Capítulo V

—Pero, ¿todavía estáis aquí? —preguntó el bedel, enchufándolos con la linterna como si les embadurnase las caras con la luz. Y sin esperar respuesta, reclamado por obligaciones más urgentes, prosiguió la ronda.

En aquella academia nocturna, ante cuya puerta se había detenido Gregorio el 4 de octubre y a la que había asistido veinticinco años antes, había siempre una gran hambruna de sueño. Era un piso interior, oscuro y laberíntico, mal ventilado, con techos altos de los que colgaban débiles luces, que apenas se bastaban para aclarar las penumbras. Casi todos los estudiantes (y los había de hasta más de cincuenta años) trabajaban en oficinas y talleres, lejos de sus hogares, y como no tenían tiempo para cambiarse de ropa, comparecían en las clases con sus uniformes y trajes de faena. Llegaban hacia las nueve, con los ojos encandilados de sueño y la expresión dulce a fuerza de cansancio. Entraban como sonámbulos en las aulas y se pasaban las horas bostezando, dando cabezadas abismales y sufriendo pequeños sobresaltos. Algunos se quedaban dormidos sobre los cuadernos, con el lápiz en la mano, y el profesor iba entonces y los despertaba tocándolos mágicamente con una varita en la cabeza. A veces ocurría que también se dormía el profesor, pero así y todo continuaba en sueños dictando materia, sin apartarse un punto del programa. Entre clase y clase, unos descabezaban un sueñecito, y otros, más aplicados o vivaces, iban al retrete y se refrescaban la cara, e incluso hacían ejercicios gimnásticos en el pasillo. Pero también algunos aprovechaban los numerosos y oscuros recovecos de la academia para echarse abiertamente a dormir, bien en algún rincón (a bulto limpio o bajo algún banco), bien en un cuarto donde se almacenaban sacos de carbón y de serrín y útiles de limpieza. Allí, siempre había cuatro o cinco estudiantes entregados profundamente al sueño. Por eso cada hora, el bedel hacía una ronda por los pasillos, escudriñando con una linterna los rincones, despabilando a los durmientes y desalojándolos de sus escondites.

Gregorio todavía recordaba el caso de un joven que se durmió en un examen de filosofía. El profesor, sentado y cruzado de piernas, miraba el reloj, bostezaba y se hacía saltar el elástico de los calcetines. Al final quedaban dos alumnos en sus pupitres. Uno salió enseguida, frotándose las manos como si acabara de hacer un buen negocio; el otro continuo ensimismado sobre el papel. «¡La hora, la hora!», gritó de pronto el profesor. Pero el alumno no se alteró. El profesor se acercó a él y lo tocó con la varita. Pero el alumno siguió inmóvil. «¡Ehhh!», gritó, y nada. Alarmado, mandó a por el bedel, que llegó desde el fondo lóbrego del pasillo, esgrimiendo su luz portátil. Lo enchufaron con la linterna, lo zarandearon, y tampoco. Los otros alumnos se habían reunido en la puerta, entre rechiflas y bostezos. Por último mandaron aviso al director, que apareció en solitaria y oscilante comitiva, pues era muy gordo y solemne. Observó el caso, dio una sola palmada (más propia para asustar grullas que para alertar estudiantes) y al instante el alumno volvió en sí, sonrió, se restregó los ojos de marmota y miró soñadoramente a sus maestros.

Quizá las ganas de dormir se agravaban con el rumor de la clase de mecanografía: treinta pupitres, sesenta ojos, trescientos dedos, arriba aquella vacilante luz que todo lo sumía en claroscuro de oratorio, abajo la voz clara y categórica de un hombre que dictaba incansablemente cartas comerciales. Aquel rumor era como una telaraña donde, atrapados, se debatían los pensamientos. ¡Cuántas veces Gregorio había intentado en vano seguir alguna explicación filosófica o matemática! En vano, porque entre las pausas de la lección se oían las palabras remotas, nítidas y soporíferas de la salmodia comercial: «en respuesta a su atenta fechada ayer», «nos es grato poderle adjuntar conocimiento de embarque y factura número 123», «nos interesa recibir la mercancía dentro de la semana entrante»… Y luego estaban los que llegaban tarde y no paraban de preguntar alrededor de qué se estaba hablando. Patéticamente, pues como habían perdido apuntes, debían recuperarlos después de las doce —hora en que cerraba la academia—, escribiendo de pie, en el portal, bajo una farola.

Para rematar la confusión, el aula de Gregorio comunicaba con las habitaciones privadas del director y propietario de la academia. Como era la única entrada, por allí tenían que pasar las visitas. La mujer, con bata acolchada, salía a recibirlas al aula, o bien se prolongaban en ella las despedidas, y entonces el profesor guardaba silencio hasta ver el campo despejado. Algunos visitantes, que venían por asuntos de negocio, debían esperar allí a ser recibidos. Los estudiantes aprovechaban entonces para burlarse de ellos y lanzarles bolitas de papel, y con quien más se ensañaban era con el novio de la hija, que acudía todas las noches a primera hora, con lúgubre puntualidad, vestido de negro y con un ramito de flores a la altura del corazón. No siempre tenía la fortuna de ser recibido. Al contrario, a veces se asomaba la madre y lo rechazaba con el dorso de ambas manos, como si sacudiese migas de pan. «Hoy no», decía. El pretendiente saludaba con un taconazo militar, daba una cumplida cabezada y se retiraba sin una palabra de protesta. El profesor retomaba el hilo expositivo, pero para entonces algunos estudiantes se habían dormido sobre los pupitres, otros no recordaban de qué se estaba hablando y otros, aprovechando la interrupción, habían pedido permiso para ir al retrete y nunca acababan de volver.

Total que, por todo ello, Gregorio se acostumbró a reunirse con Angelina en uno de los pasillos, donde cada hora venía a sorprenderlos el bedel. «Pero, ¿todavía estáis aquí?», les decía. Y ellos se disculpaban con cualquier pretexto escolar.

