Tal como había planeado, Gregorio inició la fuga hacia los lugares de la infancia. Quizás alguien allí, algún amigo o conocido de sus padres, le proporcionase un empleo o, lo que era aún mejor, una tierra en arriendo. Pensó que entonces, a espaldas ya de todo afán, cerraría el círculo de su existencia y esperaría a la vejez dentro de aquel tiempo definitivamente clausurado. Y se comparó al artesano que, habiendo puesto término a su obra (un cesto, por ejemplo), se sienta a la puerta a descansar y a contemplar el fruto de su larga y única destreza. En cuanto a los años restantes, querían decir que habían sobrado algunos mimbres y que el cesto podía haber sido más grande o más hermoso, pero era intocable y no admitía ya enmienda. Regresar al principio, cerrar el círculo, descansar del cesto: esto es lo que significaba para él la vuelta al escenario de la niñez.
Sólo cuando el tren dejó atrás los últimos suburbios, cayó en la cuenta de que era precisamente allí donde primero iría a buscarlo la justicia. Confundido entonces por la angustia de que debía renunciar también a aquella última esperanza, y deslumbrado repentinamente por la anchura inhóspita del mundo, que se le venía a ofrecer ahora —cuando ya no tenía ningún lugar adonde ir— en toda su magnífica e inútil extensión, se sintió tan perdido que pensó en regresar a casa y aceptar la oferta de Angelina de esconderse en el sótano. Al menos allí tendría un sitio seguro donde estar, y a alguien que se ocupase de él. A impulsos de aquella intención, que sabía irrealizable pero que de momento le servía para aceptar el nuevo rumbo que quisiera imponerle la fortuna, salió al pasillo y esperó a que el tren se detuviese en una estación de enlace.
Allí, después de tomar en la cantina tres copas de aguardiente, sacó un billete para el próximo tren, sin informarse a dónde iba. «¿Destino?», le preguntaron. «Final de trayecto», dijo él.
Esperó fuera, en la oscuridad, sentado en el borde de un pilón de agua. Eran las tres de la mañana. De la cantina llegaban las voces de un grupo de soldados que cantaban a coro aires regionales. Hacía frío, y al fondo del andén se insinuaba una borrosa perspectiva de terraplenes, vías y cobertizos. «Pongamos esto en claro», se dijo, calibrando con el canto de una mano la delicada exactitud del razonamiento. Pero era incapaz de pensar en otra cosa que no fuese la imagen de un remanso con peces. Apenas intentaba iniciar el análisis de su situación, los peces cruzaban por su mente, lentos y enloquecidos, enmarañándola hasta formar un laberinto agotador. Entonces le parecía que su propia vida le era ajena, como si efectivamente hubiese acabado un cesto y ya no tuviese otro deber que descansar de la tarea. Con la punta de los dedos tocó el agua, mientras miraba arriba, donde lucían débilmente algunas estrellas. Sintió que estaba a punto de ser milagrosamente feliz, pero que algo, mínimo e inasible, se lo impedía a cada instante. En vano trató de buscar el origen de aquella menudencia que lo condenaba a la desdicha, pues una y otra vez los peces volvían a cruzar el remanso con sus trayectos enigmáticos. Finalmente, en alguna parte sonó un teléfono, un hombre se destacó en el andén portando un farol y un martillo y, de inmediato, el tren pitó a lo lejos.
Aturdido por el alcohol y el frío, y perseguido por los peces, Gregorio trepó al vagón de cola, y apenas se instaló en la penumbra del departamento, se hundió en el limbo de un sueño cargado de amenazas.
