Capítulo IX

El lunes sonó el teléfono antes que de costumbre. Se oyó la voz nasal de niño prodigio: «Soy Gil».

—Soy Gil —repitió, como si temiera no haber sido reconocido.

No se atrevía a preguntar por la suerte que había corrido su pensamiento, y hubo de ser Gregorio quien dijese:

—Enhorabuena.

—¿Por qué? —fingió Gil.

—Hombre, por lo del cuervo. Lo expuse en la tertulia y tuvo un gran éxito.

—¡No me diga!

—Pues así es. Allí se habló de muchas cosas. Primero un inventor trajo una máquina para convertir el odio en energía, y consiguió poner en marcha un ventilador después de concentrarnos todos en el recuerdo de nuestros peores enemigos.

—Pero ¡eso es portentoso! —exclamó Gil.

—No tanto —quitó importancia Gregorio—. Es aprovechar sencillamente la energía del cerebro. ¿Usted no ha oído que hay personas que mueven sillas con la mente?

—Sí lo he oído, y vasos.

—Entonces, ¿de qué se asombra? Se trata sencillamente de convertir la fuerza latente de las pasiones en potencia mecánica.

Gil preguntó si también el amor podría transformarse en energía. Se pusieron a pensar y hallaron que sí, que acaso en el futuro un avión consiguiese volar sin combustible, con sólo una pareja de auténticos enamorados a bordo, o que con una mirada de ternura se encendiese una luz.

—Pero para eso tienen que pasar todavía muchos años, y me parece que ni usted ni yo llegaremos a verlo. Pero a lo que iba. Después del experimento, allí cada cual expuso sus ideas, y cuando expliqué la suya la gente aplaudió también, y dieron vivas, y uno de los maestros, ése que ya conoce de los dientes de oro y los postizos, se interesó por usted. ¿Sabe lo que dijo?

—¿Qué? —tartamudeó Gil.

Gregorio ahuecó la voz: «Ese Gil llegará lejos».

—¿Eso dijo de verdad?

—Eso dijo, y también que le gustaría conocer otros pensamientos suyos.

—Eso ya lo veo yo más difícil —se entristeció Gil.

—Me preguntó a qué se dedicaba usted. Para evitar explicaciones le dije —y puso el tono confidencial— que era químico y pensador. Realmente el pensamiento lo valía.

—Ya. Pero, ¿y si se entera?

—Yo le guardaré el secreto. Sólo nosotros sabremos la verdad. A los demás, ¿qué les puede interesar esto?

Sellaron el pacto con un largo silencio.

—¿Está contento? —preguntó Gregorio.

—Figúrese. Estoy deseando que se haga de noche para acostarme y recordar todo lo que me ha dicho. ¡Si mi padre supiera que se me ha citado en el café!

—¿Es que murió?

—No, debe de andar por ahí por la ciudad. Y también mi madre.

—Entonces, ¿no sabe nada de ellos?

—No, ni de mi novia.

Gregorio no supo qué decir.

—Se llamaba Mari.

—¿Quién?

—Mi novia.

—Pero, ¿qué pasó con sus padres y su novia?

—Mi vida, ¿sabe usted?, es un puro desastre —y la voz se le quebró de lástima—. Nunca se la he contado a nadie. Sólo a usted me atrevería a contársela, porque usted es un artista y los artistas saben comprender a los humildes. Claro que, si se la cuento, a lo mejor luego me desprecia.

—Me ofende, Gil. Nadie mejor que un poeta para escuchar y valorar las desgracias ajenas.

—Gracias, señor Faroni. ¿Quiere entonces que le cuente mi vida?

—Lo escucho, Gil.

—Sí, pero ¿por dónde empiezo? ¡Es tan difícil contar las cosas! Un día verá lo que pasó. Conté un chiste de un gato, un perro y un caballo. Había tres viajantes y verá lo que pasó. El primero no oyó bien lo del gato, así que preguntó al segundo viajante qué se había dicho. Mientras se lo explicaba, yo hablé del perro, y ninguno de los dos se enteró tampoco. Así que le preguntaron al tercero, y mientras el tercero explicaba el perro yo hablé del caballo y ninguno de los tres escuchó el final. ¿No es una desgracia? Luego, claro, decían que el chiste era malo.

—Aquí sólo lo escucho yo, Gil. Sólo estamos los dos. Cuente sin miedo.

—Bueno, pues verá, yo tengo ahora cuarenta y un años y entonces tenía unos dieciocho. ¿Qué tal he empezado?

—Muy bien. Adelante.

—Trabajaba en Requena y Belson. Yo atendía también el teléfono y tomaba nota de los pedidos. Me comunicaba con un tal Gómez, que ya murió. Lo atropelló un tren, un día que se perdió en la niebla. Pero, ¿se da cuenta?, ya estoy echando a perder la historia. Tenía que haber empezado por la Coca-cola. Usted, claro está, probó la Coca-cola de muy pequeño, ¿no? Yo sin embargo no la probé hasta casi los dieciocho años. Verá, se lo voy a contar, para que sepa con qué clase de hombre está usted tratando. Yo tenía ocho o nueve años. Estábamos en clase de Historia Sagrada y el sacerdote contaba el combate entre David y Goliat. Me acuerdo que era invierno, a media tarde. De pronto el sacerdote se levantó, miró por la ventana y dio dos palmadas muy fuertes. «¡Señores!», dijo, «¡ha llegado la Coca-cola!». Y es que en aquellos años la Coca-cola estaba haciendo demostraciones por los colegios y los pueblos, para darse más a conocer. Nosotros nos levantamos y nos quedamos firmes. A mí me dio tiempo de mirar y vi abajo, en el patio, dos camiones de Coca-cola y a los conductores, que iban con caretas de dibujos animados. Y el sacerdote dijo: «Ahora bien, sólo podrán beberla los que no estén en pecado mortal». Y yo, señor Faroni, estaba en pecado porque la noche anterior había cometido actos deshonestos. Así que pasé primero por la capilla, junto con muchos otros, y allí me pusieron de penitencia no sé cuantos padrenuestros y avemarías. Y me acuerdo que rezaba muy deprisa para poder salir corriendo al patio. Y cuando acabé, ¿qué pasó? Que se había acabado ya la Coca-cola. Y, entre unas cosas y otras, no pude probarla hasta casi diez años después. Ahí tiene usted, en pocas palabras, lo que en el fondo ha sido mi destino. Bueno, pues verá. Yo tenía entonces dieciocho años y… ¿Ve? Ya me está saliendo otra vez mal la historia. No he debido empezar por ahí.

