Capítulo IV

Aquel verano decidió su vida. Incapaz de permanecer en casa, ni en ninguna otra parte, y sin ningún lugar ahora adonde ir, se dio a deambular por calles y rincones del barrio desconocidos hasta entonces. Se paraba en las encrucijadas a mirar un balcón con geranios o un escudo de piedra, pero lo que en realidad veía era el hormigueo de su mente dispersa, a cuyo ritmo —frenético unas veces y otras tardo, según la voluntad cediese o no a su propia indefensión— proseguía tristemente su caminata de fantasma. La ciudad había quedado medio desierta y el calor hacía difícil la continuidad de los hábitos.

Pensó que, en efecto, no sobreviviría a aquel verano agotador. Que ni siquiera llegaría a agosto, pues julio se le antojaba un laberinto del que nunca lograría salir. Y los días eran interminables y se repetían unos a otros y también las noches con sus vientos altos cruzando la ciudad como oscuros estandartes de guerra, y así debían de ser, pensaba Gregorio, retornando otra vez su camino sin rumbo, las fechas de la eternidad: una maraña de calles ardientes y cada tanto tiempo (pero no era tiempo sino fango o sudor) el melancólico sobresalto del geranio, del escudo, de la glorieta con su estanque. Alicia, Alicia, Alicia: su mente dispersa se reunía para bramar como en la profundidad desolada de un bosque. Y el cansancio lo iba llenando de turbios rencores.

Se enemistó con todo: no sólo con su tío (y una noche, súbitamente inspirado por el odio, lo había pateado fingiendo una pesadilla, llamándole sarcusillo loco, sarcusillo cabrón y maloliente sarcusillo, y su tío, sin saber muy bien lo que ocurría, había dicho algo así como que los vendedores de alpargatas acabarían con las plagas de abarcas) sino también con las cosas: la mera idea del tacto le quemaba los dedos, los colores le escocían en los ojos y no desaprovechaba la ocasión de golpear, escupir, maldecir, arañar cualquier objeto que se ponía a su alcance. Descascarilló tazas por pura maldad, desmigó hojas, raspó zócalos, tronzó palitos, rayó cristales, quemó con el cigarro los pájaros de la cortina y a una piedra que encontró en la calle le fue dando patadas desde la siesta hasta el atardecer. Pero, sobre todo, se enemistó con los viejos, y no sólo porque le estorbase cuanto no fuese Alicia sino porque como la amada representaba la Belleza, los viejos le parecían algo más que eso: eran la encarnación de la propia Fealdad.

Con los viejos, se obsesionó Gregorio. Los veía pasar al término de la tarde, agarrados a los bastones como si fuesen de la mano paterna y una nueva infancia viniese a escarnecerlos con segundas torpezas, pero rápidos y oblicuos no obstante en cruzar las calles y entrar a los parques por atajos secretos. Una vez allí, había que verlos: ¿por qué se entregaban a actividades incansables, golpeando con los bastones las bocas de riego, los troncos de los árboles, los setos, las fuentes, los arbustos? ¿Qué buscaban con tanto ahínco? ¿Algún tesoro oculto quizás? ¿Algún pequeño animal fantástico? ¿Libraban también ellos una guerra sorda contra las cosas?

Había allí ancianos venerables en verdad, pero otros eran de aquellos que habían esperado a viejos para desquitarse de los melindres de la juventud. Así que se habían agenciado una buena garrota, una gorrilla de visera, unas zapatillas de invierno y un traje gris de amplios bolsillos que habían llenado de muy variados objetos, y se habían lanzado al mundo con la audacia de quien nada tiene que perder. Era un espectáculo triste ver cómo les cedían el asiento en todas partes y cómo protestaban a gritos de todo, con la seguridad de que nadie osaría contradecir su ira. O entablaban conversación con quien querían: contaban anécdotas absurdas, enseñaban como prueba de la veracidad de sus palabras los objetos que llevaban en los bolsillos, y donde no faltaba un puñado de hilo de carrete, algunas piedras de mechero, un trozo de plomo, un rollito de alambre, un palillo, caramelos de menta y otras muchas cosas, y para cada objeto se inventaban una historia y para cada historia buscaban un oyente al que no permitían marcharse hasta contarla por entero, y para mayor seguridad en la transmisión elegían sobre todo a los pacientes conductores de tranvía, esas criaturas que estaban allí como para recreo y juguete de la ancianidad, desprotegidos siempre frente a la inspiración ajena. ¡Cuántas veces había visto Gregorio pasar un tranvía con su pálido e indefenso conductor acorralado por un poderoso anciano ebrio de elocuencia! Y luego siempre pidiendo ayuda para cruzar y ayuda para las escaleras y ayuda para recoger los objetos que con disimulo (¡déspotas!, ¡hipócritas!) dejaban caer de los bolsillos: ayudad a este anciano a recoger sus pocas pertenencias, los últimos restos de su hacienda que pudo salvar de unos hijos voraces. En los espectáculos callejeros, ahí estaban en primera fila, y siempre daban su opinión, se colaban en todas partes, pedían información a todo el mundo (oiga, joven, ¿qué calle es ésta?, ¿por dónde se va a tal sitio?, ¿podría decirme qué hora es?), y eran lisonjeros o coléricos según las conveniencias.

