CASANOVA,
Boca Ratón, Florida, Junio de 1975
Durante tres semanas, el joven asesino vivió, literalmente, dentro de las paredes de una extraordinaria casa de quince habitaciones situada en primera línea de mar.
Desde allí oía el suave murmullo del atlántico oleaje. Pero en ningún momento sintió la tentación de asomarse al océano ni a la playa privada que se extendía a lo largo de más de cien metros frente a la orilla.
Había demasiado que explorar, que estudiar, que conseguir desde su escondrijo en el interior de la asombrosa casa de estilo neomediterráneo de Boca Ratón. Hacía muchos días que el pulso no dejaba de martillear sus sienes.
En la enorme casa vivían ahora cuatro personas: Michael y Hannah Pierce y sus dos hijas. El asesino los espiaba en sus momentos más íntimos. Le encantaba todo lo que rodeaba a los Pierce, incluso los más pequeños detalles y, en especial, la preciosa colección de conchas de Hannah y la flota de veleros de teca que colgaba del techo en uno de los dormitorios de invitados.
A la hija mayor, Coty, la observaba día y noche. Era condiscípula en el instituto St. Andrews. Una chica sencillamente excepcional. No había en el instituto ninguna más bonita ni más lista que Coty. Tampoco le quitaba ojo a Karrie Pierce, que tenía sólo 13 años pero que ya era una zorrita.
Aunque él medía más de 1,80 m, podía meterse con facilidad en los conductos del aire acondicionado de la casa, porque era delgado como un alambre y no había empezado aún a ensancharse.
El asesino tenía un atractivo de estilo oriental realzado por su juventud.
En su escondrijo tenía varias novelas pornográficas, libros que había encontrado durante febriles visitas a Miami. Era un verdadero adicto a Historia de O, Colegialas en París e Iniciaciones voluptuosas. También tenía entre las paredes un revólver Smith & Wesson.
Salía y entraba de la casa a través de una ventana del sótano que estaba rota. A veces, incluso dormía allí abajo, detrás de un viejo frigorífico Westinghouse que vibraba suavemente, donde las Pierce tenían cervezas y vino gasificado para sus guateques que, a menudo, terminaban con una hoguera en la playa.
A decir verdad, aquella noche de junio se sentía un poco más raro que de costumbre. Aunque no era nada preocupante. No había problema.
A media tarde, se había pintado el cuerpo con pintura de varios colores: rojo cereza, anaranjado y amarillo vivo. Era un guerrero. Un cazador.
Estaba allí acurrucado, con su cromado revólver del calibre 22, una linterna y sus libros «porno», dentro del techo del dormitorio de Coty. Justo encima de ella, por así decirlo.
Aquélla sería la gran noche. El principio de todo aquello que realmente importaba en su vida.
Se acomodó lo mejor que pudo y empezó a releer sus fragmentos favoritos de Colegialas en París. Su linterna de bolsillo proyectaba una tenue luz sobre las páginas. La novela era, sin duda, una de esas que se leen de un tirón, y muy cachonda. Trataba de un «respetable» abogado francés que le pagaba a una rolliza celadora para que le dejase pasar las noches en un lujoso internado de señoritas. El relato estaba escrito en el lenguaje más desvergonzado: «la plateada punta de su verga», «su pérfida matraca», «magreaba a las siempre ansiosas colegialas».
Al cabo de un rato se cansó de leer y miró el reloj. Ya era la hora, casi las 3.00 de la madrugada. Le temblaban las manos al dejar el libro a un lado y mirar a través de la rejilla del registro del aire acondicionado.
Se quedaba sin aliento al ver a Coty en la cama. La aventura verdaderamente real estaba ahora frente a él. Tal como la había imaginado.
Se deleitó con un pensamiento: «Mi verdadera vida está a punto de empezar. ¿De verdad voy a hacerlo? Sí, por supuesto que sí…».
