Capítulo VI

Gregorio se detuvo en el último peldaño de las escaleras la mañana del 4 de octubre. «Sois tan jóvenes, tan locos, tan atolondrados», había dicho la madre, con cara de Virgen Traspasada, cuando supo de sus relaciones. Y luego se sucedieron años difusos, tan amontonados en el recuerdo por la monotonía, tan maltratados por el olvido, que sólo consiguió rememorarse arreglando el reloj con la navaja múltiple o asomado al balcón con los tobillos en escuadra y la expresión de navegante, viendo pasar las nubes y descubriendo en ellas sus mensajes secretos. Nunca perdió la virtud de ver figuras en las nubes. De niño, cuando en la escuela contaban las batallas entre romanos y cartagineses, o las hazañas de Sansón, él miraba al cielo y las veía allí representadas, con tantos detalles y tal realismo que las interpretaba como visiones que le mandaba Dios para premiar su devoción, y que sólo a él le estaba reservado aquel prodigio, hasta que el carácter equívoco de algunas escenas le hizo comprender que más bien se debían a su capacidad de ver en las nubes todo cuanto deseara. «Ahora voy a ver un burro con cara de león», decidía; miraba arriba y allí estaba el burro con su cara. En los años de noviazgo aún conservaba aquella facultad, aunque disminuida por la falta de fe y por la competencia del cinematógrafo, e intentó iniciar a las mujeres en el juego, haciéndoles primero una demostración de su maestría. Señaló en el cielo un balcón que era el balcón en que estaban y a tres personas que eran ellos mismos, pero la madre, tarda de vista, no consiguió reconocerlos, y lo más que llegó a vislumbrar fue a su marido montado en un caballo blanco y con una espada flamígera en la mano. Tampoco Angelina vio nada, y aunque Gregorio la animó a descubrir en las nubes sus propias cosas, ella sólo distinguió un perfil anónimo, y no creía en los hallazgos de Gregorio. «Es mejor el veoveo», dijo, y nunca más volvieron a intentarlo.

Un crujido de viga lo devolvió al presente. Con la memoria en carne viva, salió a la calle y se detuvo en la acera, desorientado por el estrépito de los tambores. «Veinticinco años», pensó. Caminando sin fe, como una moneda rodando hacia un mendigo, se dirigió hacia el origen del bullicio. Al llegar a la confluencia de dos calles, una banda de músicos se le vino encima y, persiguiéndolo a ritmo militar, lo obligó a acelerar el paso.

De todas partes —de los portales, de los balcones, de las calles vecinas—, empezó a salir gente al paso de la banda. Había niños que venían corriendo hacia el mismo punto desde distintas direcciones y que al toparse con la música se juntaron y desaparecieron por un callejón como un remolino de agua sucia. En ese instante dobló una esquina un grupo de gigantes y cabezudos y un cohete humeó su tralla sobre ellos. Gregorio los vio avanzar moviendo los brazos de guiñapo y dando vueltas rígidas, hasta que el empuje de la banda los obligó a retroceder, y otra vez aparecieron los niños corriendo en direcciones contrarias, alcanzando las rejas y colgándose triunfantes de los últimos hierros.

—¡Viva el Caudillo! —gritó alguien desde un balcón.

Algunos corrían temerosos de perderse algún acontecimiento principal. Otros no sabían adónde dirigir su asombro y mantenían una expresión de rústico extravío. Había bailes de los que sólo se veía el movimiento de los brazos por encima de la multitud. Una mujer se alzó sobre los gritos pidiendo paso para un impedido en carrito de mimbre, que agitaba una banderita con invariable gesto de autómata feliz. Y no faltaba el cura de vieja estampa, anciano y flaco, que caminaba abstraído, casi abismal, como un galgo enfermo, y el municipal de muchas arrobas que dobla pesadamente un esquinazo, con el palillo del almuerzo prendido entre los dientes y que todo lo mira con ojos embotados, apretando en la axila una carpetilla de partes cogida en gruesa goma de tocino.

Gregorio se dejó arrastrar por la multitud hasta la calle por donde pronto habría de pasar la comitiva. Allí consiguió instalarse encima de un umbral, y al rato sonaron sirenas a lo lejos. Comenzó entonces a refrescar. El cielo se oscureció y un oficial de policía ocupó el centro de la calzada, entre dos multitudes, inflando el torso y mirando a su alrededor con cara embrutecida por la astucia. Bien por el nublado, bien por el oficial, la gente enmudeció, dejando oír en lo alto una aguda disputa conyugal. De pronto irrumpió una pareja de motoristas y, tras una pausa expectante, pasó un cortejo de Dodge negros. Un perro les salió al paso y les opuso algunos aullidos lastimeros. En ese momento (Gregorio vio al oficial mirar arriba y alzar la barbilla como si recibiese un agravio), la banda atacó una marcha militar.

En un balcón estaban instalados los músicos, en otro un matrimonio de mediana edad —probablemente el que, después de aplazar la disputa, se enlazaba ahora de las cinturas en un gesto memorizado de amor—; en otro una familia dispuesta con rigor fotográfico, y en otro un hombre solo vestido de negro, que en una mano sostenía con elegancia cortesana un pañuelo blanco con bordes de puntilla.

Gregorio reprimió un grito de estupor. De un salto desapareció en el portal, acompasó la respiración, cerró los ojos y recordó sin esfuerzo un día de primavera de hacía catorce años, cuando por un anuncio de periódico se presentó ante una casa antigua de dos pisos con techo a dos aguas. Había una verja con rosas y un sendero de arena que iba a dar al portón cerrado de un garaje. Lo atendió un hombre vestido de riguroso negro que en ningún momento dejó de mostrar sorpresa, tanta que a cada palabra del aspirante se erguía adelgazando la expresión y mirándolo desde su ámbito de pájaro rapaz. Estaban al fondo del garaje, donde había sólo una mesa y dos sillas.

—¿Es usted protestante?

—No.

—¿Se abstiene de fumar?

—No.

—¿Sabe escribir a máquina?

—Algo —y echó una mano a un lado para moderar la afirmación.

—¿Se considera un excelente mecanógrafo?

—No.

Siguió un silencio valorativo. El hombre fumaba y abría la boca sin tragarse el humo.

—Hay muchos candidatos —dijo al fin, como una deducción.

—Comprendo.

—¿Por qué cambia de trabajo?

—Quebró la empresa.

—¿Qué edad tiene?

—Treinta y dos.

—¿Tiene alguien que le presente, un valedor?

—No.

—¿Cuál es su nombre?

—Gregorio Olías.

