Capítulo VII

Llovió hasta noviembre, casi todos los días, y el mundo adquirió una velada transparencia de alba otoñal.

«Esto es el Diluvio», razonaba la madre. Angelina suspendía la labor y miraba afuera. Llovía, en efecto, y durante un rato emparejaban las cabezas para ver llover. Gregorio se preguntaba entonces quién sería el primero en suspirar. Por no prolongar la incertidumbre, suspiraba él, y le salía un suspiro tan áspero que la madre castigaba con un reojo aquel intrusismo en su magisterio de dolor, y hasta el perrillo se estremecía al sentir perdido el rumbo del sueño. El malestar que descubrió tras el encuentro con Elicio se le había convertido en un peso oprimente, y en los espejos encontraba intacta la cara de bobo que se le había puesto con el primer día de lluvia.

—Estoy acatarrado —llamó Gil en octubre—. Le llamo desde una estación y hay una gotera que me está cayendo en la nuca. Estoy calado hasta los huesos y con los pies metidos en un charco.

—Pues sálgase —dijo Gregorio.

—No puedo, no llega el cable, y éste es el único teléfono que hay en el pueblo. Y además los caminos se han enfangado y no llega el correo, figúrese la situación.

—Ya escampará.

—Sí, pero dese cuenta. A las cinco se pone oscuro y ¿dónde va uno? No hay más remedio que venirse a la pensión. Pero las habitaciones son frías y el viento se cuela por las puertas. Y en la cocina siempre hay mujeres que hablan muy alto.

—Eso no es malo, Gil.

—Hablan muy alto —elevó el tono, confirmándose en su queja—. Como no hay nada que hacer, me acuesto temprano y, claro, me despierto al amanecer. Pues bien, entonces escucho y ya están otra vez hablando. ¿Cuándo descansarán esas mujeres?

—Búsquese una distracción. Pasear, leer, ir al cine.

—Pasear no. ¿Cómo va a pasear en el tiempo libre un viajante de comercio? Cines no hay apenas, y en cuanto a leer, la luz es mala, y a veces la cortan a las nueve. Y luego, lo que le digo, que no llega el correo. Como mucho, alguna hoja ganadera local. En fin, un desastre.

—No será para tanto, hombre.

—Un desastre, señor Olías, se lo digo yo que lo sé. Esas cosas no se entienden ahí en la ciudad. Hay que estar aquí, con los pies en el charco y la gotera encima. ¡Señor Olías! —gritó.

—Dígame.

—Ahora ha pasado un perro debajo de esa lluvia.

—¿Un perro? Bueno, ¿y qué?

—No, nada. Iba por la vía, como si tal cosa. Ya va lejos. Gregorio se recostó en el sillón sin saber qué decir.

—¡Señor Olías!

—Dígame.

—¿Podría pedirle un favor?

—Desde luego.

—¿Querría decirme si ha ocurrido algo importante en el mundo durante el mes de octubre?

—Hombre, supongo que sí —contestó Gregorio.

Gil, dispuesto a no dejarse derrotar por las pausas, continuó esperando.

—Ha habido un terremoto de mil muertos y una revolución de dos mil —recordó Gregorio haber oído en la radio.

—¿Dónde? —apremió Gil.

—Creo que en la India.

—¿Ve? De esas cosas no se entera uno en estos despoblados. Los caminos están imposibles y no llega apenas el correo. Y a mí me gusta estar bien informado. Un hombre mal informado es como un animal, como ese perro que acaba de pasar. Pero en provincias, ¿de qué va uno a enterarse que ya no sepa?

Resistió la ofensiva de otra pausa.

—¿Le importaría informarme de vez en cuando de lo que pasa en el mundo?

Gregorio miró alarmado la claridad turbia del otoño.

—Pero, ¿es que no tiene una radio?

—Aquí no hay radio que valga. Y además no se cogen bien las emisoras. Para enterarse de las verdaderas noticias hay que vivir en las grandes ciudades, usted lo sabe mejor que yo. Aquí sólo llegan las noticias de segundo orden, las sobras como si dijéramos, y eso cuando llegan, mientras que ahí uno se entera de todo con salir a la calle y poner la oreja, ¿no? La ciudad es como un libro abierto.

Gregorio se quedó pasmado.

—Eso es absurdo —dijo.

—¿Cómo que no? ¿Dónde si no se van a saber las cosas? ¿Dónde están los gobiernos, las universidades, las tertulias, los museos, los aeropuertos y las sedes de las grandes empresas? ¿Dónde se originan las verdaderas noticias?

—Pues en cualquier parte, ¿qué más da?

—Diga mejor —declaró amargamente Gil— que no me quiere contar nada.

Se oyó como un jadeo agónico.

—Por Dios, Gil, no es eso. De verdad que no es eso.

—Entonces, ¿no le importa mantenerme informado? —preguntó temeroso.

Gregorio jugó con el lápiz, intentando ganar tiempo a la respuesta, pero Gil se lo impidió gritando, apremiante y nasal, al otro lado:

—¿Le importa?

—Pero, ¿qué le voy a contar? —gimió Gregorio.

—Lo que quiera, lo que se oiga por ahí.

Eso es lo de menos.

—Pero, ¡si yo no oigo nada!

—Sí oye, señor Olías, sí que oye. Lo que pasa es que no quiere hacerle ese favor a un pobre viajante. En ese caso, perdone las molestias.

—Gil —dijo Gregorio, desarmado ante aquella humilde y amenazante terquedad, y en un tono de infinito desaliento—, dígame lo que tengo que hacer.

—¿Lo hará entonces?

—Sí, pero dígame qué.

—Pues ya lo sabe, ¿qué le voy a explicar yo? Contarme lo que pasa en el mundo, sólo eso.

—Haré lo que pueda —susurró Gregorio.

—Señor Olías —se emocionó Gil—, yo sabía que no se iba a negar. Lo sabía. Es usted un hombre generoso, y a cambio yo le ofrezco lo único que tengo: mi agradecimiento infinito.

