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Casanova gritó, y el penetrante sonido que salió de su garganta se convirtió en un áspero aullido.

Cruzaba la espesura del bosque, pisando la hojarasca, pensando en la chica que había abandonado en una fronda. Y en lo espantoso que era lo que había vuelto a hacer.

Por un lado, deseaba volver junto a la chica —salvarla—, apiadarse de ella.

Le remordía la conciencia y empezó a correr, cada vez más de prisa. Tenía el cuello y el pecho bañados en sudor. Se sentía tan débil que le flaqueaban las piernas.

Era plenamente consciente de lo que había hecho. Pero no podía dominarse.

De todos modos, era mejor así. Había visto su rostro. Era una estupidez suponer que ella podía llegar a comprenderlo. Había visto en sus ojos temor, desdén.

Si lo hubiese escuchado cuando trató de hablar con ella… Al fin y al cabo, él era distinto de los asesinos en serie… él podía sentir todo lo que hacía. Podía amar… sufrir… y…

Se quitó la máscara de la muerte con ademán contrariado. Toda la culpa la había tenido ella. Ahora tendría que cambiar de personalidad. Tenía que dejar de ser Casanova.

Necesitaba ser él. Su otro yo, misericordioso.