—Olías —repitió el otro—. ¿Conoce algo de vinos y aceitunas?

—No.

Con un dedo, pálido de escrúpulo, le fue mostrando los útiles de trabajo: un rollo de cuerda, una máquina de escribir, una barra de lacre, una lamparilla de alcohol.

—Bien, en el caso de que lo admitamos, dentro hay tijeras y mate de escritorio. No tendría más que ocuparse de clasificar y despachar la correspondencia, empaquetar muestras y quizás algún día atender el teléfono.

—¡Perfecto! —se animó Gregorio.

Después de quedarse meditabundo (y parecía que estuviese haciendo un acto de contrición), el hombre de negro miró a Gregorio con ojos desapasionados, como buscando en él un motivo todavía incomprensible de diversión o asombro.

—¿Posee usted ambiciones? —preguntó de pronto, midiendo cada una de sus palabras y echándose bruscamente atrás, como maravillado del producto final de todas ellas.

—Bueno —contestó Gregorio, con cierta travesura de gestos—, lo normal.

El otro, que ahora se protegía los ojos haciéndose una visera con los dedos, abismó la mirada y amargó los labios, lleno de pesadumbre, y Gregorio hubo de repetir la respuesta porque ya no valía, porque el otro la había desteñido, pensó, con su silencio de jabonadura.

—Bueno, lo normal —repitió, esta vez muy serio, moderando la apertura de brazos y asegurándose de la solvencia de cada palabra.

Pero enseguida se dio cuenta de que tampoco esta vez servía su afirmación. Lo advirtió en el tono de su propia voz y en la forma en que el otro encendió tabaco, con trabajosa parsimonia, dando tiempo a que el mismo Gregorio se persuadiese de la invalidez de su respuesta.

—Bien, dejémoslo —dijo al fin el de negro, tras un silencio difícil.

Se refrescó los labios antes de proseguir: «¿Tiene hijos?».

—No.

—¿Bebe alcohol?

—No.

—¿Sabe idiomas?

—No.

—¿Ha viajado?

—No.

—¿Sufre alguna enfermedad?

—No.

—¿Ha acabado el bachiller?

—Bueno… —se removió Gregorio en el asiento.

—¿Ha acabado el bachiller?

—No.

El hombre de negro lo miró con preocupación.

—¿Ha oído antes hablar de Requena y Belson?

—No —se disculpó Gregorio.

El otro cerró los ojos. Una sombra de infinito cansancio le oscureció la frente.

—Sepa entonces —comenzó a decir, como si bordease peligrosamente los límites de la paciencia— que Requena y Belson es la casa más antigua y aristocrática del ramo. Observe el respaldo de su sillón. Ese es nuestro escudo de armas: un tonel custodiado por un águila y una raposa. La altanería y la sutileza. La inspiración y la constancia. Si te dii amant, agere tuam rem occasio est.

Se miraron con desigual fortuna.

—¿Sabe usted latín?

—Muy poco.

—Intente traducir.

Pero apenas transcurrió un instante, como si el peso de las culpas ajenas le fuese del todo insoportable, el hombre de negro dijo:

—Bien, dejémoslo, ya veo que no es fácil entenderse con usted.

Gregorio intentó un gesto de desconcierto e inocencia, pero el otro desvió la mirada y la sumió en lúgubre perspectiva.

—Sepa también —añadió sin mirarlo— que esta mansión es una casa particular. En el piso de arriba trabajamos tres hombres, bajo las órdenes directas del señor Belson. Abajo, en el sótano, trabajan otros dos, embotellando y enlatando. Disponemos además de un camión y dos vendedores. La organización, como ve, es perfecta. Desde hace doscientos años hemos dispuesto del mismo personal. Jamás ha habido ni uno más ni uno menos. Podíamos haber sido ocho o diez, pero no, somos nueve, justamente. Esta es nuestra garantía, en esto reside nuestra fuerza. Pero, en fin, dígame, ¿posee usted convicciones políticas?

—No —se disculpó Gregorio.

El de negro lo miró con una especie de piedad analítica.

—Olías, ¿eh?

—Pues sí.

Se pinzó erráticamente la barbilla. «Es usted realmente un hombre singular», pensó en alto. Se levantó y, desde el vano de la puerta, adoptando una postura estatuaria de orador romano y extendiendo luego un brazo y girándolo en garra como si atornillase una bombilla, lo señaló con desmesura:

Mihi modesta, non gloriosa veste uti decet.

Y salió, llevándose tras él el cortejo de su propio sigilo.

Seis días después, Gregorio recibió una carta. Dentro había una citación para comenzar a trabajar al día siguiente y un catálogo de «Productos R. y Belson, vinos y aceitunas».

Tal fue el principio de los catorce años en que ocupó una mesa al fondo del garaje, bajo una bovedilla de luces por donde paseaban las palomas y que en mañanas claras distorsionaba el aire en tornasoles acuáticos.

Gregorio se acostumbró a encontrar cada mañana, en el mismo lugar de la mesa, el trabajo que habría de realizar durante el día, y a dejarlo ultimado en ese vago punto convenido. Escribía primero cartas comerciales, siempre el mismo modelo, adjuntaba las facturas y lacraba los sobres con el sello de la Casa. Luego confeccionaba paquetes de muestras, los encordaba, los lacraba y los dejaba listos para el correo. A media tarde concluía la tarea y debía esperar las llamadas telefónicas. Pero el teléfono no sonaba nunca y Gregorio se pasaba el tiempo viendo subir y bajar a lo lejos la pesa de un ascensor, mirando las nubes o limpiándose las uñas o las orejas con la navaja múltiple. También oía los ruidos, y aprendió enseguida a distinguirlos. Los de arriba eran todos metálicos. A veces sonaba una campanilla o caía al suelo un objeto cantarín. Los de abajo eran un rumor sordo, como un trozo sucio de mar batiendo un muro. Bum, bum, hacía. A eso de las siete cesaba, y al rato Gregorio veía a dos hombres caminar por una senda al final de un baldío. Debían de entrar a trabajar más temprano y salir antes y por otra puerta, porque Gregorio nunca los vio de cerca, y ni siquiera conoció sus nombres. Pero no sólo ellos: de los ocho empleados, sólo catorce años después, el 4 de octubre, volvería a ver al hombre que lo interrogó, vestido como siempre de negro, acodado en un balcón, y con un pañuelo blanco entre los dedos.

Se entregó sin pasión ni descuido al trabajo. Sin embargo, durante seis años no sonó el teléfono.

