A primera hora del domingo por la mañana, el caso Casanova empeoró. Tuve que llevar en el coche a Sampson al aeropuerto internacional Raleigh-Durham. Tenía que reintegrarse al trabajo en Washington aquella misma tarde (alguien tenía que proteger la capital mientras yo trabajaba aquí). Tras el hallazgo del tercer cadáver, la gravedad del caso se recrudecía. Varios guardabosques se habían unido a los agentes de la policía local y del FBI para inspeccionar el lugar del crimen.
«¿A qué se debía que el subdirector del FBI, Ronald Burns, hubiese estado aquí anoche?».
Sampson me dio un abrazo de oso frente al control de seguridad de la American Airlines. Debíamos de parecer dos jugadores de los Redskins de Washington después de ganar la Super Bowl, o después de que ni siquiera lograran clasificarse para los play-off de 1991.
—Sé lo mucho que Naomi significa para ti —me susurró casi al oído—. Y creo saber cómo te sientes. Si vuelves a necesitarme, llámame.
Nos dimos un breve beso en la mejilla, como solían hacer Magic Johnson e Isaiah Thomas antes de sus partidos de la NBA. Esto nos atrajo algunas miradas atravesadas. Sampson y yo nos queremos y no nos avergonzamos de exteriorizarlo en público, algo poco habitual en dos tipos duros como nosotros.
—Ten cuidado con los federales y con la policía local. Ruskin no me gusta. Y el tal Sikes menos aún —me aleccionó Sampson—. Encontrarás a Naomi. Tengo confianza en ti. Siempre la he tenido.
El «hombre montaña» se alejó sin volver la vista atrás.
Me quedaba allí solo, en el sur.
De nuevo a cazar monstruos.