Cuando despertó, el sol estaba ya muy alto. El tren corría por una llanura, manso y sin esfuerzo. A veces pitaba, y aquella señal le parecía a Gregorio un aviso de trompeta militar a una ciudad sitiada. A veces se perdía en el laberinto de un monólogo en el que Gregorio creía escuchar el discurso inconexo y fluido de su propia conciencia. El día era calmo y luminoso. Al fondo, confundidas con las nubes, se recortaban las oscuras siluetas de unos cerros, y un poco más acá, paralela al tren, lo que parecía la alameda de un río. Solo en el departamento, fascinado por aquel espectáculo de luz e inmensidad (y a veces tenía que parpadear deslumbrado por los últimos brillos del rocío nocturno), Gregorio veía pasar matas, piedras, alguna casa aislada, algún árbol achaparrado, alguna cerca, algún camino, algún rebaño de ovejas, y más que inquietud sentía la exaltación pasmada de su propio sosiego. El pasado inmediato se le antojaba remoto o irreal, y tampoco conseguía imaginarse el futuro de un modo razonablemente verosímil. Hubiese querido seguir allí, en la eternidad del presente, oyendo el tren y viendo pasar cosas, y la sola idea de la acción le produjo repugnancia y escándalo. La luz, de un azul puro y frío, ponía en los objetos un entorno nítido de independencia y novedad. «¡El paraíso!, ¡la niñez!, ¡la vida plena y libre!», murmuró Gregorio, «¡la belleza del mundo!». Pero en ese mismo instante aparecieron otra vez los peces, y Gregorio volvió a la realidad con un temblor de pánico.
Pesadamente se levantó, cogió la maleta y salió al pasillo. También los otros departamentos estaban vacíos, y el aire entraba y salía por ellos echando a volar las cortinillas de las puertas. Despeinado y perplejo, Gregorio fue apartando cortinas y balanceándose a contramarcha hacia el extremo del vagón. Allí esperó, agarrado a un hierro, fumando, meciéndose en la plataforma y sin pensar en nada. Parecía que aquel tren no fuese a parar nunca, y que la llanura y la alameda pudiesen seguir corriendo hacia atrás indefinidamente. Pero al poco rato el tren cruzó un caserío y enseguida empezó a aflojar la marcha. Pitó una larga vez, dejó atrás unos huertos y al fin se detuvo.
Gregorio cargó con la maleta y saltó al andén. Estaba en un apeadero solitario, con sólo un cobertizo de espera y una cisterna rota y herrumbrosa. Ningún otro viajero subió o bajó del tren, que enseguida reanudó la marcha. Gregorio lo vio irse y luego, lentamente, miró alrededor. No se veía ninguna casa. Rodeó el cobertizo. Detrás había zarzales, excrementos y papeles quemados. De allí partía un camino hacia la alameda. El viajero agarró la maleta, respiró hondo, apretó las mandíbulas y echó a andar por él.
Durante once días, Gregorio anduvo a la ventura, surtiéndose de víveres en las afueras de los pueblos, comiendo de camino y durmiendo donde le sorprendían las noches.
El primer día acampó junto al río. Vio un galápago y una nutria, tiró los tubos de pastillas al agua, una a una, echó una competición náutica de cortezas, talló una vara de viaje e intentó pescar con un hilo, un alfiler y una lombriz. A media tarde, urgido por el hambre, siguió camino junto al río. Avanzaba despacio, por el peso de la maleta y la aspereza del terreno. Al anochecer llegó a una casa. Contó que era viajante de máquinas agrícolas y que estaba estudiando la calidad y el perfil de los suelos con objeto de introducir en el mercado tractores de cadenas. Le vendieron un pan y medio queso y le dieron alojamiento en el tinado.
