Taylor. Es asistente social y se ocupa de uno de los barrios de Durham. Yo le presenté a Naomi. Seth es mi primo —añadió un poco titubeante.

—Sigo sin ver dónde está el problema.

—Seth Samuel y Naomi se enamoraron hacia diciembre del año pasado —prosiguió Florence—. Naomi iba por ahí como flotando, embelesada. Y ya sabe usted que ella no es así. Al principio, él venía a la residencia, pero luego ella empezó a ir al apartamento de Seth en Durham.

Me extrañó un poco que Naomi se hubiese enamorado y no se lo hubiese contado a Cilla. ¿Por qué no nos lo había dicho a ninguno de nosotros? Yo seguía sin comprender cuál era la causa del enfado de las chicas de la residencia con Naomi.

—Supongo que Naomi no es la primera estudiante de Duke que se ha enamorado y que ha salido con un hombre —dije.

—No es que saliese con un hombre, es que salía con un hombre de raza negra. Seth se presentaba aquí con mono, botas de trabajo y su «chupa». Y Naomi empezó a pasearse por el campus con un sombrero de segadora. A veces, Seth también llevaba un sombrero con la inscripción «Trabajo de esclavo». Además, osaba ironizar respecto de la labor social de las monjas y de su «conciencia social». Y ponía de vuelta y media a los conserjes de color por cumplir con su trabajo.

—¿Y qué opinas tú de tu primo Seth? —le pregunté.

—Lo subleva la injusticia racial. Está demasiado radicalizado y, a veces, exagera. Por lo demás, es un tipo formidable. Es de los que predica con el ejemplo. Es un trabajador infatigable. Si no fuese mi primo lejano… —dijo Florence guiñándome el ojo.

Tuve que sonreír ante el malicioso sentido del humor de Florence. Era un poco provinciana, pero una personita decente. Incluso empezaba a gustarme su peinado.

—¿Erais íntimas tú y Naomi? —le pregunté.

—Al principio no simpatizamos. Quizá porque ambas nos considerábamos rivales para aparecer en las páginas de Law Review. Probablemente, sólo tendría opción una joven negra, ¿comprende? Sin embargo, a medida que avanzó el curso, intimamos. Adoro a Naomi. Es la mejor.

De pronto, me pregunté si la desaparición de Naomi tendría algo que ver con su novio, y acaso nada con el asesino que andaba suelto por Carolina del Norte.

—Es una buena persona. No vaya usted a perjudicarlo —me advirtió Florence—. Ni se le ocurra.

—Prometo que sólo le romperé una pierna.

—Es fuerte como un toro —me replicó.

—Pero es que yo soy un toro —le susurré a Florence como quien revela un secreto.