Casi toda mi cólera se disipó en la febril carrera hasta el hospital St. Anthony con Marcus Daniels en brazos. La descarga de adrenalina ya se había agotado. Pero el cansancio que sentía no era normal.
La sala de espera de urgencias era ruidosa. Se palpaba una frustrante confusión. Bebés que lloraban, padres que gemían y exteriorizaban su aflicción, las continuas llamadas a los médicos a través del sistema de megafonía.
—¡Qué mierda! ¡Qué mierda! —exclamó un hombre que sangraba profusamente.
Aún podía ver los bonitos y tristes ojos de Marcus Daniels. Aún podía oír su suave voz.
Poco después de las seis y media de aquella tarde, mi compañero llegó inesperadamente al hospital. Me escamó un poco, pero… mejor dejarlo correr por el momento.
John Sampson y yo somos íntimos amigos desde que teníamos 10 años y correteábamos por estas mismas calles del Southeast. Al terminar el bachillerato, ingresé en la Universidad John Hopkins y me doctoré en psicología. Sampson ingresó en el Ejército. De un modo un tanto extraño y misterioso, ambos terminamos por trabajar juntos en el cuerpo de policía del distrito de Columbia.
Yo estaba sentado en una camilla que habían dejado junto a la entrada de traumatología. Al lado estaba el carrito auxiliar que habían utilizado para Marcus. Varios torniquetes de látex colgaban como serpentinas de las negras manijas del carrito.
—¿Cómo está el chico? —preguntó Sampson, que ya se había enterado de lo de Marcus.
La verdad era que Sampson siempre se enteraba de todo. Se le había calado el poncho con la lluvia y le chorreaba por todas partes. Pero no parecía importarle.
Meneé la cabeza, entristecido y frustrado.
—Todavía no lo sé. Me ha dicho el médico que, como no soy su pariente más cercano, no podía decirme nada. Lo han ingresado en traumatología. Se ha hecho unos cortes muy profundos. Pero, en fin, ¿qué te trae por el club?
Sampson se quitó el poncho y se dejó caer junto a mí en la destartalada camilla. Bajo el poncho llevaba una de sus indumentarias de detective de calle: una sudadera Nike de color rojo y plateado, zapatillas de deporte de la misma marca, finos brazaletes dorados y varios anillos de sello. Su pinta de urbanita callejero era impecable.
—¿Dónde está tu diente de oro? —le pregunté, esforzándome por sonreír—. Necesitas un diente de oro para completar tu caracterización. O, por lo menos, una estrellita de oro en un diente.
—Bah… —exclamó riendo—. Me he enterado y he venido —añadió para justificar su aparición en St. Anthony—. Tienes pinta de elefante moribundo. ¿Estás bien?
—Ese pequeño ha intentado suicidarse. Un encanto de crío, como Damon. Tiene sólo once años.
—¿Quieres que vaya a destrozarles la crackera? ¿Que vaya a vaciarles un cargador a los padres del chico? —dijo Sampson con una mirada dura como la obsidiana.
—Lo haremos después —respondí yo.
Desde luego, mi estado de ánimo era como para hacerlo. Lo positivo del caso era que los padres de Marcus Daniels vivían juntos. Lo negativo, que tenían al chico y a sus cuatro hermanas viviendo en la crackera que regentaban, cerca de la urbanización Langley Terrace. La edad de los Daniels iba de 5 a 12 años, y todos ellos trabajaban en el negocio del crack.
—¿Se puede saber qué haces tú aquí? —insistí—. ¿No irás a decirme que has entrado porque te pillaba de camino? ¿De qué va el asunto?
Sampson le dio un golpecito a la base de un paquete de Camel e hizo saltar un cigarrillo. Utilizaba sólo una mano. Muy tranquilo. Encendió el cigarrillo. Había médicos y enfermeras por todas partes.
Le arrebaté el cigarrillo, lo dejé caer al suelo y lo aplasté con la suela de mi zapato negro de lona, junto al agujero que tenía cerca del dedo gordo.
—¿Te sientes mejor ahora?
Sampson me miró con fijeza y luego me dirigió una franca sonrisa que dejó ver su blanca dentadura. El numerito se había terminado. Sampson había obrado el prodigio en mí, porque fue algo verdaderamente mágico, incluyendo el truco del cigarrillo. Me sentía mejor. Aquellos numeritos no acostumbraban a funcionar. En realidad, me sentía como si acabasen de abrazarme media docena de parientes próximos y mis dos hijos. Sampson es mi mejor amigo por una razón: sabe hacerme reaccionar como nadie.
—Aquí llega el ángel misericordioso —dijo él, señalando hacia el largo y caótico pasillo.
Annie Waters venía hacia nosotros con las manos en los bolsillos de su bata de hospital. Tenía una ceñuda expresión. Aunque, en realidad, eso era algo normal en ella.
—Lo siento muchísimo, Alex. Hemos perdido al chico. Creo que estaba casi muerto cuando llegasteis. Probablemente, ha resistido más gracias a toda la esperanza que le insuflabas.
Nítidas imágenes y viscerales sensaciones se solapaban en mi interior. Me veía corriendo por la calle Cinco con Marcus en brazos. Imaginé la sábana de hospital que debía de cubrirlo ahora.
—El chico era paciente mío desde esta primavera —les dije a los dos.
Me extendí para aclararles por qué me había enfurecido tanto y por qué me sentía ahora tan deprimido.
—¿Quieres que te traiga algo, Alex? —preguntó Annie Waters con cara de preocupación.
Meneé la cabeza. Necesitaba hablar. Necesitaba desahogarme.
—Marcus se enteró de que yo colaboraba aquí en St. Anthony; de que hablaba con los pacientes… Empezó a venir algunas tardes. Cuando le hube hecho los tests, me contó cómo era su vida en la crackera. En toda su vida no había conocido más que yonquis. Y precisamente una yonqui ha sido la que ha venido a mi casa hoy… Rita Washington. No ha venido la madre del chico; ni el padre. Marcus ha intentado degollarse y se ha cortado las venas. Con sólo once años.
Se me humedecieron los ojos. Cuando muere un niño, alguien tiene que llorar. El psicólogo de un suicida de once años debería afligirse. O, por lo menos, eso creía yo.
Sampson se puso al fin en pie y posó su largo brazo en mi hombro. Ya volvía a medir sus 2,07 m de costumbre.
—Vayamos a casa, Alex —me dijo—. Vamos, hombre, que ya es hora.
Entré en la habitación donde estaba Marcus y lo miré por última vez. Sostuve su manita inerte y pensé en las conversaciones que habíamos tenido, en la indescriptible tristeza que irradiaban siempre sus ojos marrones. Recordé entonces un hermoso y sabio proverbio africano: «Se necesita a todo un pueblo para criar bien a un niño».
Finalmente, Sampson se acercó, me separó del chico y me llevó a casa.
Pero allí fue aún peor.