El segundo día atravesó el río y se internó hacia los cerros del fondo. En una aldea compró un saco de víveres y una manta, y aprovechó para preguntar si por aquellas tierras se usaban tractores de cadenas. Le dijeron que no. Él agradeció la información, habló amargamente del atraso agrícola e industrial del país, invocó la ceguera del gobierno, alabó la belleza y la fertilidad de aquellos campos y prosiguió viaje. Comió sentado en una piedra, y antes de media tarde, agotado por la caminata, se detuvo bajo una encina. Hizo lumbre, se echó la manta por los hombros, extendió las manos y concentró la mirada en las llamas. No sabía si era feliz o desgraciado, y cuando intentaba averiguarlo, el pensamiento se le enmarañaba de peces. Al anochecer mató el fuego, para no alertar a los curiosos. Pasó la noche en duermevela, sobresaltado por los ruidos, el cansancio y el frío, y con las primeras nieblas del amanecer volvió a hacer lumbre y a forcejear inútilmente con los peces.
El tercer día amaneció nublado, y el cuarto y el quinto lloviznó sin tregua. Con una bolsa de plástico se hizo un gorro y siguió caminando, cada vez más despacio. Llegó a los cerros y por una cañada los atravesó y salió a otra llanura. Cuando se encontraba con alguien le preguntaba si conocía las ventajas de los tractores de cadenas, y en un pueblo explicó que en realidad era delegado de un instituto agrícola para la ampliación y mejora de los cultivos. A partir del sexto día, en haciendas de paso se ofreció de pastor, de porquero, de peón y de guardabosques, contando que era escritor a la busca de ambientes, y a pesar de que sólo pedía comida y un sitio cualquiera para dormir, fue rechazado sin pretextos. Ese mismo día fue detenido e interrogado en un cruce de caminos por una pareja de la guardia civil. Enseñó los documentos y dijo que era comisionado de una empresa de alimentación para estudiar las posibilidades de instalar colmenas en aquella comarca. Explicó que había decidido acercarse a pie hasta el próximo pueblo con la intención de examinar personalmente —in situ, precisó— la variedad y bondad de las plantas aromáticas y recoger algunas muestras, y enseñó una rama de tomillo que casualmente había cogido al paso. «Por cierto», preguntó asombrado, «¿por qué no hay en esta región tractores de cadenas?». Los guardias lo miraron con torpe recelo y anotaron algo en una libretilla. Desde ese día, Gregorio marchó campo a través, o buscando las sendas más agrestes y solitarias. Su ánimo se iba haciendo hostil y sombrío. Comenzaba a escasearle el dinero. Tenía ampollas en los pies, llagas en la boca y sabañones en las manos y en las orejas.
El séptimo día se encontró con otro vagabundo y pasaron la tarde en comunidad. Hicieron lumbre y juntaron las haciendas. El vagabundo —narizotas, alcohólico y trascendente— contó que se dirigía a la recogida de aceitunas, para luego seguir hacia levante, donde pensaba hacerse barquero de agua dulce. Y explicó que su idea era instalarse en la orilla de un río caudaloso y recoger todo cuanto arrastrasen las aguas, que en épocas de crecida era mucho y de mucho valor: muebles, ropa, objetos artísticos, animales recién ahogados, electrodomésticos, relojes de pared y todo tipo de pertenencias privadas y públicas. «A veces las aguas se llevan tiendas enteras», dijo confidencialmente el vagabundo, después de mirar alrededor, «pero lo más importante son las joyas y monedas antiguas que siempre hay en los muebles. Con una buena tormenta, una fortuna puede cambiar de manos en sólo una noche. Y por si fuera poco, es un negocio legal, porque lo que bajan las aguas son como se sabe bienes francos. Quien lo coja primero de ése es. Eso sí, esto que quede entre nosotros. A los demás, ni una palabra». Luego habló de mujeres y otros asuntos generales. Sostuvo que la mujer tiene más cabida que la oveja y que el placer de acariciar es siempre inferior al de ser acariciado, y que esto estaba dispuesto a defenderlo ante quien fuese. Añadió que el mejor mazapán del mundo se fabricaba en una confitería de Toledo que él conocía muy bien, que el cangrejo de río era mucho más fino que el de mar, y la morcilla patatera más sabrosa que el mismo chorizo. Gregorio le dio la razón en todo, y al atardecer se separaron. El vagabundo invitó a Gregorio a participar en sus negocios de barquero. «Vente y seremos dos», intentó persuadirlo. Gregorio pretextó que tenía asuntos en unos pueblos de por allí cerca. «¡Oye, no he dicho nada!», gesticuló medio ofendido el vagabundo.