Desde ese día, Gil pidió sin cesar noticias del mundo, y Gregorio le fue contando el caso de un padre que acuchilló a su hijo, el de un barco que se hundió en la mar calma, el de un científico que había perfeccionado la transmisión aérea de la imagen, el de un mono por lanzar al espacio y el de un hombre que había hablado sin interrupción setenta y tres horas de reloj.

—¡Esas son las verdaderas noticias! —se alborotaba Gil los lunes y los jueves—. Se nota en ellas el espíritu de la ciudad y las señales inconfundibles del progreso.

Y siguió contándole todo tipo de sucesos porque supuso que la soledad de Gil necesitaba de aquellos elixires. Tan imprevista ocupación le levantó el ánimo. Nunca lo había escuchado nadie con tanto respeto a cambio de tan poco. Así que contrajo la obligación de no decepcionar sus esperanzas, y desde entonces empezó a comprar periódicos y a leerlos cada noche en busca de noticias. Él fue el primer admirado de los hechos extraordinarios que ocurrían en el mundo, y se lamentaba de haber vivido tanto tiempo de espaldas a tantos prodigios diarios. Mientras, Angelina y la madre bordaban bajo la lámpara de cerezas, y a veces lo miraban sorprendidas de aquella súbita manía. Gregorio rechazaba titulares y subrayaba otros: Boicot a los transportes, El Papa exhortó ayer a las multitudes, Un hombre se suicida con un alambre, Pánico en Oriente, que se iban mezclando con los murmullos de las dos mujeres: «Debías de comprarte un abrigo», «ay, jesús, cuánto tiempo hace ya», «se machacan dos ajos en un almirez», «estoy perdiendo vista de hora en hora».

Gil acogía las noticias con grave expectación: era en las grandes ciudades donde se estaba decidiendo el destino del siglo, en tanto que en la lejana provincia se vivía en un invariable presente cuyos hechos más triviales tendían a adquirir una desmesura irrisoria. Desde todas las ventanas de todas las pensiones se veía siempre la misma plaza, y en ella hombres apoyados en una pierna que esperaban sin ilusión la llegada de una camioneta. Cada tanto tiempo cambiaban de pierna, ciconeaba la cigüeña, ladraba el perro, daba sus campanadas el reloj. «Aquí no hay con quién hablar», se lamentaba Gil, «cuando lo intento, el otro cambia de pierna y sonríe, como diciendo que qué nos importa a nosotros lo que pase en el mundo».

—Aquí, señor Olías —dijo un lunes—, no nos enteramos de nada.

—Pero, ¿cómo no se van a enterar? Las noticias llegan a todas partes.

—Como se lo cuento. Ustedes no comprenden lo que son estos despoblados. Por ejemplo, ¿cuántas guerras calcula usted que habrá ahora en el mundo?

—Pues no sé.

—Sobre más o menos.

—Lo menos cien.

—¡Cien! ¡Fíjese! Pues aquí, los que más sabemos, sabemos como mucho de una o dos. Y ¿no es una desgracia? Y no digamos los inventos. ¡La de cosas maravillosas que se estarán inventando todos los días, la de grandes ideas que se les ocurrirán diariamente a los grandes hombres, y aquí sin enterarnos! Aquí no llega el progreso, señor Olías. Y las noticias, sólo las que desechan en la ciudad. ¡Señor Olías!

—Dígame.

—¿Puedo sincerarme?

—Naturalmente.

—Que yo creo, perdóneme que se lo diga como lo siento, que no me cuenta todo. Que hay noticias que sólo se conocen en la ciudad y que ésas una de dos, o se las guarda para usted o no las cuenta porque las da ya por sabidas. ¿A que sí?

—Por Dios, Gil, no empecemos.

—¿A que sí?

—Mire…

—¡Si no tiene que explicarme nada! ¡Si yo lo comprendo! ¡Si yo no quiero causarle molestias! Si yo sólo quiero que de vez en cuando me cuente lo que le parezca. Pero que sepa que lo sé.

—¿Qué es lo que sabe? —preguntó Gregorio, con la voz abatida.

—Usted sabe qué, y ya me callo. ¿No ve usted que yo viví en la ciudad, hace muchos años? Yo, señor Olías, tuve una novia, una familia y un gato, ahí, en la ciudad. Por eso, a ver si me cuenta alguna vez una de esas grandes noticias que los dos sabemos que existen. De esas que se están gestando y que flotan en el aire de la ciudad, y que sólo ahí se pueden conocer. Comprenda mi petición. Los lunes y jueves me digo: «Hoy llamaré al señor Olías y él me dirá la verdad de lo que ocurre en el mundo». Esa, si quiere que le sea sincero, es mi única ilusión.

Gregorio se aficionó tanto a las noticias, y a su papel de informador indiscutible, que muchas noches se quedaba hasta tarde escuchando la radio, como en los tiempos lejanos de la adolescencia. Había emisoras que al filo de la madrugada transmitían desde rincones remotos y hablaban de mundos ignorados hasta entonces. Y como Gil exigía sobre todo sucesos extraños, que creía reservados a los privilegios de la gran ciudad, Gregorio no tardó en centrar la información en países exóticos del África y del Extremo Oriente, y cuanto más singulares o rebuscados eran los sucesos, más los valoraba y se admiraba Gil. Así que para complacer mejor su sed de novedades, y también por comodidad, alteró algunas noticias, y otras sencillamente se las inventó. Allá por enero se inventó una guerra, la «Guerra de las Grandes Minas», entre dos países imaginarios, a los que llamó Tamarca y Suilán. Dio nombre a los caudillos (el general Bantuka y su antagonista, el sanguinario mariscal Fusio, que era calvo y macizo y con monóculo de oro), a los accidentes geográficos, a las batallas y a los pactos. Situó el teatro de operaciones en la selva, en torno a unas minas de diamantes, y todas las noches —pues la invención era sincera y cronológica— se dormía siguiendo el curso de las hostilidades. Tomó partido por Tamarca, pero durante tres meses la victoria estuvo indecisa.

—¿Cómo va la «Guerra de las Grandes Minas»? —no dejaba nunca de preguntar Gil.

