Estuve a punto de ir de nuevo a ver a Mary Ellen Klouk. No obstante, cambié de opinión y volví al hostal Duke Inn de Washington.
Habían dejado dos mensajes para mí. Uno era de un amigo del Departamento de Policía de Washington. Se había brindado a procesar los datos que yo necesitaba para trazar un perfil de la personalidad de Casanova.
Yo llevaba un ordenador portátil que confiaba poder utilizar pronto.
El otro mensaje era de un periodista llamado Mike Hart. Había llamado cuatro veces. Trabajaba para el National Star de Florida y lo apodaban «el Cruel». Me abstuve de contestar a sus mensajes. En una ocasión me sacó en la portada del Star, y con una vez bastaba.
El detective Nick Ruskin había contestado, al fin, a una de mis llamadas y había dejado un breve mensaje: «Nada nuevo por nuestra parte. Le informaré, en caso de haberlo».
Me resultaba difícil de creer. No confiaba en el detective Ruskin ni en su ayudante Davey Sikes.
Me adormecí en un sillón de mi habitación. Pero tuve un sueño inquieto y una angustiosa pesadilla. Un monstruo, que parecía salido de un cuadro de Edvard Munch, perseguía a Naomi. Yo no podía hacer más que ver la macabra escena horrorizado. No hacía falta ser psicoterapeuta para interpretar ese sueño.
Me desperté con la sensación de que había alguien en mi habitación.
Llevé la mano a la culata de mi revólver y permanecí inmóvil. Me latía el corazón con fuerza. ¿Cómo podía haber entrado alguien en la habitación?
Me levanté lentamente, pero sin enderezarme del todo, adoptando una posición de disparo, semiagachado. Miré en derredor esforzándome por ver en la oscuridad.
Como las cortinas de la ventana no estaban del todo corridas, entraba la suficiente luz para permitirme ver los contornos de las cosas. No notaba más movimiento que el de las sombras de las hojas de los árboles que danzaban en las paredes.
Me asomé al cuarto de baño, con mi revólver Glock por delante. Luego, miré en los armarios. Me sentía ridículo registrando mi habitación empuñando el revólver, pero estaba seguro de haber oído un ruido. Entonces vi un pedazo de papel bajo la puerta. Aguardé unos segundos antes de encender la luz.
Era una postal con una reproducción fotográfica. Una vieja postal de las que tan en boga estuvieron a principios del siglo XX. Por entonces, se coleccionaban como seudoobras de arte (de «porno blando» en su mayoría). Hicieron furor entre los hombres en la primera mitad del siglo.
Me agaché para ver mejor la anticuada fotografía.
Era una odalisca que fumaba un cigarrillo turco en una postura acrobática. Era morena, joven y hermosa. Tendría unos 16 años. Estaba desnuda de cintura para arriba y sus prietos pechos colgaban debido a la pose.
Le di la vuelta a la postal con un lápiz.
Junto al recuadro para el sello se leía: «Las odaliscas más bellas e inteligentes recibían una esmerada educación para ser concubinas. Aprendían a bailar, a tocar instrumentos musicales y a escribir deliciosos poemas líricos. Eran las más apreciadas del harén, acaso el mayor tesoro del emperador».
Llevaba una firma reciente sobre un nombre impreso: Giovanni Giacomo Casanova de Seignalt.
Sabía que yo estaba en Durham. Y sabía quién era.
Casanova acababa de dejarme su tarjeta de visita.