—Dígame, señor Faroni, ¿qué es el arte?
—El arte. ¿Cómo diría? Podría hablar de unas uvas altas, de un bosque ardiendo, de… Pero no, el arte es la vida. O si lo prefiere, el espíritu. El espíritu rebelde que cambia, que gobierna, que domina las cosas. El dominio de las cosas. El espíritu rebelde que domina las cosas. Los pájaros no hablan, ni las hormigas, pero el poeta les da voz. Algo así como, como Moisés. Tampoco había agua en la piedra, pero vino él y la sacó con su varita. El arte es el espíritu rebelde que domina las cosas y saca, extrae, no, descuaja la sustancia, el misterio, no, la belleza oculta de las cosas.
—Dígame, señor Faroni, ¿qué es el arte?
—El poder del espíritu para descuajar las entrañas de las cosas. Por ejemplo, el corazón de los árboles, el hígado de las estrellas.
—Y ¿qué es la inspiración?
—Yo diría que un, un soplo, un aire, no, un efluvio, y también un relámpago. Piense en un viajero perdido en una noche de tempestad. Apenas ve el camino, pero de pronto un rayo ilumina el abismo por cuyo borde camina. Eso es la inspiración: una visión breve, no, fugaz de las tinieblas.
—Y el artista, ¿nace o se hace?
—Nace. No, brota, emerge. Eso es. El artista emerge de la unión entre el destino y la, y la, y la pasión. No, entre el destino y la, entre la libertad y el destino. El artista emerge de la unión entre la pasión, la libertad, el destino y la, y la ignorancia.
—¿La ignorancia?
—Sí, ¿por qué no? La ignorancia. O si quiere la casualidad, qué importa la palabra. Es como hallar un tesoro. No, como esos niños que se pierden en el bosque y encuentran una casita de turrón. Eso es. Dejarse llevar por la ignorancia es el modo más seguro de llegar a alguna parte. No a cualquier parte sino a esto, a la, a la casita de turrón. Es decir, adonde no se llega por el cálculo. Como los niños del bosque. El artista nace de la inopia divina. Apuntemos esto.
Gregorio encendió la luz de la mesilla de noche y anotó en la libreta la definición del arte, de la inspiración y del artista.
—Entonces, ¿quién puede ser poeta?
—Los elegidos por el destino para perderse en el bosque. Los poetas somos unos desgraciados. No, no.
Consultó el diccionario.
—¿Qué haces? —preguntó Angelina.
—Cosas del trabajo.
—Pareces un mochuelo. A estas horas con la luz.
—Anda, duérmete —dijo Gregorio—. Ya apago.
«Desgracia, mal, catástrofe».
—Somos seres infaustos.
—¿Qué dices? —preguntó Angelina.
—Cosas de la oficina, ya te he dicho.
—Con tanto dar vueltas en la cama te vas a consumir. La gente se vuelve loca si no duerme. Se te está poniendo ya cara de lechuza.
Gregorio la miró con una lentitud que a Angelina le pareció enigmática. Luego anotó la respuesta, se santiguó y, como inspirado por un súbito contento infantil, se zambulló en las sábanas de un brinco.
—Es la cara de los artistas —dijo, asomándose al embozo.
—¿Qué artistas?
—No lo entenderías. La misión de los artistas en este mundo es no ser comprendidos. Somos seres infaustos.
—Anda, duérmete ya, que ya está bien.
Echó una última ojeada a la libreta y apagó la luz.
—Tenemos que volver a la costa —dijo.
—¿Sabes qué hora es? Ya han dado las cuatro.
—Nos compraremos un coche, o una moto. Iremos incluso al extranjero. ¿Tú sabes que hay un país que se llama Tamarca y un río que es el río de las Esmeraldas de Fuego?
—Cuánta tontuna.
—Podemos ir a Roma a saludar al Papa.
—Anda, duérmete ya, que parece que tienes hormiguilla.
Siguió en la oscuridad con los ojos abiertos.
—¿Qué es la vida, señor Faroni?
—Un sueño. No —y entonces recordó vagamente que en la adolescencia había imaginado el mundo como un tapiz labrado con un solo hilo—. Mejor un juego.