El octavo día cesó definitivamente la lluvia y Gregorio entró en un bosque de encinas. Unos perros le ladraron de lejos. Gregorio aceleró el paso y les hizo un rodeo. Enseguida se sentó a descansar. Estaba extenuado, y por más que pensaba no encontraba solución a su vida. No podía seguir viajando indefinidamente. Alguna vez tendría que detenerse, y ése sería su fin. «Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente», se le venía de vez en cuando a la memoria.
Esa noche durmió allí mismo, de un tirón, y al otro día, apenas abrió los ojos con los primeros pájaros, descubrió que le habían robado la maleta. Más que desconsuelo, sintió el alivio de poder caminar ahora más ligero de peso. Con la manta sobre los hombros, tiritando, viejo y derrotado pero convencido de que por nada del mundo debía detenerse, continuó adelante.
La obstinación lo mantuvo en pie. Sólo le quedaba una moneda y, recordando una de las pocas nociones o anécdotas escolares, la tiró en una acequia, sin detenerse ni mirar atrás. Aquella acción temeraria lo animó a proseguir. A un hortelano que encontró esa mañana y que le preguntó si iba muy lejos, le contó bruscamente que era sacerdote excomulgado, y que se dirigía a Roma a implorar el perdón del Papa. Le gritó con rencor infantil, al borde de las lágrimas: «¡Me excomulgaron y voy de peregrino, a que me perdonen!». «Pues que haya suerte», dijo el otro, y siguió cavando. Con ése y otros pretextos, Gregorio mendigó por despoblados y caminos. Unas veces contaba que lo habían desposeído de los hábitos por dar a los pobres el oro de la iglesia, otras que iba a la ventura por un desengaño amoroso y otras que era cantante de ópera que había perdido la voz, y en unos sitios le dieron algo de comer, en otros le sonrieron y en otros le azuzaron los perros. En una encrucijada le preguntaron: «¿Pero usted no era el de los tractores de cadenas?», y él se encogió de hombros y siguió caminando.
Esa décima noche, Gregorio la pasó acurrucado en un arbusto, llorando su desventura, y al otro día amaneció con fiebre y tiritona. Le dolía todo el cuerpo. Pero aun así, con calentura y frío, reanudó la marcha. Pasó una vaguada y, al rasar un alto, vio un pueblo no muy lejos. «He llegado al final», se dijo. Y dispuesto a entregarse, caminando como un sonámbulo, se dirigió a él.