Gregorio le informaba con toda suerte de detalles, y a veces analizaba los hechos con tan buena lógica que predecía sus consecuencias. «Me temo que el mariscal Fusio ha cometido aquí un error de estrategia que le ha de costar caro». Y le costaba caro, tarde o temprano. Gil se admiraba de la perspicacia de Gregorio, y su respeto por él crecía tanto como su gratitud. «Aquí nadie sabe nada de esos países ni de esa guerra, para que luego diga que las noticias llegan a todas partes. Aquí, señor Olías, lo que hay es mucha ignorancia y mucho orgullo».

—Cómo será la cosa —dijo un jueves de marzo—, que algunos todavía dudan si la tierra es redonda.

Gregorio, que siempre había guardado cierta prevención hacia aquella evidencia escolar, se creyó en la obligación ineludible de reír.

—Pues, ¿cómo habría de ser si no? —preguntó, con la sonrisa parada en los dientes.

—Plana, dicen. Yo les digo que desde arriba se ve redonda, pero ellos cambian de pierna y se sonríen, como diciendo que qué importancia tiene eso. Esto, usted, si me permite, ¿ha montado en avión?

Y antes de dar tiempo a la respuesta, añadió, «seguro que sí», y antes de que Gregorio pudiese rectificar, dijo: «¿Lo ve? Lo sabía. Y ¿cómo es?».

—¿Cómo es qué?

—El avión. ¿Da miedo?

—No, no se nota nada —dijo Gregorio, sin atreverse a contradecir a Gil.

—Parece mentira, cómo se puede sostener en el aire.

—Es una ley física elemental —y empezó a dibujar los pétalos de una flor.

—Ya, si ya lo sé. En fin, lo que pasa es que por aquí uno se embrutece de no hablar con nadie. Sin embargo, ahí en la ciudad, usted tendrá amigos con quienes comentar todo tipo de asuntos, ¿no?

—Bueno… —concedió Gregorio, con voz abstracta.

—Y ¿cómo anda la ciudad? ¿Siguen existiendo los cafés de artistas y los círculos de pensadores y científicos?

—¿Cómo?

—Los cafés.

—¿Los cafés?

—Sí, ya sabe, los cafés de artistas.

—Pues sí, supongo que sí.

—Pero, ¿siguen igual que hace veinte años?

Gregorio, que ahora dibujaba una casa con su vaca en la puerta, dijo que la ciencia y el arte no tienen edad. «Los hombres mueren, las obras quedan», dijo; «el tiempo es sólo una ilusión». Gil suspiró:

—Qué bien habla usted. ¿Y usted cree, señor Olías, que la ciencia salvará al mundo?

—La ciencia y el arte, Gil, la ciencia y el arte.

—Sí, también el arte —gorjeó Gil—. Yo de joven quise ser químico y pensador. Pero ya ve, tengo casi cuarenta años y soy representante de vinos y aceitunas. A veces pienso que todavía no es tarde, pero aquí, ¿qué se puede hacer aquí?

Comenzó así a deslizar, entre los dictados comerciales y los informes noticieros, episodios sangrantes de su vida. Llevaba más de veinte años fuera de la ciudad, pero ese tiempo se había multiplicado por todos los recuerdos y sueños incumplidos de juventud, de modo que habló del pasado como de un ser querido ya muerto. Y cuando se secaron los caminos y se agotaron los pretextos, apareció con claridad el objeto de su verdadera atención. Gil quería conocer al detalle los cambios que en los últimos veinte años había sufrido la ciudad.

—Verá, yo conozco mal la ciudad —dijo Gregorio.

—Ya comprendo —se lamentó él—. Es justo que un hombre que vive ahí y que ha montado en avión no quiera tratarse con un viajante como yo. Es justo y yo lo acepto, y le digo: «Señor Olías, desprécieme, porque es justo que me desprecie» —y se le demudó la voz.

De modo que, inmediatamente después, se encontraron hablando de la ciudad.

—Habrá crecido mucho desde entonces.

—Sí, claro.

—Debe de ser enorme.

—Desde luego. Pero hay tranvías y automóviles muy rápidos.

—El progreso.

—Puede ser.

Preguntó por una fuente pública que Gregorio no conocía. Por caridad, contestó que la habían cambiado de sitio.

—¿Y qué hay ahora en ese lugar? —preguntó Gil atragantado.

—No me haga caso, pero creo que un observatorio astronómico.

Con el temerario rigor a que obliga la ignorancia, satisfizo todas sus curiosidades. Los recuerdos de Gil eran tan vagos, y tanto su fervor por la ciudad, y tan derrotado estaba por la nostalgia de su ausencia, que Gregorio se sintió seguro de sus invenciones, y adoptó un tono rotundo e imparcial. Nunca había hablado con tanto aplomo, ni con aquella fluidez que le recordaba la de Elicio cuando lo encontró en la verbena, y que parecía que las palabras brotasen como el agua por una fuente con boca de león. Gil habló de un parque donde había visto entre pañuelos la ascensión de un globo aerostático; Gregorio replicó que ahora era habitual ver hasta media docena de zepelines surcando plácidamente el cielo del domingo; Gil habló de una banda que tocaba en una glorieta al atardecer, y Gregorio le dijo que ahora eran muchas las bandas y muchas las glorietas. Los museos, los teatros y las estatuas que Gil había conocido, o ya no existían o se habían convertido en lugares de otros usos. Amplió hasta donde pudo los límites de la ciudad, pintó los tranvías de rojo, alzó rascacielos, ideó túneles y puentes colgantes, erigió monumentos y fundó un museo al que llamó «Museo del Progreso y de las Nuevas Cosas». Y tanto se entusiasmó con su propia ficción, que a veces sintió el deseo de explorar aquella ciudad donde llevaba más de treinta años y de la que apenas conocía el barrio en el que le había tocado vivir, y a punto estuvo una tarde de saltar a un tranvía y comprobar hasta dónde eran ciertas sus propias maravillas. Pero se conformó, para moderar el ímpetu de la imaginación y atenuar los escrúpulos, con comprarse un callejero y un libro de fotos turísticas, y cuando Gil llamaba, él ya los tenía abiertos, junto con algún periódico subrayado y con todas las novedades en orden, y no sólo respondía con soltura a todas las preguntas sino que se iba adentrando casi sin darse cuenta en el dominio de los matices y los claroscuros. Donde una calle acababa, él la extendía hasta los límites del plano, o la desataba en vericuetos laberínticos, y donde había solares y claros él levantaba monumentos y torres, y en el terreno donde estuvo instalada la verbena, dos pirámides y un zigurat. Cambió los nombres de muchas calles, mudó las plazas de lugar, corrigió los parques y hasta desvió el curso del río y lo hizo discretamente navegable y lo llenó de balandros, lanchas veloces y barcos de carga que entontecían el aire con sus mugidos de alerta, guiado siempre por un sentimiento de caridad, pues se había persuadido de que poco costaba hacer feliz a Gil y confirmarlo, lunes y jueves, en su propia utopía. Y como Gil no sólo daba crédito a aquellos prodigios sino que los exigía en nombre del progreso, la nostalgia y la fatalidad, Gregorio enseguida comprobó que la gente no tarda en convencerse de lo que le conviene siempre que otra persona la apoye en su razonamiento. O lo que es lo mismo: que dos opiniones solidarias forman una convicción.

