Casanova vigilaba al doctor Alex Cross. Su mente, ágil y perspicaz, funcionaba como un ordenador.
—Fíjate en Cross —musitó—. ¡A visitar a la vieja amiga de Naomi! No vas a averiguar nada por ese camino. Frío, frío, doctor.
Lo seguía a prudente distancia mientras caminaba por el campus de Duke. Había leído muchas cosas acerca de Cross. Lo sabía todo del psicólogo y detective que se hizo célebre persiguiendo a un secuestrador y asesino en Washington (el llamado «crimen del siglo», del que los medios informativos habían escrito montones de bobadas).
«¿Quién domina este juego, vamos a ver? —le hubiese gritado de buena gana al doctor Cross—. Sé quién eres. Pero tú no sabes quién soy yo. Ni lo sabrás nunca».
Cross se detuvo. Sacó un bloc del bolsillo trasero de sus pantalones y tomó una nota.
«¿Qué haces, doctor? ¿Se te ha ocurrido alguna idea interesante? Lo dudo, la verdad. El FBI, la policía local… Hace meses que todos andan tras de mí. Y supongo que también ellos deben de tomar notas. Pero nadie tiene la menor pista…».
Casanova continuó observando a Alex Cross, al reanudar éste su paseo por el campus, hasta que lo perdió de vista. Le parecía inconcebible que Cross pudiera descubrirlo y detenerlo. Ni en broma.
Casanova se echó a reír, pero se dominó en seguida, porque el campus de Duke rebosaba de bullicio los domingos por la tarde.
«Nadie tiene una pista, doctor Cross. ¿No lo entiende? ¡Ésa es la pista!».