Las casas, casi todas bajas y pobres, se agrupaban junto a un castillo en ruinas y desde allí se derramaban dispersas hacia la alameda de un río. Hundiéndose en el barro, Gregorio atravesó unas tierras de labor y luego tomó un camino de asfalto. Un perro famélico, trotando al bles y con el rabo entre piernas, lo adelantó como para guiarlo y anunciar su llegada. Uno tras otro cruzaron ante las tapias del cementerio y luego entraron al pueblo por una calle larga y empinada. Algunos vecinos se volvieron curiosos y otros se asomaron a las puertas para verlo pasar. El aspecto de Gregorio era en verdad desolador. Tenía una barba sucia de doce días, el pelo desgreñado, el abrigo roto y lleno de barro bajo la manta mojada, y los andares de lunático. En una esquina había un grupo de hombres con pellizas y gorras de visera. Gregorio les preguntó dónde quedaba el cuartel de la guardia civil. Uno extendió un dedo e ilustró el gesto con algunas palabras. Gregorio inútilmente intentó una sonrisa de gratitud. Tomó por unas callejas solitarias, donde se oían con una nitidez irreal los trinos de los pájaros y el borbolleo de las ollas, giró a la izquierda y luego a la derecha, pensando siempre en los sufrimientos de la cárcel pero sobre todo en el descanso definitivo que al fin encontraría en ella, y de pronto, al doblar una esquina, se paró en seco con un respingo de terror. Justo allí enfrente —y hubo de frotarse los ojos para persuadirse de que no estaba soñando ni sufría una alucinación febril— había una casa baja y casi en ruinas, con paredes de cal y remiendos de cemento crudo, y grietas mal resanadas por donde se veía la fábrica de vigas y cascotes y crecían los hinojos. Abajo, sobre una puertecita desvencijada, había un cartel en letras torpes y rojas, con churretes de pintura, que anunciaba: CÍRCULO CULTURAL FARONI. Sin dar crédito a lo que veía, parpadeando y tragando saliva, Gregorio cruzó la calle y se detuvo ante el cartel. Por entre las tablas de la puerta, sin pintar ni desbastar, se filtraban unas franjas de luz. Gregorio extendió una mano incierta, como si temiese hundirla en el vacío de un espejismo, y apenas rozó el picaporte la puerta saltó del quicio y con un golpetazo se abrió de par en par. Dentro, en lo que parecía una cuadra, a juzgar por los pesebres del fondo, mal disimulados con estanterías, había unas pocas filas de banquitos corridos, y en uno de los frentes, una tarima y una mesa. Sentado en la tarima había un hombre con gabardina y sombrero que, al ruido, se levantó asustado y quedó alerta.
Gregorio, agachándose, bajó el umbral y miró pasmado alrededor. El suelo era de lanchas irregulares de piedra. Arriba, de un garabato, colgaba una bombilla, a cuya débil luz Gregorio reconoció en las paredes de adobe pintadas burdamente de azul los retratos del faro de mar y del poeta romántico inglés, y en las estanterías, ofrecidas como en una exposición, las reliquias de su pasado imaginario. Vio el catalejo, el capelo del cardenal, la copa de campeón lírico europeo, la pamela de Marilín, y una torre construida con libros iguales, que alternaban geométricamente las gaviotas de la cubierta con la foto de estudio de la contraportada. Finalmente sus ojos, llenos de doloroso asombro, se encontraron con los de Gil, y los dos hombres se miraron largamente, boquiabiertos y absortos.
—Así que tú eres… —susurró Gregorio.
—Sí —dijo Gil, acompañándose con rápidos cabeceos de afirmación—. Yo soy Gil. Dacio Gil Monroy. Y usted es, déjeme adivinarlo, usted es… —y extendió una mano imprecisa.
—Gregorio Olías —dijo Gregorio lentamente, como si soñase las palabras.
—¡Gregorio Olías! —se maravilló Gil—. Entonces, ¡lo han soltado de la cárcel!
Gregorio sonrió tristemente, se sentó en el primer banquito y bajó la cabeza.
—No, me he escapado —dijo al rato, y empezó a serenarse y a hacerse cargo de la situación—. Llevo diez días huyendo campo a través.
—¡Se ha escapado! —exclamó Gil, y fue a cerrar la puerta—. Y, si me permite —dijo al volver—, ¿cómo ha llegado aquí, y por qué?
—Bueno —respondió Gregorio, arrebujándose en la manta y reprimiendo la incredulidad de estar allí, ante Gil—, yo creía que continuabas en la ciudad y había que destruir las pruebas que pudieran comprometerte —y señaló alrededor—. Pero, ya que estás aquí —y lo miró de lleno, intentando leer en sus ojos los riesgos que corría al perseverar en la ficción—, quiero aprovechar para darte las gracias en nombre de todos, y sobre todo de Faroni.
Al oír el nombre de Faroni, los dos bajaron la cabeza y guardaron silencio.
