EL CABALLERO DE LA MUERTE
Chapel Hill, Carolina del Norte, mayo de 1981
Era un perfecto caballero. Un caballero de arriba abajo. Siempre discreto y educado.
Pensó en ello mientras escuchaba los susurros de los amantes que paseaban por las inmediaciones del lago del campus. Era todo tan romántico que parecía salido de un sueño. Para él era perfecto.
—¿Crees que es una buena idea o te parece una bobada que no merece comentario? —oyó que Tom Hutchinson le preguntaba a Roe Tierney.
Se habían subido a una barca de remos azul cerceta que se mecía con suavidad junto a uno de los embarcaderos del lago. Tom y Roe iban a tomar la barca «prestada» durante unas horas. Una travesura de estudiantes.
—Dice mi bisabuelo que navegar con la corriente no acorta la vida… —contestó Roe—. Es una gran idea, Tommy. Vamos.
—¿Y si hace uno otras cosas en la barca? —preguntó Tom Hutchinson riendo.
—Pues… si eso incluye alguna variedad de aerobic puede incluso alargarte la vida.
Al cruzar las piernas, Roe dejó ver sus suaves muslos.
—En tal caso, ir de luna de miel en un bote robado tiene que ser una buena idea —dijo Tom.
—Una estupenda idea —dijo Roe manteniendo el equilibrio—. La mejor, pongámosla en práctica.
En cuanto el bote se separó del embarcadero, el Caballero se introdujo en el agua. No hizo ruido. Estaba atento a las palabras, a los movimientos y a todos y cada uno de los matices del fascinante ritual de los amantes.
La luna, casi en plenilunio, irradiaba serenidad y belleza hacia Tom y Roe mientras surcaban la resplandeciente superficie del lago.
A primera hora de aquella noche, cenaron en un romántico restaurante de Chapel Hill, e iban los dos muy elegantes. Roe llevaba una falda negra plisada y una blusa de seda de color crema, pendientes de plata en forma de concha y el collar de perlas que le prestó su compañera de habitación. Una indumentaria perfecta para salir a remar.
El Caballero estaba casi seguro de que el traje gris que llevaba Tom Hutchinson ni siquiera era suyo.
Tom era de Pennsylvania, hijo de un mecánico de coches. Había llegado a ser capitán del equipo de rugby de los Duke y tenía un brillantísimo expediente académico.
Roe y Tom eran la «pareja dorada». Prácticamente, era en lo único que los estudiantes de Duke y de la cercana Universidad de Carolina del Norte estaban de acuerdo. El «escándalo» de que el capitán del equipo de rugby de Duke saliese con la reina del festival universitario de Carolina del Norte le echaba aún más pimienta al romance.
Forcejearon con los díscolos botones y cremalleras mientras surcaban lentamente el lago. Roe se quedó sin más «prendas» que los pendientes y el collar. Tom llevaba la camisa blanca, pero desabrochada, con lo que hacía las veces de pequeña tienda al penetrar a Roe.
Bajo el vigilante ojo de la luna empezaron a hacer el amor.
Sus cuerpos se movían con suavidad y la barca se mecía alegremente. Roe dejaba escapar quedos gemidos que se mezclaban con el coro de unas cicadas que jugaban a lo lejos.
Al Caballero se le hizo un nudo en la boca del estómago, de pura rabia. Su lado oscuro estaba a punto de estallar, como un brutal y reprimido animal, como una versión moderna del hombre-lobo.
De pronto, Tom Hutchinson se separó de Roe Tierney con un entrecortado gemido. Algo muy potente tiraba de él hacia fuera de la barca. Antes de caer al agua, Roe lo oyó gritar. Fue un extraño sonido, una especie de «Aaajjj».
Tom tragó agua y empezó a tener violentas arcadas. Sentía un terrible dolor; dolor localizado pero muy intenso.
Luego, la fuerza que había tirado de él hacia atrás aflojó la presión y lo soltó. Estaba libre.
Tom se llevó a la garganta sus grandes y fuertes manos, manos de «cerebro» del equipo de rugby, y tocó algo caliente. Manaba sangre que se mezclaba con el agua del lago. El pánico lo atenazó.
Horrorizado, volvió a tocarse la garganta y palpó el cuchillo que tenía clavado. «¡Oh, Dios mío! Me han apuñalado. Voy a morir en el fondo de este lago y ni siquiera sé por qué».
Mientras tanto, Roe Tierney seguía en la cabeceante barca, demasiado confusa para poder gritar.
Le latía el corazón con tanta fuerza que apenas podía respirar. Se puso de pie en la barca buscando desesperadamente con los ojos algún rastro de Tom.
«Debe de ser una broma pesada —se dijo—. No pienso volver a salir con Tom Hutchinson. Ni me casaré con él. Ni muerta. Esto no tiene ninguna gracia».
Estaba aterida de frío y empezó a palpar el fondo de la barca en busca de su ropa.
De pronto, muy cerca del bote, alguien o algo emergió a la oscura superficie. Fue como si se hubiese producido una explosión bajo el lago.
Roe vio asomar una cabeza. Era la cabeza de un hombre… Pero no era la de Tom Hutchinson.
—No he pretendido asustarla —le dijo el Caballero en un tono tranquilo, como si estuviera manteniendo una conversación con ella—. No se alarme —añadió susurrante mientras se asía a la regala del bote—. Somos viejos amigos. Si he de ser franco, le diré que llevo observándola más de dos años.
Roe se puso a gritar con incontenible desespero, como si temiese no ver nunca más la luz del día.
Y no la vio. Roe Tierney jamás volvió a ver amanecer.