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Washington, DC, abril de 1994

Yo estaba en el porche delantero de nuestra casa de la calle Cinco cuando empezó todo.

Caía un chaparrón, como a mi hijita Janelle le gustaba decir. Pero en el porche se estaba estupendamente. Mi abuela me enseñó una oración que no he olvidado: «Gracias por todo, tal como es». Parecía muy adecuada para aquel día, aunque… no del todo.

Pegado a la pared del porche había un poster con viñetas de Far Side de Gary Larson. Ilustraba el banquete anual de los «Mayordomos del Mundo». Uno de los mayordomos había sido asesinado. Tenía en el pecho un puñal clavado hasta la empuñadura.

«Dios mío, Collings, detesto empezar los lunes con un caso así», decía en el «bocadillo» puesto en boca de un detective que estaba en el lugar del crimen.

Tenía el poster allí para que me recordase que en la vida había algo más que mi trabajo como detective de la brigada criminal del distrito de Columbia. Junto al poster había un dibujo que Damon hizo dos años atrás con la dedicatoria: «Al mejor papá del mundo».

Ése era otro recordatorio.

En nuestro viejo piano yo tocaba melodías de Sarah Vaughan, Billie Holiday y Bessie Smith. El blues me entristecía mucho últimamente. Había estado pensando en Jezzie Flanagan. A veces, podía ver su hermoso y cautivador rostro al mirar hacia lo lejos. Aunque procuraba no mirar demasiado a lo lejos.

Mis dos hijos, Damon y Janelle, estaban sentados en la sólida aunque desvencijada banqueta del piano, a mi lado. Janelle me «rodeaba» la espalda con su bracito derecho (la verdad es que no llegaba ni a rozarme la columna).

En su mano izquierda tenía una bolsa de caramelos que, como siempre, compartía con sus amigos. Yo tenía uno de naranja en la boca, que dejaba disolver lentamente.

Ella y Damon me acompañaban silbando, aunque Jannie, más que silbar, escupía a un determinado ritmo. Un raído ejemplar de Green Eggs and Ham estaba encima del piano, vibrando con mi interpretación.

Tanto Jannie como Damon eran conscientes de que yo tenía problemas en mi vida últimamente; desde hacía unos meses, por lo menos. Trataban de animarme. Tocábamos y silbábamos blues, soul y un poco de jazz fusion. Pero también bromeábamos y confraternizábamos como les gusta a los niños que hagamos.

Aquellos ratos con mis hijos era lo que más me gustaba de mi vida. Cada vez pasaba más tiempo con ellos. Las fotografías que tengo de mis hijos me recuerdan que nunca volverán a tener siete y cinco años respectivamente. Pensaba no perderme nada de aquellos años de sus vidas.

Nos interrumpió el sonido de fuertes pisadas que corrían escaleras arriba por el porche trasero. Al momento sonó el timbre de la puerta: uno, dos, tres timbrazos breves. Quienquiera que fuese tenía mucha prisa.

Ding-dong, la bruja ha muerto —dijo Damon, inspirado por el momento.

Llevaba unas gafas tipo aviador. Era la imagen que tenía de un tipo duro y frío. Y la verdad es que así era el pequeño.

—No, la bruja no ha muerto —replicó Jannie.

Hace poco reparé en que se ha convertido en una ardiente defensora del género femenino.

—Puede que no sean noticias de la bruja —dije con el tono y la dicción adecuados.

Los dos se echaron a reír. Casi siempre entendían mis chistes (era como para echarse a temblar, pensaba yo).

Alguien empezó a aporrear la puerta y a gritar mi nombre en tono quejumbroso y alarmante.

—¡Dejadnos tranquilos, puñeta! No estamos para lamentos ni alarmas en estos momentos.

—¡Doctor Cross! ¡Abra, por favor, doctor Cross!

Los gritos continuaban. No reconocí la voz de la mujer, pero, por lo visto, la intimidad no existe para quienes anteponemos al apellido la palabra doctor.

Retuve a los niños sujetándoles la parte superior de la cabeza con las manos.

—Yo soy el doctor Cross, no vosotros. Así que seguid tarareando y… guardadme el sitio. Vuelvo en seguida.

—¡Vuelvo en seguida! —repitió Damon con su lograda imitación de la voz de Terminator.

Sonreí. Damon es un chico despierto (el segundo de la clase).

Corrí a la puerta trasera empuñando mi revólver reglamentario. Nuestro barrio es peligroso incluso para un policía, que es lo que soy. Miré a ver quién era a través de los empañados y sucios cristales de una de las ventanas.

Vi a una mujer joven que estaba en el peldaño superior del porche. Vivía en una urbanización de Langley. Rita Washington era una joven drogadicta de 23 años que merodeaba por nuestras calles como un espectro gris. Era lista y bastante bonita, pero impresionable y débil. Había dado un mal paso, había perdido su atractivo y ahora parecía irrecuperable.

Al abrir la puerta me dio en la cara una ráfaga de viento húmedo y frío. Rita tenía las manos y las muñecas ensangrentadas. También tenía sangre en su verde chaqueta de piel artificial.

—¿Qué demonios te ha pasado, Rita? —pregunté, temiéndome que le hubiesen pegado un tiro, o apuñalado, por algún problema de drogas.

—Por favor, venga conmigo, por favor —farfulló Rita, que empezó a toser y a sollozar al mismo tiempo—. Es el pequeño Marcus Daniels —añadió llorando—. ¡Lo han apuñalado! ¡Está muy mal! «Doctor Cross. Doctor Cross», le he oído decir. Quiere que vaya usted, doctor Cross.

—¡No os mováis de aquí, niños! ¡Volveré en seguida! —troné, temiendo que los histéricos gritos de Rita ahogasen mi voz—. ¡Vigile a los niños, Nana! —grité aún más fuerte—. ¡Tengo que salir, Nana!

Cogí mi abrigo y seguí a Rita Washington bajo la fría cortina de agua.

Procuré no pisar la brillante sangre que rezumaba como pintura roja por los peldaños del porche.