—Pero entonces, ¿qué es exactamente lo que ha pasado? —preguntó finalmente Gregorio—. ¿Cómo es que no estás en la ciudad? Muerto Faroni, ya no hacía falta que te marchases.
—Bueno, usted no lo sabe porque estuvo en la cárcel. Fue terrible —y juntó los dedos de las manos y los ejercitó como si moldease miga de pan—. Terrible. Verá, había un policía, usted lo conocerá, el inspector general Requejo, que me seguía los pasos. Y ocurrió que el mismo sábado que me enteré de la muerte del señor Faroni me detuvieron en la puerta del café. Yo iba allí a dar la noticia y a ponerme a las órdenes del Comité. Y resulta que me detuvieron en la puerta. Estaban todos compinchados para confundirme y hacerme hablar. Todos. El que hacía de maestro, de Marilín y todos. Eran policías disfrazados, luego me di cuenta. Me acusaron de comunista y cómplice de Faroni. Me quisieron hacer creer que Faroni era un ladrón, que había golpeado a una mujer y que yo era el amante de Marilín, fíjese usted qué desatino. Pero yo, señor Olías, no hablé. Era una trampa y mezclaban cosas verdaderas, como que Faroni estaba en la India, pero bajo el nombre de Alvar Osián, con otras falsas. Fue terrible. Me amenazaron, y el inspector Requejo me pegó. Al final, cuando vieron que no iba a hablar, me soltaron, pero me despidieron de la empresa porque decía el hombre de negro que allí no podían tener a un sospechoso de comunismo y cómplice de un atraco. Me echaron pero no hablé. Así que me vine otra vez aquí y aquí estoy —y se sentó en la tarima—. Llegué hace dos días y desde entonces no he salido de aquí. No hago más que pensar en el señor Faroni y en todo lo que ha ocurrido últimamente. Y ahora, fíjese, de pronto aparece usted, que se ha escapado de la cárcel. ¿No es maravilloso? La vida, ¿no es maravillosa? ¿Ve? Este era el sitio que tenía preparado para cuando él o usted viniesen a hablar. Es un sitio humilde, indigno de ustedes, pero era todo lo que pude conseguir. Es un local a la altura de mis méritos, no de los suyos.
Gregorio, que había escuchado cabizbajo, y no menos maravillado del desenlace de los hechos, lo miró y dijo:
—Gil, es usted un gran hombre.
—Gracias —se animó Gil—, eso mismo me dijo el señor Faroni cuando le dije que me iba de la ciudad.
Tenía un mirar intenso y limpio bajo la espesura de las cejas, y una expresión apacible, voluntariosamente pensativa. Absurdamente, Gregorio pensó que tenía cara de sangrar mucho por la nariz.
—¿Sabe? —dijo Gil de pronto—. Su voz es igual que la del señor Faroni.
Como dos niños de escuela, sentados los dos en bajo, se miraron tristemente a la vez.
—Somos primos hermanos —bromeó Gregorio—. Además, soy algo más que su biógrafo. Soy su más grande admirador, e intento imitarlo en lo que pueda.
—Estoy muy contento de que haya venido —dijo humildemente Gil, y se ruborizó.
—Y yo de conocerte. ¡Faroni me habló tanto de ti! Me decía: «Dacio es un gran hombre, y el caso es que ni él mismo lo sabe».
—¿Eso le dijo?
—Y más cosas que ya te contaré.
—Era un hombre muy generoso —se le quebró a Gil la voz.
—Yo diría que justo.
—Y sencillo.
—Y clarividente.
—Y, como todos los genios, incomprendido por sus contemporáneos. ¿Usted cree que algún día se hablará de Faroni como hoy de Edison?
—Yo estoy seguro de que sí.
—Y yo también. Vivimos malos tiempos, ¿no le parece?
—Muy malos —dijo Gregorio sin dudar.
—Yo creo que a Faroni lo mató la envidia.
—Puede ser. Pero, en fin, son cosas del destino.