—Yo creo, Gil, que por ahora va bien encarrilada.

—No, le hablaré primero de mi padre. Era un hombre muy suyo, ¿sabe usted? Le dolía una pierna y no podía trabajar, así que se pasaba el día en casa, vestido de negro y con el sombrero puesto, como si fuese a salir, pero luego no salía nunca. Se sentaba a la mesa, medio ladeado, y allí se estaba quieto y como amargo. Vivíamos, ya se lo dije, en un piso céntrico. Me acuerdo que de chico salíamos los tres, mi padre, mi madre y yo, a pasear por el barrio. Mi padre iba un buen trecho delante, eligiendo el camino, y nosotros detrás. Como ya le empezaba a doler la pierna se tenía que parar cada tantos pasos, y nosotros hacíamos lo mismo y esperábamos a que cogiera fuerzas. Luego él se volvía y nos daba con la mano, como un guía del oeste a una caravana, y seguíamos todos andando sin romper la distancia. Íbamos a ver accidentes de tráfico. Mi padre conocía los sitios donde había atropellos y choques. Luego nunca había ninguno, pero los tres nos parábamos allí a esperar. Mi madre protestaba y decía que aquello era pecado. Mi padre replicaba: «¡Tú qué sabes! ¿Qué sabéis vosotros de la vida?». Cuando algún ciego cruzaba la calle, él se adelantaba para verlo cruzar, por si lo atropellaban, y cuando el ciego llegaba al otro lado, decía: «Ese, ha salvado el pellejo». Una vez atropellaron a un ciclista. Mi padre gritó: «¡Allí, allí!», y salió corriendo con los brazos en alto y llena de aire la chaqueta. Yo nunca lo había visto correr y me dieron ganas de echarme a llorar, y yo creo que desde entonces le cogí todavía más miedo. Cuando llegamos al accidente, lo encontramos rodeado de curiosos y contando cómo fue el atropello y cómo él fue el primero en socorrer a la víctima. Y una vez me acuerdo que salimos como siempre a ver catástrofes y pasó un helicóptero volando muy bajito. Íbamos los tres juntos y de pronto sonó el ruido del helicóptero y todos nos quedamos sin saber adónde mirar. Mi padre fue el primero que lo vio. Me cogió del brazo y me dijo: «¡Mira, muchacho!», y levantó el brazo con el bastón para señalarme el helicóptero. Yo miré, pero no lo pude ver porque me lo tapaba con la mano que lo señalaba, y además con la otra me hacía daño en el brazo. Y cuanto más decía mi padre, «¿lo ves, lo ves?», y más estiraba el brazo para señalarlo y más me apretaba con el otro, menos lo veía yo. Al final me dijo: «¿Lo has visto?», y yo por miedo le contesté que sí. «Por las calles», dijo él, «hay que andar siempre alerta, porque en cualquier momento puede saltar la liebre». Y luego, de vez en cuando, durante años, me preguntaba de repente: «Y qué, ¿lo viste?». Y yo decía que sí. Y él: «Hay que andar siempre alerta. Esa es una lección que no debes olvidar nunca». Qué tiempos. También me acuerdo que me gastaba una broma, la única que me gastó. Me decía: «Muchacho, ¿quieres jugar al ajedrez?». En casa no había ajedrez y ninguno de los dos sabíamos jugar. Yo contestaba: «No, que es tarde». «Pues otra vez será», decía él. Eso era todo lo que hablábamos. Cuando ya era de noche, cenaba. Con la punta de la navaja, sin quitarse el sombrero, despachaba la cena. Tardaba muchísimo en cenar. Hacía montoncitos de pan y queso, pelaba la fruta muy fina y luego dividía la carne y la monda en trozos muy pequeños y con la punta de la navaja los iba pinchando y comiendo, muy poco a poco, como si le diera pesadumbre. No le dejaba a nadie la navaja, nunca, y tenía miedo de que se la quitasen. La escondía en las honduras de su traje negro y sólo la sacaba para comer, pero de vez en cuando la tentaba al bulto para ver si seguía allí escondida. La abría con una mano, como hacen los magos con las cartas. Punzaba y rebanaba, la usaba de pico y de paleta, y para rascarse la espalda, y para escoger unas cosas y desechar otras. Al final reunía los desperdicios con el filo, la limpiaba, la cerraba y la volvía a esconder. ¿Voy bien, señor Faroni?

—Muy bien, aunque quizás un poco lento. Pero siga como pueda.

—Yo estaba estudiando, ¿sabe?, había empezado a estudiar muy tarde y por mi cuenta y quería tener una carrera. Bueno, pues lo oía cenar y eso me distraía. Me preguntaba: «¿Habrá terminado ya?». Y, claro, como no podía saberlo, me levantaba a asomarme, y él seguía allí cenando. Y cada vez que me asomaba estaba más oscuro y se oían menos ruidos, pero él no parecía adelantar en la cena. Al final quedaba un montón de pellejos, huesos y miollos. Pero también entonces me distraía con el recuerdo de la navaja y, aunque no quería, pensaba: «Cuando se muera será para mí». Pero, ¿ve qué mal lo estoy contando? Tenía que haber empezado por lo del barbero y el pollo.

—¿Qué barbero?

—Pues que sólo se le veía animado cuando venía a pelarlo el barbero. Entonces hablaba mucho, gastaba bromas y reía a carcajadas. Y también cuando había pollo para comer. Como le gustaba mucho, se olvidaba de todas sus amarguras. «¿Qué nos falta para ser felices?», nos decía a mi madre y a mí. Y afirmaba que si todos fuesen como él no hubiera habido guerras, y el teléfono estaría aún por inventar. «Pero, ¿para qué queremos el teléfono?», preguntaba, y hacía con la navaja como si estuviera hablando por él, imitando voces ridículas: «¿Diga?, ¿sí?, ¡ah!, ¿me oye?, ¿sigue ahí?, ¿sí?, ¿diga?, ¡ya!, ¡ah!, ¡claro, claro!, ¡sí, sí!, ¿me escucha?». Pero no era para hacernos reír. No, se ponía muy serio, medio escondido en el sombrero negro. Era terrible oírlo, daba miedo, y había que bajar los ojos. A mi madre incluso se le saltaban las lágrimas. ¿Me está oyendo, señor Faroni?