Fue un tiempo simplificado por los hábitos. Al atardecer salía al sendero de arena, cruzaba la verja e iniciaba, sobre los pasos del día anterior, el regreso al hogar. Ya en casa, mientras Angelina y la madre bordaban bajo una lámpara esmerilada de cerezas, él se limpiaba interminablemente las uñas, hacía solitarios de cartas, armaba y desarmaba el reloj en cuyo arreglo se había comprometido más de diez años antes, o se juntaban todos a escuchar en la radio las novelas de amor y las canciones dedicadas.

Habían remozado el piso. «Veréis qué felices vamos a ser», había dicho la madre, en un rapto de euforia, al volver de la iglesia. Barnizó los muebles, aclaró las cortinas, blanqueó las paredes, plantó flores en todos los cuartos y recluyó en su alcoba los recuerdos del militar esposo, poniendo en su lugar almanaques, cestos con verdiscas, cuadros de ciervos bien floridos. «Veréis qué felices vamos a ser», repetía, aligerando los tonos oscuros, mercando una bata de pájaros reales, revistas de moda, sillones de mimbre, cojines selváticos, lámparas de luz ubicua, una radio con mandos de nácar y un reloj de pared que cada hora se abría a dos puertas para hacer asomar a un corneta tocando a generala. «Veréis qué felices vamos a ser», y exhumó sus útiles de dulcera y dedicó las tardes del sábado a llevar a su punto perrunillas de vino, bolluelas de anís, pelotas de fraile, bizcochos leoneses, teresitas de yema, bartolillos, mojicones y buñuelos de viento.

Angelina asistió a aquellos cambios con mansa diligencia. Aunque nunca fue guapa, a fuerza de ser ella misma y de vivir sin sobresaltos, había adquirido el hábito de un encanto impreciso. En realidad, había prolongado la soltería en el matrimonio, y se había hecho fuerte, casi inexpugnable, en el reducto de su solitaria doncellez. Cuando Gregorio llegaba por las tardes, ella alzaba la vista y lo miraba desde el confín de su ventanita de bordar, a través de un aire fascinado de luz que ilustraba silencios ya definitivos. Apenas hablaban, competían en sobreentendidos, se miraban a hurtadillas y un suspiro valía por largas confidencias. En la cama, seguían a veces jugando al veoveo, o a enumerar por orden alfabético nombres de flores y animales.

Desde el primer día de matrimonio, había comprendido Gregorio que sus relaciones serían la prolongación de un noviazgo tímido, donde ni siquiera haría falta renovar el silencio pactado en el primer encuentro después que hubieran confesado sus nombres, gustos e inclinaciones. Habían hecho un viaje a la costa el primer año. Durante el trayecto en tren, enlazaron las manos e iban exclamando: «¡un río!, ¡una vaca!, ¡un castillo!, ¡un pueblo!». Recogieron conchas en la playa, visitaron iglesias, bajaron la cabeza avergonzados ante gentes que hablaban otras lenguas, escribieron una tarjeta postal donde contaban que llevaban recogidas más de mil conchas, navegaron en una motora cogidos a un hierro, y por la tarde paseaban por un parque y hablaban de los muchos usos que darían a las conchas y de cómo serían felices porque no había ningún motivo que les impidiera no serlo. Gregorio quería tener dos hijos: «Uno se llamará Gregorio, como yo, y le contaré cuentos de miedo y le enseñaré a mirar las nubes, y los domingos lo llevaré a la casa de fieras». «No sé», decía Angelina. «¿No te gustan los niños?». «Los niños crecen y luego se van», decía ella. «Así es la vida, pero mientras lo pasaremos bien todos juntos». «No sé, será lo que Dios quiera».

El viaje de vuelta lo hicieron compartiendo el mismo silencio. Un viajante de paños les contó sus andanzas, hablando de sí mismo como de un billete premiado de lotería. No volvieron a hablar de las conchas, ni de los hijos ni de la felicidad. Se entregaron a los días prometidos: pasaban los meses, y cada mes traía su estampa de almanaque, con recetas, chascarrillos y paisajes de nieves o de espigas; pasaban las estaciones, y el viento traía una hoja o una mariposa. Pasaban los años, y todas las cosas que presidían la dicha continuaban en su exacto lugar.

Estaba ya ventajosamente acostumbrado al curso de su vida, simplificado por el buen oficio de los hábitos, y a su imagen de cada mañana en el espejo, cuando, al cabo de seis años de haber entrado a trabajar en R. y Belson, una tarde sonó el teléfono en la oficina.

Al alboroto del timbre siguió el vuelo espantado de las palomas en el techo de luces. De un brinco pasó Gregorio del sobresalto al estupor, y sólo después de una larga pausa adelantó una mano, se aclaró la voz, compuso un gesto de decencia y tomó el auricular:

—Soy Gil —se oyó al otro lado del hilo, con voz nasal de niño prodigio.

—Olías al habla —dijo con resolución.

—Soy Gil —repitió la voz—, representante de Requena y Belson en provincias.

—Dígame.

—Tome nota, si hace el favor. Cincuenta kilos de aceitunas para Comestibles Ibéricos; veinte cajas de vino y treinta kilos de aceitunas para Ultramarinos la Providencia.

Dio luego unas direcciones y concluyó:

—Volveré a llamar el jueves.

Gregorio dejó el pedido en la mesa. Al día siguiente había una nota en su lugar: Manténgase en contacto habitual con Gil.

El jueves a media tarde volvió a sonar el teléfono.

—Soy Gil —se oyó la voz de pito.

—Dígame.

—Hoy no tengo nada. Estoy en tratos con un mayorista y quizá mañana tenga ya noticias.

—Bien —dijo Gregorio—, manténgase en contacto habitual.

—Lo intentaré —gorjeó Gil, que hablaba siempre en tono de alarma—, pero por aquí a veces no funcionan los teléfonos, y en algunos pueblos ni siquiera los hay.

—Inténtelo de cualquier forma —dijo Gregorio, y se recostó en el asiento, dispuesto a seguir repitiendo siempre la misma frase.

—Quizá recurra al telegrama.

—No, no, utilice mejor el teléfono, siempre el teléfono.

—Haré lo imposible —gritó Gil, y le salió un gallo—, pero no sé si podré siempre. Dése cuenta que aquí estoy como quien dice en el fin del mundo.

Gregorio se sintió audaz:

—Inténtelo —dijo con aplomo.

Desde entonces, Gil llamó todos los lunes y los jueves. Al principio dictaba los encargos de corrido, pero luego empezó a intercalar pausas cada vez más largas.

—¿Sigue usted ahí? —preguntaba Gregorio.