Allí, durante tres noches, Angelina había escuchado la historia entre ficticia y discretamente antológica de la adolescencia de Gregorio, y Gregorio la no menos discreta relación de la vida diaria de Angelina, y cuando al poco tiempo no tuvieron nada que contarse y repitieron en otro orden lo que ya sabían, habían avanzado tanto en el conocimiento de los caracteres que el mismo cuento les parecía siempre nuevo, pues ya no les interesaban tanto las reiteraciones como la madurez de los hábitos y la seguridad de los encuentros, que habían adquirido aspecto oficial de citas nocturnas.

Tras la exhumación del pasado, siguió el tembloroso examen del futuro. ¿Qué iba a ocurrir en adelante? Juntaron de nuevo las cabezas, como dos aguas mansas en torno a una raíz. Angelina no tenía proyectos definitivos, pero sí Gregorio, que cinco años después de iniciarse en la poesía, dos desde que las urgencias del presente y el sentido práctico de las ilusiones lo obligaran a creer llegado el momento, fatal u oportuno, de romper con la lírica, aun cuando conservase de ella la distinción y el gusto de quien ha ejercitado en versos los enigmáticos sueños de la adolescencia, y un año luego de no saber por dónde encauzar el bullicio de sus inquietudes, había decidido al fin reanudar los estudios y hacerse ingeniero, y marcharse a algún país lejano y salvaje a abrir caminos en tierras vírgenes y a tender puentes sobre ríos caudalosos y a llevar una vida que no era muy distinta de la que había imaginado en sus ensueños de poeta.

Por entonces, seguía viviendo en el mismo cuarto al que se trasladó después de la muerte de su tío. Allí escribió sus últimos versos de juventud. Eran composiciones breves, donde siempre aparecía un viajero que todos los lunes llegaba extraviado frente al mar. Era la versión lírica de su existencia cotidiana. Durante cinco años había acudido todos los domingos a los cines del barrio a ver películas de acción, se había subido las solapas de una imaginaria gabardina para seguir por las calles el rastro de algún espía contrario, había visto atardecer tras los visillos de un restaurante económico, se había dormido inventándose historias policíacas donde él era el apuesto protagonista del amor y del riesgo y había despertado cada lunes sobre las cenizas frías de la diaria realidad.

Pero no todo fue gris, destemplado o monótono. De sus vehemencias de poeta todavía conservaba el hábito de esperar algún acontecimiento extraordinario. No con desazón ni entusiasmo, sino como una deuda que le debía el destino, y que a su tiempo habría de reclamar. Tampoco echaba en falta sus exaltaciones de entonces. Al contrario, después de renunciar a sus proyectos de poeta, que lo obligaban a una vigilia feliz aunque agotadora, se sintió como eximido de una responsabilidad grave. Y hasta se alegró de que Elicio se hubiese mudado de barrio y de que Alicia se hubiera ido a vivir a una ciudad lejana, a la orilla del mar. De esa manera podría encauzar su vida sin testigos que con sólo su presencia le recordasen de continuo el pasado. No obstante, para paliar la pérdida de tantas ilusiones, y los escrúpulos de conciencia, ideó un futuro que concertara el sentido práctico con los desafueros de sus antiguos sueños. Estudiaría de firme —sacrificando a ese objetivo la posibilidad de una juventud despreocupada y espléndida—, y cuando fuese ingeniero se marcharía a la selva sin dejar atrás ningún motivo de nostalgia. Sería un hombre duro y sin pasado, solitario y parco de palabras, como los héroes del cine. Al fin y al cabo, aquélla era otra forma de ser poeta y de escribir las páginas más escogidas del libro de la vida.

La sugestión de su propia imagen ideal, donde se veía con traje de explorador, un látigo en la mano y una pistola en la cintura, era tan fuerte y verosímil, que no se paraba a preguntarse por la viabilidad de sus planes, y le preocupaban más las mordeduras de las serpientes venenosas que su escasa aptitud para las matemáticas. Quizás había descubierto el poder omnímodo de la costumbre para convertir la irrealidad en un fenómeno serio y cotidiano. Quizá confiaba en que el tiempo resolviese las dificultades, ahorrándole así el trabajo de planteárselas, quizá se estaba convirtiendo en el joven adulto que, en la derrota de las ilusiones, encuentra una inconsciente iniciación a la ironía, o quizá no ocurriese nada distinto a los conflictos más elementales de la vida. Sin embargo, aunque no consiguió nunca establecer la relación entre, los libros y las serpientes venenosas, el esfuerzo del estudio lo reconciliaba con el derecho a mantener viva la rutina de la ilusión. Y no para engañarse a si mismo: para prevenirse contra el futuro, pues cuando llegase el día de admitir la inutilidad del empeño, posiblemente ya habría encontrado algún modo más sencillo de combatir las penurias de la realidad.

Entretanto, las combatía con humildes riesgos urbanos. Todos los días salía de casa subiéndose sus imaginarias solapas de espía, un cigarrillo colgado del labio y la mirada esquinada de astucia. Deteniéndose en los escaparates y simulando curiosidades imprevistas, angulando reojos, hurtando el perfil, burlando persecuciones y salvando emboscadas, vencía sin novedad la primera etapa del trayecto. A partir de allí, le esperaba otra suerte de peligros. Si aguardaba la luz verde para cruzar una calle y se ponía a su altura una mujer con alguna prenda negra, perdía una baza de semáforo. Si azul, ganaba el derecho a acelerar el paso durante un minuto. Si alcanzaba a un transeúnte ciego o cojo, no podía adelantarlo mientras no lo liberase algún hombre con un peso a la espalda. Quedaba cautivo de una plaza si la estaban regando o había un niño con gorro, y no podía franquearla hasta que cruzase un perro o levantase el vuelo una paloma. Pero si el perro se paraba a hacer una necesidad, también él debía pararse y contener la respiración, pues en caso contrario las reglas del juego lo obligaban a retroceder hasta encontrar una monja o cualquier otra persona de uniforme. Por momentos, la vida le parecía apasionante.