—Y fíjese, tan joven.
—Así es —suspiró Gregorio—. Aunque, ¿cómo imaginárselo viejo?
Callaron de nuevo, con las miradas encontradas.
—Bueno, ¿y cómo te fue por la ciudad? —dijo Gregorio, alegrando la voz.
—Pues fíjese, yo creo que bien. No vi las pirámides, ni los barcos ni el río, ni las bandas de música, ni el Museo del Hombre y de las Grandes Cosas y, por si fuese poco, ni siquiera conseguí entrar en el café. Pero la aventura que viví fue mucho más extraordinaria aún. Perseguido, detenido, casi torturado, y al final expulsado de la ciudad, como le ocurrió al propio Faroni. Es algo grande. Siento dentro de mí una especie de orgullo y de grandeza, no sé cómo decirle.
—Lo entiendo —dijo Gregorio—, y lo celebro. Si Faroni pudiera oírte, estaría orgulloso de ti. Estoy seguro.
—Gracias —volvió a ruborizarse Gil—. Faroni era muy bueno.
—Y en fin —dijo Gregorio, dándole una palmada en la rodilla—. Y ahora, ¿qué vas a hacer?
—Pues verá. He pensado que con la indemnización que me dieron en la empresa y con los ahorros que tengo, me voy a comprar una tierrecita que conozco y a hacerme agricultor. Me lo aconsejó hace ya tiempo el señor Faroni. Me dijo que esa era la vida que le hubiese gustado llevar a él.
—Y es verdad —confirmó Gregorio—. Una vida sencilla y retirada, como la de los sabios antiguos.
—Pues eso es lo que me parece que voy a hacer yo. He pensado comprarme ovejas, unos cerdos y unas gallinas, y poner un poco de huerta, y algo de alfalfa y cereal.
—Una vida envidiable —evocó Gregorio, ahondando la mirada—. Eso es también lo que yo hubiese deseado.
—Pues…, quédese conmigo —titubeó Gil.
—¿Yo? —se sorprendió Gregorio—. No, por Dios. Estoy perseguido y podría comprometerte. Y ya te hemos hecho entre todos bastante daño.
—¿Daño? Qué va, ninguno. Al revés. Yo estoy muy orgulloso de haber conocido al gran Faroni y de haber sido estimado por él. Creo que es lo único memorable en mi vida. Y usted, ¿qué piensa hacer usted, si me permite la pregunta?
—No lo sé. No tengo dónde ir. Quizá me entregue.
—¿Cómo entregarse? —exclamó Gil escandalizado—. ¿Para que lo maten? ¡Ni pensarlo! El maestro no se merece que ahora, después de muerto, sus discípulos se rindan. Eso sería como traicionarlo, perdóneme que se lo diga.
—Quizá tengas razón, pero, la verdad, estoy cansado de huir. Tengo fiebre, y hambre, y voy ya para viejo.
—Pues entonces, ¡quédese conmigo! Enseguida se pondrá bien. Ya verá. Cultivaremos la tierra entre los dos. Nos turnaremos de pastor un mes cada uno, y luego de hortelanos. Nos haremos una casa y compraremos libros, y una moto para ir y venir, porque la tierra queda lejos. Usted acabará la biografía de Faroni y yo me dedicaré a leer y a pensar. Usted me ayudará. Nos animaremos uno al otro. Todos los días, cuando demos de mano, nos sentaremos a hablar, a escribir y a leer. Por favor, si no tiene dónde ir, quédese conmigo —imploró Gil.
—Sería una vida hermosa —murmuró soñadoramente Gregorio—. Levantarse al amanecer, irse silbando detrás de las ovejas, tumbarse en la hierba a ver correr las nubes, ir a pescar alguna vez… Una vida hermosa como no puede haber otra.
—Pues entonces, ¡quédese!