Al mucho rato emitía un susurro afirmativo, y callaba de nuevo. Gregorio dibujaba flores o jugaba con la navaja múltiple.

—¿Algo más? —y la pregunta reforzaba la consistencia del silencio, y entonces se oía el bumbum del sótano, se oía el temblor de los hilos, se oía la respiración acezante de Gil.

Elevaba la voz:

—¿Sigue usted ahí?

—Sí…

—¿Quiere algo más?

—¿Algo más? —se oía a lo lejos la voz de falsete—. No…

—Bien, pues adiós y a seguir bien.

Pero Gil continuaba al otro lado, escuchando, y ninguno de los dos se decidía a colgar.

Llamaba otras veces:

—Olías al habla —enumeraba Gregorio.

Y aunque Gil callaba, Gregorio lo reconocía por el ritmo de su respiración y la calidad ambigua de su silencio. Permanecían ambos a la escucha, y si Gregorio golpeaba el micrófono con el lápiz, Gil hacía lo mismo, y si decía «¿es usted, Gil?», él descendía a zonas más profundas del silencio y seguía en acecho hasta que al fin, con qué lento cuidado, pulsaba el conmutador y dejaba a Gregorio en agridulce desconcierto.

Había un terreno baldío tras la ventana y al fondo las traseras de un inmueble por donde todo el día subía y bajaba la pesa del ascensor. Con los ojos allí perdidos, se quedaba pensando Gregorio en cómo sería aquel hombre que tan pronto parecía espiar como adoptar un tono de amarga confidencia. Porque, a veces, un día se mostraba locuaz.

—¿Sabe? —llamó un lunes—, hoy hace fresco, el cielo está húmedo y cantan las alondras.

Gregorio echó una mirada incrédula al terreno.

—Enhorabuena —dijo sin pensar.

—Pues sí, porque fíjese, lleva mucho tiempo sin llover y ahora quiere nublarse.

—Estupendo —se impacientó Gregorio.

—Pero de todas formas, esta profesión es muy dura. Porque imagínese si llueve, ¿qué voy a hacer?

Gregorio no supo qué decir.

—¿Me oye?

—Sí.

—No es que quiera quejarme, pero es muy dura. Tengo una maleta muy grande y voy con ella a todas partes, siempre con la maleta. Si me permite tomarme la libertad, le diré que le hablo a la maleta. Le digo: «Mira, maleta, hoy hace buen día», o la animo cuando el camino es largo. Se lo cuento para que sepa que esta profesión es muy dura. Yo tengo un conocido, también viajante, que dice: «Gil, los viajantes somos unos artistas». ¿Usted qué cree?

—Que a lo mejor tiene razón.

—No sé, no sé —parecía torturarse—. Y luego están las esperas. A veces me hacen esperar durante horas, y hasta días enteros. En fin, que no sé. Y además, señor Olías —y se le quebró la voz—, si me permite que se lo diga como lo siento, me aprietan los zapatos.

—Anímese, hombre —dijo Gregorio.

Entonces Gil se calló. Pareció detenerse ante una pregunta como al borde de un precipicio, y su silencio equivalió a un balbuceo.

—Bueno, ¿algo más?

Pero él no contestó, y sólo después de un rato se oyó allá lejos su protesta nasal: «Las pensiones son frías, los trenes lentos, los caminos muy largos». Y tampoco Gregorio se decidía a colgar.

A pesar de aquellas confidencias, no tardaba Gil en volver a las llamadas misteriosas. No sólo espiaba: también emitía ruiditos lúgubres, que unas veces eran como el gemido del viento, otras como un estertor de agonizante y otras imitaban el crepitar de los hilos telefónicos.

—Dígame, Gil —se atrevió un día a preguntarle—, ¿no es usted quien llama y hace ruidos?

—¿Yo?

—Sí, hay alguien que llama y hace ruidos. ¿No es de verdad usted?

—Pues no sé qué decirle. ¿Ruidos? No sé.

—¿Cómo no va a saberlo, Gil?

—A veces llamo, sí, pero no consigo comunicar. Yo también oigo entonces ruidos en la línea. No sé, serán las averías, o las interferencias, o que llamo de tan lejos que no llega la voz. Sí, eso debe ser, que llamo de muy lejos, ¿no cree usted?

—No sé, quizá —murmuró Gregorio.

—No obstante, parece mentira, ¿eh?

—¿El qué?

—El teléfono. ¿No cree usted que es un gran invento?

—Sí…

—Un gran invento, sí señor. Aunque, ¿qué me dice de la electricidad? ¿No es algo todavía más grande?

Gregorio no supo qué decir.

—Algo grande. La inventó mister Edison, el gran sabio de América —y la voz se le quebró de emoción—. ¡Thomas Alva Edison! —repitió al rato, con voz sobrecogida—. Pero yo, señor Olías —añadió consternado—, si me permite la confianza, le diré que no tengo derecho a pronunciar ese nombre.

—Ah, ¿no? Y ¿por qué?

—No tengo derecho —confirmó Gil—, no soy digno. Y ahora, si me hace el favor, le dictaré el pedido.

Otro lunes llamó y, por todo saludo, declaró que estaba enfermo:

—Estoy débil, con fiebre, y fíjese cuando oscurezca, ¿qué voy a hacer?

Gregorio miró derrotado al terreno.

—Vamos, Gil, no se derrumbe. Ya se pasará. El hombre se mide en las desgracias.

—Sí, si ya lo sé. Si ya estoy más animado. Le cuento esto para que sepa que esta profesión es muy dura.

—Sí, pero recuerde que la vida nunca es fácil —filosofó Gregorio.

—Eso es una gran verdad —se apresuró a decir Gil—. ¡La vida nunca es fácil!

—Y menos la vida de los artistas —bromeó.

—Gracias por el consuelo, señor Olías. Es usted muy comprensivo.

Para entonces, Gregorio había comenzado a arriesgar con soltura frases enteras, comentarios atrevidos y seguros laconismos. Nunca había hablado con tanta autoridad y fundamento. Apenas sonaba el teléfono, se recostaba en el sillón, encendía un cigarrillo y cruzaba las piernas: «Olías al habla», y aprovechaba la presentación para expulsar artísticamente el humo, como sus viejos héroes policíacos.

Puestos ya a las confidencias, un jueves le preguntó si hacía mucho que trabajaba en Belson.

—Diecinueve años, cinco meses y ocho días —se lamentó Gil.

—Y ¿cómo no ha llamado antes?

—Mandaba telegramas al piso de arriba. A un hombre, usted lo conocerá, que va siempre de negro y hace muchas preguntas, algunas en latín. ¿Sabe quién es?