En la oficina —donde tras cinco años de botones había ascendido a auxiliar administrativo—, trabajaba con tan pacífica diligencia, que nadie hubiese adivinado en él a un poeta y a un futuro técnico en la selva. Cuando los otros auxiliares lo animaban a acompañarlos de farra, a la salida del trabajo, Gregorio casi siempre balbuceaba alguna excusa, y si accedía, apenas hablaba, y enseguida se iba con el pretexto de compromisos urgentes. Se vio así obligado a inventarse una novia, a la que puso el nombre de Crispinela, y un gato al que llamó Echeverría, y eran nombres tan poco afortunados porque las disculpas lo cogieron por sorpresa, y dijo lo primero que se le vino encima.

De vuelta a casa, a veces pasaba por unos espejos deformantes que había gratis en una de las calles comerciales del barrio. Había engordado, y el último estirón le dejó una estatura media y una expresión cualquiera, donde apenas eran ya reconocibles los rescoldos de su antiguo relumbre de poeta. Pero a cambio, pensaba, buscándose en los espejos los mejores efectos, había adquirido un aire impenetrable, de hombre curtido por los azotes de la vida. Y era más fuerte, y de empaque más seguro, y sin el aspecto de estupor de otros años, que parecía un perro con pulgas medroso ante un paso de agua, y más elegante y más mundano; y aunque —reconocía sin apuro— no era guapo ni llamativo de envoltura, así y todo el perfil tenía la seducción del hielo, y en los ojos había asomadas burlonas que también sabrían ser dulces cuando lo requiriese la ocasión. Esa era la imagen que perduraba en su memoria la mañana de octubre, y tuvo que hacer un esfuerzo de concentración para recordarse en su cuarto, sentado a una mesa al atardecer y con una estampa muy diferente a la que le robaba a los espejos. Allí estudiaba las lecciones diarias, y de vez en cuando caía un copo de caspa, y a veces la página se llenaba de copos antes de que él hubiese asimilado la lección. Cuando el cansancio le impedía seguir, repasaba su colección de entradas de cine, que guardaba entre las hojas de los libros de texto, con el título de la película, el nombre de los actores y la fecha en que fue vista escritos al dorso. O bien se pasaba las horas arreglándose las uñas, o sacándose la cera de los oídos o manejando por puro gusto una navaja de uso múltiple que había comprado en un puesto ambulante, y que llevaba siempre colgada con una cadena de la trabilla del pantalón.

Así iba aliviando los rigores de la vida, y cuando ya tenía medio olvidados sus planes de ingeniero, conoció a Angelina, y los renovó para darse importancia, y también por el hábito de las distracciones ventajosas. Habló de las serpientes y del peligro de las arenas movedizas. Angelina sonrió comprensiva: también a ella le hubiera gustado vivir en el campo y cuidar de unas gallinas cluecas. Ese era su sueño imposible de cumplir. Pero lo declaraba sin pena, casi con la alegría de tener un deseo y enseñarlo como un retrato en el que hubiera salido mal, risible incluso para ella misma.

«¿Y qué más cosas te gustaría hacer?», preguntaba Gregorio. «Tejer», dijo Angelina, y le enseñó sus propios jerseys, que ella misma se hacía con agujas. Gregorio los tocó y los olió, convirtiendo el análisis en caricias furtivas. A cambio él llevó algunas poesías, que le leyó en susurros, rozándola con el aliento. «¿Qué te parecen?», preguntó al final. «Tristes», dijo Angelina, mirando al aire y con una mano hincada en la mejilla de soltera. «Porque también la vida es triste», dijo él satisfecho, como el vendedor que guarda sus catálogos tras una brillante exposición. «¿Y qué más te gustaría, hacer?», volvió a preguntarle. «No sé», contestó Angelina sin dudar. Pero al fin confesó que lo que más le divertía en los ratos libres era jugar al veoveo. «Juego muy bien», dijo. Hicieron la prueba y, efectivamente, aunque en aquel pasillo sólo había un mapa, las paredes y una bombilla, Angelina demostró su maestría eligiendo objetos que estaban allí escondidos sin saberlo Gregorio.

—En casa, sin embargo —dijo una noche, cuando ya habían agotado todos los nombres—, hay tantas cosas que cuesta mucho decidirse por una.

Y aquella revelación los hizo enrojecer y fijar los ojos en el mismo punto prometedor y borroso del vacío.

Al otro sábado se citaron en el parque. Iban por un paseo de arena preguntándose cómo habiendo vivido en el mismo barrio no se habían visto nunca. Gregorio contó que, como era poeta, salía poco de casa, y que sólo de noche se aventuraba por ese mismo parque en busca de inspiración. De día, además de escribir, a veces cuidaba por caridad de un quiosco que había pertenecido a otro tío suyo, no con el que había vivido aquellos años sino otro, algo tarumba y falto de juicio —dijo, adelantándose a la posibilidad de que Angelina lo hubiera visto allí y le diese por recordarlo como era, y aplacando de paso la doble vergüenza de admitir y omitir.

—Pues yo creo que te vi una vez —dijo Angelina—; ibas en una moto con la muchacha aquella del perro.

Gregorio, maravillado de aquel feliz malentendido, confesó que, en efecto, tuvo una moto y conoció a esa muchacha, con la que salió un tiempo.

Angelina bajó la cabeza.

—Pero no me gustaba —dijo Gregorio, invitándola a sentarse en un banco—. A mí quien me gusta de verdad eres tú —y le subió la cara con un dedo, tomándola por la barbilla. Le hubiera gustado envolverla en una mirada de irresistible seducción, y luego raptarle la cintura y besarla en los labios con el mismo dominio varonil de sus héroes del cine. Pero ella cerró los ojos y no se dejó mirar, y escamoteó el talle cuando Gregorio le pasó un brazo por los hombros y le dijo: «Angelina», «¿Qué?». «Mírame». «¿Para qué?». «Para verte». Angelina se volvió un poco y entonces él reunió valor para alcanzarla en la boca con un beso forzado y por sorpresa.