Lo había aprendido en las novelas policíacas. Porque, ¿qué hacía el detective sino tirar del hilo del tapiz? ¿Y cómo se llamaba, por cierto, aquel detective del sombrero caído, las gafas oscuras, el pañuelo de seda al cuello y las solapas altas? ¿Nacki, Neck, Niuck? Él le había enseñado que si un objeto lleva a otro, y éste a otro y así siempre, uno de esos objetos acabará siendo por fuerza el asesino o el collar de perlas. «El artista, Gil, es el detective constante de la belleza».
Se levantó, tomó la libreta y salió a tientas. En la cocina, al sucio resplandor del alba, hizo una larga anotación. «Se llamaba Nick y era zurdo», recordó entonces el nombre del detective. Vestía también mocasines color canela y chaqueta azul con botones de cobre. «Un poeta de la vida». Camino del dormitorio, oyó decir a la madre, con la voz pastosa de los sueños: «Ya viene el tambor con el homenaje». Entró en la penumbra, y apenas se acostó sonó a lo lejos la primera corneta del amanecer. Controlando la respiración, cerró los ojos e intentó dormir.
—Pero usted es una persona solitaria.
—La soledad es el precio de la gloria —contestó sin dudar—. Sufrir la incomprensión, el desprecio del mundo. El arte es una santidad.
—¿Cuál es la diferencia entre el científico y el poeta?
—Bueno, la ciencia si miente pierde su valor, y el poeta siempre dice la verdad, aunque mienta. Lo que se dice en verso nadie lo puede contradecir en prosa, porque no forma una opinión sino una, un designio. Lo que es bello es también verdadero, ya lo dijo Platón. Y luego está la libertad. Los artistas no tenemos amos.
—¡Bravo, Faroni! Y dígame, ¿cuándo aparecerán sus libros?
—Las mejores obras han salido después de morir el autor. Yo no aspiro a tanto y… Bueno, como usted sabe el Gobierno los secuestró todos. Están, he oído decir, en una cripta, bajo una lápida que pone: OSARIO SENTIMENTAL. Pero el próximo año, amigos impagables van a editar una antología lírica de mis versos. Su título: Versos completos de la vida artística.
Encendió la luz y escribió.
—Pero, ¿otra vez?
—Tenemos que ir a la costa —dijo Gregorio, apagando la luz—. Quiero volver a ver el mar, sentarme en una piedra y contar con el dedo los barcos que pasan. Me gustaría haber sido pirata.
—Cuánta tontuna, y a estas horas.
—Mi padre quería que yo hubiese sido almirante. A eso le llamaba el afán.
—No te callarás.
—Pero yo era un niño sin afán. O sí, ¿nunca te he contado que aspiraba a ser santo o toro, o toro santo? Qué tiempos.
—Una ciudad.
—Stambul.
—¿Cómo se llama su amada?
—Violeta selvática la llamo yo, y también alondra marina.
—¿Su color?
—El azur.
—¿Una palabra?
—Granjería.
—¿Cuáles son sus proyectos futuros?
—Dar la vuelta al mundo, montar en globo, bajar a las profundidades submarinas, visitar en Roma a algún pariente ilustre…
Pero ya estaba hablando desde dentro del sueño. Pasó el perro y se detuvo a escuchar en la puerta. Enseguida se oyó como un chaparrón de chinchetas alejándose por el pasillo. «Seres infaustos» dijo aún, y sintió que las palabras se le derramaban por los labios, como un anciano temblón comiendo sopa fría.
Más de veinte noches llevaba Gregorio concediéndose entrevistas nocturnas. Fue el principio de una larga metamorfosis que cuatro años después, un domingo de octubre, recordaría como un juego aparentemente arbitrario, donde gana el jugador que descubre antes las reglas, y cuya misteriosa precisión sólo se entiende después del desenlace. La farsa le exigía ahora cuidadosos ensayos. Por lo pronto se compró una libreta con pastas de hule y escribió en la tapa: Contabilidad, y para evitar complicaciones futuras puso debajo un nombre ficticio, Alvar Osián, sin sospechar que aquel seudónimo acabaría siendo un personaje más en su carrera de impostor. Se limitaba entonces —por distracción y por curiosidad— a seguir un juego que, como carecía de reglas, tampoco contemplaba las trampas. En la libreta, y con la ayuda del diccionario, iba anotando las respuestas del héroe urbano trazado según las intrépidas conjeturas de Gil, de modo que se adelantaba a las preguntas, y, ante cualquier imprevisto, o bien daba un rodeo para hacer oportunas las palabras convenidas, o bien guardaba un silencio hostil que Gil atribuía de inmediato al carácter mudable de los artistas. Los lunes y jueves salía de casa con la libreta bajo el brazo, y andaba más deprisa que de costumbre y el miedo no lo dejaba sosegar, pero apenas repicaba el teléfono, respiraba hondo, se aclaraba la voz, contaba hasta cuatro y recuperaba el control de sus vísceras y el poder de su voluntad.