—Lo oigo, Gil, y es una historia bien extraña —dijo Gregorio.

—Pero es que no la estoy contando bien. Debí haber empezado por cuando tenía catorce años. Yo entonces quería ser periodista. Cuando había conocidos en casa, mi padre decía: «El chico va a ser periodista», como si aquellas palabras tuvieran un poder. Un día había visita y a mí se me cayó la taza. Todos se asustaron y me miraron menos mi padre, que dijo muy sereno: «El chico va a ser periodista». Son cosas que no se olvidan y que luego da pena recordarlas. Pero ni siquiera entonces leía yo periódicos. Mi padre decía: «¿Cómo se explica que en los periódicos siempre haya atropellos y en las calles no? Si quieres ser periodista, muchacho, tendrás que irte lejos». Yo entonces no comprendí que aquello era como un anuncio del destino. Pero, en fin, sigamos. Como ya le dije, empecé el bachiller muy tarde y por mi cuenta. Estudiaba de noche. Me compré un flexo y me acuerdo que a veces dejaba de estudiar pensando en la suerte de tener una bombilla incandescente para mí solo. «A lo mejor míster Edison me está viendo ahora desde el cielo», pensaba, y hablaba con él: «Gracias, mister Edison», le decía, «ya ve que gracias a su invento puedo estudiar yo ahora, por muy oscuro que esté fuera». Y hacía como si de verdad me estuviese viendo: acercaba cosas a la bombilla, encendía y apagaba, giraba la pantalla para iluminar el techo y venga decir emocionado: «Gracias, mister Edison, gracias en nombre de la humanidad». Así me pasaba mucho tiempo. A mí el progreso y los grandes hombres siempre me admiraron. Pues bien, entre unas cosas y otras, todo me distraía. Teníamos un gato y yo le había puesto Edison. Y el caso es que lo oía maullar en la terraza, y pensaba: «No te comas las flores», porque Edison se comía las macetas y no había cosa que le gustara más en el mundo. Así que abría la ventana y lo espantaba con un grito. Pero con el ruido acudía mi padre, que se la tenía jurada al gato, aportando la lumbre de un mechero. Yo me iba, y esta vez a quien oía era a mi padre, revolviéndolo todo con la lumbre y metiendo por todos los rincones la puntera de los zapatos. Y además se ponía a hacer silbidos de contraseña, no sé si para atraerlo o ahuyentarlo, pero eran unos silbidos largos y lastimeros y daba pena oírlos. Porque mi padre silbaba muy bien. Después de las diez se asomaba al balcón y se ponía a silbar como loco, siempre lo mismo, canciones de guerra. Y a mí todo eso me distraía, y cuando no era una cosa era la otra. Pero yo seguía en la mesa, dispuesto a estudiar para el día en que pudiera entrar en el café. Lo del café fue cosa de mi padre, le voy a contar. Yo creo que tenía que haber empezado por aquí y saltar por encima del gato, ¿no cree?

—Eso es lo de menos, Gil, vayamos al grano —apremió Gregorio.

—Pues verá, antes de caer malo y volverse tan triste, mi padre me dio la única lección que pudo darme: me llevó por fuera del Café de los Ensayistas, que entonces se llamaba Hispano Exprés, nos asomamos al cristal y me dijo: «¿Ves esos hombres de las mesas? Son hombres de mundo, artistas, científicos eminentes, personajes históricos. Esos son como los marqueses y condes de antes. Procura ser uno de ellos, estudia y codéate». Luego me llevó a un parque donde se reunían parias y borrachos. «Esos son pelanas, gente escueta», me dijo. «Mira a ese maula que hace nudos con una cuerda. Desaprovechó la juventud y ahí lo tienes, haciendo lo único que sabe». No dijo más. Yo enseguida me puse a estudiar para entrar algún día en el café. Entonces fue cuando decidí hacerme químico y pensador. Pensé que todo llegaría como llega la navidad y la muerte, y aquí estoy ahora: casi cuarenta y un años, vendedor de vinos y aceitunas.

Calló desgarrado. Gregorio lo consoló lo mejor que pudo y lo animó a continuar.

—Ahora me doy cuenta —dijo Gil, sobreponiéndose a la pena—, que tenía que haber empezado con la historia de mister Edison. Haber empezado: «Si mister Edison no hubiese inventado la luz, mi destino quizás hubiera sido otro, y ahora no estaría aquí hablando con usted». ¿Qué le parece?

—Sí que hubiera sido un buen empiece —dijo sinceramente Gregorio.

—Lo que pasa es que a mí todo se me ocurre tarde, cuando ya las cosas no tienen remedio. Pero, en fin, seguiré adelante. Verá, llevaba casi un año estudiando por mi cuenta cuando murió Gómez, el viajante, y Requena y Belson me ofreció reemplazarlo. «Serán sólo unos meses», me dijo el hombre de negro. Yo tenía una novia, formal, que se llamaba Mari y vivía en el barrio. Hablé con ella y con mi madre. «Debes ir, debes ganarlo», me dijeron. Yo me resistía con argumentos que acabaron por sonar ridículos: teníamos un gato, había una novia, un padre enfermo y raro, quería estudiar y hacerme químico y pensador. Yo tocaba el laúd, gavotas, rondós, zarabandas y valses, tenía un cuaderno de música y lo iba punteando embebecido. Mis padres se asomaban juntos, orgullosos, a oírme tocar, y hasta el gato se quedaba quieto a escucharme, con el rabo en pompa y una pata en el aire. Venía a darme clases un ciego, y cada noche me decía a mí mismo: «Hoy has adelantado mucho; si haces cuentas verás que antes de diez años serás universitario y músico profesional». Así que yo decía: «¿Qué será del futuro si me voy a provincias?». Además, mi novia y yo habíamos hecho proyectos. Mi novia se llamaba Mafi. Pensábamos casarnos cuando yo acabase los estudios y hacer un viaje al extranjero, y en eso estábamos cuando tuve que venirme a provincias. «Llévate el laúd y los libros», me dijeron, «sigue estudiando allí y a la vuelta serás químico». Yo decía que no. Entonces mi padre salió del silencio. Sacó la navaja de comer, me la tendió y me dijo: «Vete, muchacho. Allí lejos podrás ser periodista». Mi novia me regaló un espejito con tapa, y mi madre me hizo un jersey gordo para el invierno. Eso es todo lo que conservo de ellos. Y así fue como dejé para siempre la ciudad. Ahora que me doy cuenta, ya sé por dónde tenía que haber empezado la historia. Por mi nombre. ¿Usted sabe cómo me llamo yo?