Todas las poesías que había compuesto le parecieron torpes preparativos para llegar a aquel instante. Y, sin embargo, nada ocurría. Un reloj dio las ocho, el viento barrió las hojas y algo vivo escapó entre la hierba. Angelina bajó de nuevo la cabeza: se hacía tarde y había que regresar. Lentamente guardaron silencio. Gregorio cogía chinitas del suelo, y cuando tuvo muchas dijo, enseñándoselas a Angelina, «mira cuántas chinitas». Y ella, «es verdad», respondió. Y las hojas del sauce se agitaron diciendo: es verdad, cuántas chinitas. Cuántas, cuántas, repitió un pájaro en la espesura. Ninguno de sus poemas podía igualar aquellas palabras, porque éstas habían nacido por sí solas y eran necesarias y sencillas como el agua de lluvia. Miró una nube, y sólo con mirarla tuvo la impresión de haber compuesto el más hermoso poema sobre nubes que se pudiera imaginar. «Soy un poeta de la vida», se dijo, apretando furiosamente las chinitas.

—Hace muy buena tarde, ¿verdad?

—Sí —dijo Angelina.

Y las palabras le parecieron todas mágicas. Inspirado por el arte fácil que transmitían las cosas, intentó besarla de nuevo, pero ella se apartó y dijo, «hace frío», y todas las hierbas del césped cabecearon profundamente a un mismo lado. Volvió a sentirse un gran poeta sin palabras, con tanta fortuna y convicción que, cuando salieron del parque, se prometió que en adelante no leería otro libro que el libro siempre abierto de la vida.

Por esas mismas escaleras por donde bajaba la mañana del 4 de octubre, subió otras tardes a hacer tertulia con las dos mujeres. Había cambiado para entonces de aspecto, y no sólo gastaba traje sino también brillantina, mechero dorado y juego de sortija, gemelos y alfiler de corbata. Antes de llamar, sacaba un peine y, como un prestidigitador, se daba unas pasadas tan profundas que le dejaban la mirada limpia de malicia. Pulsaba luego el timbre, y aparecía Angelina, que abría la puerta con honesto descargo, más allá un perrillo, de nombre Orión, que se hozaba las pulgas en postura de arquero inverosímil, dándose muy afanosas dentelladas y enhebrando al intruso fijamente por el legañal, y más allá la madre, que surgía erguida y quieta al fondo del pasillo, esperando el momento de suspirar y encabezar el cortejo hasta la sala, y ofrecer asiento entre muebles ensabanados, alrededor de una mesita con dulces ya dispuestos sobre un tapete de ochos al ganchillo.

Después de algún comentario acerca de la vida, de sus trampas y dones, donde se intercalaba el recuerdo de tiempos más benignos, después de muchos suspiros y estiramientos de faldas y solapas, quedaban abandonados al silencio, fijos los ojos en algún profundo entreabierto por donde la tarde se iba yendo, y así, acogidos a la penumbra, asistían al desenlace del anochecer, cuya última escena les iba trayendo el ritmo de un acordeón hecho a la nostalgia, que ellos escuchaban como la confirmación de un pasado feliz, y el anuncio de un futuro prometedor. Para entonces, parecía que en la penumbra los cristales de los cuadros se hubiesen astillado o encharcado de agua sucia de lluvia.

—Otra pastita, Gregorio —decía la madre con súbito empuje.

—Sí, sí —lo animaba Angelina, por si no hubiera comprendido del todo, y por un instante las dos mujeres se agitaban a su alrededor como en torno de un recién nacido cuya vida estuviese en peligro.

Gregorio se excusaba, movía la cabeza y al fin tomaba la pastita, con lo que los cuerpos volvían a los respaldos, y ya sólo se oía el ritmo del reloj. Fue precisamente el reloj el que lo ayudó a asegurar la continuidad de las citas. Un día se estropeó y la madre lo animó a repararlo. «Pero si no sé», dijo él. «Ande ya, Gregorio, inténtelo de todas formas, no sea corto». Gregorio lo intentó, y aquella actividad llegó a convertirse durante muchos años en una de sus distracciones favoritas. Con la navaja múltiple lo armaba y lo desarmaba, bajo la expectación de las mujeres, y al final hacía un gesto de desaliento y guardaba las piezas en una caja de galletas. Nunca logró que funcionase. «Verá cómo lo acaba consiguiendo», decía la madre, «a lo mejor mañana ya funciona. No se desanime, Gregorio». Y al otro día, cuando llegaba, ya le tenían preparada en la mesa la caja de galletas.

Sin el latido del reloj, sólo se escuchaban los suspiros de la madre. A veces se quedaba mirando sus manos: la sortija de novia, la alianza de casada, los anillos de onomásticas y aniversarios, y decía: «¡Ay, vida vida!», recogiéndose en la puntilla del pañuelo el supuesto furtivo de una lágrima. Uno de los primeros días, mirando fijamente a Gregorio, le preguntó a Angelina:

—¿Le has contado ya a Gregorio quién era tu padre?

—Sí, señora, era capitán —dijo Gregorio.

—Un héroe —puntualizó la madre con memoriosa aflicción—, fuerte como un toro, delicado como un poeta, elegante como un monarca. Hubiera llegado a general. Y a usted, Gregorio, le hubiera dado muy buenos consejos. Me lo imagino diciéndole: «¡Saque pecho, joven!, ¡arriba la barbilla!, ¡esa mirada al frente!». Sí, era un gran hombre —claudicó una vez más ante la evidencia.

—Cantaba muy bien —dijo Angelina.