Un día de mayo Gil habló de la calle en que había vivido en sus tiempos urbanos.

—Era una casa de cinco pisos, bastante céntrica.

Gregorio consultó el mapa.

—Ahí ahora hay un parque —y trazó un círculo.

—¿Un parque?

—Sí, creo que sí. Vamos a ver, ¿no había allí una plaza con una iglesia?

—La iglesia de San Hilario.

—Pues ahora hay un parque, y donde estaba la iglesia hay un teatro, el «Teatro Olímpico del Arte», me parece.

Hubo una larga pausa, y se oyó el crepitar de la telefonía. «Esto es precisamente lo que espera Gil de mí». Uno con la memoria y el otro con el lápiz, siguieron los trayectos habituales de Gil, y comprobaron que también eran ya irreconocibles.

—Ya sospechaba yo que la ciudad habría cambiado mucho desde entonces.

—El progreso —reconoció Gregorio.

—Exacto. Y yo mientras aquí, vendiendo aceitunas. Dígame si no es una desgracia.

—Pero, ¡si yo le cuento todo esto para animarlo! —protestó Gregorio.

—Lo intento, señor Olías, pero fíjese que sólo vivimos una vez y los errores se pagan para siempre.

—Los errores son la sal de la vida —mintió Gregorio—. Somos humanos, no lo olvide.

—Claro, claro —se oyó allá lejos—. Por eso precisamente me lamento.

Al atardecer, Gregorio apagaba las luces, salía al sendero de arena y, rechazando cualquier invitación al escrúpulo, retomaba el camino al hogar. Más sorprendido que asustado, pensaba que el tiempo se encargaría de aclarar el equívoco. Sin embargo, había instantes en que vislumbraba el peligro con una clarividencia que le llegaba hasta el estómago, y el aire del terror lo levantaba en vilo. Si algún día Gil supiese la verdad, ¿qué iba a decirle? Pensaba entonces que a tenor de las noticias del periódico, sus mentiras eran casi inocentes, o que las ciudades cambian tanto que sus informaciones podían haber sido verdaderas ayer y falsas hoy. ¡Había tantas formas de justificar una mentira! Podría decirle por ejemplo que todo fue una broma, o fingirse loco o asegurar que le había ofrecido una visión artística de la ciudad, pues él (y por lo que conocía a Gil este argumento sería definitivo) era poeta, y miraba el mundo con ojos de poeta. O bien recordarle que fue precisamente él, Gil, el inductor de la patraña, con aquella manía de mendigar noticias, que era tanto como exigirlas en nombre de la debilidad. Pero en el fondo, lo que más le atemorizaba de la verdad era la destrucción de la imagen que el propio Gil le había otorgado, y que algo tenía de encarnación de sus ilusiones juveniles. Porque desde el encuentro con Elicio le había dado por añorar la juventud, aunque no conseguía recordarla sino muy vagamente, como una canción cuya música se ha olvidado pero que persiste en la memoria asociada a sensaciones y objetos de la época en que una vez se supo y se cantó, que era precisamente lo que le ocurría con la habanera. Así que, entre esperanzado y temeroso, decidió dejar que el tiempo resolviese el malentendido.

Pero bien entrado el verano, Gil dio un paso más hacia el verdadero objeto de sus pesquisas. Un día de julio preguntó, como si acabase de recordarlo por casualidad, por el emplazamiento y el nombre de un café.

—¿Sabe? Recuerdo que había un café con puertas giratorias. Se llamaba el Hispano Exprés. Yo iba algunos sábados por allí. La primera vez me llevó mi padre. Había muchos artistas e intelectuales y se pasaban toda la tarde hablando. Claro, que yo nunca entré.

—Y ¿por qué no? —preguntó intrigado Gregorio.

—No me atrevía. Pero miraba por los cristales. Mirábamos siempre cuatro o cinco. Había una tertulia, con espejos a los lados. El maestro se ponía junto a la columna y la gente le hacía un alrededor. Me acuerdo también de un bodegón con frutas y perdices, y de un filósofo muy flaco, con los dientes de oro. Un fenómeno.

—Y ¿por qué no entraba?

—¿Cómo iba a entrar? Yo era muy joven y estaba estudiando. Estudiaba por mi cuenta el bachiller. Y claro, compréndame, no me sentía con derecho a entrar, hubiera sido un intruso. Dése cuenta que allí todos eran universitarios o con carrera, y se conocían. Y además el maestro preguntaba a veces. Era como un club. Y había otros —prosiguió tras una pausa— que no se atrevían a entrar ni a espiar. Entrar les parecía demasiado, y espiar muy poco, así que se paseaban por la acera como si todo aquello no fuese con ellos. A los que espiábamos nos miraban con lástima, y a los que entraban con envidia, o por lo menos eso me parecía a mí. Y recuerdo también que los sofás eran rojos.

Gregorio, disfrazando la curiosidad de complaciente asombro, preguntó:

—Y ¿qué sacaba con espiar?