—Gil.

—¿Y de segundo apellido?

—Pues no sé.

—También Gil. ¿Y de nombre?

—Pues…

—Figúrese, también Gil.

Calló avergonzado.

—Fue idea de mi padre. Siempre decía que con un nombre es suficiente para hacerse llamar, y que como los apellidos eran iguales, pues para qué andar rompiéndose la cabeza con el nombre. Y me acuerdo que, para probar la razón, un día se fue al otro extremo de la casa y gritó: «¡Juan Antonio González Álvarez López Martínez de Churruca y Mendoza!, ¿quieres jugar al ajedrez?». Así que ya lo sabe: Gil Gil Gil. ¿No es ridículo?

Gregorio, pensando en sus propios seudónimos, dijo:

—Los nombres no tienen importancia. Sólo las obras quedan.

—Yo creo que no —replicó Gil—, yo creo que el destino empieza con el nombre.

—Pues cambie de nombre, búsquese un seudónimo como yo. No se deje dominar por el destino.

—Eso sería estupendo —dijo Gil, y estornudó.

Gregorio lo oyó limpiarse y adecentar la voz:

—Eso sería estupendo, pero yo a eso no me atrevo. Y además, ¿qué nombre me pondría?

—Ya encontraremos uno que vaya a la medida. Pero ahora, sigamos con la historia.

—Bueno, ya queda poco. Verá, yo al principio pensaba volver a la ciudad, pero las cosas se fueron complicando. Cada vez que le recordaba al hombre de negro su promesa de que muy pronto vendría alguien a sustituirme, él me decía: «Desengáñese, Gil, su vida está ahí; Belson lo necesita precisamente en el lugar donde usted mismo se ha hecho insustituible», y añadía frases en latín. Y luego estaban mis padres y mi novia: «Si vienes perderás el empleo», decían, «nos avergonzaremos de ti, nos defraudarás y no sabríamos ya mirarte a la cara». Hasta que al año dejaron de responder a mis cartas. Entonces le pedí al hombre de negro que se informase y él me dijo que mis padres ya no vivían en la misma casa, que se habían mudado de barrio no sabía dónde. En la última carta me mandaron una fotografía. Estaban los tres merendando en el campo, muy sonrientes, mi novia sentada en las rodillas de mi padre, mi madre con el sombrero de mi padre y con el gato en la falda (un gato que era muy bravo y no se dejaba coger) y mi padre riendo y señalándole a las dos la cámara con el dedo. Habían como rejuvenecido y tenían flores en el pelo y las manos. Por detrás había una dedicatoria: «Estamos bien. Edison te manda besitos». Y ya no he vuelto a saber nada de ellos. Esta es mi historia y, aunque mal contada, usted me dirá si hay otra más triste que la mía.

Guardaron un silencio de duelo. Al final Gregorio dijo que el hombre pone y Dios dispone, y que aún no era tarde para llegar a ser, si no químico, al menos pensador.

—No —repuso Gil—, no llegaré nunca a pensador. En veintitrés años sólo se me ha ocurrido un buen pensamiento. Si vivo otros treinta, pongamos por caso, al final tendría dos o tres, y no hay nada peor que pasar vergüenza de uno mismo cuando ya se es viejo. No, yo me conformo con hablar con usted, que es un artista del café y que parece como enviado por el destino para consolarme de mis muchas tristezas. ¿Sabe? Le he mandado un regalo.

—¿Un regalo?

—Sí, poca cosa, un detalle. No para pagarle su paciencia conmigo, ni su bondad, que no tienen precio, sino para demostrarle un poco mi agradecimiento. Lo recibirá quizá mañana.

—No debía de haberse molestado, Gil —protestó Gregorio.

—Al contrario, para mí es un honor. Igual que antes con Edison, cuando leo algo pienso que usted me está viendo y que me anima a proseguir. Así que mi regalo es un pequeño homenaje de admiración.

—Gracias —dijo Gregorio, más confuso que conmovido.

Al día siguiente llegó el regalo. Era un tarro de miel y una libra de dulce de membrillo. De entre la envoltura cayó una tarjeta de visita: «G. G. GIL. Viajante de R. y Belson». Por detrás había una dedicatoria en letra florida y aplicada: Para el gran artista el señor Faroni, para agradecerle su saber y su bondad, de su fiel admirador Gil.

Aquella ofrenda volvió a llenar a Gregorio de escrúpulos. En casa explicó que era el regalo de un subordinado, y mientras la madre se atiborraba de miel y lloraba la pérdida de dulzuras mejores, ilustrando así la astucia del cuervo grazniglotón, Gregorio recordaba la dedicatoria y se decía: «Qué hijo de puta eres, engañar de esa forma a un hombre como Gil». Pero no acababa de creer en los reproches, como tampoco en los argumentos que disculpaban su conducta. Porque de pronto a Gregorio le dio por pensar que quizá no fuese del todo un impostor. Ciertamente, no dejaba de asombrarle la superchería, pero no tanto por lo escandaloso de las mentiras como por la fácil verosimilitud que había alcanzado. «Y eso significa que hay algo cierto en todo esto», se decía. «Porque la verdad nunca se da pura y necesita siempre de las apariencias, como el ciego del perro. Así que, descontadas las apariencias, yo soy Faroni», proclamó una tarde, y enseguida supo, por la solemnidad del tono, que había esperado mucho tiempo el instante de pronunciar aquellas palabras.