Pasó el invierno, y la primavera los sorprendió examinando los misterios del arte y de la ciencia. Gil preguntó cómo podía saberse el punto exacto del progreso en que se encontraba el mundo. Gregorio, que había previsto la pregunta, leyó en la libreta que había un lugar medio secreto donde iban los artistas con sus obras, los científicos con sus inventos, los filósofos con sus teorías, los médicos con sus remedios y los oradores con sus discursos. Un lugar donde se compraba, se vendía, se cambiaba, se discutía y se daba a conocer, como en un gran Mercado de la Inteligencia o Lonja del Progreso. Allí se forjaba la inmortalidad y se trajinaban los olvidos.
Gil preguntó qué inventos se traían entre manos los inventores y cuáles estaban llamados a deslumbrar al mundo en las próximas décadas, y Gregorio respondió que, entre los más sobresalientes, se encontraba una máquina para vestirse: uno se metía en cueros por una parte y salía por la otra ataviado según la edad, la moda, la forma de ser y la estación; que había un libro luminoso para leer en la oscuridad, y que se proyectaba dotar a las estatuas de una maquinaria interior que las pusiera en movimiento, de modo que el general galopase en su caballo y blandiera el sable, el orador perorase acompasando las manos, el escritor escribiese y el pensador moviera la cabeza al tiempo que se mesaba la frente.
—Es hermoso —dijo Gil, en un tono tan angelical que Gregorio se imaginó su mirada, amansada por la inocencia de algún paisaje idílico.
—¿Dónde está ahora? —preguntó.
—En la trastienda de un comercio —se lamentó Gil—. Figúrese, ya han llegado las cigüeñas.
A Gregorio se le vino entonces a la memoria una poesía escolar.
—Qué descansada vida. ¿Conoce los versos?
—No.
—Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido.
—¿Los ha hecho usted?
—Y eso qué importa.
—Muy bonitos, pero eso era antes. Ahora los sabios están todos en la ciudad.
—Exagera, Gil, la sabiduría no tiene patria.
—Le digo la verdad. Yo no creo que aquí haya sabios. Lo que pasa es que ustedes, los poetas, son unos idealistas.
Gregorio se puso a dibujar una pirámide.
—¿Se puede vivir acaso sin un ideal?
—¡No! —gritó Gil—. Me atrevo a decir que no, aquí, en una trastienda y rodeado de cigüeñas. Yo también, siendo un don nadie, y con los cuarenta ya pasados, yo también soy un idealista. Yo, señor Faroni, y se lo digo humildemente, a mi modo, también soy un ser infausto.
—Porque todos en el fondo somos poetas. Pero no debería quejarse tanto de vivir lejos de la ciudad. En cualquier lado puede uno llegar a sabio por sí mismo —y contó que el mundo era un tapiz tejido con un solo hilo, y que sabiendo usar la cabeza, a partir de cualquier cosa podemos deducir todo lo demás. «Lo principal es pensar, encontrar el hilo del tapiz y tirar de él», dijo.
—¡Exacto! —gritó Gil, con gallos y astillas—. ¿No le he dicho que yo quería ser pensador?
—¿Y a qué espera?