—Hombre, allí iban los mejores sabios del país, figúrese, científicos, inventores, filósofos, poetas… Nunca llegué a saber de qué hablaban, pero sólo con verlos gesticular, con aquellos ademanes cargados de razón, se aprendía mucho, y uno se iba metiendo en ambiente y preparándose para el día en que pudiera entrar allí con derecho propio. Y también por curiosidad y admiración. Mejor era estar allí que lejos, ¿no?

Gregorio quedó desconcertado.

—¿Me oye?

—Sí, le oigo.

—¿Sigue existiendo ese café?

Miró al terreno. Por las traseras del inmueble, la pesa de ascensor descendía sigilosa.

—Naturalmente, si es el que yo creo.

—¿Sigue existiendo entonces? —urgió Gil.

—Sí, se llama ahora el Café de los Ensayistas —y se dijo, «lo hago por caridad».

—¡Café de los Ensayistas! —exclamó consternado—. Pero, ¿sigue en el mismo sitio de antes?

—Creo que sí.

—Y el bodegón, los espejos y las columnas, ¿están todavía?

Gregorio, que había perdido el sentido del riesgo y se encontraba como inspirado por una visión, dijo:

—Bueno, los espejos y las columnas sí, pero los sillones son ahora verdes y en vez de un bodegón hay un acantilado con un faro.

—¡La luz del progreso! —se desgarró Gil.

Compartieron la misma pausa admirativa.

Era jueves. Al otro lunes, nada más dictar el pedido, dijo Gil:

—Esto —y tosió sinuosamente, defendiendo por adelantado el candor de sus palabras—, así que conoce usted el Café de los Ensayistas, antiguo Hispano Exprés.

Gregorio había decidido en esos días enmendar el entuerto, invocando el espíritu de la jocosidad, pero por miedo, o por una atracción semejante a la del vértigo, contestó que sí.

—Todos en la ciudad conocen el café —justificó.

—Pero no que allí hay una tertulia, ni que los sillones son verdes, ni que hay un cuadro con un acantilado y un faro.

—Bueno, lo sé de oídas.

Gil puso la voz remota y doliente:

—Me está usted engañando, señor Olías, perdóneme el atrevimiento.

—¿Yo?

—Sí, usted. Me tiene pena y quiere hacerme creer que es una persona vulgar, como yo.

—Y lo soy —dijo Gregorio, no sin repugnancia—, soy un hombre normal, un empleado como usted.

—¿Puedo sincerarme?

—Desde luego —tembló Gregorio.

—Usted, señor Olías, tiene un secreto.

—¿Yo?

—Sí, un secreto. Pero quiero que sepa que puede confiar en mí. Soy una persona honrada.

—Pero, ¡si yo no tengo nada que contar!

—Y yo le digo que soy una persona honrada. Nunca he traicionado la confianza de nadie, ¡jamás! Déjeme decirle que soy un hombre bueno.

—Pero si…

—Usted no confía en mí, lo noto, y eso me ofende y me duele. Usted, señor Olías, no me estima. Usted me desprecia. Pero yo acepto y callo.

—Vamos a ver, Gil —dijo Gregorio, intentando pacientemente, con el canto de la mano, poner orden en aquella confusión—. ¿Qué secreto puedo tener?

—Que usted va a la tertulia, está claro. Lo intuyo, y no me diga que no porque a mí las corazonadas no me fallan nunca. ¿A que va a la tertulia?

Gregorio oyó las palomas en el techo de luces, vio la pesa del ascensor y los útiles de trabajo, y era como si todos ellos le dijesen: «Vamos, Gregorio, es inútil que digas que no, no tengas miedo, nosotros somos tus cómplices y estamos aquí para protegerte. Y además, Gil no te va a creer de ningún modo. Acepta la derrota, aunque sólo sea por caridad. Porque, ¿qué importancia puede tener que alguien vaya o deje de ir a un café, por muy lujoso que sea?». Vio pasar las nubes, y el mundo le pareció de pronto un lugar inocente y sin riesgos, y el diálogo que mantenía con Gil un juego infantil de preguntas tontas y respuestas desatinadas. Así que se recostó en el sillón y esperó a estar cómodo para responder, como si claudicara: «Me ha descubierto», y le salió una voz de protagonista, burlona y varonil.

—¿Lo ve? Yo lo sabía, ¡lo sabía! Y ¿va usted mucho? —preguntó, desmayando el tono.

—De vez en cuando.

—Y, claro está, entra dentro.

—Pues… sí.

—Y tiene allí amigos, ¿no es eso?

—Algunos.

—Y conoce a los maestros.

—Bueno, lo normal, como todo el mundo.

—Y usted, esto, si me permite, ¿por qué va allí?

Siguió un silencio tan alusivo, que Gregorio sintió en él la insoportable amenaza del peligro en que lo estaba poniendo su inconsciencia, en complicidad con Gil y con las cosas. Podía haber dicho, sin mentir del todo, que era poeta, o incluso ingeniero, y por un instante estuvo a punto de decirlo y hasta sintió en la boca el bullicio de las palabras que había de pronunciar, pero tuvo miedo, y la vergüenza del miedo lo llenó de un vago y turbio rencor hacia Gil. Así que dijo: «Mire, Gil, no se ofenda, pero eso son ya asuntos personales y, la verdad, no merece la pena hablar de ellos. Podemos hablar de lo que quiera, pero no de mi vida. Por un lado, carece de importancia, y por otro, no me gusta hablar de mí mismo. No sé cómo decirle».

—Ya —gimió Gil—, ya lo comprendo. Perdóneme, se lo ruego —y dictó el pedido.

