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Estoy viva.

Kate McTiernan abrió trabajosamente los ojos en la oscura estancia.

Por un momento, creyó estar en la habitación de un hotel, que parecía salida de una de las espectrales películas de Jim Jarmusch. Daba igual, pensó. Lo importante era que no estaba muerta.

De pronto recordó que le habían disparado a quemarropa en el pecho. Le vino a la memoria el intruso. Alto… con el pelo largo, de voz suave y pausada… y muy fuerte.

Iba a intentar levantarse pero lo pensó mejor.

—¡Eh! ¡Aquí! —gritó.

Tenía la garganta seca y la lengua como si precisara un afeitado.

«Estoy en el infierno. En uno de los círculos del Infierno de Dante», pensó estremecida.

Su situación era tan aterradora, tan horrible e inesperada, que no podía concentrarse para analizarla.

Tenía las articulaciones agarrotadas y le dolía todo el cuerpo. No hubiese podido levantar ni cincuenta kilos. Tenía la cabeza como un bombo, pero recordaba muy bien a su agresor, un hombre alto, de casi 1,90 m, joven, muy fuerte y de perfecta coordinación de movimientos. La imagen que tenía de él era borrosa, pero estaba completamente segura de que era real.

Y recordaba algo más acerca de la monstruosa agresión sufrida en su apartamento. Había utilizado una pistola o algo parecido para inyectarle un anestésico, además de cloroformo o halotane. Quizá por eso le dolía tanto la cabeza.

La luz estaba encendida y procedía de ojos de buey halógenos instalados en el bajo techo, de poco más de dos metros.

La estancia parecía nueva o reformada. Estaba decorada con gusto, más o menos como la hubiese decorado ella, de haber tenido el dinero y el tiempo suficientes… Una cama de metal. Una cómoda antigua con tiradores metálicos y una coqueta sobre la que había cepillos y peines de mangos de plata. De los postes de los pies de la cama colgaban fulares de chiffon de colores, tal como los tenía ella en su casa. Aquello le pareció extraño. Algo muy raro.

—Bonita decoración —musitó Kate.

La puerta del armario estaba entreabierta. Se le hizo un nudo en el estómago al ver lo que había dentro.

El agresor le había traído su ropa a aquel horrible lugar, a aquella singular mazmorra.

Kate sacó fuerzas de flaqueza para tratar de incorporarse. Pero le latía el corazón con tal fuerza que se asustó. Le pesaban los brazos y las piernas como si fuesen de plomo.

Puso los cinco sentidos en concentrarse. Al fijarse mejor en la ropa del armario, se percató de que no era realmente su ropa. Lo que había hecho su secuestrador era comprar ropa ¡idéntica a la que ella llevaba! De acuerdo a su gusto y a su estilo. Las prendas que había en el armario estaban por estrenar. Podía ver algunas de las etiquetas que colgaban de blusas y faldas: The Limited, The in Chapel Hill. Tiendas en las que ella solía comprar.

Sus ojos se fijaron entonces en la coqueta del otro lado de la habitación. Allí estaban sus perfumes: Obsesión, Safari, Opium.

Todo lo había comprado para ella. Estaba claro, ¿no?

Junto a la cama había un ejemplar de All the pretty horses, el libro que compró en la librería de Franklin Street de Chapel Hill.

«¡Lo sabe todo de mí!».