A las siete de la tarde de un día de finales de abril, había un gran bullicio en el maravilloso campus de la Universidad Duke.
Todo el campus de la autoproclamada «Harvard del sur» rebosaba belleza.
Los magnolios, especialmente a lo largo de Chapel Drive, estaban exuberantes, en plena floración. Estaba todo tan cuidado, la retícula de setos y arriates era tan armoniosa, que era un deleite para la vista contemplar el que sin duda debía ser uno de los campus más bellos del país.
La fragancia de la vegetación embriagaba los sentidos de Casanova mientras cruzaba por los pilares de grisáceo granito de la entrada al sector oeste del campus.
Eran poco más de las siete, y Casanova había ido allí exclusivamente a cazar. Todo el proceso, desde el ojeo hasta el momento de cobrar la pieza, ejercía sobre él un irresistible atractivo. Estaba exultante. Le era imposible detenerse una vez que había empezado. Adoraba los prolegómenos.
«Soy como un tiburón asesino, con cerebro humano, e incluso sentimientos —pensaba Casanova mientras caminaba—. Soy un predador sin igual, un predador pensante».
Creía que a los hombres les gustaba la caza, que, en realidad, vivían para la caza, aunque la mayoría no lo reconociese. Los ojos de un hombre no dejaban nunca de buscar a las mujeres hermosas y sensuales, o a otros hombres, que para el caso era lo mismo. Y más aún en un privilegiado lugar como el campus de Duke, o los de Chapel Hill y Raleigh, de la Universidad estatal de Carolina del Norte, y tantos otros que había visitado por todo el sudeste.
¡Había que verlas! Las engreidillas que estudiaban en Duke pasaban por ser las mujeres estadounidenses más bonitas y «contemporáneas». Incluso con las indumentarias más extravagantes y ridículas, eran dignas de ver, mirar, fotografiar y fantasear acerca de ellas.
«No hay nada mejor», pensaba Casanova, silbando una antigua melodía.
Iba bebiendo sorbos de Coca-Cola mientras observaba a los estudiantes jugar. También él jugaba a un ingenioso juego (a varios a la vez, en realidad). Los juegos se habían convertido en su vida. El hecho de tener un trabajo «respetable», otra vida, ya no le importaba.
Se comía con los ojos a toda aquella que encajase mínimamente en su colección, estudiantes con buen tipo, profesoras o cualquier mujer que apareciese con la camiseta de los Blue Devils de Duke, como parecía ser de rigor para cualquier visitante.
Se relamía por anticipado. Acababa de ver algo espléndido…
Una preciosa joven negra, estilizada y alta, estaba recostada en un viejo roble del Edens Quad. Leía el Chronicle de Duke, que había doblado en tres pliegues. Le gustaba el suave brillo de su oscura piel, su artístico peinado. Pero pasó de largo.
«Sí, los hombres son cazadores por naturaleza», pensaba Casanova, que de nuevo se encontraba en su mundo.
Los «fieles» maridos prodigaban sus furtivas miradas con suma discreción. Los muchachitos de 11 y 12 años, de limpia mirada, parecían muy inocentes y juguetones. Los abuelos fingían estar de vuelta de estas cosas, y se limitaban a aderezar sus expresiones con «picardía». Pero Casanova sabía que todos miraban, seleccionando de continuo, obsesionados con dominar la caza desde la pubertad hasta la tumba.
Era una necesidad biológica, ¿no? No le cabía la menor duda. En la actualidad, las mujeres exigían que los hombres aceptasen el hecho de que los relojes biológicos femeninos sintonizaran con… bien, con los hombres, aunque en realidad sintonizaban con sus biológicas pollas.
Esas pollas no paraban.
También ése era un hecho de la naturaleza. Dondequiera que fuese, prácticamente a cualquier hora del día o de la noche, notaba su interno latido. Tictac. La polla tiesa.
¡La siempreviva!
¡La siempre tiesa!
Un bronceado bomboncito rubio estaba sentado con las piernas cruzadas en una de las franjas de césped que cruzaba su sendero. Leía un libro de bolsillo, Filosofía de la existencia, de Carl Jaspers. Desde su lector de CD, el grupo de rock Smashing Pumpkins aportaba su repetitivo ritmo a modo de mantras. Casanova sonrió para sus adentros.
Tictac.
Era un cazador implacable. Era el Príapo de los noventa. La diferencia entre él y tantos otros desalmados contemporáneos era que él actuaba al dictado de impulsos naturales.
Buscaba incesantemente una belleza extraordinaria… ¡y la poseía! Era de una sencillez insultante. ¡Qué moderna historia de horror más sobrecogedora!
Se fijó en dos japonesitas que mascaban el grasiento cerdo de Carolina del Norte comprado en el nuevo Crooks Corner II de Durham. Estaban encantadoras, devorando como animalitos la especialidad del lugar (carne de cerdo asada a la barbacoa, aderezada con una salsa con mucho vinagre y luego cortada a trocitos muy pequeños). No podía uno comérselo sin ensalada de col.
Sonrió ante la curiosa escena. Ñam, ñam.
Pero también pasó de largo. Otras vistas llamaban su atención. Cejas con anillos. Tobillos tatuados. Camisetas con extravagantes estampados. Deliciosos pechos sin sujetador, piernas, muslos por todas partes.
Llegó al fin a un pequeño edificio de estilo gótico, cercano al sector norte del hospital universitario de Duke. Era un anexo especial donde los enfermos terminales de cáncer de todo el sur recibían asistencia durante sus últimos días. Empezó a latirle el corazón con fuerza. Se estremeció.
¡Allí la tenía!