Desde entonces, Gil se dirigía a Gregorio con un respeto casi reverencial. Balbuciendo unas veces, carraspeando, pidiendo siempre excusas por la insolencia, venciendo en otras su timidez con gritos nerviosos o entrecortados énfasis, incluyó en sus preguntas todas las dudas que lo atormentaban desde hacía veinte años. Comenzó por hablar del origen del hombre, confesando que descender del mono le parecía aún más extraordinario que venir de Dios, y que los misterios de la fe le eran más fáciles que las verdades de la ciencia. Gregorio, a quien el prestigio y la autoridad iban iniciando en el arte de las respuestas ambiguas, barajó ambas conjeturas declarando que Dios creó a su imagen y semejanza aproximada no al hombre sino al mono, y que este mono por haber comido de la manzana de la sabiduría con el paso del tiempo se hizo hombre, o bien que Dios al expulsar al mono del Paraíso Terrenal lo castigó convirtiéndolo en hombre, o que era hombre y lo castigó convirtiéndolo en mono y condenándolo al trabajo de volver a ser hombre con el sudor de su frente, y otras hipótesis por el estilo, que Gil recibía con maravillado estupor. No hubo ya límites a su curiosidad: ¿Usted cree que hay una vida más allá?, ¿usted cree que el hombre llegará a la Luna?, ¿hay de verdad extraterrestres?, ¿es verdad que se puede viajar en el tiempo?, ¿puede el hombre crear vida? Y a todo contestaba Gregorio con invención y autoridad, y hasta las más peregrinas ocurrencias eran acogidas con devoción, y hasta las palabras más inciertas encontraban en Gil el fondo cifrado de una certidumbre.

«De lejos se ve que es usted un hombre moderno», decía Gil a menudo, y aquí Gregorio se adornaba con un silencio muy vistoso. «Un hombre moderno, sí señor». Y añadía al rato: «Y con un secreto que no dice a nadie». Porque desde el día en que Gil supo de sus visitas al café, ya no le interesaban tanto las noticias del mundo y de la ciudad como las referentes a la vida de su informador, en una ciudad que, bajo sus auspicios, había acabado por serle casi del todo novedosa.

Muchas veces intentó llevar los diálogos hacia el terreno personal, y aunque Gregorio rehuía sus preguntas con evasivas o francas negativas, el temor de malograr la imagen memorable que ya despuntaba en la mente de Gil, le inspiró el diseño de una defensa llena de invitaciones al asedio. «No merece la pena hablar de mí», decía jovialmente; o en un tono enigmático de cortesía: «Por favor, si no le parece mal, preferiría hablar de otra cosa».

Días hubo en que ambas estrategias (la de Gil, forcejeando desde su desamparo, y la de Gregorio, invitando al asedio con lacónicos rechazos) estuvieron a punto de aliarse para el éxito en común. Porque a veces el miedo de haber ido demasiado lejos movía a Gregorio, en un arrebato de pánico, a seguir adelante, y cuando para precaverse contra los riesgos de la huida caía en la trampa de rebajar la calidad de los hechos imaginarios a rango de anécdotas, volvía a encontrar, en peldaños más bajos, las mismas razones que lo inducían a ceder a las torpes tentativas de Gil. Y así fue como al fin, un año después de la visita a la verbena, una tarde se recostó en el sillón y, como si la situación creada entre los dos fuese ya insostenible, se oyó decir de pronto:

—Pero, vamos a ver, ir al Café de los Ensayistas, no tiene la menor importancia.

—Para usted no, desde luego —repuso Gil, con rencorosa brevedad.

—Pero, hombre, ¿cómo se imagina que soy? —dijo en tono de broma.

—¿Usted?

—Sí.

Gil no dudó:

—Un hombre moderno, culto, joven, idealista, y que consigue siempre lo que quiere. En una palabra: un triunfador.

Gregorio, sin inmutarse, con la mirada en el vacío, dijo: «Me halaga usted, pero me temo que no sea para tanto».

—Un triunfador, sí señor. Y por eso entiendo que no quiera tratarse conmigo, que soy un hombre humilde, o mejor dicho un fracasado.

—Eso sí que no es cierto, Gil. Yo también soy un empleado, como usted.

—Pero no es igual. ¿Puedo sincerarme?

—Desde luego.

—¿A que usted tiene estudios? ¿A que sí?

Gregorio cerró los ojos y dijo que hoy estudiar es casi una rutina.

—¿Ve como no me equivocaba? ¿A que tiene una carrera?

—Pues…

—¿Lo ve? Lo sabía. Pero no querrá decirme cuál, ¿no?

—Aunque la tuviera, ¿eso qué importa?

—¿Ve? Sabía que no me lo iba a decir.

Gregorio se persignó mentalmente, contó hasta cuatro, hizo la morisqueta del conjuro y respondió:

—Bueno, si tanto se empeña en que yo tenga estudios, digamos, por ejemplo, que soy… ingeniero —y le pareció tan escandaloso que siguió hablando, intentando tapar una mentira con otra. Dijo que tenía una oferta para marcharse a la selva a construir puentes y caminos, enumeró y describió serpientes venenosas y flores carnívoras y al final bajó la voz para asegurar que no se iría por el momento, pues su verdadera vocación, su auténtico secreto (ya que Gil estaba decidido a descubrirle todos los secretos) era otro.

—¿Cuál? —imploró Gil.

—Bueno, en realidad lo que yo soy es poeta —dijo, y aunque recordó el encuentro con Elicio y volvió a sentir en el estómago los tentáculos de la náusea, tuvo la certidumbre vaga pero absoluta de que esta vez no estaba mintiendo del todo.

—¡Poeta! —se desgarró Gil—. ¡Ingeniero y poeta! Luego entonces, usted es uno de los artistas del café, ¿no?

—Ya le dije que a veces voy por allí —y otra vez le pareció todo irreal: le pareció que era un agente secreto y que fingía para despistar al adversario.

Gil estaba como petrificado al otro lado.

—¿Puedo hacerle otra pregunta? —dijo al rato.

—Adelante.

—Es que, compréndame, estoy aturdido. Quién me iba a decir a mí que iba a conocer de cerca a un artista del café. Esto, debe de ser usted muy joven, ¿no?

Gregorio sintió que el aire, concentrado en el estómago por una profunda tragantada, iba a levitarlo de un momento a otro.

—Qué va, no tanto —dijo risueño.

—¿Me permite que lo adivine? No llega a treinta. ¡Veintisiete!

Cuando Gregorio intentó decir la verdad, asustado de pronto por tan graves mentiras, ya era tarde, porque se oyó declarar a sí mismo, con voz rotunda, diáfana y juvenil: «Veinticinco para ser más exactos», y se quedó maravillado y espantado de sus propias palabras.