—¿Muy bien? —se alborotó la madre—. Figúrate, hija, que cuando volvía de maniobras (tú eras muy pequeña), comenzaba a cantar una romanza desde tres calles antes, y los vecinos se asomaban a las ventanas para oírlo y verlo llegar. Venía a caballo, con su trueno de voz. ¿Y le ha contado ya Angelina cómo le conocí?

—No, señora.

—Me acuerdo muy bien, como si fuera hoy —y miró al confín para fijar la evocación—. Yo vestía un uniforme azul con ribetes de hilo y babero marino, y llevaba la cara recién lavada con agua de limones y el pelo cogido en una cola de caballo. Habíamos ido de excursión y jugábamos a la orilla de un río, la superiora de gallinita ciega y nosotras asomándonos de medio cuerpo por detrás de los árboles y gritándole alrededor. Y me acuerdo que de pronto se oyeron los cañones y se veían las pompas de humo y el polvo de la caballería. ¿Te acuerdas, Angelina, que te lo contamos muchas veces?

—Sí, mamá.

—Luego, no sé cómo, debió de ser el destino, yo me fui por el campo cogiendo moras y me entré en la espesura. Y cuando me di cuenta subía por un cerro y llegué arriba, y había tanto viento que me solté el cabello, que lo tenía negro como el tizón, y me senté en la hierba, bebiéndome los aires. Ya habían parado los cañones y sólo se veía la obra de Dios. Y había tanto silencio que fue entonces cuando más cerca estuve yo de que se me apareciese un ángel, y me acuerdo que dije: «He aquí la esclava del Señor». Pero fue él quien apareció, vestido de cadete. Yo tenía los labios manchados de moras y me había puesto en el pelo un aroma de menta. Él traía en una mano la espada desnuda y su caballo venía detrás comiendo tréboles. Me miró y me dijo: «Buenas tardes, reina». Llevaba botas con espuelas, la camisa abierta sobre el pecho, los pantalones justos y el pelo recién peinado. Con la espada, de un solo golpe, rebanó un lirio, lo pinchó por el tallo y me lo ofreció en la punta del acero con una reverencia. «Se te cayó de los labios, reina», me dijo. Y yo, creyendo que era el ángel, le contesté: «Hágase la voluntad del Señor». Así nos conocimos. ¿Qué te parece a ti, Gregorio, si no era un ángel mi marido?

—A mí me quería mucho —dijo Angelina.

—¡¡Mucho!! —desorbitó los ojos la madre—. Sabía imitar muy bien el trote del caballo y lo imitaba para que te durmieras. Te dormías en sus brazos. ¡Era tan fuerte! Una vez estaba yo enferma y había venido el médico, pero por la autoridad, parecía que el médico era mi esposo, porque cuando le dijeron que tenía un riñón grave, él se echó a reír y le regateó: «Dejémoslo en un achaque muscular, ¿le parece bien, doctor?». Y el doctor, ante aquel vendaval de hombre, ¿qué iba a decir?, que sí, que la enfermedad era muscular. A veces se me aparece por las noches. Me dice: «Escolta el son, reina», como si estuviera de catalán en la gloria. Sí, a ti te quería mucho. Te llamaba con un mote. Iba por la casa, tú eras muy pequeña, gritando que lo oían en el barrio: «¡¡Anyelíiina!!». Tú eras muy pequeña, un alpiste, y él te chupaba la barriga y decía: «¡No me gusta la horchata!». Y otras veces hacía que te desplumaba para meterte en la cazuela.

—Pobre papá.

—Una vez tuvo barba, tú eras muy pequeña y te escondió entera dentro de la barba y allí vivías. Yo tenía que sacarte para que comieras porque no querías salir. Luego se afeitó. Yo se lo pedí una noche: «Aféitate, anda, dame gusto, capitán». Y al día siguiente tembló la casa con su llegada. Y fue como un milagro porque según avanzaba por el pasillo el organillo se puso a tocar solo y yo corrí a su encuentro y ya era tarde, no me dio tiempo porque él ya me tenía flotando en el aire: «Mírame, reina», me dijo, y cuando abrió la boca se detuvo la música y nada se oía, nada en absoluto se oía, ni siquiera el vuelo de una mosca.

Se volvió hacia Gregorio:

—¿Qué le parece aquel marido mío?

—Un gran hombre —reconoció sinceramente Gregorio.

Aquellas prematuras confidencias, la animaron a pedir a Gregorio detalles sobre su trabajo. Al principio, por evitar explicaciones que acaso lo humillaran, Gregorio tomaba un sorbo de café o enmendaba un doblez del tapete, relegando la respuesta a la benevolencia de cualquier laconismo. Pero enseguida (llevado quizá por su temprana convicción de que el embuste era mucho más eficaz que el silencio, y alentado por la aprobación admirativa con que era acogido), arriesgó hipótesis que en el fondo le parecieron verosímiles, hablando —bajo el ojo malicioso del perro— de un ascenso inminente o del aprecio en que lo tenían sus superiores, y sobre todo de sus futuros proyectos de ingeniero, con lo cual el corro se animaba y la madre daba de señas a Angelina con pícaro contento, pero volviendo pronta y como arrepentida a su severo continente de viuda ejemplar. Y aparecía Angelina, trayendo en ofrenda una arquita de juncos anegados, de pájaros mecidos en un cielo de laca japonés, y entonces la madre la abría a dos manos con solícito mimo, dando larga a una música de vísceras de cobre, que se prolongaba en notas cada vez más inciertas y que las dos mujeres escuchaban conteniendo el aliento y mirándose la nariz a lo lejos. Luego, cuando había saltado el último resorte de la melodía, la madre comenzaba a sacar retratos y a señalar con el dedo: «Este es mi esposo cuando era teniente, ésta es Angelina de Primera Comunión, aquí estamos los tres junto al mar», y a los retratos seguían las reliquias: medallas, galones, frasquitos de agua milagrosa, el rizo de una abuela, los cálculos renales del esposo, una astilla certificada de la Cruz, una gota de sangre incorrupta de Santa Gema de Galgani… Tales eran los restos de una época feliz. Aunque los tiempos habían cambiado para peor, ellas vivían con algún desahogo porque, como decía la madre, cuando una familia es antigua y sólida, cuando hay reliquias que atestiguan el pasado esplendor, basta dejarse llevar por la costumbre para sobrevivir con dignidad.