Vivía de verdad en las paredes de la casa que los Pierce tenían en la playa. Pronto, aquel hecho, que parecía salido de una espectral pesadilla, ocuparía la portada de todos los periódicos importantes de Estados Unidos. Estaba impaciente por leer el Boca Ratón News.
«¡EL CHICO DE LAS PAREDES!»
«¡EL ASESINO VIVÍA, LITERALMENTE, EN LAS PAREDES DE LA CASA DE UNA FAMILIA!»
«¡UN MANÍACO HOMICIDA, LOCO DE ATAR, PODRÍA ESTAR VIVIENDO EN SU CASA!»
Llevaba una camiseta de los Hurricane de la Universidad de Miami, pero se le había subido y podía verle las braguitas rosa de seda. Dormía boca arriba, con una de sus bronceadas piernas cruzada sobre la otra. Tenía la boca entreabierta, formando una pequeña «o», como si estuviese enfurruñada. Desde donde él se encontraba irradiaba inocencia.
Ya era casi una mujer plenamente desarrollada. La había visto admirarse frente al espejo de cuerpo entero hacía sólo unas horas. La había visto quitarse su sostén de blonda. La había visto admirar sus perfectos pechos.
Coty era tan engreída como intocable. Aquella noche iba a ser distinto.
Se la iba a tirar.
Con suma precaución y sigilo retiró la rejilla metálica del registro del techo. Luego, se introdujo por la abertura y se descolgó hasta el interior del dormitorio, pintado de azul celeste y rosa. Notaba opresión en el pecho y su respiración era agitada y dificultosa. Tenía escalofríos.
Se había cubierto los pies con bolsas de plástico para la basura, sujetadas a la altura de los tobillos, y llevaba los finos guantes azules de goma que utilizaba la sirvienta de los Pierce para limpiar.
Se sentía como un estilizado guerrero Ninja, y era la viva imagen del terror con su pintarrajeado cuerpo desnudo. El crimen perfecto. Se complacía en creerlo así.
¿Sería un sueño? No. Sabía muy bien que no lo era. Era el proyecto hecho realidad. ¡Lo iba a hacer! Le ardían los pulmones al respirar hondo.
Por un momento, estudió a la joven que dormía beatíficamente y a la que tantas veces había admirado en St. Andrews. Luego, se deslizó hasta el lecho de la incomparable Coty Pierce.
Se quitó un guante y acarició su perfecta y bronceada piel. Imaginó que le untaba bronceador con aroma de coco por todo el cuerpo.
Ya la tenía dura como un palo.
Su larga melena rubia era tan suave como una cola de conejo. Tenía una preciosa mata de pelo, limpio, impregnado de olor a bosque, como un bálsamo.
Sí, los sueños se hacían realidad.
Coty abrió de pronto los ojos de par en par. Eran como dos esmeraldas resplandecientes, como las preciosas gemas de la joyería Harry Winston de Boca Ratón.
Ella musitó su nombre sin aliento, el nombre que conocía del instituto. Pero él se había dado un nuevo nombre, se había nombrado a sí mismo, se había recreado.
—¿Qué haces aquí? —susurró ella jadeante—. ¿Cómo has entrado?
—Sorpresa, sorpresa… Soy Casanova —le dijo él al oído, con el pulso tan acelerado que temió que le estallara—. Te he elegido entre las chicas más bonitas de Boca Ratón, y de toda Florida. ¿No te gusta?
Coty empezó a gritar.
—Tschistt… —la acalló él rozando sus suaves labios con los suyos, para luego besarla amorosamente.
También besó a Hannah Pierce aquella inolvidable noche en Boca Ratón, antes de asesinarla y mutilarla.
Poco después, besó a su hija menor, la pequeña Karrie, de sólo 13 años.
Antes de dar por concluida la velada, comprendió que era de verdad Casanova, el más grande amante de todos los tiempos.