—No puedo. Estoy perseguido, y además tengo mujer, ¿sabes?, y…
—Pues que se venga también ella —lo interrumpió Gil—. Hay sitio para todos. ¡Decidido! Y más adelante, cuando se olvide un poco todo este conflicto, inauguraremos el Círculo y hablaremos del gran Faroni y de otros temas de la ciencia y del arte. Haremos, aquí, una tertulia semanal. Usted, o mejor dicho, déjeme tutearlo, tú la presidirás, y yo seré tu ayudante.
Gregorio, desolado, abrió los brazos:
—Pero si yo no tengo dinero, ni ropa ni nada.
—Y eso, ¿qué importa? —se enfadó Gil—. Lo tengo yo y basta. A cambio me contarás muchas cosas de Faroni y de los grandes temas de este siglo, y seré yo quien salga ganando. ¡Vamos, no lo pienses! ¡Quédese aquí, se lo ruego! ¡Hazlo aunque sea porque yo te lo pido!
Gregorio lo miró intensamente, con los ojos llenos de fiebre, y de pronto hundió la cara entre las manos y rompió a llorar fuera de sí. Gil esperó, respetuoso y diligente, y luego le puso una mano en el hombro.
—No llores más por el maestro —dijo, y le tendió un pañuelo—. El sigue viviendo en nuestra memoria, y después de nosotros vivirá en la memoria de las generaciones futuras. Anímate. Esto es lo que nos hubiera dicho él. Hay que ser fuertes en las desgracias. ¡Vamos, deja de llorar y piensa en los años que tienes por delante!
—Pero, ¡si no tengo dónde ir! —sollozó Gregorio.
—¡Claro que tienes! ¡Quédese conmigo! Aquí no te van a encontrar. La tierra está lejos del pueblo. Estaremos un año o dos allí metidos, y luego, si quieres, podrás llamar a tu mujer. Además, he oído que el General está enfermo y que no durará mucho. Luego, las cosas serán distintas. ¡Piensa en Faroni, y no dejes que esos cabrones se salgan con la suya!
—Pues entonces, ¡de acuerdo! —dijo Gregorio, secándose las lágrimas y haciendo por sonreír—. ¡Me quedaré! Desde hoy —y se puso en pie solemnemente—, renuncio al mundo y a sus ambiciones. ¡Me haré agricultor!
También Gil se levantó, crecido por la gravedad del instante.
—¡Así me gusta oírle! Y ahora, ¿quieres que vayamos a ver la tierra donde viviremos?
—¡Adelante! —gritó Gregorio, señalando la puerta.
—Tiene un regato y un pozo, y siete higueras de higos zafaríes.
Gregorio abrió los brazos y sonrió maravillado.
—Y si quieres —añadió Gil— nos cambiaremos los nombres, sobre todo el tuyo, para despistar a los secuaces. Déjame que te dé un nombre nuevo.
—¡Adelante, Dacio! ¡Bautízame ahora mismo!
—Pues entonces, te llamarás, ¿qué te parece Lino Uruñuela? Me lo acabo de inventar, y debe ser único en el mundo.
—Lino Uruñuela. ¡De acuerdo! —dijo Gregorio—, pero con una condición. Que entre nosotros, y ya para siempre, sea sólo Gregorio Olías.
Sellaron el acuerdo con un largo apretón de manos.
—¿Sabes? —dijo Gil, con un pie en el umbral—. Y a la tierra le vamos a llamar «Villa Faroni». ¿Qué te parece?
—Que así debe ser.
—Pues entonces, ¡no se hable más! Y ahora por el camino veremos cómo le llamamos al pozo, a la huerta y al perro que tengo pensado comprar. Y también quiero que me cuentes cómo te escapaste de la cárcel, y muchas cosas de la vida del gran Faroni, que siempre deseé saber. Por ejemplo, cuál era su comida favorita, y si usaba o no camiseta. ¿Vamos?
—¡Adelante! —gritó Gregorio, y salieron juntos a la calle.