—Sí.

—Pues a ése. Luego me dijo que era mejor volver al sistema del teléfono y aquí estoy.

Siguió una larga pausa.

—¿Sabe? —dijo de pronto Gil, en su mejor tono consternado—, ahora estoy en un pueblo pequeño, sin luz eléctrica, y me duelen las muelas. ¿Comprende?

—Vamos, Gil, sobrepóngase.

—Ya, pero comprenda. Si me permite la libertad, le diré que tengo treinta y ocho años.

Gregorio, que estaba al cumplir treinta y nueve, le dijo al azar que todavía era joven.

—Depende —se acauteló Gil.

—¿De qué depende?

—Para ser albañil, por ejemplo, soy joven, pero para ser químico soy ya viejo.

—Pero usted es vendedor, ¿no?

—Sí.

—Pues entonces es joven.

—No crea, no crea.

—Entonces no lo entiendo.

—Es que no es fácil de entender.

—Pues explíquese.

—Es que no sé explicarme. Perdóneme usted —y se atrincheró en el silencio.

—¿Me oye? —gritó Gregorio—. ¡Diga algo!

—Perdóneme —dijo Gil con la voz maltrecha, y colgó.

Y a la otra semana, después de pedir perdón por su hosquedad, volvía a quejarse de las pensiones, y cómo eran tristes porque en ellas había siempre mujeres de luto, y los desconocidos recordaban algo al muerto y por eso se vivía siempre en un constante estado de sepelio.

—Y los caminos están todos polvorientos porque hace ya cuatro años que no llueve. Ahí en la ciudad, tampoco lloverá, ¿no?

—No.

—Con el tiempo la lluvia será dar un botón, como la luz.

Gregorio no contestó.

—¿No cree usted, señor Olías?

—Puede ser.

—Yo tengo mucha fe en la ciencia. No hay nada que los grandes hombres de la ciudad no puedan conseguir.

Gregorio vio subir la pesa del ascensor.

—Es la dinámica del progreso —dijo, recordando una frase que había oído recientemente en la radio.

—¡La dinámica del progreso! —exclamó Gil—. ¡Qué bien lo ha dicho usted! ¿Ve? Ahí en la ciudad siempre tienen el modo justo de definir las cosas. A usted no hay más que oírlo para saber que es un hombre de mundo.

Carraspeó Gregorio desde la trastienda.

—¿No le molesto con estas cosas?

—Claro que no, Gil.

—¿Me permite entonces una pregunta?

—Desde luego.

—¿Usted cree que hay extraterrestres?

Gregorio parpadeó atónito.

—Pues no sé, qué quiere que le diga.

—Comprendo.

—¿Qué es lo que comprende?

—Nada, cosas mías, sin importancia. Cosas de viajante. Yo, ¿sabe usted?, también viví ahí, en la ciudad, hace muchos años.

—No lo sabía.

—Pues, sí señor. Tenía una novia, una familia y un gato.

Gregorio no encontró ningún comentario oportuno y Gil parecía haber caído en un silencio ya definitivo.

—Bueno, pues nada. ¿Algo más? —preguntó al rato.

—No —tardó en responder Gil, no muy seguro de su negativa.

Se mantuvieron regularmente en contacto durante el verano, el otoño y el invierno.

Gregorio nunca llegó a saber de qué forma fue adquiriendo Gil el derecho de intercalar entre los dictados comerciales, y cada vez con mayor familiaridad, la relación diaria de sus miserias de viajante. Cuando no le dolían las muelas le apretaban los zapatos, y una vez que perdió el tren le entró hipo y se quedó hipando en el andén con los zapatos desabrochados. Como era jueves, desde allí mismo llamó para reafirmarse en las inclemencias de la vida.

—Se lo cuento para que lo sepa —dijo hipando, con un cierto rencor pueril.

—No se queje tanto y actúe —razonó Gregorio.

—Lo intento, señor Olías, pero que sepa que es difícil. Ustedes ahí en la ciudad no comprenden lo que es vivir en estas soledades. Perdóneme que se lo diga.

—Vamos, Gil, no se desanime —y forzó una despedida jovial.

Pero él no colgó. Permaneció a la escucha, raspando en el auricular, y Gregorio oyó como un gemido, y dudó si lo hacía Gil o era sólo el sollozo que emitía la distancia.

Pasó el invierno, y la imagen de Gil se fijó en su memoria con la retahíla de sus frases iguales y a veces misteriosas, sus idas y venidas por pueblos idénticos, sus noches en pensiones que eran siempre la misma pensión, su vagar por caminos que el sol y el polvo repetían hasta el desaliento. Su voz era a veces la voz afectada del hombre de mundo: «Señor Olías, la vida no descansa y aquí me tiene de nuevo: tome nota», y dictaba cajas de vino y kilogramos de aceitunas. Era la voz de la euforia: «¡Acabo de llegar a un pueblo en fiestas! ¡La venta es segura!», y era la voz maltrecha de la angustia: «Me vuelven a doler las muelas, no puedo dormir y la comida de las fondas me produce ardores de estómago. Con esta sequía, me da a veces la sensación de haberme perdido en una habitación oscura».

Cuatro años, en efecto, llevaba sin llover. La mañana del 4 de octubre, Gregorio no recordaba bien si la imagen difusa de aquella época era cosa de la sequía o del paño mágico con que remienda el recuerdo los rotos del olvido. Sin embargo, siempre mantendría nítido en la memoria el domingo de marzo en que propuso ir a una verbena que se había instalado en las afueras de la ciudad. Las mujeres acogieron con desigual ánimo la invitación. Angelina, ni que sí ni que no, tras una mirada de desconcierto, se concentró en los primores del bordado. La madre, sin embargo, echó a volar la labor y rompió en exclamaciones:

