17

«¡No! —pensó Kate—. Ésta es mi casa». Tuvo que dominarse para no gritarlo.

¡Había alguien en su apartamento!

Estaba casi segura de que alguien había entrado en su apartamento. Se le había acelerado el pulso y tenía un nudo en la garganta.

No, Dios mío.

Permaneció inmóvil, acurrucada junto a la cabecera de la cama. Contenía la respiración. Los blancuzcos rayos de luna que penetraban por los cristales de las ventanas formaban sombras espectrales.

Ahora no oía nada inhabitual. Pero estaba segura de haberlo oído. Al recordar las noticias de los recientes asesinatos en los condados de Durham y Orange, se asustó.

«No seas macabra —se dijo—. No te pongas melodramática».

Se incorporó en la cama lentamente y escuchó. Acaso se hubiese abierto sola una ventana. Lo mejor que podía hacer era levantarse y asegurarse de que todo estaba bien cerrado.

Por primera vez en cuatro meses, echó de menos a Peter McGrath. Peter no le habría servido de ayuda, pero se hubiese sentido más segura.

No era miedosa. Podía plantarles cara perfectamente a la mayoría de los hombres. Era una magnífica luchadora. Peter solía decir que «compadecía» a quien se metiese con ella, y lo decía en serio. Incluso había llegado a sentir cierto miedo físico de ella. Pero, en fin, un combate reglamentado en el dojo era una cosa, y la realidad, algo muy distinto.

Kate bajó con sigilo de la cama. «Ni respires siquiera». Notaba las ásperas y frías tablas del suelo bajo las plantas de los pies. Pero el desagradable contacto surtió el efecto de despejarla, de hacerla pensar con más rapidez. Y al momento adoptó una postura de combate.

¡Paf!

Una enguantada mano se estampó en su cara, con tal fuerza que creyó notar que le había roto un cartílago de la nariz. El fornido agresor la derribó y la inmovilizó en el suelo con el peso de su cuerpo.

«Un atleta», se dijo. Procuró no ofuscarse y pensar con claridad.

Muy potente. Y en plena forma.

La asfixiaba. Sabía perfectamente lo que hacía. Estaba bien entrenado.

No era un guante lo que le cubría la mano. Era un trapo. Muy húmedo.

¿Sería cloroformo? No, porque no olía. ¿Acaso éter? ¿Halotane? ¿Dónde podía obtener anestésicos?

Empezaba a aturdirse. Tenía que quitárselo de encima en seguida porque corría el riesgo de perder el conocimiento.

Logró encoger las piernas y proyectarlas con todas sus fuerzas hacia la izquierda. El impulso fue tan fuerte que consiguió desasirse de su agresor y llegar junto a la pared.

—Eso ha estado muy mal, Kate —dijo él en la oscuridad.

¡Sabía su nombre!