15

Pasadas las diez aún estábamos en el agobiante y sobrecogedor lugar del crimen. La ambarina luz de los faros de los coches de la policía y de las ambulancias iluminaba un estrechísimo sendero del claro.

La temperatura había descendido y hacía frío. El gélido viento de la noche era cortante.

Aún no habían movido el cadáver.

Yo observaba a los agentes del FBI que rastreaban todo el derredor, recogiendo cualquier cosa que pudiera ser útil para el esclarecimiento del caso y tomando medidas. Hice un boceto del lugar del crimen y tomé algunas notas. Trataba de recordar todo lo relativo al verdadero Casanova, un aventurero del siglo XVIII, escritor y libertino. Había leído parte de sus memorias no hacía demasiado tiempo.

Aparte de lo que era obvio, ¿por qué había elegido el asesino aquel nombre? ¿Creía de verdad amar a las mujeres? ¿Era ésa su manera de demostrarlo?

Oímos un graznido que nos heló la sangre. Parecía sobrenatural. Y una mezcla de ruidos que sin duda procedían de alimañas que rondaban por las inmediaciones. A nadie se le ocurriría imaginar a Bambi en aquel paraje. Por lo menos, no en circunstancias tan espantosas.

Entre las diez y media y las once, oímos un rugido que sonó como un trueno en el espectral bosque. Las miradas se dirigieron hacia el oscuro cielo de la noche. Se palpaba el nerviosismo.

—Eso me suena… —dijo Sampson al ver acercarse las luces de un helicóptero desde el noreste.

—Deben de ser de la oficina del forense del condado, para el levantamiento del cadáver —aventuré.

Un helicóptero de color azul oscuro con franjas doradas se posó en el asfalto de la carretera. No cabía duda de que era un piloto experto.

—No creo que sea de la oficina del forense —comentó Sampson—. Es más probable que sea Mick Jagger. Las grandes estrellas viajan en helicópteros como ése.

Joyce Kinney y el director regional del FBI ya enfilaban hacia la autopista. Sampson y yo los seguimos. Al momento reconocimos al hombre alto, distinguido y algo calvo que descendió del helicóptero.

—¿Qué diantre hace aquí él? —exclamó Sampson.

Yo me hice la misma pregunta. Era el subdirector del FBI, Ronald Burns, un tipo duro que llevaba a todo el cuerpo a mal traer.

Sampson y yo lo conocíamos desde nuestra última experiencia… «multijurisdiccional». Tenía fama de ser un mal tipo, más un político que un policía, aunque conmigo se había portado bien.

Después de echarle un vistazo al cadáver, quiso hablar conmigo sin que nos oyesen sus hombres.

—Me ha apenado mucho saber que su sobrina puede haber sido secuestrada. Confío en que no sea así, Alex —me dijo—. Pero ya que está usted aquí, acaso pueda ayudarnos.

—¿Puedo preguntarle por qué ha venido usted personalmente aquí? —le pregunté a Burns.

Burns me sonrió, dejando ver sus blanquísimos dientes.

—Ojalá hubiese usted aceptado el cargo de coordinador.

Después del caso Soneji, me ofrecieron trabajar de enlace entre el FBI y el departamento de policía de Columbia. Burns fue uno de los que habló conmigo para planteármelo.

—Lo que más me gusta de un profesional es que sea directo —prosiguió Burns.

Pero yo aún esperaba la respuesta a la pregunta que acababa de hacerle.

—No puedo decirle todo lo que usted querría saber —dijo finalmente Burns—. Sí le diré, no obstante, que ignoramos si su sobrina ha caído en manos de ese demente. Apenas deja rastros, Alex. Es muy cauteloso. Y lo que hace, lo hace muy bien.

—Eso tengo entendido. Apunta hacia obvios grupos de sospechosos. Policías, ex combatientes, aficionados que estudian a la policía. Aunque quizá haga las cosas de ese modo para desorientarnos.

—Estoy aquí porque esto se ha convertido en un caso prioritario. Se trata de algo gordo. De momento, no puedo decirle por qué, Alex. Tan gordo… que se considera… clasificado, secreto.

Secretismo del FBI a un lado, la cosa debía de ser realmente importante.

—Ha de saber algo —prosiguió Burns—. Creemos que puede tratarse de un coleccionista. Acaso retenga a varias de las secuestradas en las inmediaciones… como una especie de harén privado.

Era una posibilidad espeluznante. Aunque también implicaba la esperanza de que Naomi estuviese viva.

—Quiero colaborar en este caso —le dije a Burns mirándolo a los ojos—. ¿Por qué no me lo cuenta todo? —añadí, exponiéndole mis condiciones—. Necesito disponer de todos los datos antes de poder aventurar cualquier hipótesis. ¿Por qué rechaza a algunas de las mujeres? En fin… si es eso lo que hace.

—No puedo decirle nada más por el momento, Alex. Lo siento.

Burns meneó la cabeza y cerró los ojos un instante. Me percaté de que estaba agotado.

—Pero… ha querido usted ver cómo reaccionaba yo ante su teoría del coleccionista, ¿no?

—Sí —reconoció Burns sonriente.

—Supongo que no es disparatado pensar en la idea de un harén… moderno. Es una fantasía masculina bastante corriente —le dije—. Aunque lo más curioso es que es también una de las fantasías femeninas preferidas. No lo descarte.

Burns archivó mentalmente lo que acababa de decirle. Y volvió a pedirme ayuda, aunque persistió en no querer contármelo todo. Luego, volvió junto a sus hombres.

—¿Qué tenía que decir «su excrecencia»? ¿A qué ha venido a este bosque dejado de la mano de Dios, a encontrarse con nosotros los mortales? —me preguntó Sampson al llegar junto a mí.

—Me ha contado algo interesante. Dice que Casanova podría ser un coleccionista, que acaso esté creando su harén no muy lejos de aquí —le dije a Sampson—. Me ha dicho que se trata de algo muy gordo. Ésas han sido exactamente sus palabras.

«Gordo» significaba un asunto muy feo, probablemente peor de lo que parecía. Me pregunté si cabía pensar en algo más espantoso, y la verdad es que casi me alegré de ignorar la respuesta.