«Se trata de Naomi. Chispa ha desaparecido, Alex».
Los Cross nos congregamos en la cocina, donde siempre nos habíamos reunido.
Nana hizo más café, y una infusión para ella. Yo acosté a los niños. Luego, abrí una botella de Black Jack y serví una ronda.
Me explicaron que mi sobrina había desaparecido hacía cuatro días en Carolina del Norte. Hasta entonces no se habían puesto en contacto con nuestra familia de Washington. Como policía, aquello me resultaba difícil de comprender. Dos días era lo normal cuando se producía la desaparición de alguna persona. Cuatro días era absurdo.
Naomi Cross tenía 22 años y estudiaba derecho en la Universidad Duke. Era una de las mejores de su curso y había salido varias veces en Law Review, una revista de temas jurídicos. Era el orgullo de nuestra familia. La llamábamos Chispa desde que tenía tres o cuatro años, porque era muy vivaz, ingeniosa y rápida como el rayo. También era muy cariñosa con todo el mundo. Tras la muerte de mi hermano Aaron ayudé a Cilla a criarla. No me fue difícil, porque siempre era cariñosa, simpática, solícita y más lista que el hambre.
Chispa había desaparecido en Carolina del Norte, hacía cuatro días.
—He hablado con un detective llamado Ruskin —explicó Sampson en la cocina.
Trataba de no comportarse como un agente de policía, pero no podía evitarlo. Se ocupaba del caso. Serio e inescrutable. La habitual expresión de Sampson.
—Me ha parecido que el detective Ruskin estaba muy al corriente de la desaparición de Naomi. Y también que es un tipo muy directo, aunque algo raro. Me ha dicho que una amiga de Naomi, de la Facultad de Derecho, es quien ha denunciado la desaparición. Se llama Mary Ellen Klouk.
Yo conocía a aquella amiga de Naomi. Era una futura abogada de Garden City, en Long Island. Naomi había traído a Mary Ellen a nuestra casa de Washington un par de veces. Y en una de aquellas ocasiones, por Navidad, fuimos al Kennedy Center, a escuchar El Mesías de Haendel.
Sampson se quitó sus gafas oscuras, algo que rara vez hacía. Naomi era su preferida y estaba tan conmovido como todos nosotros. Ella lo llamaba «Su Harteza» y «Taladro», y a él le encantaba que le tomase el pelo.
—¿Por qué no nos ha llamado antes el tal Ruskin? ¿Por qué no me han llamado los de la universidad? —dijo mi cuñada.
Cilla tiene 41 años. Se había abandonado y estaba como un tonel. Según ella, mide 1,63 m, pero no me lo creo. De lo que no dudo es de que debe de pesar casi cien kilos. Me aseguraba que ya no quería resultar atractiva para los hombres.
—Ignoro la razón —contestó Sampson—. Le dijeron a Mary Ellen Klouk que no nos llamase.
—¿Y qué explicación ha dado el detective Ruskin por el retraso? —le preguntó a Sampson.
—Que había circunstancias atenuantes. Pero no ha querido darme detalles, pese a que suelo ser persuasivo.
—¿Le has dicho que podíamos hablar del caso en persona?
—Sí —contestó Sampson—. Pero me ha asegurado que el resultado sería el mismo. Le he dicho que lo dudaba y me ha replicado que… muy bien. No parece tener nada que temer.
—¿Es negro? —preguntó Nana, que es racista y está orgullosa de serlo.
Asegura ser demasiado vieja para ser social o políticamente correcta. Más que detestar a los blancos desconfía de ellos.
—No, pero no creo que eso sea un problema, Nana. No van por ahí los tiros —dijo Sampson mirándome desde el otro lado de la mesa de la cocina—. Me parece que no podía hablar.
—¿FBI? —pregunté.
Era lo más obvio que cabía aventurar, cuando se topaba uno con el secretismo. El FBI comprende mejor que el Washington Post, el New York Times, y que las mismísimas compañías telefónicas, que la información es poder.
—Ahí podría estar el problema. Ruskin no lo reconocería por teléfono.
—Será mejor que hable yo con él —dije—. Probablemente, en persona será más fácil. ¿No crees?
—Yo opino que sí, Alex —respondió Cilla desde su lado de la mesa.
—Podría ir yo a echarle una firmita —comentó Sampson sonriendo como el predador lobo que es.
Varios asintieron con la cabeza y se oyó por lo menos un aleluya en la atestada cocina. Cilla rodeó la mesa y me abrazó con fuerza. Mi cuñada temblaba como un recio y frondoso árbol azotado por la tormenta.
Sampson y yo iríamos al sur. Íbamos a volver con Chispa.