—El mundo se está acabando y lo único que se te ocurre es ir a la verbena. ¡A la verbena, qué ocurrencia! Como si la vida fuese así: ¡hala, me voy a la verbena! Me pongo de punta en blanco y ¡hala, a la verbena! Hay terremotos por todo el mundo, enfermedades incurables, lobos con pieles de oveja, gente que en toda la noche no para de toser, y va uno y dice, ¡a la verbena!, ¡a montar en los caballitos!, ¡a comer churros!, ¡a beber cerveza y a atiborrarse de golosinas! Está una viuda y viene su yerno y, mire usted qué ocurrencia, ande, señora, vístase de fiesta, póngase las joyas, perfúmese, que nos vamos a la verbena. ¡A la verbena! ¡Vamos a la verbena! Como si no supiésemos lo que es la vida. ¡Péinese que no nos vamos! Como si una pudiese, así como así, peinarse, como si una tuviese vestidos de película, rabos de zorro y pedrería, brocamantones y chales de diario. ¡Ah, es muy bonito eso! Uno terminará muriéndose y, mientras tanto, ¡hala, vamos a la verbena! Y si usted no tiene adornos que ponerse, ¡a la verbena igual! ¡A vivir que son dos días! Aunque sea de trapillo. ¡Qué nos quiten lo bailao! Ahí tiene usted a mi marido, un héroe, y yo, viuda, matándome la vista. ¡Oh, mundo ciego! El mundo es valle de lágrimas. Está una en su cometido y vienen y te dicen, ¡cálcese que nos vamos! ¡Cálcese! Diez años van que no compro calzado. ¡Cómo si una anduviese con el coturno puesto para la mojiganga! ¡Ay, Gregorio, qué cruel eres a veces y qué simple! Pero, ¡qué atrevimiento! ¡A la máscara, señora, que hoy me siento rumboso! ¡Ay, mundo, mundo! ¿Lo oyes, Angelina?

—Sí, mamá.

—Y, puestos en el caso de ir a esa maldita verbena, a ver, ¿qué ropa me pondría?

—Mamá, el estampado no está mal.

—¿El estampado? ¡Lo que hay que oír!

—O el verde raso.

—¿El verde? ¿Para hacer el ridículo?

Siguió con los lamentos desde el dormitorio, y siguió quejándose todavía cuando salió emperifollada de boda, y cuando volvió de restaurarse el peinado y se pintó los labios y se dispensó a discreción unas nubecillas de perfume.

—Lo habéis conseguido —dijo claudicante—. ¡Hala, a que se rían de mí!

Partieron de inmediato. Los tres del brazo, alado el ritmo, tomaron un autobús y luego otro, y no dejaron de preguntar si iban bien para la verbena hasta que vieron de lejos el cabrilleo de los colorines y oyeron el rebumbio de la música.

—Qué tontería —dijo Angelina.

—El qué —preguntó Gregorio.

—Ir a la verbena.

—¡A hacer el ridículo! —intervino con acritud la madre, tentándose el peinado.

—Lo pasaremos bien —protestó Gregorio.

Bajaban por un terrenal a buen paso, entre una muchedumbre descarriada que iba agrupándose hacia el reclamo de las luces.

Antes que el gentío, percibieron la polvareda, y la atmósfera de alegría pueblerina. Aturdidos por los pálpitos y giros de la luz, por el estruendo de los carruseles y el cisco de las tómbolas (y no sin ciertas protestas de la madre, que intentó gritar algo que un petardo anuló de un estallo), se adentraron intrépidos entre la muchedumbre. En un tenderete, tras largas deliberaciones, compraron una docenita de churros. «Están fríos», acusó la madre, masticando de un reojo a Gregorio. Mientras duró la pitanza, no volvieron a hablar. Caminaban absortos entre la maraña de timbrazos y sirenas que anunciaban el principio y el fin de los viajes, las músicas incomprensibles y la gritería de los viajeros, que competían en divertirse cada uno mejor que los demás. Después de mucho rato, Gregorio propuso subir al tren del miedo. «Qué tontería», dijo Angelina. «¡Cómo si la vida no fuese ya miedo!», ilustró su endecha la madre con el blanco de los ojos.

Se negaron también a subir a la noria.

—Total, para dar vueltas —dijo Angelina.

—Y para que se rían de una —añadió la madre—. ¡Qué poca cabeza tiene este hombre!

—Entonces, ¿a qué hemos venido? —preguntó Gregorio amargamente.

—¿Es que fui yo quien llegó alborotando con la bulla de la verbena? —tronó la madre—. ¡Habrase visto desfachatez!

Siguieron andando entre el gentío. Había hombres abrochados de limpio y grupos de muchachas con pañuelos de color sobre los hombros y flores recién cortadas en el pelo.

—Bueno, ¿y qué hacemos aquí? —preguntó al rato Angelina.

—Eso pregúntaselo a tu esposo, que es quien manda y dispone.

Gregorio se detuvo:

—Podemos tirar al blanco —dijo.

—Y ¿qué sacamos con eso? —preguntó Angelina.

—Bueno, pues yo voy a tirar —y se dirigió resueltamente a una caseta de tiro.

Tiró y erró.

—Por vuestra culpa —vino diciendo por lo bajo.

Se volvió la madre, exagerando la amplitud del auditorio:

—Ten por seguro, hija, que tu padre, que en Gloria esté, no hubiese fallado un solo tiro.

Más allá, discutieron agriamente ante los coches de choque, las barcas de la gloria y la montaña rusa, y ya amenazaba Gregorio con montar él solo en las atracciones, cuando la madre zanjó la cuestión proponiendo jugar unos boletos a la tómbola. Allá fueron entre dientes. Sacaron premio a la primera. Les dieron a elegir entre una caja de puros y un perrito de felpa. La madre eligió de inmediato el perrito. Se lo puso a Gregorio en los brazos y le dijo: «¿Ves tú como yo tengo razón?».

Animada por su buena fortuna, se resolvió a subir en el tiovivo.

—Para que veas que no te guardo rencor y que lo que quiero es vuestra felicidad —razonó.

Pero ahora era Gregorio quien no se decidía a montar.

—¿A qué hemos venido entonces? —gritó la madre, buscando alrededor el apoyo de una asamblea fiel.

Al fin se instalaron los tres en una tartana, como si aguardasen en la antesala de una consulta, y comenzaron a girar.

—Pues vaya un sacacuartos —iba diciendo Angelina.

—Con lo felices que podíamos ser —se quejaba la madre.

Gregorio, con el peluche en brazos, tenía el rostro vuelto y agraviado, y la mirada abstracta. Vio a unos jóvenes que volaban una cometa y cómo en cada giro la cometa estaba más alta; vio a un niño que inflaba un globo, y en cada vuelta el globo era más grande; vio a dos muchachas gritando en una barca de péndulo que por efecto de los movimientos combinados se mantenía siempre en la misma posición de descenso, y también el grito era siempre el mismo, y las cabelleras flotaban rígidas en el aire; y vio a tres niñas que se lanzaban alternadamente una pelota y cómo sólo una la recibía, mientras las otras dos miraban a la afortunada con la paciencia cada vez más triste. Los diálogos se convertían en monólogos, los saludos no eran contestados, y había quien respondía a preguntas que nadie le había hecho y quien se esfumaba o reaparecía más allá por arte de birlibirloque. Uno sacaba una patata frita, otro la engullía, otro la masticaba y el de más allá se relamía. A un gesto correspondía el disparate de otros gestos, como en una pantomima de Torre de Babel representada por comediantes bufos. Señora hubo a quien se le cayó el abanico y caballero que lo recogió trasmutado en sombrero. Un niño que se burlaba de su madre recibió de premio una sonrisa. Al novio se le mudó la novia, cuando se disponía a besarla, en una nube de algodón de azúcar, y tan pronto la besaba como la devoraba, siempre con similar blandura. Cuando el tiovivo se detuvo, le costó a Gregorio aceptar el sentido lineal de las cosas. La barca osciló, las niñas tristes rieron al recibir la pelota, la gente hablaba y actuaba por turno y el niño burlón recibió su merecido a manos de su madre.