No, no era del todo descabellado el asunto. Pues ahora que se iba acostumbrando a su nueva identidad y se adentraba en los placeres y riesgos de la invención, le maravillaba comprobar que si alguien decide mentir sobre él mismo, apenas podrá inventar nada (si el engaño es sincero) que no estuviese ya sugerido en su pasado, que de algún modo no sea una verdad en lo más profundo de sus convicciones y deseos. Acodado día tras día en el balcón, con galantería de navegante se abandonaba al ancho y perezoso río del atardecer, y apenas intentaba recordar el inicio de la farsa —tan llena de detalles desconocidos hasta entonces, tan nítida en la presunción de un pasado ajeno a la existencia pero ligado a ella por voluntad de una memoria errática y emancipada que tendía a corregir el olvido y a poblarlo de hechos que aunque ilusorios en apariencia venían a ser autentificados por la nostalgia de su pérdida—, se iniciaba en la sospecha de que toda vida es al menos dos vidas: una, la real e inapelable, otra la que pudo ser y sigue viviendo en nosotros en calidad de ánima en pena, vagando por la memoria y creciendo en ella hasta adquirir indicios de independencia y realidad, disputando a la otra, a la primogénita, despojos del pasado, reemplazándola a veces en la posesión de ese vasto territorio que es el olvido e instalándose en él como señor feudal: desolado, feroz, bufo y levantisco. Quizá la locura, o el afán, fuese la victoria del bastardo sobre el primogénito, pero en Gregorio no había ánimo de fratricidio sino reivindicación de bienes expoliados. Y algo grande había en aquella pretensión, pues si el crimen es malo y condenable, pero en casos de legítima defensa el juez absuelve, y en casos de guerra llega a ser heroico, también la mentira, como vivimos en guerra con el prójimo y con nosotros mismos, puede ser comprensible y hasta engendrar hazañas. Si alguna vez, como era previsible, a Gil le llegaban noticias exactas de la ciudad y, lo que era peor, del verdadero Olías, y exigía cuentas de la burla, quizá pudiese afirmar que él interpretaba su propio pasado con ojos de artista, pero también podría increparlo en términos amargos: «¿No fue usted, desagradecido, quien removió mi vida con preguntas inoportunas y tramposas? ¿Acaso no ha oído que lo mejor que un hombre cuerdo y caritativo puede hacer con un loco es seguirle las manías? ¿Encima del favor ahora reproches?».

Con estos y otros razonamientos similares, Gregorio logró una vez más amansar la conciencia, y cuando se supo firme en sus motivos y pretextos, se entregó a la ficción con más ardor que nunca. Todas las noches escribía en la libreta algún episodio de su vida imaginaria. Incluso se convenció de que lo que Gil necesitaba, a modo de lección, era un buen escarmiento, y que el cansancio que le producía la duplicidad valía de penitencia por todos sus pecados.

Siguió una larga época de deslumbrantes confidencias. No hubo ya semana en que no despachasen precipitadamente los pedidos para pasar a hablar de sus verdaderas inquietudes. Gil, implacable en la nostalgia y en la admiración, feliz y tembloroso de tratar de cerca a un artista consagrado en las tertulias urbanas, no sabía por dónde empezar a aplacar su avidez.

Un día lluvioso, después de lamentar de nuevo los infortunios del pasado, habló de los viajes, de la desazón que le producía la idea de llegar a viejo sin haber salido al extranjero ni gustado las mieles de otras lenguas, y recordó que de joven había coleccionado tarjetas postales de los cinco continentes y leído un libro de aventuras cuyo título no recordaba, pero que le llenó el alma de incontenibles ímpetus de acción.

—Y sin embargo, ya ve, aquí estoy, otra vez con la gotera cayéndome en la nuca.

—También yo estoy aquí —dijo Gregorio, presintiendo el rumbo de la conversación—, y también aquí llueve.

—Pero no es igual. Usted sabe idiomas. Seguro que ha viajado al extranjero y tiene un pasado digno de un gran hombre. Y claro, no se parecerá nada al mío —dijo en un tono tímido y perentorio—, ni en la sustancia ni en la manera de contarlo. A los artistas, me parece a mí, se les conoce sobre todo por su pasado.

Gregorio se emboscó en la espesura del silencio. Alguna vez había aludido a su pasado, pues no ignoraba que Gil, a cambio del suyo, reclamaría tarde o temprano el derecho a un pago recíproco. Para adelantarse a sus exigencias había contado una versión desganada, imprecisa y breve de la verdad. Gil reaccionó como cuando recibía las noticias del mundo y sospechaba que se le escatimaban las mejores, sugiriendo que aquellos sucedáneos eran un modo de ocultar —quizá por humildad— la existencia de un relato magnífico. Gregorio comprendió una vez más que no había escapatoria. Sin embargo, durante las ensoñaciones nocturnas que dedicó a inventar un pasado que estuviese a la altura de las altas demandas de Gil, no había conseguido hilar una historia que fuese al mismo tiempo extraordinaria y verosímil. Aquello era como intentar poner en pie una pasta blanda y pegajosa, pues apenas rehuía la verdad caía sin remedio en el más torpe absurdo, y huyendo del absurdo o se adentraba en él o regresaba al punto de partida: a la estéril, inhóspita y no menos inepta realidad.

—¿Me equivoco? —dijo Gil.

Gregorio suspiró: había llegado la hora de elegir y no se le ocurría ninguna frase memorable. Por fin, excitado por el riesgo, y encomendándose a la caótica aunque previsora inspiración de sus desvelos, contestó:

—Bueno, es natural y no tiene importancia, al fin y al cabo yo tuve un padre almirante, un abuelo jurista y un tío cardenal.

