Volvía a ser un detective «de calle», un sabueso. Pasé casi toda la mañana del lunes entrevistando a personas que conocían a Kate McTiernan.
La última víctima de Casanova trabajaba en su primer año como interna del hospital. La habían secuestrado en su apartamento de las afueras de Chapel Hill.
Trataba de hacerme una idea del perfil psíquico de Casanova, pero no tenía suficiente información. El FBI no ayudaba. Nick Ruskin aún no había contestado a mis llamadas telefónicas.
Un profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad de Carolina del Norte me comentó que Kate McTiernan era una de las alumnas más estudiosas que había tenido en veinte años. Y otro profesor me dijo que su dedicación e inteligencia eran muy notables, pero que «lo más extraordinario de Kate era su personalidad».
Había unanimidad en este sentido. Pese a la típica rivalidad entre internos, sus compañeros del hospital convenían en que Kate McTiernan era alguien especial.
—Es una de las mujeres menos narcisistas que he conocido nunca —me dijo una de las internas.
—Kate es una obsesa del trabajo y del estudio. Pero lo sabe y se ríe de sí misma —me comentó otra—. Es una persona extraordinaria. Esto es algo muy triste, un duro golpe para todos en el hospital.
—Es un talento, aunque tenga pinta de leñadora —la catalogó una tercera.
Llamé a Peter McGrath, un profesor de historia, que accedió a verme a regañadientes. Fue novio de Kate McTiernan durante casi cuatro meses y rompieron bruscamente. El profesor McGrath era un hombre alto, atlético y algo prepotente.
—Podría decir que la pifié a base de bien al perderla —reconoció McGrath—. Porque es la verdad. Pero no habría podido soportar su terquedad mucho tiempo. Es la persona más obstinada que he conocido y, también, la de mayor fuerza de voluntad. Me parece increíble que haya podido sucederle algo así a Kate.
Estaba pálido, visiblemente afectado por su desaparición. Ésa era la impresión que daba.
Terminé comiendo solo en un ruidoso bar de la ciudad universitaria de Chapel Hill atestado de estudiantes. Un grupo disputaba una partida de billar.
Pero yo seguí solo, con mis cervezas, una correosa hamburguesa y mis cavilaciones acerca de Casanova.
El largo día me había agotado. Echaba de menos a Sampson, a mis hijos y mi casa de Washington. Un mundo amable sin monstruos, pero en el que seguía faltando Chispa, al igual que otras jóvenes del sudeste.
No podía quitarme de la cabeza a Kate McTiernan, ni lo que me contaron acerca de ella aquel mediodía. Sin embargo, así era como se resolvían los casos, o por lo menos, el modo en que yo los había resuelto siempre: buscando entre los datos acumulados una relación que aparentemente no tenían.
Casanova no se limita a poseer físicamente a mujeres hermosas, comprendí de pronto. Trata de poseer a las mujeres más extraordinarias que encuentra. Sólo se ceba en aquellas que quitan el sentido… en las mujeres que todo el mundo desea pero que parecen inaccesibles.
Y las retiene en algún lugar no muy alejado de aquí.
¿Por qué precisamente mujeres extraordinarias?
Pudiera ser que la explicación fuese sencilla: Acaso se debiera a que también él se consideraba extraordinario.