—¡Veinticinco! Fíjese, tan joven y ya ingeniero y poeta y hablando en el café. ¡Dios mío, qué bien ha aprovechado usted el tiempo! —exclamó deslumbrado, y en un tono de infinita amargura.

Gregorio se mordió los labios. «Esto ya no tiene remedio», pensó. Pero intentó arreglarlo de todos modos diciendo que la edad es relativa y que lo que importa es el espíritu. Y puso su propio ejemplo: «Hay gente que pasa de los cuarenta y tiene espíritu de veinticinco, y al revés».

—Pues yo, señor Olías, soy viejo de cuerpo y de espíritu —dijo Gil afligido—. Si fuese químico y pensador sería sólo viejo de cuerpo, pero no lo soy y aquí me tiene, doblemente viejo.

Hubo un largo silencio.

—Y usted, ¿habla entonces en el café? —preguntó, sobreponiéndose a su propio duelo.

—Bueno, allí hablan todos.

—Pero quiero decir al lado de la columna.

—¿Al lado de la columna? Sí, ¿por qué no?

—O sea, que es maestro.

Gregorio supo que ya no podía volverse atrás y dijo que qué iba a decir él, y que en todo caso qué más daba hablar junto a una columna que desde dentro de un tonel. Pero Gil no se paró a considerar aquellas reflexiones.

—Y allí todos le conocen por el señor Olías, ¿no? —preguntó.

—No, no, utilizo un seudónimo artístico —se apresuró a decir.

—Y, si puede saberse, ¿cuál es?

Gregorio cerró los ojos para asumir la plenitud del instante.

—Faroni —dijo, y el nombre le sonó mágico, como si lo acabara de inventar.

—Faroni —recalcó lejanamente Gil—. Si usted me lo permite, en adelante yo también le llamaré señor Faroni. ¿Le parece bien?

—Claro que sí —y tuvo un confuso sentimiento de pánico y de júbilo.

—¿Puedo sincerarme?

—Por supuesto.

—Pues que yo creo —dijo Gil, con la voz malograda por la humildad— que tiene usted otro secreto.

—¿Otro? —se alarmó Gregorio.

—Sí, porque usted está trabajando en un puesto que no corresponde a un ingeniero, y menos a un artista del café.

Gregorio, que ya había caído en la cuenta de aquel desajuste, dijo que, en efecto, tenía otro secreto, que por ahora no quería revelar.

—Confié en mí —dijo Gil—. Yo sé que usted es un bohemio, que los artistas son muy suyos y que todo lo sacrifican al arte, ¿no?

—Algo de eso hay —dijo Gregorio, admirado del rumbo fácil que iba tomando la patraña.

—Es más, si me permite. ¿A que su secreto tiene también que ver con la política?

—Bueno… —dudó Gregorio.

—¡Comprendo! ¡Comprendo! —exclamó Gil—. No hace falta que me diga nada. Es peligroso: ¡lo sé!, ¡lo sé! Y, como otros casos de los que he oído hablar, seguro que lo que escribe está prohibido por el Gobierno. ¿Es verdad?

—Pues…

—¡No hace falta que me diga nada! —lo interrumpió—. Y, si me permite, ¿cuál es su nombre de pila?

—Gregorio —dijo, y añadió sin pensar: «Aunque en ciertos círculos me conocen por Augusto, porque mi nombre es Gregorio Augusto Olías».

—¡Augusto Faroni! —declamó Gil—. Pero, ¿ve como yo adivino las cosas? Yo comprendo a los artistas. Yo, señor Faroni, soy un hombre bueno.

—Lo sé, Gil, lo sé, y por eso lo estimo.

—Gracias. Pero, ¡si supiera cómo le envidio, en el buen sentido de la palabra, y cuánta pena me doy a mí mismo! Si usted supiera mi vida me tendría mucha lástima. Se avergonzaría de mí. ¿Sabe? Yo quise ser químico y pensador.

—Vamos, Gil, no se hunda.

—Si no me hundo. Si yo en el fondo soy un tipo duro, aunque no lo parezca. Un devoto del progreso pero un tipo duro. Si algún día le cuento mi vida usted mismo verá que me sobran motivos para ser un hombre sin entrañas. Otro en mi lugar sería una hiena, pero yo soy un hombre realista y prefiero estar en buenas relaciones con el destino.

—Esa es una buena decisión.

—Yo lo que quiero, señor Faroni, es, si puede ser, que me cuente cosas de los cafés y de los grandes hombres, todo aquello que no logré saber cuando estuve en la ciudad. ¿Es mucho pedir? —y le salió el falsete nasal.

Gregorio comprendió entonces las dificultades del laberinto que, sin saber cómo, habían trazado a su alrededor. Intuyó que, en adelante, su vida sólo tendría quizás un sentido: mantener viva la llama de un error, entregándose a la tarea de justificarlo y hacerlo creíble hasta donde le llegaran las fuerzas.

—La verdad —dijo, abrumado por el peso de la responsabilidad—, nunca he entendido esa obsesión que tiene por los cafés.

—Porque mi gran sueño, ¿sabe cuál es?

—¿Cuál?

—Llegar a ser un hombre moderno —y le salió un gallo.

—¿Y cree que en los cafés lo podría conseguir?

—¡Cómo! ¿Es que no es allí donde se inventan las teorías, se dicta la moda, se impulsa el arte y se origina el progreso? Todos los grandes hombres han ido a los cafés. Es una realidad, y usted lo sabe mucho mejor que yo. Por eso, lo que yo quiero es que me cuente lo que pasa allí, si no es mucho pedir.

—La verdad es que no hay tanto que contar —murmuró Gregorio—. Hay mucho de mito.

—Yo me conformo con poco.

—Y además quiero que sepa que soy un hombre solitario y de pocas palabras.

—Porque es usted un artista, y a los artistas hay que comprenderlos. ¿Puedo pedirle algo más, y ya no le molesto?

—¿Qué? —se sobresaltó Gregorio.

—Que me permita ser su discípulo, el último de todos.

Gregorio tragó saliva.

