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Kate McTiernan le daba vueltas a una idea extraña, pero muy lúcida: «Que el halcón destroce el cuerpo de su presa es sólo una cuestión de oportunidad», se dijo.

Ésta era la reflexión de su más reciente kata en la clase de kárate. La oportunidad del momento lo era todo en el karate y en muchos otros aspectos de la vida. Sin embargo, no estaba de más poder levantar pesas de cien kilos, como era su caso.

Kate iba paseando por la bulliciosa y abigarrada Franklin Street de Chapel Hill, que bordeaba de norte a sur el pintoresco campus de la Universidad de Carolina del Norte.

Pasó frente a librerías, pizzerías, locales de alquiler de monopatines y la heladería Ben & Jerry, desde la que salían las notas del grupo de rock White Zombie.

Kate no era muy aficionada a pasear por la ciudad. No obstante, aquella noche de finales de abril el tiempo era espléndido, y se entretuvo viendo escaparates para variar.

El ambiente universitario de la ciudad era muy agradable. Le encantaba vivir allí. Primero como estudiante de medicina, y ahora como interna del hospital. En absoluto deseaba moverse de Chapel Hill, y volver a Virginia para ejercer la medicina. Pero iría. Se lo prometió a su madre, Beadsie, antes de que muriera. Y siempre cumplía sus promesas. En aquel aspecto era un poco chapada a la antigua.

Llevaba las manos en los grandes bolsillos de su chaqueta ligeramente arrugada del uniforme médico. Creía que sus manos la afeaban. Las tenía muy estropeadas y prácticamente sin uñas, debido, en parte, a los ejercicios que realizaba en el gimnasio como cinturón negro y, en parte, a su duro trabajo en el hospital.

Las clases de kárate eran sus únicos respiros, para distraerse y descargar la tensión que le provocaba su trabajo.

En la parte superior del bolsillo izquierdo de su chaqueta llevaba un pin en el que se leía «Dra. K. McTiernan». Se complacía en la pequeña irreverencia que significaba llevar el símbolo de su estatus y prestigio con sus holgados pantalones y sus zapatos de lona. No quería dar la imagen de una mujer inconformista y rebelde, pero necesitaba conservar cierta individualidad en el ambiente del hospital.

Acababa de comprar All the pretty horses, de Cormac McCarthy, en la librería Intimate. Quienes estaban en su primer año como médicos internos del hospital no debían tener, en principio, tiempo para leer novelas. Pero ella lo encontraba. O, por lo menos, aquella noche lo intentaría. Pensó en entrar en Spansky's, que estaba en la misma Franklin Street, esquina Columbia, a tomar algo en la barra y aprovechar para leer.

Casi nunca salía de noche porque tenía que levantarse a las cinco de la madrugada y no terminaba su trabajo en el hospital hasta última hora de la tarde. Solía tener fiesta los sábados. Sin embargo, acumulaba tanto cansancio a lo largo de la semana que no se sentía con ánimo para nada.

Llevaba aquella vida desde que, tras numerosas rupturas y reconciliaciones, había roto con Peter McGrath, un doctor en historia de 38 años, apuesto e inteligente, pero demasiado egocéntrico para su gusto. La ruptura fue más brusca de lo que ella esperaba y ahora ni siquiera eran amigos.

Hacía ya cuatro meses que estaba sin Peter. No era buena cosa estar sola, pero había tenido que afrontar cosas mucho peores. Era consciente de que la culpa la había tenido ella y no Peter. Sus rupturas eran siempre problemáticas, formaban parte de su secreto pasado. ¿De su secreto presente? ¿De su secreto futuro?

Kate McTiernan se acercó el reloj de pulsera a la cara. Era un modelo Micky Mouse, una «horterada» que su hermana Carole Anne le regaló. Pero le servía de recordatorio de que haberse doctorado en medicina no debía envanecerla. Además, funcionaba perfectamente.

«¡Qué mierda!». Su hipermetropía empeoraba, y aún no había cumplido los 31 años. Estaba envejecida. Se convertiría en la solterona de la Facultad de Medicina de la Universidad de Carolina del Norte. Eran las nueve y media. A esa hora ya solía estar acostada.

Decidió pasar de largo de Spansky's y volver a casa. Cenaría un poco de carne y un buen tazón de chocolate caliente con dos dedos de mousse de melcocha. Meterse en la cama con algo para picar y Cormac McCarthy no estaba nada mal.

Como muchas estudiantes de Chapel Hill (a diferencia de la «gente guapa» que frecuentaba «Dook», en Tobacco Road), Kate tenía un grave problema de liquidez. Vivía en un apartamento de tres habitaciones en la planta superior de un destartalado edificio, situado al fondo de un callejón sin salida (Pittsboro Street). La única ventaja era que pagaba poco de alquiler.

Lo que primero la atrajo de aquel barrio fueron sus preciosos olmos, viejos y majestuosos, cuyas largas ramas le recordaban los brazos y los dedos de ajadas ancianas.

Kate llamaba a su calle «el callejón de las solteronas». ¿Qué lugar más adecuado para la solterona de la Facultad de Medicina?

Kate llegó a su apartamento hacia las diez menos cuarto. No vivía nadie en la planta baja de la casa que le alquiló a una viuda de Durham.

—Soy yo, Kate, ya estoy en casita —saludó a la familia de ratones que vivía detrás del frigorífico.

No tenía valor para exterminarlos.

—¿Me habéis echado de menos? ¿Habéis cenado?

Encendió el fluorescente de la cocina, que producía un zumbido que detestaba. Tenía pegada en la pared una fotografía ampliada de una cita de uno de sus profesores de la Facultad de Medicina: «Los estudiantes de medicina deben practicar la humildad».

Pues bien: ella la practicaba a fondo.

En su pequeño dormitorio, Kate se puso una arrugada blusa negra que nunca se molestaba en planchar. El planchado no era precisamente una prioridad de nuestro tiempo. Ésa era una de las razones que podían inducirla a meter a un hombre en casa: alguien que limpiase, que cuidase de la casa, bajase la basura, cocinase y planchase. Se sentía muy identificada con un viejo lema feminista: «Una mujer sin un hombre es como un pez sin bicicleta».

Kate bostezaba ante la sola idea de tener que empezar una jornada de dieciséis horas a las cinco de la madrugada. ¡Menuda vida la suya! ¡Maravillosa!

Se dejó caer en su crujiente cama de matrimonio, cubierta de blancas sábanas, muy sencillas. No tenía más adornos que un par de fulares de chiffon que colgaban de los pies de la cama.

Renunció a la cena y dejó All the pretty horses encima de sendos ejemplares de Harper's y de The New Yorker que aún no había siquiera hojeado. Apagó la lamparita de la mesilla de noche y se quedó dormida sin apenas tiempo de recostar la cabeza en la almohada. Así concluyó su esclarecedora discusión consigo misma por aquella noche.

Kate McTiernan no sospechaba que la estaban observando, que la habían seguido desde la pintoresca y bulliciosa Franklin Street, que la habían elegido.

La doctora Kate iba a ser la siguiente.

Tictac.

La polvera de relojería estaba de nuevo en condiciones.

Tictac.