Gil, atragantado por el asombro, pidió que por favor le contara aquel pasado espléndido, y Gregorio abrió de inmediato la libreta y contó que de niño había vivido en la ciudad, en una casa con tres patios de luz, un jardín sobre el río, quinientas macetas y setenta pájaros cantores. Era en realidad la casa de su infancia, derruida en la memoria y alzada de nuevo con el dispendioso rigor de unos cuantos recuerdos tenaces. De ella había sobrevivido un limonero que acercaba sus frutos al primor de unas bardas recién encaladas, un zaguán de bóveda con garabatos choriceros, aspidistras en altos maceteros de forja y zócalos de líneas mixtas que en verano servían de ruta a las hormigas, y luego un desván crujiente, un jazmín, una percha de patas de chivo, algunos cuartos sin ventana y el eucalipto donde cantaban por la fresca los jilgueros silvestres. Pero situó la casa en la ciudad, junto al río navegable, cambió el adobe por la piedra, y la pizarra por el mármol, y, arriba, sobre la segunda planta, ideó una torre circular con ventanas góticas y cristales de colores envenenados de plomo. Allí trabajaba su abuelo, el jurista.

En sus ensueños, Gregorio lo había visto escribir sobre un atril, con pluma de ave. Altísimos estantes con libros de piel hierática cubrían las paredes. Había un descomunal escritorio de ébano y plata, un globo terráqueo, una alfombra que representaba con un solo hilo la historia sucinta de la humanidad, desde el Paraíso a la aviación, y una Cúpula donde estaba pintado el universo, con sus constelaciones, órbitas planetarias y arcángeles volando sobre el espacio zodiacal —tal como recordaba haber visto en una viñeta infantil del catecismo—. Allí iba Gregorio a espiar a su abuelo. Escondido tras el escritorio, había mirado fascinado la pluma de ave, y cómo la mojaba cada mucho tiempo en un tintero del tamaño de una tinaja y la esgrimía sobre el papel de pergamino, produciendo un ruido ensordecedor, como de un grupo de caminantes a través de un bosque de hojas secas.

Todo pesaba allí de un modo extraordinario. ¿Eran alucinaciones de niño, pesadillas de la memoria, monstruos de la nostalgia? Gregorio lo ignoraba, pero los libros más viejos apenas acertaba a moverlos, y tenía que usar las dos manos para pasar sus enormes hojas de sulfuro. Un día probó a girar el globo terráqueo (que su abuelo echaba a rodar con un dedo), y no pudo, y otra vez escaló el atril y con gran esfuerzo levantó la pluma e intentó escribir algo, y tampoco pudo, y en ese instante entró el jurista a hacer una anotación y Gregorio tuvo el tiempo justo de soltar la pluma y esconderse entre la espesura de una hache mayúscula («Para que luego digan que la hache no sirve de nada», bromeó Gil), rezando para que a su abuelo no se le ocurriese pasar la hoja o lo ensartase de una estocada en uno de sus raudos floreos aéreos.

—No sé si serán fantasías de niño —comentó, poniendo a prueba la credibilidad del relato—, pero ésos son mis primeros recuerdos, o mejor dicho mis primeros olvidos, porque ya ve las cosas tan raras que conservo de mi niñez.

—Claro —razonó Gil—, porque es un artista y entonces era un niño y las cosas se han agrandado con el tiempo. Seguro que recuerda a su abuelo como un hombre muy alto, ¿no?

—Sí, lo recuerdo muy bien —dijo Gregorio.

Usaba toga, con puños bordados y birrete, y así lo vio muchas veces debajo de un eucalipto, ensayando sus discursos y sosteniendo el tono con manos crispadas de tenor. Tenía voz de trueno, ojos de incendio y manos de parar tempestades.

—Habría que oírle hablar en los juicios —dijo Gil.

Pero aún más extraordinario era el jardín. Allí se inició Gregorio en los misterios del arte y de la ciencia, pues aquel era un jardín consagrado a la sabiduría, y en él se reunían los sabios del país y algunos otros llegados de otras partes del mundo.

—Es decir, como en los cafés —confirmó Gil.

Pues sí, porque antes, cuando no había cafés, había jardines. Por ejemplo el que Aristóteles fundó en Atenas y al que llamó Academia. Antes, en todas las grandes ciudades había siempre un jardín para sabios y amantes de la ciencia. El suyo lo había fundado hacía siglos un antepasado, y se llamaba El Asilo del Genio, porque si Gil reparaba en la palabra «asilo» vería que estaba formada por las mismas letras que «Olías».

—Es verdad —dijo Gil al rato, sorprendido por la evidencia.

Y aunque en sus ensueños se había entretenido en enumerar las reliquias que habían ido dejando a su paso aquellos grandes hombres (el gorro de dormir de Descartes, la peluca de Newton, el telescopio de Galileo y otros muchos objetos que acababan asaltándolo como alimañas de delirio, y que intentaba en vano rechazar), en la realidad se limitó a referirse vagamente a hombres ilustres que él entonces, por sus pocos años, no conocía, y dejó que Gil se imaginara sus propias maravillas.

En cuanto a su infancia, había viajado desde muy pequeño. Debía de tener unos doce años cuando su padre, que mandaba un barco propio, lo enroló de grumete. Su padre era fuerte y alto, de barba rubia y ojos claros, y fumaba en una pipa de espuma de mar. Había navegado con él por el Caribe, por los mares del Norte y de la China, por las regiones boreales y por los grandes ríos de América, y en otoño subían en una lancha por el Sena y atracaban junto a Notre-Dame. Dieron dos veces la vuelta al mundo y en la última descubrieron una roca, a la que llamaron Despedida. En el Amazonas mataron cocodrilos con pistola, y al entrar en París izaban una bandera de piratas y alborotaban la ciudad con disparos de salva.

—Eso es vivir la vida —dijo Gil.

Era además, su padre, un gran violinista. Gregorio lo recordaba tocando en cubierta, de Pie, vestido de almirante y oscilando en la brisa de su propia música. Y también era buzo, y en una de las inmersiones descubrieron intacta lo que acaso fuese una de las ciudades de la Atlántida, y entre otras cosas curiosas vieron un tiburón nadando a sus anchas en el salón del trono de un palacio, a una serpiente marina saliendo de una casa de baños y a una ballena que había quedado cautiva en una catedral.

—Nunca había oído tantos portentos juntos —dijo Gil—, pero no me extrañan porque yo sé que en el mundo hay cosas maravillosas, sólo que yo no he tenido la suerte o el talento de encontrarlas. Pero sí he oído alguna vez hablar de la Atlántida, y los buzos los he visto en el cine.