El viaje había endulzado los ánimos. Caminaron largamente en silencio. En un quiosco, al final ya de la verbena, ocuparon una mesa y pidieron cerveza y patatas fritas. Sobre un templete adornado con guirnaldas, farolitos, calabazas y fuelles de papel, una banda de música tocaba canciones de siempre para bailar. Hacía una buena tarde, empezaba a hacer fresco y daba gusto oler el polvo y sumarse a la alegría ya un poco fatigada, casi íntima, de la gente. Los músicos, reglamentados de azul, se limpiaban las gafas o las manos entre pieza y pieza, y complacían las peticiones del público. El director se volvía a cada final y, cruzándose la batuta sobre el pecho, saludaba con breve lumbalgia. Abajo, jubilados, señoritas por casar y niños de limpio aplaudían sobre la nariz. Había en todo aquello algo de plenitud fácil y de generaciones que se suceden sin embrollo. Gregorio se sintió feliz. Sacó a Angelina a bailar, y aunque ella se negó, la cogió de las manos y la sacó a la fuerza, y cuando ya se iban señaló riendo a la madre: «Prepárese que luego va usted». «Jesús, Jesús», exclamó ella pinzándose el escote.

Bailaron por primera vez desde el banquete de boda, y a Gregorio le pareció que los músicos, como entonces, estaban tocando para ellos solos.

—Angelina.

—Qué.

—¿A que parece que los músicos tocan sólo para nosotros?

—Qué tontería.

—¿Eres feliz?

—Sí.

—Yo también. Angelina.

—Qué.

—¿Sabes lo que vamos a hacer cuando acabe la sequía?

—No.

—Intenta adivinarlo.

—No sé.

—Comprarnos un coche.

—Qué locura.

—Y volveremos a la costa, al mismo sitio donde fuimos la otra vez. ¿Qué te parece?

—No sé.

—Podemos hacer muchas cosas. Por ejemplo, ¿tú has ido al teatro alguna vez?

—Yo no.

—Yo tampoco. Tenemos que ir.

—El teatro es mentira, un sacacuartos.

—También las novelas de la radio son mentiras.

—Pero son de balde y no distraen del trabajo.

—Bueno, ya me lo dirás cuando vayamos. Angelina.

—Qué.

—¿A ti no te gustaba vivir en el campo y cuidar de las gallinas?

—Sí.

—Pues algún día nos iremos al campo. Yo plantaré trigo y tú tendrás tus gallinas.

—Anda, déjate de tontunas, que te veo muy raro esta tarde.

—Y además me gustaría abrazarte ahora mismo, con mala intención.

—Por Dios, Gregorio, ya está bien. Sólo piensas en esas cosas.

—¿En cuáles?

—Tú ya lo sabes. Y ya está. Me vas a hacer poner colorada. Bailaron dos piezas y regresaron. Y ya se disponía Gregorio a sacar a la madre cuando de repente se oyó un grito que lo dejó paralizado en lo más profundo de su zalema cortesana.

—¡¡Faroooniiiii!!

Lo reconoció con el pensamiento, antes de volverse. Era Elicio. Lo vio flotar en la polvareda con la ligereza fácil y flexible que le otorgaban la chaqueta blanca, la camisa eléctrica de tornasol y los zapatos de caladillo, y venía esquivando a los bailarines con el ensalmo de una sonrisa dentona y mundanal. Instintivamente, sobreponiéndose a la sorpresa, Gregorio salió a su encuentro para alejarlo de la curiosidad de las mujeres. En el recuerdo del 4 de octubre, le pareció que nunca acabarían de atravesar aquel espacio polvoriento que el atardecer y el recuerdo convertían en ilusorio laberinto de oro, y donde el aire tenía el temblor nítido y la engañosa transparencia de los espejismos.

Se abrazaron en mitad de la pista. Elicio se apartó un poco y lo miró de arriba a abajo:

—Gregor Hollis —dijo, y le amagó un puñetazo al estómago.

—Elik Reno —contestó Gregorio encogiéndose.

De pronto le dio la impresión (molesta, casi insoportable) de que Elicio no había cambiado: el mismo flequillo de ida y vuelta, la misma voz, los mismos gestos, los mismos dientes de conejo.

—Elicio, ¿es que sigues teniendo dieciséis años? —preguntó con su mejor voz juvenil.

—¡Claro! —respondió Elicio, y alzó el pulgar de la victoria—. Pero, oye, Gregor —y al ponerse serio se transformó en el hombre de cuarenta años que en realidad era—, estoy con unos amigos. Vente con nosotros. Vamos a reventar la verbena.

—No puedo, he venido con unos familiares —dijo Gregorio en voz baja, como si estuvieran en una iglesia.

—¿Te has casado? —preguntó Elicio, señalando a las mujeres.

Gregorio exageró la sonrisa y devolvió el derechazo, pero no respondió.

La gente bailaba alrededor cada vez más deprisa, quizá por el fresco del atardecer, quizá para aprovechar mejor los bailes. Envueltos en la polvareda y la música, Gregorio y Elicio se miraban entre cabeceos de admiración.

De pronto Elicio empezó a hablar con gestos rápidos y seguros. Gregorio no lo entendía pero miraba fascinado sus manos, entregadas como a una menuda y experta artesanía, como si manejara hilos invisibles o modelase figuras fantásticas con la pasta tierna de las palabras. Parecía un actor, y también un gran personaje que jugase con un niño a sacarle caramelos de las orejas.

—Oye, y ¿qué es de tu vida? —preguntó de improviso—. ¿Te acuerdas que tú querías ser poeta y yo gánster? Yo siempre lo decía: este Gregorio tiene de verdad alma de poeta, y llegará lejos. Sigues haciendo poesías, ¿no?