—Esa es la Providencia.

Y Gregorio iba asintiendo y pasándole los talismanes a Angelina, rozándole los dedos de pasada, hasta que, devueltos los objetos a su lugar, el silencio inspiraba los ánimos de vagos sinsabores, apercibiéndolos de la necesidad de una inmediata despedida.

Disuelta la asamblea, tomaban el pasillo y hacían corro en la puerta. Como el primer día Gregorio no acertó a abrirla, en adelante era invitado con cordial ironía a repetir el intento con más éxito, y él, para corresponder y colaborar en la broma, fingía que no, que no era capaz, que aquellos artefactos no estaban hechos a la medida de sus cualidades, y eso quería decir que a cada uno el destino le había asignado una tarea, eso decía la madre mientras con un dedo hacía saltar los cerrojos (así de fácil era), adelantándose apenas, como si apostase en noche de loca fortuna a la ruleta. La puerta abierta, el futuro ingeniero salía al descansillo precedido de las dos mujeres, que a un paso del umbral se juntaban asomadizas para verlo partir.

Dedicaron muchas tardes a jugar al veoveo. Angelina y la madre conocían tan bien los objetos de la sala, y sus vericuetos y detalles, que siempre adivinaban los nombres propuestos por Gregorio, el cual por su parte enseguida se daba por vencido. Pero la madre no aceptaba fácilmente la derrota y a veces se pasaba mucho tiempo enumerando cachivaches, hasta que perdía el hilo del presente y se ponía a trajinar el pasado, contando con voz dolida la historia sentimental de cada objeto. Cuando Gregorio tardaba en proponer la letra, la madre, impaciente, exclamaba: «¡Vamos, Gregorio, dé ya la letra de una vez!».

También jugaban al parchís. Angelina, tan aflojada en sus gestos por el pudor y la continencia, carente de estudios pero dotada por herencia de ese compendio cultural que es la buena educación, la sabiduría de los hábitos y el magisterio en el decoro y la suspicacia, desplegaba una actividad infantil. Agitaba ferozmente la cuba, contaba los pasos a velocidad de vértigo, comía sin piedad y casi siempre ganaba. La madre intervenía con lánguido despego, pero con frecuencia los avatares del juego la enardecían, y si le iba mal gritaba y deshacía la partida con el pretexto de que le hacían trampas o se habían trabucado las bazas o los jóvenes de hoy desconocían las verdaderas reglas del parchís. Sí no jugaba, se limitaba a vigilar y a intercalar, por, cualquier motivo, anécdotas y recuerdos de un pasado feliz. Así que Gregorio atendía a ambos frentes, y aunque al principio actuaba como un caballero, y en un alarde de cortesía se dejaba comer o fingía distracción ante una buena jugada, dejando ver así que sus inquietudes exigían de escenarios más ambiciosos, reales y viriles, con el tiempo también jugó fuerte, sin conceder al adversario la más leve ventaja. Luego, se entregaban nuevamente, con fervor de espectadores, al silencio.

En esos instantes mágicos de abandono, la madre se levantaba algún atardecer y desaparecía en el dormitorio. Angelina dejaba entonces de bordar y escuchaba con el rostro tenso, los labios finos, los ojos cómplices de las orejas, y enseguida se oía un «uuu, uuu», y algo como un sollozo, y algo como quien forcejea consigo mismo. «Es que se acuerda de papá», decía Angelina, «de lo valiente y apuesto que era». Al rato aparecía, seguida por el perro, que la acompañaba en aquellas aflicciones, se sentaba adelgazándose en un suspiro y decía: «Disfrutad de la vida ahora que sois jóvenes, pero que seáis también temerosos de Dios, finos y simpáticos. Como él, que era un héroe», y luego más bajito, «un héroe». Gregorio sabía que el militar había muerto en su cama de enfermedad crónica, pero la madre comenzó muy pronto a deslizar la hipótesis de una muerte heroica, primero como sospecha deslumbrante, luego como creencia, y con tantos detalles y tal verismo que los tres acabaron resignados a la certeza, pero sin atribuírsela al esposo sino a un ser imaginario que más tarde, y también imaginariamente, acabó en efecto por ser el esposo. A su memoria rezaban cada noche algunas oraciones, dirigidos por la viuda esposa, que ya por entonces mostraba tendencia a introducir intrépidas variantes en los rezos. Y con las oraciones, concluía el día.

Pasó el tiempo y las visitas, semanales al principio, acabaron por ser diarias y obligadas. Gregorio aparecía al filo del atardecer —a veces con un clavel en el ojal o con una bandeja de pastelería que ofrecía a la madre con media reverencia—, y como por entonces había comenzado a aprender inglés para confirmar sus posibilidades de futuro, saludaba con un jovial «Jauaryú?», que la madre acogía con aspavientos convenidos. «¡No sé dónde vamos a llegar!», fingía escandalizarse, abriendo la comitiva hacia la sala. Se sentaban en corro, suspiraban, la madre decía, «¡ay, vida vida!», y al rato unían solidariamente los silencios y se confiaban a su protección. Apenas necesitaban hablar para entenderse. Gregorio había abandonado el bachiller, con el pretexto de que el futuro estaba en los idiomas, y Angelina la mecanografía. Desde la ventana se asomaban y veían las clases de la academia y a los estudiantes adormilados en las aulas, o flotando como fantasmas por los pasillos.