—El mundo es un libro abierto —improvisó Gregorio.

—Sí, pero para leerlo hay que viajar, ¿no?

—Pero usted viaja mucho.

—No, esto no es viajar, esto es sólo como estar dando vueltas en los caballitos. Viajar es haber estado en París o en América, o haber matado cocodrilos en la selva y bajado a las ciudades del mar. Lo demás es como ir de aquí a la esquina. Pero, en fin, siga usted con su historia que no quiero interrumpirle con mis quejas.

Gregorio se concedió una pausa para recuperar el tono del relato.

De aquella época, los recuerdos eran imprecisos, y no había mucho que decir. Poco después murió su abuelo, y unos años más tarde, su padre. Bajó a la ciudad submarina y no volvió más. En cuanto a su madre, no llegó casi a conocerla, así que se fue a Roma a vivir con el único pariente que le quedaba, un tío suyo, Félix de Olías, que era cardenal.

—Cardenal en Roma —consignó Gil.

En las entrevistas ilusorias, había inventado algunos episodios (en uno de los cuales aparecía el diablo tentando al cardenal con la oferta de tres libros mágicos) con el fin de ilustrar aquella parte de su vida. Pero para entonces Gregorio había perdido la fe en el relato y no sabía bien por dónde proseguir. A fuerza de eliminar anécdotas, redujo a su tío a un anciano pacífico lleno de achaques y manías, que hablaba solo por los corredores sin fondo de un palacio otoñal. Y pasó a contar que fue allí, en Roma, entre las ruinas y las fuentes, donde descubrió maravillado el mundo clásico. Allí leyó a Platón, a Virgilio, a Salustio, a Pico della Mirandola y a muchísimos otros. Fue el tiempo juvenil de las preguntas esenciales, y del errar por universidades, ateneos, tertulias, bibliotecas, laboratorios y museos en busca de respuestas, de nuevas preguntas, de silencios ya definitivos.

Gil estornudó. Gregorio lo oyó chapotear en el auricular y decir: «Yo también, a mi modo, he sentido ese fuego juvenil de la sabiduría. Es en él donde se forjan los grandes hombres y donde brota la fuente del progreso», y había en sus palabras un temblor fervoroso.

Gregorio, derrotado por la estéril fantasía, esperó a reponerse del cansancio de la invención. Contó que en Roma había escrito su primer libro de versos. Se titulaba El estudiante de los mares, y elogiaba en él la vida bohemia y el navegar sin leyes ni amos, sin más religión que la libertad y sin otra patria que el mundo. Pero al parecer el libro llegó a manos del Gobierno, y se decía que el propio General lo había repudiado en público y lo mandó prohibir. Dicen que dijo: «A ese Olías habrá que atarlo corto».

Fue entonces cuando decidió ocultarse tras un seudónimo, y fue un amigo suyo, Eliccio Renatti, quien le propuso el de Faroni.

—Claro, por eso suena a italiano —advirtió Gil con un susurro—. En todo se ve que es usted un hombre predestinado a la gloria desde joven.

Gregorio aprovechó para confesar que no perseguía la gloria sino la perfección del arte.

—Sólo me interesa el arte —dijo—, y ya ve que hasta cuando cuento mi vida no puedo evitar la tentación artística.

—¿Por qué me dice eso?

—Hombre, por la forma un poco, no sé, exagerada, o poética de contar las cosas.

—¿Exagerada? —se asombró Gil—. No, porque como usted mismo ha dicho, al ser artista cuenta las cosas como artista, haciendo poesía de la vida, ¿no? Y además yo no soy tan ignorante para no saber que en el mundo hay juristas, almirantes, cardenales, buzos, tiburones y ciudades que se hundieron en el mar. ¿Qué tiene eso de raro? El mundo es maravilloso. Fíjese: el hombre viene del mono, hay extraterrestres y ha habido dinosaurios, y luego está el misterio de la Santísima Trinidad, la velocidad de la luz, el imán, el helicóptero, lo de Aquiles y la tortuga que me contó y tantas otras cosas. Por eso, yo humildemente le pido que me cuente su vida y que no me tome por un ignorante incrédulo.

Gregorio había imaginado aquella época de su pasado ficticio como una sucesión de riesgos y aventuras galantes, al modo de ciertas películas de espadachines y truhanes que había admirado en su juventud. La sensatez o el decoro le aconsejaron sin embargo renunciar a aquellos disparates. Se limitó a decir que, cuando murió su tío, abandonó Roma y se instaló en París. Leyó en la libreta: «En Roma descubrí el arte y la filosofía, y en París la ciencia y el amor».

Lo demás podía despacharse en pocas palabras. En París concluyó estudios en la universidad y se dio a conocer en los cafés, en las aulas, en las bibliotecas. Sostuvo una célebre porfía con un filósofo internacional y un tormentoso idilio con una muchacha con boina que estudiaba piano. Su espíritu bohemio y rebelde le llevó a ejercer de músico de cabaret, gacetillero, corredor de motos y mero vagabundo. Repartió su vida entre la acción y el arte. Podía decir, como poeta, que bebió el agua de todos los ríos y ninguna era más dulce que otra. Gil quería saber cómo eran las tertulias de París. Gregorio se evadió diciendo que como en todas las ciudades del mundo, y que él mismo fundó su propia tertulia, a bordo de un velero en el Sena. Se recordaba tumbado a popa en un diván, fumando en una boquilla de ámbar y hablando bajo un sombrero de paja barnizado de azul. Sí, fueron tiempos felices. ¿Cómo olvidar las noches en que se reunía en una buhardilla con un grupo de amigos, científicos y artistas como él, y se planteaban en susurros o a grandes voces las preguntas esenciales de la existencia humana, o la alegre ronda de amanecida, cuando se echaban a la calle y se juntaban con otros grupos en cierto local bohemio donde bebían cerveza, comían anguilas y competían en agudezas, risas y canciones?

—Lo que yo hubiera dado por estar allí —se lamentó Gil—, en ese mundo juvenil consagrado a la amistad y al saber.