Gregorio concentró en ellos el rencor general que sentía contra el mundo. Sus quehaceres eran tan menudos que eso los hacía incansables, pues con una actividad descansaban de otra. Cuando regresaba a casa, ya anochecido, todavía algunos seguían trajinando en los parques con torpe obstinación. Esto fue lo que le pasó a Gregorio con los viejos y con las cosas. Parecía, en efecto, que no sobreviviría al verano, con tanta y triste enemistad.

Una tarde, sin embargo, agotado de errar por el ardiente laberinto de julio, regresó a casa más temprano que de costumbre y se sentó a tomar el fresco en la galería. Empezaba a oscurecer. También otros habían tomado posiciones para asistir al desenlace de la jornada. Algunos hombres en camiseta fumaban en silencio, una mujer cantaba una nana y arriba chillaban en círculo los pájaros. Era hermoso estar allí sintiéndose ir barrerita abajo de la vida. Sentir el peso del propio cuerpo y el poderío manso de las manos ociosas. Y aquellos hombres: parecían capitanes de barco reunidos allí al efecto de callar noblemente. Por todas partes se oía ese rumor difuso, fronterizo, que al término del día separa el trabajo del ocio. Era como si el tiempo hubiese encontrado una salida al mar. El mar, que nunca había visto, las olas, los pájaros, el viento, la noche. Y aquí se detuvo: el viento, la noche. Sintió que la memoria se le iluminaba dolorosamente hasta adquirir la transparencia escénica e irreal de un acuario. Y aunque era un fenómeno que tenía la lentitud intensa de un amanecer, duró sólo un instante. Parecía que el destino, a cambio de la inmolación, le concedía el poder de los recuerdos claros e imprevistos. O quizás era el amor, que lo sorprendía con un nuevo prodigio. Entonces cerró los ojos y recordó que, allá en lo remoto de la infancia, solía sentarse como ahora a descubrir la secreta construcción de la noche. Se imaginaba una diversidad de pedazos oscuros que al atardecer salían de sus guaridas: el pozo, el parral, un árbol que acaso era un eucalipto, las piedras, las habitaciones, y se agrupaban como un rompecabezas para formar la noche, y al alba huían de nuevo a sus esconderites. A veces ocurría que algún pedazo se retrasaba a la cita y había como una claridad flotando a la deriva. A veces también se oía el rumor de los pedazos de noche que no acababan de encajar entre ellos, o el silbido del viento, que hacía de pastor, y cuya convocatoria llegaba al interior de los cuartos, requiriendo a escena a las sombras perezosas ocultas en las tinajas, en la chimenea, en los pucheros o bajo las camas. Pero el pedazo más grande se escondía en el eucalipto, y ¡con qué furia el viento lo batía algún anochecer para expulsarlo de su fortaleza! ¡Y cómo el pedazo se resistía a salir y gruñía entre las ramas!, hasta que al fin saltaba afuera y el viento sujetaba el ímpetu y acudía a despabilar a otras sombras. Entonces salía la luna y sellaba la noche con su luz. Y el silencio era tal que la noción del tiempo se perdía, y uno se hubiese echado a llorar de lástima si al rato no percibiese de nuevo el rumbo de las horas y la índole terrena de la vida.

