«Que no sea Chispa. No ha hecho más que empezar a vivir», imploré en silencio mientras acelerábamos hacia el lugar del crimen.
Hoy en día ocurren cosas espantosas e incalificables a toda clase de personas inocentes. Ocurren, prácticamente, en todas las grandes ciudades, pero también en las pequeñas, e incluso en pueblos de menos de cien habitantes. Pero la mayoría de estos crímenes violentos y canallescos parecen ocurrir en Estados Unidos.
Ruskin redujo la velocidad hábilmente al tomar una pronunciada curva en cuesta y ver los destellos de las luces rojas y azules. Varios coches se hallaban estacionados junto a un denso pinar.
Había una docena de vehículos aparcados desordenadamente en la cuneta de la carretera estatal. El tráfico era muy escaso en aquel apartado lugar.
Ruskin detuvo el coche detrás de un Lincoln azul oscuro. Se notaba a la legua que era un coche del FBI.
Ya preparaban el lugar para la reconstrucción del crimen. La característica cinta amarilla marcaba el perímetro. Las ambulancias estaban aparcadas en un claro.
Me sentí como si nunca hubiese estado en el lugar de un crimen. Recordé con nitidez los aspectos más espeluznantes del caso Soneji. Un niño de corta edad encontrado junto a un fangoso río. Espantosos recuerdos se mezclaron en mi mente con el aterrador momento presente.
«Que no sea Chispa, por favor».
Sampson me cogió delicadamente del brazo mientras seguíamos a los detectives Ruskin y Sikes. Nos adentramos más de kilómetro y medio en el bosque. En una fronda de altísimos pinos vimos las siluetas de varios hombres y de algunas mujeres.
Por lo menos la mitad llevaban traje oscuro. Más que policías, parecían ejecutivos que hubiesen salido a estirar las piernas en el descanso de una convención en algún hotel cercano.
Todo era espectral. No se oían más que los clics de las cámaras de los fotógrafos de la policía. Dos agentes, con translúcidos guantes de goma, buscaban pruebas y tomaban notas en sus blocs de espiral.
Tuve el angustioso presentimiento de que íbamos a encontrar a Chispa allí. Procuré desecharlo, apartarlo de mí como si de un agorero demonio se tratase. Ladeé la cabeza tratando de ahorrarme lo que pudiera aguardarme unos metros más adelante.
—Son del FBI. Seguro —musitó Sampson.
El crujido de la hojarasca que aplastaba a cada paso se me antojaba un ruido estridente; tallos secos y pequeñas ramas que se partían. Aquí, yo no era en realidad un policía. Era un civil.
Al fin vimos el cuerpo desnudo. Lo que quedaba de él. No se veía ninguna prenda en el lugar del crimen. La mujer había sido atada a un joven árbol con lo que parecía una tira de grueso cuero.
—Oh, Dios mío, Alex —exclamó Sampson con la voz entrecortada.