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Un feo asunto. El cuerpo de una mujer en Efland. ¿De qué mujer?

Sampson y yo seguimos a Ruskin y a Sikes hasta su coche, un Saab turbo de color verde hoja. Ruskin se sentó al volante. Recordé las palabras del sargento Esterhaus en Los azules de Hill Street (incomprensiblemente rebautizada por algunos Canción triste de Hill Street): «Tened cuidado ahí afuera».

—¿No saben ustedes nada acerca de la mujer asesinada? —le pregunté a Nick Ruskin mientras nos dirigíamos a Chapel Hill Street.

Ruskin había conectado la sirena y pisaba a fondo. Conducía con temeridad e insolencia.

—No sé lo bastante —contestó Ruskin—. Ahí está el problema de esta investigación, para Davey y para mí. Apenas tenemos acceso a datos útiles. Nos tiene bastante cabreados. Lo habrán notado, ¿verdad?

—Sí. Lo hemos notado —dijo Sampson.

Me abstuve de mirar a mi amigo. Ya notaba el vapor que desprendía el asiento trasero. Había empezado a sudar a mares.

Davey Sikes volvió la cabeza y miró a Sampson con el entrecejo fruncido. Tuve la impresión de que no iban a hacer muy buenas migas.

Ruskin siguió hablando. Parecía gustarle estar en el candelero, ocuparse de una investigación importante.

—Todo este caso está ahora bajo el control del FBI. También ha intervenido la DEA. No me sorprendería que incluso la CIA formase parte del equipo.

—¿A qué se refiere con todo este caso? —le pregunté.

Volví a pensar en Naomi y empecé a mosquearme.

Un feo asunto.

Ruskin volvió la cabeza y me miró escrutadoramente con sus penetrantes ojos azules.

—Comprenda que, en principio, no deberíamos contarles nada. Tampoco estamos autorizados a traerlos hasta aquí.

—Lo entiendo. Y agradezco su ayuda —dije.

Davey Sikes se giró de nuevo para mirarnos. Me sentí como si Sampson y yo fuésemos para ellos más enemigos que colegas.

—Nos dirigimos hacia el lugar del tercer crimen —prosiguió Ruskin—. No sé quién es la víctima. No hace falta que le diga que espero que no sea su sobrina.

—¿De qué va todo este caso? ¿Por qué tanto misterio? —preguntó Sampson inclinándose un poco hacia adelante—. Los cuatro somos policías. Háblenos claro.

El detective de la brigada criminal de Durham titubeó.

—Han desaparecido varias mujeres en una zona que abarca tres condados: Durham, Chatham y Orange, que es en el que se encuentran ahora ustedes —explicó Ruskin—. Hasta el momento, la prensa ha informado de dos desapariciones y de dos asesinatos. Asesinatos sin relación entre sí.

—¿No irá a decirme que la prensa colabora, de verdad, en una investigación policial? —pregunté.

—Por supuesto que no. Ni en sueños —contestó Ruskin sonriente—. Sólo saben lo que el FBI ha querido decirles. Nadie retiene información. Pero tampoco se facilita espontáneamente.

—Dice usted que han desaparecido varias mujeres. ¿Cuántas, exactamente? Hábleme de ellas —le pedí.

—Creemos que son entre ocho y diez las desaparecidas —dijo Ruskin—. Todas jóvenes. Entre diecisiete y veintitantos años. Todas estudiantes universitarias o de bachillerato. Pero hasta el momento sólo han aparecido dos cuerpos. El que vamos a ver podría ser el tercero. Todos se han encontrado en las pasadas cinco semanas. Los del FBI creen que podríamos hallarnos ante una de las peores olas de crímenes que se hayan producido nunca en el sur.

—¿Cuántos agentes del FBI hay en la población? —preguntó Sampson—. ¿Una brigada? ¿Un batallón?

—Hay muchos. Dicen tener pruebas de que las desapariciones afectan a otros estados: Virginia, Carolina del Sur, Georgia, incluso a Florida. Creen que el escurridizo cabrón de turno raptó a una cheerleader de Florida en la Orange Bowl de este año. Lo conocen como «La Bestia del Sudeste». Es como si fuera invisible. Por el momento, parece ser él quien domina la situación. Se llama a sí mismo Casanova… y se cree un amante extraordinario.

—¿Ha dejado el tal Casanova notas, a modo de «firma», en los lugares de sus crímenes? —le pregunté a Ruskin.

—Sólo en el último. Da la impresión de querer empezar a comunicarse.

—¿Hay alguna mujer negra entre sus víctimas? —volví a preguntar.

Uno de los rasgos característicos de los asesinos en serie es que suelen elegir a víctimas de una determinada etnia o raza. Todas blancas. Todas negras. Todas hispanas. Por lo visto, como a los alcohólicos, no les gustan las mezclas.

—Una de las desaparecidas es negra: una estudiante de la Universidad Central de Carolina del Norte. Dos de los cuerpos que encontramos eran de blancas. Todas las mujeres que han desaparecido son extraordinariamente atractivas. Tenemos sus fotografías en el tablón de anuncios de jefatura. Incluso han bautizado el caso: «Las Bellas y la Bestia». Así figura en el tablón, en letras grandes, justo encima de las fotografías. Es otro dato en el que apoyarnos para el caso.

—¿Encaja Naomi Cross en esas características? —preguntó Sampson discretamente—. ¿Qué enfoque le ha dado al caso la brigada especial?

Nick Ruskin no contestó de inmediato. No supe entrever si reflexionaba la respuesta o sólo trataba de ser considerado.

—¿Está la fotografía de Naomi en el tablón de anuncios del FBI? ¿En el de… «Las Bellas y la Bestia»? —le pregunté a Ruskin.

—Sí —contestó Davey Sikes—. Sí está su fotografía, sí.