—Lo peor de la selva —decía Gregorio— son las serpientes venenosas. Si no me voy, es por las serpientes. Hay una pequeña, de colores, la coral, que te mata en diez segundos. Y la mamba dicen que si te pica no llegas a dar más de siete pasos. ¿Tú serías feliz en la selva?

—Aquí se está bien —decía Angelina.

—Pero, por amor, ¿te irías?

—No sé.

—¿Es que no crees en el amor?

—La gente se casa.

—Pero, ¿crees en él?

—Yo sí.

—¿Tú sabes que hay plantas carnívoras que se pueden comer una vaca de un bocado?

—No sé.

¿Y sabes que hay pulpos más grandes que esta habitación, y arañas como ratas y alacranes de treinta centímetros?

—Pero no están aquí.

—Pero los hay, yo lo sé. Una vez leí que en Brasil hay un sapo que con una gota de veneno puede matar a una ciudad de un millón de habitantes. Y fíjate, en Alaska, ¿sabes qué temperatura hay en invierno? Ochenta grados bajo cero. Yo a veces me imagino que por las noches estoy allí y entonces me arropo bien con la manta y me da mucho gusto.

—Tú lo que pasa es que tienes muchas fantasías.

—¿Tú has montado en avión?

—Yo no.

—Yo tampoco. ¿Y no te gustaría?

—No sé.

—A mí sí. Hay un avión a reacción que va a más de dos mil kilómetros por hora. ¿A ti no te gustaría hacer un viaje?

—Mamá siempre quería ir a Roma a ver al Papa.

—A mí me gustaría ir al Polo Norte, en un trineo. Algún día quizá vaya.

—No sé.

—Pero no me iré —reconocía sin tristeza, contento de poder reconocerlo sin tristeza—, porque aquí también se puede ser feliz.

En efecto, instalado otra vez en una tarde interminable, se preguntaba Gregorio si la felicidad no opone al aspirante otro esfuerzo que el de acostumbrarse al misterio de su monotonía. Porque otra vez el tiempo volvía a ser un enigma, y más en aquellas tardes perpetuas en que la modorra y la paz lo predisponían a los recuerdos inconscientes. Entonces, el enigma se deformaba en pesadilla. Porque tenía ahora veintidós años y podía recordar episodios ocurridos hacia cinco, diez y hasta catorce, pero cuando llegaba allí se abría un abismo y sólo una débil frontera separaba la infancia de la caída del Imperio Romano y de otras nociones aprendidas vagamente en la escuela. Desde el alto despeñadero de los siglos podía señalar con el dedo un dinosaurio, un zigurat, a Aquiles corriendo detrás de la tortuga, al burrillo flautista, a Diógenes en su tonel o a Alejandro Magno arengando a sus tropas. Aquellas visiones monstruosas se agravaban con los destrozos del olvido. Un día intentó cantar la habanera y no pudo. Durante dos meses sufrió la ilusión de que estaba a punto de recordarla, pero cuando abría la boca para silbar sólo le salía un aire malogrado. Otro día olvidó la contraseña que habría de pronunciar para huir a su isleta, otro día el nombre de la isleta y otro después el nombre del perro de Alicia. Pero así y todo, qué gran acontecimiento, se encogía Gregorio en la penumbra de la sala, qué prudente desvarío era sentir que el mundo se quedaba pequeño para su livianía de náufrago en el mar de los siglos. Y según el olvido ganaba terreno a la memoria, más perdía él la noción del tiempo, más se atrincheraba en el presente y más dulces y reparadores iban siendo los sueños.

—¡Gregorio, que se nos duerme otra vez! ¡Ande, hombre, a ver si nos arregla ese reloj!

Gregorio salía del sueño con un temblorcito, y sonreía agradecido a la realidad. Todo seguía como siempre. Bordaba Angelina junto a la ventana. La madre, conductora regia del carro del atardecer, administraba con sutil magisterio los dones del futuro, y nada escapaba a su dominio de las formas y a su fino instinto de las conveniencias. Sabía hacer de cada velada un arte de expectativa y de cada expectativa un arte de esperanza, y a sus palabras les daba siempre el pronunciamiento de una vaga promesa. Bajo su vigilancia, apenas tuvieron los jóvenes tiempo de conocerse. Angelina, hacendosa, de una honestidad casi asexuada, sólo hablaba con cierta largueza cuando la madre traía a cuento anécdotas del pasado. Gregorio hablaba al hilo de la ocasión, cortejando las palabras ajenas con plumaje nupcial. El olor de una confitura lo iniciaba en los deleites de la vida hogareña. Su propia voz, que había perdido el tono imberbe para afinarse en un único acorde gutural, de juicioso aplomo, sonaba con seguridades de sentencia, y en el silencio quedaba un poco temblando el eco de su espeso bordón.

De la timidez dedujo la templanza, y su silencio pasaba por bondad. Se sonreían los jóvenes en la sombra, en una distancia que el pudor tornaba melancólica. A cierta hora la madre atravesaba la sala con imperio solemne, y encendía luz y volvía a ocupar su sitio, con mágica pompa. Gregorio se recostaba entonces en el sofá y, por entre los claroscuros de la tarde, iba llevando la vista hasta los muslos de Angelina, que también removida por la luz se había recostado y cruzado las piernas, la falda lisa desembozada apenas por el ímpetu del movimiento. Cuando la madre se ausentaba, le acariciaba la mano o la rodilla. También los muslos: inclinado hacia ella como si examinase la trama del bordado, un ojo puesto en el pasillo, deslizaba una mano entre sus piernas, con secreta violencia, y en silencio forcejeaban sin mirarse, ella resistiéndose, él apremiándola, hasta que la llegada de la madre los devolvía a sus ejemplares figuras de retablo.