Había necesitado diez años para que las torturas del amor le revelaran aquel episodio olvidado de la infancia. Era como si la memoria le ofreciese la posibilidad de un último refugio, y por un instante se estremeció en la oscuridad, pensando que acaso había equivocado la busca de la isla, imaginándola en los confines oceánicos y no en el mapa no menos fabuloso de su propio pasado. Lleno de milagrosa levedad, apretó los ojos y se dejó hundir en el tiempo. Por un mal cálculo fue a parar al antiguo Egipto, pero en el regreso al presente afinó el pulso y encontró intacta la tarde en que su abuelo lo llevó con él a arrancar hierbas. Cuando ya empezaba a anochecer y el campo era rumor, su abuelo se apoyó en la azada y, mirando a lo lejos, exclamó:

—¡El afánnn!

Gregorio no conocía aquella palabra, pero le sobrecogió el tono lastimero en que su abuelo la había pronunciado, echándola de sí con ansia, como si quisiera llenar con ella la noche y el silencio. Por un momento se figuró que se trataba del nombre de un pájaro o del conjuro de una aparición, y él también se puso a mirar lejos, sin ver nada. Y su abuelo, por segunda vez, con terrible susurro, apurando hasta el fondo la sonoridad de la palabra y prolongándola en aullido de lobo, repitió:

—¡El afánnn!

Parecía un navegante loco descubriendo y dándole nombre a nueva tierra.

Enseguida regresaron a casa.

—¿Qué es el afán, abuelo? —preguntó.

—El afán es el deseo de ser un gran hombre y de hacer grandes cosas, y la pena y la gloria que todo eso produce. Eso es el afán.

—Y padre, ¿también tiene afán?

—También tiene.

—¿Y yo?

—Pronto tendrás edad para tenerlo.

—¿Y madre?

—Ella no. Las mujeres no tienen afán.

—¿Y los animales, los perros, las culebras?

—Tampoco, tampoco —zanjó impaciente.

Luego llegaron a casa. Vivían en el campo, en la soledad de un llano y unos cerros ásperos, junto a unas minas abandonadas de antimonio, y sólo dos o tres veces al año bajaban a un pueblo pequeño, con calles empinadas y casas bajas de cal.

Su padre dedicaba el anochecer a fumar en silencio. Se iba a fumar lejos, a una piedra que había junto a un camino. Fumaba, escupía y removía la tierra con los pies. Era un espectáculo triste verlo allí solo, chupando con rabia y enmierdándose de malos pensamientos. Su abuelo, sentado bajo el eucalipto, y vestido como siempre con blusón de melero, hurgaba en una cacerola de aluminio donde, entre otras cosas, había recado de encender, librito y petaca, almendras amargas contra la artritis, semillas para la quebradura y las tercianas, hilo de coser, monedas de un rey, una prima de vihuela de tripa de lobo, un colmillo de jabalí, un espejo de amor y un hierro guardado para por si acaso. Apremiado por el amanecer, era el primero en recogerse. Su madre trajinaba en la cocina, y su padre, que tenía una armónica, a veces la sacaba de su cajita de muerto y tocaba canciones inventadas, que él decía que eran de otra época.

«Yo tenía entonces unos cinco años y aquélla fue la época más feliz de mi vida», se dijo Gregorio en su noche de julio. Luego, sintiendo el peso de su cuerpo multiplicado por el cansancio, cerró otra vez los ojos.

Su abuelo era un hombre de pocas palabras, pero si había que contar la historia de la casa (cómo primero la ideó pintándola con un palito en la arena, cómo transportó los materiales a lomos de cuatro burros que se llamaban todos Félix y cómo finalmente la alzó con la fuerza desnuda de sus brazos, sin ayudantes ni testigos, y plantó el eucalipto y el parral, y construyó para su propio recreo un poyetón de piedra, y cavó un pozo que dio un agua con sabores de hierro y anís, y cómo en el otoño descansó, satisfecho de la obra pero preocupado porque con ella había abierto la mente a la quimera de otras obras, y por lo pronto no se le ocurría qué hacer, y la incertidumbre le impedía el descanso a la vez que la acción), si había que contar estos hechos, entonces se convertía en un hombre de palabra fácil y rotunda, y nadie lo sabía contradecir. Ahora bien, únicamente confiaba su relato a los desconocidos, y como en todo aquel campo sólo había la casa, y como el camino que llevaba a ella no llevaba a ninguna otra parte, los desconocidos eran raros, y siempre aparecían por equivocación. Así que Gregorio no tuvo ocasión de oír la historia hasta el año siguiente, cuando empezaron a tender la línea férrea y acudían los obreros a buscar agua al pozo y a comer a la sombra del eucalipto, que era la mejor del contorno. Entonces su abuelo los agasajaba con bromas de mujeres, filosofaba a sus anchas y acababa diciendo que el mundo estaba necesitado, más que de trenes, de leyes justas y de buenos discursos. Los hombres se abandonaban al respeto. Eran gente rota y de grande ignorancia. Llevaban alpargatas y sombreros de paja, con espigas entalladas en la cinta. Venían en cuadrilla, se tendían bajo el eucalipto y no levantaban los ojos del sustento. El abuelo los presidía de pie y hacía el elogio del agua y de la sombra. Sin duda esperaba un buen momento para contar su gesta. «Fue un anochecer de verano, como hoy», se dijo Gregorio, con la memoria en carne viva.

