Tuve que contarles a Damon y a Jannie lo de su tía Chispa, que es como siempre la han llamado.
Mis hijos notaban que algo malo había ocurrido. Lo intuían, igual que intuyen mis puntos más débiles y mis más íntimos secretos. No habían querido acostarse hasta que yo llegase y hablase con ellos.
—¿Dónde está la tía Chispa? ¿Qué le ha pasado? —preguntó Damon en cuanto entré en el dormitorio que compartía con su hermana.
Había oído lo bastante para comprender que algo terrible debía de ocurrirle a Naomi.
Siento la necesidad de decirles a mis hijos la verdad, siempre que sea posible. Me he impuesto no mentirles nunca. Pero a veces no es nada fácil.
—Es que hace varios días que no sabemos nada de la tía Naomi —contesté—. Por eso estaban todos tan preocupados esta noche y han venido a casa. Papá va a ocuparse del caso. Haré lo que pueda para encontrar a la tía Naomi en un par de días. Y ya sabéis que papá suele solucionar los problemas, ¿verdad?
Damon asintió con la cabeza, reconociendo que era cierto. Mis palabras parecieron tranquilizarlo. Aunque creo que lo que más confianza le infundió fue la seriedad de mi tono. Se arrimó a mí y me dio un beso, algo que no prodiga mucho últimamente. También Jannie me dio el más dulce de los besos. Los estreché entre mis brazos a ambos a la vez. Angelitos…
—Papá se ocupa del caso —musitó Jannie.
Aquello me levantó bastante la moral. Recordé lo que cantaba Billie Holiday: «Dios bendiga a quien tenga hijos».
A las once, los niños dormían ya plácidamente y la casa empezaba a quedar vacía. Mis tías más mayores ya se habían marchado a sus trasnochados nidos, y Sampson se disponía también a salir.
Normalmente, Sampson entra y sale de aquí como Pedro por su casa. Pero, en aquella ocasión, «Mamá» Nana lo acompañó a la puerta y yo los seguí (la superioridad numérica es siempre conveniente frente a Nana).
—Gracias por ir mañana al sur con Alex —le dijo «Mamá» Nana a Sampson en tono confidencial, aunque no sé quién creería que podía estar aplicando el oído indiscretamente—. Ya ves, John Sampson, que puedes ser una persona civilizada y de alguna utilidad cuando te lo propones. Siempre te lo he dicho, ¿verdad? —añadió apoyando su deformado y huesudo índice en el imponente mentón de Sampson—. ¿Verdad que sí?
Sampson le sonrió. Se complace en su superioridad física incluso ante una octogenaria.
—Voy a dejar que Alex vaya solo. Después, Nana, iré a rescatarlos a él y a Naomi —dijo él.
Nana y Sampson rieron como un par de cuervos de los dibujos animados. Era buena señal oírlos reír. Luego, ella se las compuso para rodearnos a Sampson y a mí con sus brazos. Y allí siguió de pie, como una anciana menudita sujetándose a sus dos secuoyas favoritas. Noté que su frágil cuerpo temblaba. Hacía veinte años que «Mamá» Nana no nos abrazaba a los dos de aquella manera. Me constaba que quería a Naomi como a una hija, y estaba muy asustada por lo que pudiera ocurrirle.
«No, a Naomi no. Nada malo puede ocurrirle. A Naomi, no».
Aquellas palabras martilleaban una y otra vez en mi cabeza. Pero algo tenía que haberle ocurrido. Tendría que empezar a pensar y a actuar como un policía; como un detective de la brigada de investigación criminal. Y en el sur.
«Tened fe y perseguid lo desconocido», decía Oliver Wendell Holmes.
Yo tengo fe. Persigo lo desconocido. En eso consiste mi trabajo.