Sampson y yo nos turnamos al volante durante el trayecto de cuatro horas desde Washington hasta Carolina del Norte.
Mientras yo conducía, la «montaña humana» dormía. Llevaba una camiseta negra con la palabra «Seguridad» estampada. A buen entendedor…
Cuando era Sampson quien conducía mi viejo Porsche, yo me ponía los auriculares de mi viejo walkman Koss. Escuché a Big Joe Williams, pensé en Chispa y seguí sintiéndome como si me hubiesen vaciado.
No pude dormir. Y la noche anterior tampoco, apenas una hora. Me sentía como un padre con el corazón destrozado por la desaparición de su única hija. Había algo muy raro en aquel caso.
Llegamos al sur a mediodía. Yo nací a unos 150 km de allí, en Winston-Salem. No había vuelto desde que murió mi madre, cuando yo tenía 10 años, y mis hermanos y yo nos trasladamos a Washington.
Ya había estado en Durham para la ceremonia de graduación de Naomi, que obtuvo la más alta calificación, un sobresaliente cum laude.
Para todos los Cross, que estuvimos presentes, fue uno de los días en que más felices y orgullosos nos sentimos.
Naomi era la única hija de mi hermano Aaron, que murió de cirrosis a los 33 años. Mi sobrina creció de prisa después de su muerte. Su madre tuvo que trabajar sesenta horas a la semana durante años para sacarla adelante. De modo que, prácticamente, Naomi hizo de ama de casa desde que tenía 10 años.
Fue una niña muy precoz. Con sólo 4 años ya había leído las aventuras de Alicia en A través del espejo. Una amiga de la familia le daba clases de violín, y lo tocaba bien. Le encantaba la música. Y aún tocaba, cuando le quedaba un poco de tiempo libre. Terminó el bachillerato con el número uno de su promoción en el Instituto de Enseñanza Media John Carroll del distrito de Columbia. Y pese al mucho tiempo que le absorbían los estudios, encontraba huecos para escribir, con una ágil prosa, sobre la vida de los niños y los adolescentes de nuestro barrio.
Inteligente.
Con mucha personalidad.
Desaparecida desde hace cuatro días.
No salió a recibirnos ningún comité de bienvenida cuando llegamos al nuevo edificio de la Jefatura Superior de Policía. Ni siquiera cuando Sampson y yo mostramos nuestras placas y nuestros documentos de identidad nos acogieron mejor. El sargento que se ocupaba de atender la recepción no pareció impresionarse lo más mínimo.
Llevaba el pelo cortado a cepillo, largas y pobladas patillas, y tenía la piel del color del jamón en dulce. En cuanto vio quiénes éramos fue peor. Nada de alfombras rojas. Nada de la hospitalidad sureña.
Sampson y yo tuvimos que sentarnos y aguantar mecha en la oficina. Todo era cristal reluciente y madera barnizada. Nos obsequiaron con las hostiles miradas que solían reservar para los «camellos» que atrapaban en las inmediaciones de las escuelas primarias.
—Tengo la misma sensación que si hubiésemos aterrizado en Marte —comentó Sampson mientras aguardábamos y observábamos el vaivén de denunciantes y denunciados—. No me gusta el talante que observo en los marcianos. No me gustan esos vidriosos ojillos de marcianitos. Me parece que no me gusta el «nuevo» sur.
—Mira… Creo que tampoco encajaríamos en ninguna otra parte —le dije a Sampson—. Nos encontraríamos con la misma fría acogida, con el mismo recelo, si fuésemos a la Jefatura de Policía de Nairobi.
—Quizá —admitió Sampson tras sus gafas oscuras—. Sin embargo, por lo menos, serían marcianos negros.
Los detectives de Durham, Nick Ruskin y Davey Sikes, salieron al fin a vernos, una hora y cuarto después de que llegásemos.
Ruskin me recordó un poco a Michael Douglas en sus papeles de héroe policial. Llevaba una indumentaria muy a tono: una chaqueta de lana de color verde y marrón claro y tejanos descoloridos. Era más o menos de mi estatura, o sea, poco más de 1,80 m. Tenía el pelo castaño y lo llevaba alisado hacia atrás y cortado a navaja.
Davey Sikes tenía una buena complexión. Su cabeza era un sólido bloque que formaba marcados ángulos rectos con sus hombros. Tenía unos ojos de color avellanado y mirada somnolienta. A juzgar por la primera impresión, no era el jefe.
Les estrechamos la mano a los dos detectives, que nos miraban con condescendencia, como si nos perdonasen por la intrusión. Tuve la sensación de que Ruskin estaba acostumbrado a hacer lo que quería en el departamento de policía de Durham. Parecía la estrella local. El personaje más importante de la comarca.
—Disculpen que los hayamos hecho esperar. Tenemos un trabajo infernal —dijo Nick Ruskin con un ligero acento sureño y un tono que rebosaba confianza en sí mismo.
No había hecho aún la menor alusión a Naomi. Y su compañero, Sikes, no había abierto la boca.
—¿Quieren venir a dar una vuelta con Davey y conmigo? Les explicaré la situación por el camino. Ha habido un homicidio. Eso es lo que nos tiene tan atareados. Han encontrado el cuerpo de una mujer en Efland. Un feo asunto.