No me gustó lo que vi en casa. Varios coches estaban desordenadamente repartidos por todo el derredor. Era una casa muy modesta. La mayoría de los coches eran de amigos o de parientes.
Sampson detuvo el coche detrás del Toyota de la esposa de mi difunto hermano Aaron. Cilla Cross era una buena amiga. Era fuerte y lista. Había terminado por caerme mejor que mi hermano. ¿Qué hacía Cilla allí?
—¿Qué demonios pasa en la casa? —preguntó Sampson de nuevo.
Empecé a preocuparme.
—Invítame a una cerveza fresca —me dijo Sampson al retirar la llave del contacto—. Es lo mínimo que puedes hacer.
Sampson salió del coche con su agilidad acostumbrada. Pese a su corpulencia es rápido como el viento.
—Entremos, Alex.
Yo tenía la ventanilla del coche abierta, pero aún estaba dentro.
—Vivo aquí. Entraré cuando me sienta con ánimo.
Noté un escalofrío a lo largo de la columna vertebral. ¿Psicosis policial? Pudiera ser.
—No te hagas de rogar —me dijo Sampson volviendo la cabeza—. Por una vez en tu vida, no pongas las cosas difíciles.
El escalofrío recorría ya todo mi cuerpo. Respiré hondo. El recuerdo del monstruo humano que contribuí a quitar de la circulación hacía poco aún me producía pesadillas. Sentía pánico al pensar que un día pudiera fugarse. Era un asesino y un secuestrador que ya estuvo una vez en la calle Cinco.
¿Qué diantre pasaba en mi casa?
La puerta estaba entreabierta y Sampson entró sin llamar. «Mi casa es su casa». Siempre había sido así. Lo seguí al interior.
Mi hijo Damon se echó en los brazos de Sampson, y John lo levantó por los aires como si fuese una pluma. Jannie vino hacia mí patinando, llamándome «papi». Ya llevaba puesto el pijama y olía al talco que le ponían después del baño. Era mi damita. La mirada de sus grandes ojos marrones me dejó helado. Algo malo ocurría.
—¿Qué pasa, cariño mío? —le pregunté, con su suave mejilla junto a la mía—. Dime qué ha pasado. Cuéntaselo todo a papá.
En el salón vi a tres de mis tías, a mis dos cuñadas y a Charles, el único hermano que me quedaba. Mis tías tenían el rostro congestionado, sin duda, de haber llorado; igual que mi cuñada, Cilla, que no tiene el llanto fácil.
«Ha debido de morir alguien —pensé, porque aquello parecía un velatorio—. Algún ser querido». Pero allí parecían estar los más allegados.
Mamá Nana, mi abuela, estaba sirviendo café, té helado y trozos de pollo frío, que nadie parecía comer.
Nana vive conmigo y mis hijos. En su fuero interno, cree estar criándonos a los tres. A sus 80 años, está muy encogida, y apenas rebasa ya el 1,50 m. Pero sigue siendo la persona más impresionante que conozco en la capital de nuestra nación, y conozco a la mayoría, a los Reagan, a los Bush y ahora a los Clinton.
A juzgar por sus ojos, mi abuela no había vertido una lágrima. Rara vez la he visto llorar, pese a que es una persona tremendamente cariñosa y cordial. Sólo que ya no llora. Dice que como no le queda mucha vida por delante, no quiere malgastarla en llanto.
Finalmente, pasé al salón e hice la pregunta que martilleaba en mi cerebro.
—Me alegra veros a todos… Charles, Cilla, tía, pero… ¿quiere alguno de vosotros hacer el puñetero favor de decirme qué pasa aquí?
Todos clavaron la mirada en mí.
Yo seguía con Jannie en brazos. Sampson tenía cogido a Damon bajo su enorme brazo derecho, como si de una peluda pelota de rugby se tratase.
Nana se decidió a hablar en nombre de los reunidos. Sus casi inaudibles palabras me produjeron un lacerante dolor.
—Se trata de Naomi —dijo con aplomo—. Chispa ha desaparecido, Alex.
Y por primera vez en muchos años, Nana rompió a llorar.