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Enfilé la calle Cinco a todo correr. Notaba los acelerados latidos de mi corazón. Sudaba a mares a pesar de la pertinaz, molesta y fría lluvia de primavera. El pulso martilleaba mis sienes. Tenía los músculos y los tendones de mi cuerpo en tensión, y un doloroso nudo en el estómago.

Cogí en brazos a Marcus Daniels, un muchachito de 11 años, y lo estreché con fuerza contra mi pecho. El pequeño sangraba profusamente. Rita Washington había encontrado a Marcus en las pringosas y oscuras escaleras que conducían al sótano de su casa, y me había llevado hasta su desmadejado cuerpo.

Más que correr, volé, tragándome el llanto, como me enseñaron a hacer en la academia, y en casi todas partes.

La gente del Southeast, poco dada a fijarse en nadie, me seguía con la mirada, con la misma perplejidad que si viesen un camión sin frenos ni dirección por el centro de la ciudad.

Rebasé a varios taxis, gritándole a todo el mundo que se apartase, pasando frente a una hilera de tiendas cuyos postigos, de contrachapado oscuro y semipodrido, estaban cubiertos de graffiti.

Pisaba cristales rotos, desperdicios, botellas de licor y rodales de hierba macilenta. Aquél era nuestro barrio, nuestra parte en el «sueño americano», nuestra capital.

Recordé un dicho muy popular acerca de Washington: «Si te agachas, te pisan; y si te enderezas, te pegan un tiro».

Mientras yo corría, el pobre Marcus perdía sangre como un incontinente cachorrillo que se me orinase encima. Me ardían el cuello y los brazos, y seguía teniendo los músculos muy tensos.

—¡Aguanta, pequeño! —le dije a Marcus.

«¡Aguanta, pequeño!», pensé a modo de plegaria.

—Ay, doctor Alex… —dijo a mitad de camino con voz queda y llorosa.

Eso fue todo lo que me dijo. Comprendí por qué. Yo sabía muchas cosas del pequeño Marcus.

Corrí cuesta arriba por el recién asfaltado acceso del hospital St. Anthony. Una ambulancia me rebasó en dirección a la calle L. El conductor llevaba una gorra de los Chicago Bulls ladeada, con el borde señalando extrañamente en mi dirección. Una estridente música de rap atronaba desde el vehículo, en cuyo interior debía de ser ensordecedora. El conductor y el enfermero no se detuvieron. Ni siquiera parecieron considerarlo. A veces, la vida es así en el Southeast. No puede uno detenerse por cada asesinato o atraco que se encuentra en la ronda diaria.

Conocía el camino a la sala de urgencias del St. Anthony. Había estado allí muchísimas veces, demasiadas. Abrí con el hombro la familiar puerta de paneles de cristal donde ponía «Urgencias» (la fina película del estarcido de las letras había saltado en varios puntos, y el cristal estaba rayado).

—Ya hemos llegado, Marcus. Estamos en el hospital —le susurré al muchacho.

Pero no me oyó. Había perdido el conocimiento.

—¡Ayúdenme, por favor! ¡Que alguien me ayude con este niño! —grité.

Al repartidor del Pizza Hut le hubiesen prestado más atención. Un vigilante de seguridad con pinta de aburrido me miró con su ejercitada expresión inescrutable. Una desvencijada camilla traqueteaba ruidosamente por los pasillos.

Reconocí a dos enfermeras, Annie Bell Waters y Tanya Heywood.

—Tráigalo aquí —dijo Annie Waters que, al percatarse de la gravedad del chico, me cedió el paso.

No me hizo ninguna pregunta. Se limitó a pedir al personal médico, y a otros heridos que andaban por allí, que se apartasen.

Pasamos frente a recepción. Los letreros estaban escritos en inglés, español y coreano. Por todas partes olía a desinfectante.

—Ha intentado degollarse con una navaja. Creo que se ha seccionado la carótida —dije mientras corríamos por un pasillo atestado, de paredes color verde pálido y descoloridos letreros en los que decía «Rayos X», «Traumatología».

Al fin encontramos una habitación, un cuchitril increíblemente pequeño, poco más grande que un armario ropero. El médico de juvenil aspecto que llegó corriendo me dijo que me marchase.

—El chico tiene once años —dije—. No pienso moverme de aquí. Tiene las venas de ambas muñecas cortadas. Es un intento de suicidio. Aguanta, muchacho —le susurré a Marcus—. Sólo tienes que aguantar un poco.