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¡Allí estaba la mujer más hermosa del sur! Hermosa en todos los aspectos. No sólo era físicamente deseable, sino que era muy lista. Ella podía ser capaz de comprenderlo. Acaso fuese tan extraordinaria como él.

Estuvo a punto de decir aquellas palabras en voz alta, y las creía absolutamente ciertas. Había trabajado mucho en casa acerca de su siguiente víctima. Le latía el corazón con tal fuerza que le dolían las sienes. Notaba el martilleante pulso por todo su cuerpo.

Se llamaba Kate McTiernan. Katelya Margaret McTiernan, para ser tan exacto como a él le gustaba ser.

Acababa de salir del pabellón de cancerosos terminales, donde trabajaba para pagarse la carrera de medicina. Iba sola, solitaria como de costumbre. Su último novio le advirtió de que podía terminar convirtiéndose en una «bonita solterona».

Ni en broma. No iba a darle tiempo. Obviamente, Kate McTiernan estaba sola porque quería. Podía haber elegido a cualquiera que hubiese deseado, porque era de una belleza asombrosa, muy inteligente y solidaria, a juzgar por lo que sabía de ella. Pero… era la clásica empollona. Se había volcado en sus estudios y en su trabajo en el hospital con una dedicación increíble.

No había en ella nada muy llamativo. Y eso le gustaba. Su ondulada media melena castaña realzaba su preciosa carita. Sus ojos, azul oscuro, le chispeaban al reír. Tenía una risa contagiosa. Su aspecto era típicamente estadounidense, pero no vulgar. Era de fuerte complexión y, sin embargo, resultaba delicada y femenina.

Había visto a otros hombres intentar ligársela (jóvenes sementales de la facultad y algún que otro profesor, ridículo y rijoso). Pero ella no se enfadaba. Siempre la había visto rechazarlos con amabilidad y alguna pequeña concesión. Nunca privaba a nadie de su sonrisa, una sonrisa endemoniadamente irresistible que le dejaba a uno sin aliento.

No estoy disponible —venía a decirte—. Nunca podrás tenerme. Por favor, quítatelo de la cabeza. No es porque seas poco para mí, sino porque… soy diferente.

Kate la Formalita, Kate la Bondadosa acababa de salir de la unidad oncológica. Siempre entre las ocho menos cuarto y las ocho. Tenía costumbres fijas, igual que él.

Llevaba un año como interna en el hospital de Chapel Hill, perteneciente a la Universidad de Carolina del Norte. Desde enero, colaboraba en un programa de investigación oncológica en Duke. Lo sabía todo acerca de Katelya McTiernan.

Dentro de unas semanas cumpliría 31 años. Tuvo que trabajar tres años para pagarse sus estudios en la Facultad de Medicina. También tuvo que cuidar durante dos años a su madre enferma, que vivía en Buck, una población del oeste de Virginia.

Caminaba con paso resuelto por Flowers Drive hacia el parking del Centro Médico, que tenía varias plantas. Tuvo que acelerar el paso para no perderla, sin quitarle los ojos a sus bien torneadas piernas, aunque las tenía demasiado pálidas para su gusto.

«¿No tienes tiempo para tomar el sol? ¿Temes que te produzca un pequeño melanoma?».

Llevaba gruesos libros de consulta apoyados en la cadera derecha. Atractiva e inteligente. Pensaba ejercer la medicina en Virginia, donde había nacido. No parecía importarle mucho el dinero. ¿Para qué? ¿Para tener diez pares de zapatos?

Kate McTiernan llevaba su habitual indumentaria universitaria: una chaqueta blanca de la escuela de medicina, blusa caqui, pantalones beige descoloridos y sus sempiternos zapatos negros de lona. Le sentaba bien.

Kate, todo un carácter. Algo excéntrica. Imprevisible. Misteriosa y muy atractiva.

A Kate McTiernan casi todo tenía que sentarle bien, incluso lo más hortera. Una de las cosas que más le gustaban de Kate McTiernan era su irreverente actitud respecto de la vida en el hospital y en la universidad y, sobre todo, respecto de la sacrosanta Facultad de Medicina. Se notaba por el modo en que vestía. Por su displicente talante. Por todos los detalles de su modo de vida. Rara vez se pintaba. Era muy natural, y nada vanidosa.

Incluso era algo bobalicona. Días atrás, aquella misma semana, la había visto ruborizarse (roja como una amapola se puso), tras tropezar frente a la Biblioteca Perkins y golpearse la cadera en un banco. Lo enterneció. Porque él tenía sentimientos humanos, podía conmoverse. Quería que Kate lo amase… Y quería amarla.

Eso es lo que hacía de él un ser tan extraordinario, tan diferente. Era lo que lo distinguía de los asesinos unidimensionales, de los carniceros, acerca de los que había leído y oído hablar (y lo había leído prácticamente todo sobre el tema). Podía albergar toda clase de sentimientos. Podía amar. Estaba seguro.

Kate debió de decirle algo divertido a un profesor de aspecto cuarentón al pasar frente a él, aunque Casanova no pudo oírlo desde donde estaba. Kate volvió la cabeza hacia el profesor sin detenerse, regalándole su luminosa sonrisa y algo en que pensar.

Le pareció que Kate contenía la risa al mirar de nuevo hacia delante, tras su fugaz cruce de palabras con el profesor.

No tenía los pechos demasiado grandes ni demasiado pequeños. Su pelo resplandecía con las primeras luces de la noche. Era perfecta.

Llevaba observándola cuatro semanas, y estaba seguro de que ella era la idónea. Podía amar a la doctora Kate McTiernan más que a ninguna otra. Por un momento lo creyó así. Ansiaba creerlo. Musitó su nombre:

Kate…

Doctora Kate.

Tictac.

¡Ya estaba otra vez! Su polvera de relojería.

Tictac.