—Bueno, usted pregunta y yo procuraré responderle —dijo evasivo.

—Gracias, señor Faroni. Yo preguntaré y usted responderá. Usted me guiará a través de los misterios del mundo. Me mostrará el camino de la modernidad. Será un ejemplo para mí, una luz en la noche, como el faro del café. Es usted generoso con los humildes, y también en eso se le nota que es un gran hombre.

Apenas colgó, Gregorio abrió la navaja y se limpió cuidadosamente las uñas. Estaba atardeciendo.

Salió al sendero y fue contando los pasos hasta que la desmesura de la cifra le advirtió de que las cuentas eran otras, y cuando se sentó junto a la ventana el corazón le siguió latiendo hasta donde ya no alcanzaba el poder de los números.

Durante algunos meses, no hablaron sino del café. Gregorio, guiado por las preguntas de Gil y por unas hojas, en que intentaba prevenir las respuestas, amplió el café, y hasta le puso gradas y una especie de púlpito donde se subían los oradores. En las paredes pintó escenas que simbolizaban las letras y las ciencias: una pluma de ganso, una corona de laurel, una lira, Aquiles detrás de la tortuga (enigma que asombró tanto a Gil que se maravillaba de no haber oído hablar de él hasta entonces), la manzana de Newton, la caverna de Platón, la cometa de Franklin y otros signos alusivos a la magnificencia del progreso, y donde no faltaban la balanza de la justicia y la paloma de la paz. Eran los restos de su naufragio de estudiante nocturno. Pero la curiosidad de Gil era insaciable y no había lunes ni jueves en que, tras el dictado comercial, no formulase alguna pregunta. ¿Qué se hacía por ejemplo en las tertulias además de exposiciones y coloquios? Bueno, pues a veces cantaban, sobre todo cuando las controversias los iban fatigando. Y los contertulios, ¿se reunían también fuera del café? Pues sí, notificaba Gregorio, a veces hacían deporte. Iban a un parque, todos en chándal, hasta los maestros más viejos, y corrían en grupo. Y algunos domingos organizaban excursiones a la sierra, a las abadías, a los lagos. Comían en el campo y allí mismo hacían la tertulia, de un modo informal, más ingenioso que grave. Y en invierno, algún domingo salían a esquiar. Y se imaginaba Gil a la tertulia en pleno, científicos, filósofos y artistas deslizándose gentilmente por la nieve, con sus anoraks de colores, sus grandes gafas oscuras y aquellas botas como de buzo aéreo. Y otra cosa, ¿acudía gente importante, además de la habitual, a la tertulia? Pues sí, nunca faltaba algún magnate, conde o actriz de fama. A Faroni lo invitaban a menudo a cenar, en palacetes y chalés. A veces iba y otras muchas no, porque el gran peligro, la gran tentación del artista era el brillo social, y él prefería la soledad anónima de su buhardilla de escritor. Y ¿qué maestros eran allí los más renombrados? Bueno, pues por citar a alguno, podía recordar a don Octavio Friso, a don Fausto Cienfuentes, a don Feliciano Ballesteros Matamoros o a Mark Spermann, el gran biólogo neoyorkino. Y últimamente, ¿de qué se hablaba en el café? Del arte de la novela y de la teoría de la relatividad. Y ahora, por cierto, ¿qué estaba escribiendo Faroni? Gregorio respondió que andaba acabando una novela e iniciando un ensayo. Y ¿qué tipo de ensayo era aquél? Pues reflexiones sobre el arte, la política, el lenguaje y la soledad. Y a preguntas de Gil explicó que, fuera de esa tarea, iba al teatro y a los conciertos (y aquí confesó que tocaba el piano y la guitarra y cantaba composiciones propias) y, sobre todo, hablaba con los amigos. Se reunían en alguna casa o cervecería y a menudo prolongaban la charla hasta el amanecer. Y otra cosa, ¿seguía asistiendo a la tertulia aquel filósofo de los dientes de oro?

—Me acuerdo —dijo Gil— que un día le pedí un autógrafo a la salida, pero él no llevaba bolígrafo y al mío se le había acabado la tinta. Y recuerdo que me dijo: «Para la próxima, chaval». Fíjese, chaval, qué tiempos. Me dio una palmada en la espalda. ¿Sabe? A mí me han dado muchas palmadas en la espalda. Todos me dan en la espalda. Pero aquélla, no sé, fue distinta. Fue como si me dijese: «Animo, muchacho, que lo conseguirás». ¿Comprende, señor Faroni?

Gregorio no sabía qué decir, pero se creyó en la obligación de hablar y comentó que ese filósofo tenía ahora una pierna postiza, un ojo de cristal y el cráneo de plata, de una trepanación reciente. Gil aprovechó para preguntar si existían los robots. Gregorio contestó que sí, que él mismo había visto uno en el café, respondiendo sin error a las preguntas que le hacían menos a una, que fue cómo se llamaba, pues resultó que el robot no tenía nombre, menudo cachondeo que se armó. Entre todos le buscaron uno, y fue él, Faroni, quien lo bautizó como Lonly, el robot Lonly, que en inglés es solitario.

—¡Lo que es el progreso y el saber! —exclamó Gil—. ¡Y qué bien se lo deben de pasar ahí ustedes! Y usted, esto, ¿sabe inglés?

—Sí —contestó Gregorio, feliz de la respuesta, que no era del todo falsa.

—¿Y francés?

Y Gregorio volvió a sentir que aquel era un juego de preguntas y respuestas tontas, y contestó:

Oui, mesié. ¿Quién no habla idiomas hoy?

—Yo, señor Faroni, yo sólo sé el español y mal. Y aunque lo supiera, ¿de qué me iba a servir en estos despoblados?

Y Gregorio lo animaba con la misma frase de siempre, con la que solía cerrar los diálogos: «No se hunda, Gil, y hágase valer». Después de colgar, Gregorio se quedaba con la vista fija en el terreno, el pensamiento en blanco y una impresión de tumulto que le zumbaba en los oídos y era como el rumor de un mar cercano e imposible.

Enseguida, soplaba la lamparilla de alcohol, salía al sendero de arena y se perdía entre la multitud.