—¿Quién es esa mujer? —pregunté quedamente a los «multi-jurisdiccionales», como Nick Ruskin había descrito a los miembros de la brigada mixta de la que formaba parte.
Era una mujer blanca. Resultaba imposible decir mucho más acerca de ella en aquellos momentos. Los pájaros y otros animales se habían cebado en ella y casi no parecía humana. Le habían comido los ojos. No quedaban más que las oscuras cuencas. También le habían devorado la piel y la carne de la cara.
—¿Quién coño son esos dos? —le preguntó a Ruskin una de las agentes del FBI, una mujer de unos treinta años, rubia y corpulenta.
Era fea y además desagradable. Tenía los labios exageradamente carnosos y rojos, y la nariz bulbosa y aguileña. Por lo menos nos ahorraba tenerle que sonreír.
—Son los detectives Alex Cross y John Sampson —le contestó Nick Ruskin con brusquedad (su primer gesto amable con nosotros)—. Han venido desde Columbia. La sobrina del detective Cross ha desaparecido de Duke. Es Naomi Cross. Les presento a la agente especial Joyce Kinney —añadió mirándonos.
La agente Kinney frunció el entrecejo.
—Bueno… Pues desde luego ésta no es su sobrina —dijo ella—. Les agradecería que volviesen a sus coches —se sintió obligada a añadir—. No tienen ustedes jurisdicción sobre este caso, ni derecho a estar aquí tampoco.
—Como acaba de decirle el detective Ruskin, mi sobrina ha desaparecido —le repliqué a la agente especial Joyce Kinney, sin alterarme pero con firmeza—. Ésa es toda la autoridad que necesito.
Un tipo rubio joven de anchas espaldas se acercó a su jefa.
—Ya han oído a la agente especial Kinney. Les agradecería que se marchasen ahora mismo —dijo el rubio.
En otras circunstancias, su salida de tono hubiese resultado cómica, pero no en aquel macabro escenario.
—No va a ser usted quien nos eche —le replicó Sampson al rubio en su tono más amenazador y sombrío.
—Déjalo, Mark —le dijo Kinney al joven agente—. Ya nos ocuparemos luego de eso.
El agente Mark retrocedió a regañadientes, con cara de pocos amigos. Ruskin y Sikes se echaron a reír al verlo retroceder.
De modo que, en definitiva, nos permitieron seguir en el lugar del crimen con los agentes del FBI y de la policía local.
Las Bellas y la Bestia.
Recordé la frase que Ruskin había utilizado en el coche. Naomi estaba en la lista de la Bestia. ¿Lo estaban también las mujeres que habían encontrado asesinadas?
Debido al fuerte calor y a la elevada humedad de las últimas semanas, el cadáver se había descompuesto rápidamente. Además de la cara, la mujer tenía el cuerpo comido por los animales del bosque. Confié en que estuviese ya muerta antes de que hubieran empezado a devorarla, aunque, sin saber por qué, temí que se la hubiesen comido viva.
Reparé en la inhabitual posición del cuerpo. Estaba echada boca arriba. Los brazos daban la impresión de estar dislocados, acaso debido a su forcejeo para librarse de las ligaduras que la ataban al árbol. Ni en las calles de Washington, ni en ninguna otra parte, había visto nada tan espantoso. Apenas me sirvió de consuelo que no fuese Naomi.
Al cabo de unos momentos, conseguí hablar con uno de los forenses del FBI, conocido de un amigo mío, un tal Kyle Craig, del departamento del FBI de Quantico, en Virginia. Me dijo que Kyle tenia una residencia de verano en la zona.
—Es lo más «limpio» que he visto nunca —dijo el forense, a quien por lo visto le gustaba mucho hablar—. No ha dejado vello púbico, ni semen, ni rastros de sudor en ninguna de las víctimas que hemos examinado. Dudo de que encontremos nada que nos sirva para un perfil de ADN. Por lo menos, no se la ha comido él.
—¿Viola a las víctimas? —pregunté antes de que el agente se arrancase a contarme sus experiencias en casos de canibalismo.
—Sí. Alguien las ha violado repetidamente. Presentan muchos hematomas y rasgaduras vaginales. O ese cabrón está muy dotado, o utiliza algún objeto grande en lugar del pene. Pero debe de envolverlo en un plástico. El entomólogo forense ya ha recogido muestras. Nos podrá decir cuándo murió exactamente.
—Ésta podría ser Bette Anne Ryerson —dijo un canoso agente del FBI que estaba a sólo unos pasos—. Consta denuncia de su desaparición. Rubia, de metro sesenta y siete, cincuenta kilos. Llevaba un Seiko de oro cuando desapareció. Era una joven preciosa.
—Tenía dos hijos —terció una de las agentes—. Estudiaba filología inglesa en la estatal de Carolina del Norte. Hablé con su esposo, que es profesor. Conocí a sus dos hijos. Dos preciosidades, de uno y tres años. Así reviente el canalla que les ha hecho esto —añadió con la voz entrecortada.
Me fijé en el reloj de la víctima, y en que la cinta con que se sujetaba el pelo se le había deshecho y reposaba en su hombro. Ya no era hermosa. No quedaba de ella más que un esqueleto cubierto de coágulos. Incluso al aire libre, el hedor que desprendía su cuerpo putrefacto era nauseabundo.
Las vacías cuencas parecían mirar a un hueco, en forma de media luna, que se abría entre las copas de los pinos. Me pregunté qué debía expresar su mirada en sus últimos momentos.
Traté de imaginar a «Casanova» merodeando por la espesura antes de que nosotros llegásemos. Aventuré que debía de rondar los treinta años y ser físicamente fuerte. Temí por Chispa mucho más de lo que lo había hecho hasta entonces.
«Casanova. El más extraordinario amante de todos los tiempos… Que Dios se apiade de nosotros».