Así vivió algunos años. Viajó mucho. Participó por ejemplo en una expedición científica a las zonas árticas y fue profesor de Estética en una escuela americana. En ese tiempo escribió un par de libros de ensayo, una novela y un segundo tomo de poesía, Versos completos de la vida artística, obras todas ellas, por cierto, prácticamente inencontrables, pues se editaron y vendieron en el extranjero y aquí continuaban prohibidas. Y ya estaba resignado al exilio cuando algunos maestros (entre ellos el filósofo de los dientes de oro) lo reclamaron en su tierra, y entre la nostalgia y los ruegos, y a pesar de los peligros, decidió volver.

Vino en tren, con la edad disfrazada y documentos falsos, se buscó un trabajo humilde y anónimo, y desde entonces vivía entregado a su obra y yendo a las tertulias bajo nombre fingido.

—Claro, por eso está en Belson —dijo Gil—. Ahora entiendo todo. Ahora entiendo que un hombre como usted trabaje en una empresa de vinos y aceitunas. Ese era el secreto de su vida, que yo sospeché hace ya tiempo.

—Confío en su discreción —dijo Gregorio, reprimiendo las náuseas que le producía la irrealidad—. No se lo cuente a nadie, nunca.

—Se lo juro que no, señor Faroni, se lo juro por Dios. Esto, ¿puedo sincerarme?

—Adelante —dijo Gregorio, previamente asqueado de las palabras que habría de pronunciar.

—¿Es usted un… revolucionario? —susurró.

Gregorio consultó la libreta. Por allí debían de andar esbozadas sus ideas políticas.

—Digamos, para ser discretos, que creo en la fraternidad universal —leyó—. Sólo le diré que hay pobres. Gentes con llagas y costras. Los que están a la mesa y los que abajo andan a las migajas. Es un modo prudente de hablar.

—Sí, si lo entiendo muy bien. Yo, ¿sabe usted?, creo algo en Dios y en la doctrina de la Iglesia. Lo del rico Epulón y el pobre Lázaro. Usted, si me permite, ¿cree en Dios?

—Ni en Dios ni en el diablo —dijo Gregorio, consciente del poder de sus palabras.

Gil enmudeció.

—Yo sólo creo en el hombre —prosiguió—. Creo que algún día el mundo estará gobernado por los poetas y que a nadie le faltará nada, como a los pájaros.

—Comprendo, comprendo —dijo Gil—. Y ¡qué bonitas han sido esas palabras!

—Pero también quiero decirle algo más —improvisó Gregorio—. Quiero que sepa que su trato conmigo le puede acarrear problemas. Podrían acusarle de cómplice, o encubridor, y yo no quiero ocasionarle peligros. Por eso quizá sería conveniente, antes de que sea tarde, volver a las relaciones comerciales.

—¡Nunca! —gritó Gil, y le salió un gallo—. Nunca. Me siento honrado y orgulloso de correr ese peligro.

—No sea loco, Gil —aconsejó Gregorio, conciliador, práctico, juicioso.

—Por primera vez —declaró solemnemente Gil—, me siento un hombre digno y hasta importante.

Llevaban hablando más de una hora. Gregorio, agotado por los esfuerzos de la superchería, no supo qué decir. Le dolían cada vez más las mandíbulas y le zumbaban los oídos.

—¿Puedo pedirle un último favor?

—Concedido.

—Que cuando salga de la clandestinidad y deje de trabajar en Belson, que se acuerde de mí, y que algún día me permita llamarle por teléfono.

Gregorio se emocionó de verdad y sintió en la garganta las tenazas de la culpa.

—Usted será siempre mi mejor confidente. Lo estimo de veras, Gil, porque es usted un hombre bueno, humilde y sincero. Es usted un verdadero amigo.

—Gracias, señor Faroni. Esas palabras me han emocionado. Además, fíjese, en el fondo me siento orgulloso de que mi vida, salvando las distancias, se parezca un poco a la suya. A los dos nos desterraron de la ciudad, si se da cuenta. Sólo que a usted lo reclamaron y yo sigo aquí. ¿No le parece?

—Pues sí es verdad —concedió Gregorio—. Y, por favor, de aquí en adelante llámame de tú. Sabes demasiados secretos míos, y yo tuyos, para andar con estos tratamientos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, señor Faroni. Además de un gran hombre, es usted, no sé, es usted un, un santo —dijo Gil, y colgó con la voz al borde del sollozo.

Era ya tarde y había dejado de llover. Gregorio puso en orden los útiles de trabajo, sopló la lamparilla de alcohol, salió al sendero y traspuso la verja del jardín. Concluía el verano. Llegó a casa con la mente anulada y las mandíbulas latiéndole en las sienes. Las mujeres habían abierto el balcón y hablaban en la oscuridad. Gregorio saludó con un gruñido de cansancio, cruzó la sala y se sentó en su sillón de siempre. Durante un rato buscó consuelo en el ritmo profundo de su respiración. Por su mente pasó en un vuelo todo el proceso de la farsa, desde que Gil le pidió noticias del mundo hasta que él, Gregorio, le contó su llegada clandestina al país. Había calculado, con generosa previsión, que nada arriesgaba en el engaño, y sólo ahora empezaba a sospechar que la realidad alcanza y castiga siempre al fugitivo. No se sentía con fuerzas para sostenerse en su perfil de héroe. «Además de un gran hombre es usted un santo», recordó. Descompuso la oración en palabras, buscándole la candidez sintáctica. «Es usted un santo», repitió, deshaciendo las sílabas en la boca hasta apurar el significado y rememorar en él los luminosos días infantiles de escuela, cuando el maestro escribía en la pizarra las frases más juiciosas que nunca más volviera a escuchar: «El perro se halla bajo el haya del jardín», «sobre el hule de la mesa hay un hilo», «ahí hay un hombre que dice ay». Recordó de un solo golpe los veinte años que llevaba sentado allí, en la penumbra, oliendo a gallina, y cómo ese tiempo se tasaba todo en una mueca de desánimo. Se sentía estafado por la escandalosa brevedad de la vida. «Cuarenta y dos años», se dijo. Las mujeres seguían cuchicheando en la oscuridad. Angelina le preguntó: «¿Te duermes?».

—Sí —contestó Gregorio roncamente.