—Es que no se me ocurre nada. Es terrible. Me pongo a pensar y nada. Yo tuve un maestro de niño que decía que los filósofos se dan más en las orillas del mar porque allí la gente come mucho pescado y el pescado tiene mucho fósforo. Solía decir, y perdóneme por la expresión: «Así come el mulo, así caga el culo». Y aunque es una barbaridad, sin embargo yo creo que el destino de cada uno empieza en la fisiología. Mi problema, por ejemplo, son los ojos. Si los cierro, me ocurre que donde estaban los ojos se forman unos agujeros que los veo con la mente, y veo tantas chirivitas que me distraigo y no puedo pensar. Si los abro me distraen las cosas y tampoco puedo. A mí me admira la gente capaz de pensar hasta en un bazar. Yo enseguida me distraigo, es terrible. Además, me duelen los pies y las muelas, y sufro ardores de estómago. Yo, señor Faroni, nunca podré ser pensador. Yo soy un enfermo, eso es lo que yo soy —y se oyó como un sollozo reprimido.
—Vamos, Gil, no se hunda —murmuró Gregorio.
—Si no me hundo, señor Faroni. Ya le dije que en el fondo yo soy un tipo duro. Lo que pasa es que aquí no se puede pensar. Una vez, sin embargo —y se le iluminó la voz—, hace años, se me ocurrió un buen pensamiento. ¿Quiere que se lo cuente?
—Adelante, Gil.
—Le parecerá una tontería. No se lo cuento a nadie para que no me lo roben, ya sabe, pero usted es distinto porque tiene muchos y seguramente se reirá del mío. Verá, es sobre la vida. Usted, claro está, conoce la fábula del cuervo y del zorro, ¿no? ¿Se acuerda que el cuervo, por cantar, pierde el queso? Pues así es la vida, o se canta o se come. Bueno, pues yo he pensado que lo ideal sería asegurar el queso y graznar por las junturas. ¿Qué le parece?
—Que es una buena reflexión.
—Es sólo el resumen —se animó Gil—, y tiene muchas variantes, según lo que pensemos que pueda ser el zorro, el cuervo y el queso. Y además se puede definir a la gente, a toda la gente, según si canta o no, si al cantar se le cae o no el queso y según también quién es el zorro de cada cual y qué tipo de canción es la suya. Hay gente que con tal de cantar le da igual perder el queso, y hay zorros sinceros que lo que intentan no es robar el queso sino oír la canción. A mí a veces me parece que es una gran idea, casi infinita, pero otras veces reniego de ella y me desespero. ¿De verdad, señor Faroni, que le parece un pensamiento digno? ¿No le da risa?
—Al contrario, me parece una idea muy amplia y sobre todo muy práctica. Todos estamos un poco así en la vida. Por ejemplo, yo mismo.
—Claro, ya lo he pensado: usted sujeta el queso en Belson y grazna en los cafés, ¿no?
—Usted lo ha dicho. ¿Ve como es un buen pensamiento?
—No sé, no sé —se torturó Gil—. A lo mejor lo dice por caridad.
Gregorio tuvo entonces una súbita inspiración. Fugazmente intentó valorar los riesgos y ganancias de su propuesta, pero le pareció tan lógica y magnánima que dijo, sin concluir los cálculos:
—Tanto es así que, si me permite, me gustaría difundirlo en el café.
—¡Cómo! ¿Mi pensamiento?
—Sí.
—Pero, ¡eso es imposible! Se burlarían de él.
—También podría dar su nombre —dijo, bajando la voz.
—Pero eso, ¿podría ser? —balbuceó Gil.
—Pues claro, ¿por qué no? Si le parece bien, el próximo sábado expongo en el café su pensamiento y su nombre.
—¡Eso es maravilloso! Es como un sueño. ¿Lo hará de verdad?
—Por supuesto, y así verá que todo eso del café no es tan bravo como usted lo pinta. El lunes le contaré lo que digan allí.
Gil deslizó entonces el temor de que le robaran el pensamiento, no los contertulios sino los curiosos que, como buitres, merodeaban fuera del café. Gregorio lo tranquilizó diciendo que, junto con la idea, diría en público su nombre y su profesión, y ante tantos testigos aquello vendría a ser como una patente.
—¡Cuánto se lo agradezco! —dijo Gil—. Pero, fíjese, un pensamiento a los cuarenta años corridos. ¿No es un caso para llorar?
—No, porque lo que importa es la calidad —dijo Gregorio, y contó que hay sabios de un solo pensamiento, científicos de una sola fórmula y escritores de un solo libro. Ahí tenía el caso de Sócrates, que prácticamente se hizo famoso con una frase: «Sólo sé que no sé nada».