A Gregorio le hubiese gustado abrir la boca y que las palabras salieran solas, como la música imposible de los sueños. Sin embargo, respondió:

—Bueno, a veces, ¿qué te voy a decir? —y le pareció una respuesta tan ridícula que añadió: «Versos sáficos», y lanzó una risotada, corta y desabrida.

—Y tú, ¿qué haces? —preguntó, adecentando la voz.

Y otra vez empezó a hablar Elicio con aquella fluidez incomprensible y aquellos ademanes elegantes e hipnóticos. Gregorio entendió que era barman en una sala de fiestas con nombre tropical, que ganaba dinero, apaciguaba broncas y seducía mujeres. Que tenía un hijo de la misma edad que ellos tenían entonces, pero que no estaba casado sino juntado, y que su mujer era cantante. Luego habló de un automóvil color crema y explicó el orden de los cambios de marcha. «Estuve en el extranjero y en la cárcel, y ahora ya ves, feliz en lo mío». Se distanció un paso:

—Qué jodío Faroni, y cómo ha pasado el tiempo. Oye, estás más gordo, ¿eh?, y te estás quedando calvorota —y le dio una bofetadita en la cara.

Gregorio se defendió con una risa que le pareció servil y estúpida.

—Oye, ¿y no has escrito ningún libro?

—Todavía no —dijo Gregorio, quitándole importancia al asunto.

—Pues yo siempre decía por ahí, «tengo un amigo poeta que un día saldrá famoso. Acordaos del nombre, Faroni, se lo puse yo».

Gregorio se sintió avergonzado y lleno de un repentino y vago malestar.

—¿Y Alicia? —preguntó, con una voz que se le antojó espantosamente ridícula.

—No la volví a ver. Creo que se casó con un político, gobernador o cosa así. ¿Te acuerdas que tú estabas enamorado de ella? ¿Te acuerdas de Drake, su perro? ¡Qué tiempos! Pero, ¿por qué no te vienes? —y le volvió a amagar otro puñetazo.

—No puedo —dijo encogiéndose y pronunciando por lo bajo aquel extraño nombre, Drake, que inútilmente había intentado recordar desde hacía muchos años.

—Pues mira —dijo Elicio, a quien apremiaban con voces festivas—, ven un día a verme.

Empezó a retroceder y a subir la voz:

—Tenemos que hablar de aquellos tiempos. Y ya sabes —gritó—, salud, fortuna y amor. ¡Hasta siempre, Faroni!

Guiñó un ojo y, asomando el pulgar de la victoria por encima del hombro, desapareció entre la gente.

Gregorio se quedó inmóvil en mitad de la pista, oyendo el eco de su antiguo nombre y absorto en recuerdos que había creído definitivamente olvidados y que ahora regresaban como un eructo amargo. «Faroni, Drake», se dijo, sin entender la causa de la súbita y devastadora nostalgia. Justo entonces se levantó el viento y el aire empezó a oler a humedad. La música aceleró el ritmo y los bailarines se pusieron a danzar velozmente entre remolinos de polvo.

—Vámonos —dijo Gregorio con sombrío laconismo.

La madre esperó a estar lejos para acomodar su cantinela.

—¡Prepárese usted, señora, que vamos a bailar! ¡Prepárese que después va usted! ¡Masque usted esa china! Con mi esposo muerto, enferma como estoy y el mundo acabándose, ¡a bailar! ¡Habrase visto desvergüenza! ¡Y qué mal baila este hombre! Parece un pato mareado. Y ¿quién era ese zangarullón de blanco?

—Un amigo de la juventud.

—¡La juventud! Y ¿cómo te llamaba, Meloni o Peroni?

—Cosas de muchachos.

—¡Qué ocurrencia! ¿Y crees tú que yo iba a bailar? Yo era una pluma en brazos de mi esposo, cuando en los salones de Capitanía bailábamos la noche de Pascua. «¿Me concedes este baile, reina?». Fue un día de viento como hoy. Yo lucía un maravilloso vestido de color salmón con hojaldres de nieve, abrigo de garras, zapatos de ensueño con cintillos de Plata, la cabellera negra hasta la cintura y subiendo por ella una salamandra de oro, y en la frente una diadema de pedrería viva: parecía una auténtica reina oriental. Me aclamaron tanto, tanto clavel, tanta orquídea, tantas personalidades se inclinaron, «señora, a sus pies, está usted maravillosa». Hubo un mariscal francés que me dijo con una reverencia, madam, vu se le esplender. Y era mi marido rodearme de la cintura y sentirme flotar bajo las arañas, como si el aire de los violines nos llevase en un soplo y el vestido de noche fuese un puro vapor.

Gregorio tiró de Angelina y la madre empezó a quedarse rezagada.

—¡Qué haya yo vivido eso y venga ahora un cataplasma a sacarte a bailar en una polvareda!, un hombre que ni para tener hijos vale, y eso como si te hiciese un favor y por caridad, y que de pronto te deje porque lo llaman por el mote, Meloni o Peroni, un pelagatos con la cara de liebre, y ¡hala!, ¡corra a verle y deje plantada a una señora para risorio del público! ¿Has visto, Angelina, has visto, hija, cómo me miraba la gente y se reía por lo bajo dándose con el codo? ¿Y has oído luego una palabra de disculpa, un desagravio, después de despacharse a gusto con el amigote? ¡Nooo! ¡Vámonos!, ha sido cuanto ha dicho, vámonos que yo hoy por hoy ya estoy servido. Y ¡cómo se reía la gente! ¡Qué de risitas y de escarnios! ¡Sólo yo sé el Calvario que me has hecho pasar, Gregorio!

Así siguió hasta que dejaron atrás la verbena y se internaron por el terrenal. Al llegar al alto, se volvieron a divisar el panorama. Giraban las luces y se oía el apagado retumbo de la música.

—Cuántas luces —dijo Angelina—. Parece un Belén.

—¿Luces? —gritó la madre—. ¡No veo casi las luces! ¡Dios mío, me estoy quedando ciega! ¡No veo nada!

Gregorio sintió que cualquier gesto, palabra o pensamiento lo hundiría aún más en un malestar que se iba haciendo náusea. Intentó recordar algún episodio del pasado, y otros nombres de los que tenía olvidados desde hacía tantos años, pero sólo consiguió ver al diablo con capa y cicatriz subido gentilmente a un caballito del tiovivo.

—¡A la verbena, a la verbena! —gritaba la madre fuera de sí.

Esa misma noche oyeron cómo el viento arrastraba papeles hasta los corredores, empujaba las puertas y arañaba las ventanas. Luego se hizo el silencio y enseguida, como tras un breve titubeo del que participaran todas las cosas y personas, comenzó a llover con menudo ahínco.