Las experiencias sexuales de Gregorio se reducían casi a un borroso episodio de la infancia. Tenía cinco años y su abuelo setenta, y quería a toda costa que Gregorio aprendiese enseguida a ser hombre. Como era gran cazador, poseía algunas parejas de hurones, y un día de primavera se los mostró en el huerto, aquí y allá retozando. «¿Qué hacen?», le preguntó. «Juegan a perseguirse», contestó Gregorio. «No, se están apareando», rectificó el abuelo, «el macho jode a las hembras. Fíjate cómo las jode». Gregorio miró y no entendió. Otro día fueron a ver los burros. Tenía tres burros y ocho burras. «Fíjate ahora cómo también joden los burros», y se sentaron a ver en una piedra. Mucho tiempo estuvieron allí, Gregorio mirando los burros y su abuelo mirándolo a él. Al otro día fueron a ver los carneros. «También Joden», dijo el abuelo, «ya vas aprendiendo cómo todos joden en este mundo». Comenzó a llover y lentamente regresaron a casa. Esa noche le dijo: «Tú también tienes que joder». «¿Yo?», se sobresaltó Gregorio. «Claro. No querrás ser maricón, ¿no?». «Nooo». Y ocurrió que un día que bajaron al pueblo pasó por la puerta de casa una niña de la edad de Gregorio. Estaban el nieto y el abuelo sentados en el umbral y el abuelo la llamó: «¡Eh, tú, mocita, ven acá!». Vino la niña y el abuelo la sentó en las rodillas. «Mira qué nieto tengo, ¿te gusta?». «Sí», dijo la niña. «Pues, ¡hala!, venid conmigo». Y los llevó a una habitación de muy adentro. Había allí una cama grande de hierro, una palangana y una jarra. Los encerró con llave y gritó: «¡A joder!». Gregorio se sentó en un rincón y estuvo todo el rato llorando. La niña lo miraba sin susto, con ojos grandes de asombro. En un arrebato de pánico, Gregorio hizo rodar la jarra. Su abuelo abrió entonces la puerta y los mandó salir por turno: «Primero tú, mocita, que tú no tienes culpa; y ¡ahora tú, maricón!», y lo fue golpeando con sus botas sin hebillar, persiguiéndolo hasta el fondo del zaguán y desde allí, durante muchos años, por los rincones más recónditos de la memoria.

Pero ahora, tantas cosas se habían medio apagado, era tan fácil andar por los rescoldos de las pasiones, que se contentó con aquellas escaramuzas de novios vigilados, y hasta agradeció que la ocasión no lo obligase a más. No sentía, ciertamente, los ímpetus y zozobras que le había inspirado Alicia. Pero no atribuyó el aflojamiento sentimental a la distinta calidad del objeto amado sino a los efectos propios del paso del tiempo, que le había dado un modo sereno de entender el amor. Escarmentado por el fracaso, pensaba que el amor sólo merece la pena si entre sus prodigios trae la paz y se perpetúa en ella para siempre. Y ahora, al fin, Gregorio había encontrado la paz. En el rigor de las jornadas laborales, recordaba que al atardecer tenía un lugar adonde ir, y se repetía que si había olvidado la habanera, y tantas otras cosas, era porque ya no necesitaba una canción para conjurar las amenazas del mundo. Allí, en el calor del nuevo hogar, cuando la penumbra tornaba ilusorias las palabras, parecía que el silencio era la resaca que devolvía endulzados los sabores del día. Pensaba si acaso la felicidad no sería un sentimiento de efectos retardados, que cada tanto tiempo viniese a redimir los antiguos afanes, si no sería el cansancio que alivia las torpes ambiciones y salda las deudas contraídas en la juventud. Porque quizás había actuado con esa mezcla de precaución y temeridad de los inversores financieros, creando expectativas cuya satisfacción había encomendado a la solvente gestión del porvenir. Y, como si éste fuese un hada buena, y como si las ganancias dependiesen del celo puesto en cumplir el privilegiado papel de Cenicienta, se preguntaba ahora, años después, si no estaría recogiendo los primeros frutos de aquella siembra juvenil de carencias.

«Soy feliz», le había dicho a Angelina la primera tarde en que la madre instituyó el medio luto y les dio licencia para salir a pasear por los alrededores de la casa. «Yo también», dijo ella. Entraron al parque y buscaron la intimidad de una avenida de plátanos. Gregorio tuvo entonces el último arrebato lírico de su juventud: se detuvo ante unas ramas bajas, arrancó una hoja seca y dijo: «Qué bonita es, parece el corazón de una estrella». Era invierno y, a pasos lentos de invierno, llegaron a una verja y vieron entre la niebla el bulto rumoroso de la ciudad. Angelina señaló con un dedo los edificios de ladrillo; Gregorio descubrió una fachada de piedra cubierta de verdín; ella señaló la torre de una iglesia y él una ventana con geranios, y ya se disponían a volver cuando, en la torpeza del giro, se trabaron en un confuso abrazo, y después de estar un rato mirando opuestamente el horizonte, se besaron y se juraron amor eterno para siempre.

Siete años después, todavía conservaba Gregorio el traje de franela con que conoció a Angelina. No había vuelto, sin embargo, a escribir versos, y de sus proyectos no quedaba sino el hábito de rehuirlos o de hablar de ellos como lejanos caprichos de la adolescencia. No acabó el bachiller, del inglés quedaron flotando en la memoria unas cuantas frases cotidianas, y el olvido convirtió el pasado en un tiempo felizmente caduco. Así que el día antes de trasladarse a casa de Angelina, hizo un burujo con las rimas y las guardó en una caja de zapatos que por un momento pensó en abandonar allí mismo, pero que al fin llevó consigo y que le entregó a Angelina con un «ahí van esos versos tristes, haz lo que te parezca con ellos». Angelina los arrumbó al fondo de un armario, junto con la guitarra. Ese mismo día pusieron por primera vez en marcha el organillo, que había permanecido ensabanado desde la muerte del militar esposo. Y Gregorio rompió definitivamente con la indigencia del pasado y se entregó a un presente donde la dicha excluía la intervención de la memoria.