—Ya ve, la gloria en seis palabras. ¿Y qué decir del filósofo que dijo: «Pienso luego existo, ésa es la cuestión», y gracias a la cual hoy se le recuerda? ¿O del que dijo: «El hombre es un lobo para el hombre»?
—Así que quién sabe si algún día, dentro de muchos años, se le recuerde también a usted por lo del cuervo. La historia está llena de casos así. De modo que no se avergüence de tener un solo pensamiento. Al contrario, debe estar orgulloso de él.
—Gracias, señor Faroni —se emocionó Gil—, aunque de todo eso habría mucho que hablar. Pero otra cosa que le pido. No diga mi profesión, porque entonces se reirían también del pensamiento. Ya sabe usted la importancia de estas cosas, y que no es lo mismo la opinión de un carbonero que la de un médico, por poner un caso.
—¿Qué digo entonces?
—No diga nada.
—¿Y si me preguntan?
Gil no supo qué responder.
—Podemos decir que es químico —susurró Gregorio.
—No, no, eso es mentira —se escandalizó Gil.
—Pero es una mentira que no hace daño, y que está al servicio de una causa justa, como es el pensamiento.
—No, no.
—Piénselo. O si no, filósofo. Al fin y al cabo el pensamiento existe.
—No sé, no sé.
—Mire, déjelo en mis manos. Haré lo que pida la ocasión.
—De acuerdo, señor Faroni, yo confío ciegamente en usted. Lo que usted haga estará bien hecho.
—Entonces hasta el lunes, Gil, y que todo esto quede entre nosotros.
Esa noche, Gregorio se acostó más temprano que de costumbre. Después de rezar el avemaría, se santiguó, cerró los ojos y enseguida se vio a sí mismo caminar por las calles nocturnas de la ciudad. Pero no era él sino la imagen feliz que Gil le atribuía. Era joven y apuesto, aunque sin facciones fijas, pues el ala de un sombrero flexible le nublaba el rostro. Vestía de detective (mocasines color canela, pantalones blancos, americana azul, gabardina de espía, camisa color perla y pañuelo al cuello) y bajaba por una calle ancha, río de luces prohibidas, como un palito orillando un remanso. Iba con su sombrero y su pitillo aflojado en los labios y una mirada de experiencia inservible, y en cada paso el prestigio de una soledad ganada a pulso. Debía de venir de muy lejos: su cansancio se distinguía de otros cansancios en que éstos eran iguales y apresurados y el suyo tenía la lentitud deliberativa de quien lleva con dignidad el peso de viejos enigmas sin resolver. Debía de ser hermoso, de esa hermosura complicada de los viajeros sin rumbo, y aunque en realidad era cuarentón, de rasgos vulgares y de estatura anónima, no había contradicción entre las dos figuras, pues ambas cedían terreno en el ensueño para reunirse y reconocerse en el reino impreciso de la sugerencia. Avanzando por el corazón de la ciudad, dejando en cada paso la huella de una decisión irrevocable, deteniéndose para subirse las solapas y encender tabaco al tiempo que miraba en torno con indiferencia del más duro acero, se sentía artista de su propia vida, y su obra eran sus gestos, sus miradas, sus pasos, el leve riesgo que lo envolvía, la amenaza de los congéneres que lo rozaban al pasar. Lleno de propia estima se le ocurrió un grito de júbilo, de pájaro rey en la profundidad del bosque: ¡huiví!, ¡huiví! Pero lo contuvo: le bastó saberse dueño de altas pasiones, dispendioso en la renuncia, pródigo en el regateo, singular en las afinidades. Gabardina, sombrero flexible, pañuelo de seda apetalado al cuello: había en aquella indumentaria una oscura razón para que las mujeres lo quisieran sin pedir nada a cambio. Se vio caminar seguro y suelto entre la multitud. El camino era tanto un asidero como un trayecto, y su mirada de extranjero por mar hubiese inspirado miedo a hombres curtidos en el extrarradio, pero que tienen una patria, y el orgullo de unas cordilleras. Y aquí hubo de combatir la sensación de irrealidad poniéndose unas gafas oscuras, y en el bolsillo un libro del que sólo se leía: Versos completos de la vida artística. Suspiró, y una débil lluvia entró en escena. Bultos sombríos ahincaron el paso bajo la meona otoñal, despejando la calle, y la ciudad quedó absorta en el enigma de su propia historia. Caminando sin prisas, rechazando la invitación a la aventura galante o pendenciera, desembocó a una plaza y se detuvo ante los guiños de un cartel luminoso: Café de los Ensayistas, en bastardilla de burdel, y era como si aquellas luces saliesen a su encuentro haciéndole fiestas de perrillo faldero, o le confiasen sólo a él el sentido exacto de su reclamo. Orilló la plaza y llegó frente al café.
