28

Tictac. Tictac. La polvera de relojería estaba otra vez en condiciones.

El falómetro empezaba a funcionar.

Kate McTiernan creyó haber oído algo. Probablemente, eran figuraciones suyas. No tenía nada de extraño desvariar un poco en aquel lugar.

Ya estaba otra vez. Un leve crujido de las tablas. La puerta se abrió y entró él sin decir palabra.

¡Allí estaba! Casanova. Llevaba otra máscara que le daba aspecto de ídolo siniestro, estilizado y atlético. ¿Sería aquélla la fantaseada imagen que tenía de sí mismo?

Pensando sólo en su tipo, en la universidad lo hubiesen considerado un chico 10. Aunque, con la máscara, más bien lo hubiesen tomado por un cadáver salido de una sala de disección.

Se fijó en su indumentaria: unos ajustados tejanos descoloridos y camperas negras manchadas de tierra. No llevaba camisa. Una máscara cubría su rostro. No cabía duda de que era fuerte. Parecía orgulloso de la musculatura de su pecho.

Kate trataba de recordar los detalles de su físico para… cuando lograse escapar.

—He leído tus reglas —dijo Kate con todo el aplomo que le fue posible, aunque estaba temblando—. Son muy completas y claras.

—Gracias. A pocas personas les gustan las reglas, y a mí menos que a nadie. Pero a veces son necesarias.

Kate no podía apartar los ojos de la máscara, que le recordaba las trabajadas y decorativas máscaras de Venecia, aunque también las máscaras rituales de algunas tribus.

¿Pretendía seducirla?, se preguntó Kate. ¿De eso se trataba?

—¿Por qué llevas máscara? —preguntó ella en tono sumiso.

—Como digo en mi nota, un día saldrás libre de aquí. Quedarás en libertad. Forma parte de mi plan. No podría soportar que sufrieses ningún daño.

—Si soy buena y obedezco.

—Exacto. Si eres buena. No te será tan difícil, Kate. Me gustas muchísimo.

Kate sintió el impulso de pegarle. «Todavía no —se dijo no obstante—. No hasta que estés muy segura. Sólo podrás tener una oportunidad».

Él pareció leerle el pensamiento. Era muy rápido e inteligente.

—Nada de kárate —comentó él, que pareció sonreír bajo la máscara—. Recuérdalo bien, Kate, por favor. Te he visto combatir en el dojo. Te he observado. Eres muy rápida y fuerte. Pero yo también. Conozco las artes marciales.

—No estaba pensando en eso —se excusó Kate, que frunció el entrecejo y miró al techo.

Puso los ojos en blanco. Pensó que era perfectamente legítimo fingir en aquellas circunstancias.

—En tal caso, te pido disculpas —dijo él—. No tenía que haberlo dicho. No lo volveré a hacer. Te lo prometo.

Había momentos en los que parecía cuerdo. Eso era lo que más la aterraba de lo que había ocurrido hasta entonces. Era como si tuviesen una conversación normal en una casa normal, en lugar de en la casa de los horrores.

Kate se fijó en sus manos. Tenía los dedos largos. Incluso podía considerarlos distinguidos. ¿Manos de arquitecto? ¿De médico? ¿Manos de artista? Desde luego, no eran manos de obrero.

—¿Qué piensas hacer conmigo? —preguntó decidida a ser más directa—. ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué esta habitación y esta ropa, todas mis cosas?

—Pues supongo que porque quiero enamorarme. Estar enamorado durante una temporada —contestó él en un tono suave y pausado que parecía indicar que, en efecto, pretendía seducirla—. A ser posible, quiero vivir un romance continuo. Quiero sentir algo especial en mi vida. Quiero experimentar la intimidad con otra persona. No soy tan distinto de los demás. La única diferencia es que, en lugar de fantasear, yo actúo.

—¿Acaso no sientes nada? —volvió a preguntar ella con fingida preocupación.

Kate era consciente de que los sociópatas no podían sentir emociones o, por lo menos, eso era lo que tenía entendido.

Casanova se encogió de hombros. Kate notó que sonreía tras la máscara, que se reía de ella, en realidad.

—A veces, siento intensamente. Creo que soy demasiado sensible. ¿Puedo decirte lo hermosa que eres?

—En estas circunstancias, preferiría que no lo hicieses.

Él volvió a encogerse de hombros y a echarse a reír.

—Bueno, pues dejémoslo correr entonces. Nos dejaremos de lindezas entre los dos. Sin embargo, ten en cuenta que puedo ser romántico. En realidad, es lo que prefiero.

Su rápido movimiento la pilló por sorpresa. El proyectil anestésico la hizo trastabillar hacia atrás al impactar en su pecho. Reconoció el sonido de la percusión y el olor a ozono. Cayó contra la pared y se golpeó en la cabeza.

—Oh, Dios mío —gimió Kate.

Casanova se le echó encima agitando brazos y piernas. La inmovilizó con el peso de su cuerpo. Iba a matarla.

Oh, Dios, no quería morir así, que su vida terminase de esta manera. No tenía sentido, era absurdo y triste.

Sintió una explosiva rabia en su interior. Con un desesperado esfuerzo, logró liberar una de sus piernas, pero no podía mover los brazos. Le ardía el pecho. Notó que le desgarraba la blusa, que la tocaba por todas partes. Estaba en plena erección y se restregaba en ella.

—No, por favor —musitó en tono quejumbroso.

Le manoseaba los pechos. Notó el sabor del hilillo de sangre que empezó a manar de la comisura de sus labios. Entonces se derrumbó y empezó a llorar. Apenas podía respirar.

—He tratado de ser amable —dijo él rechinando los dientes.

Casanova se detuvo de pronto. Se levantó, se bajó la cremallera de sus tejanos azules y se los dejó caer hasta los tobillos. No se molestó en quitárselos.

Kate alzó la vista hacia él. Tenía el pene grande y estaba en plena erección. Se le echó encima y empezó a restregárselo lentamente por los pechos, por la garganta y luego por la boca y los ojos.

Kate estaba semiinconsciente. Trataba de resistir mental-mente. Necesitaba asirse a algo, aunque sólo fuera a sus pensamientos.

—Mantén los ojos abiertos —le advirtió él con aspereza—. Mírame, Kate. Tienes los ojos preciosos. Eres la mujer más hermosa que he visto nunca. ¿Lo sabes? ¿Sabes lo deseable que eres?

Casanova estaba en trance. La penetraba con potentes embestidas. Se sentó encima de ella y empezó a jugar con sus pechos. Le acarició con suavidad el pelo y el rostro, lo que hacía que aquel momento fuera aún más penoso. Se sentía terriblemente humillada y avergonzada. Lo odiaba.

—Te amo, Kate. Te amo más de lo que soy capaz de expresar. Nunca he sentido nada parecido. Te lo prometo. Nunca como ahora.

Kate comprendió que no iba a matarla. La dejaría vivir. Volvería a poseerla una y otra vez, siempre que la deseara. Kate estaba tan aterrorizada que terminó por perder el conocimiento.

No sintió nada cuando él se despidió con un suave beso.

—Te amo, dulce Kate. Y siento muchísimo esto. Porque… lo siento todo.