Era, en efecto, un lugar amplio, cercado por cristales, y los sofás eran verdes y había un cuadro, enorme, que representaba un faro de mar. Vio las columnas, de templo griego, multiplicadas en los espejos, y a una muchedumbre que al verlo entrar rompió en aplausos, que él acalló con una mano, y gritos de «¡qué hable Faroni, el poeta, el ser infausto, el viajero universal!». Medio oculto por las solapas, las gafas y el sombrero, miró de soslayo a la concurrencia. Allí estaba su tío Félix, su abuelo, su padre, Elicio, el diablo con capa y cicatriz, Alicia con su perro, Angelina, la madre y el perrillo Orión, enfilándolo por el legañal. Pero consiguió expulsarlos de la escena, y sólo entonces subió a una especie de púlpito, y un silencio como para empezar a oír música se adueñó de la sala. «Señoras y señores», dijo, y se vio a sí mismo, sin rostro ni voz, haciendo gestos elegantes e iniciando un discurso del que sólo se percibía el prodigio de la fluidez. Debían de ser palabras maravillosas, porque el auditorio permanecía inmóvil como hechizado por un cántico. Se oyó decir algo así como «hoy no es día de versos, hoy descenderé a la pura conquista de la tierra virgen, y de la sabiduría os mostraré su saco de ceniza y su piel de cabra», pero eran palabras ilusorias, como las huellas en el agua. Sin embargo, de pronto sintió la imperiosa necesidad de comprometer a Gil en el ensueño, y entonces reconoció su propia voz y el significado de las palabras verdaderas: «Tengo un amigo que es químico en una pequeña ciudad, allá en el páramo. Ustedes recordarán que siendo hijo de un jabonero, y sin apenas instrucción, Benjamin Franklin llegó a ser un sabio de fama mundial. Pues bien, ese mismo destino profetizo yo a Gil, que así se llama mi amigo. Está inventando una sustancia para curar a un tiempo el dolor de muelas y el de pies, y unos auriculares para convertir en música las voces de las mujeres que hablan a gritos en las cocinas de las pensiones frías y tristes. Ha inventado también otra sustancia, para que se le puedan ocurrir a uno pensamientos felices. Ha hecho la prueba con él mismo y se le ha ocurrido que, en lo tocante al cuervo de la fábula, debía haber comido el queso y graznado por las junturas, y yo les aseguro que no hay mejor filosofía que este aviso para andar por la vida. Llamo la atención de ustedes, señores caballeros, señoras damas, sobre este hombre que trabaja en la soledad del páramo. No ha descubierto ninguna teoría universal, como Platón, sino que reflexiona acerca de los pequeños hechos cotidianos como éste que les cuento, y les busca un orden dentro de la modesta complejidad de provincias. Se llama Gil y es químico y filósofo. Esto es todo cuanto tenía que decirles».
Oyó un aplauso y gritos de «¡viva Gil!, ¡viva el químico del páramo!». Bajó del púlpito, y mirando al gentío se sintió dominado por la irrealidad. El temor de crear una imagen inverosímil, en la que no pudiera reconocerse, lo mantuvo suspenso largo rato. «¿Adónde irás ahora, Faroni?», le preguntó alguien. «A Babilonia a ver el mar», contestó desde el sueño.
Al día siguiente se despertó con la conciencia aligerada de culpas. Si Gil lo había enredado en las fantasías de su nostalgia, él había hecho lo mismo en su ensueño nocturno. «Ya somos dos los impostores», se dijo, y anotó en la libreta las novedades de la farsa.