Había estado vigilante y presto a la sentencia hasta que aquella noche dio con el cabo del ovillo y comenzó a narrar el origen del hombre y de las cosas. Lector de la Doctrina, se remontó al Génesis: Dios hizo las aguas y las culebras, por imitación de las estrellas nacieron los peces, el aire silbaba tanto que salieron pájaros, la tierra se llenó de fieras y lombrices y de entre la espesura surgió el hombre expulsado, con los ojos brillantes de voluntad y experiencia. Su voz sonaba con fatídica monotonía de profeta. El campo y el cielo hacían ilustres sus palabras. Recostados en el suelo, los obreros se avenían al discurso y escuchaban sin porfía. En la piedra distante el padre fumaba y removía la tierra con los pies. Era una noche de verano, quieta y clara, y un dragón de estrellas metía la cabeza en el alto ramaje.

—Había acabado la casa, señores. Ya antes de empezarla había cobrado por adelantado la satisfacción de concluirla. Así que me senté en el poyo a hacer lo mismo con mi próxima obra. Pero antes, ¿por qué no disfrutar de un buen discurso? Desde chico me gustaron mucho los discursos, pero nunca me sentí con fuerzas ni tuve auditorio para practicarlos. A veces me sentía inspirado, y si no sabéis lo que es la inspiración os diré que es una potencia sin sosiego ni norte, una furia que se hace terrible si uno piensa, “la vida es corta”, mientras va sintiendo por dentro la semilla maldita de la inmortalidad. Entonces uno se envenena de supersticiones: “¡Mientras dure la inspiración estaré a salvo de la muerte!”, grita. Pero la inspiración es débil y apenas dura un vuelo, así que si consigo mantenerla pura, sin cumplimentarla de aquí para allá, si detengo su empuje por medio de la voluntad, si logro familiarizarme con un deseo imposible, moriré también, pero entretanto seré inmortal y gozaré a todas horas de la vida. ¿A qué andar poniéndole puertas al campo? Yo sentía que la inspiración era un mal negocio y que servirla es como trabajar para un ajeno, y a mí me gusta trabajar para uno mismo, según la necesidad de mis conveniencias. Por tanto me dije allí en el poyo: “La vida es corta y está hecha a la medida de los mansos de corazón. Cava un huerto, rodéate de cabras, ten hijos y sé un hombre de bien. Tu mujer se llamará Encarnación, y tus hijos recibirán los nombres de Pedro, Alonso y Baltasar. Los reunirás a todos cada noche y les contarás la historia de la casa y cómo, renunciando al instinto de la gloria, a las obras hidráulicas y a la pasión por civilizar los llanos, te sacrificaste por ellos, poblando un suelo de pizarra en torno a una pequeña lumbre de sarmientos, y ellos te oirán con admiración, respeto y temor, e irán diciendo: Nuestro padre es un santo, un pionero, un reformador de las costumbres; y tu fama correrá por estos pueblos y se oirá decir: Allí donde las minas de antimonio vive un hombre justo, un varón íntegro, un Séneca. Y vendrán a pedirte consejo, arbitrarás disputas, juzgarás caracteres y tendrás ocasión de contar mil veces la historia de la casa”. Dios hizo el mundo y descansó. ¿Por qué una simple criatura no podría hacer lo mismo después de construir una casa y un pozo? Y así estuve largo rato, poniendo a prueba mi temperamento y recreándome en el placer de la jurisprudencia. “¡Qué bien hablas sin tener estudios!”, me decía, “¡qué buen legislador hubieras sido!, ¡qué gran tribuno se está perdiendo el mundo!”. Porque sólo la pasión por el Derecho me tenía allí quieto, planeando maravillas. Y allí estuve tres días moviendo la cabeza, sin que se me ocurriera nada salvo aquello de ser un gran jurista, ganar pleitos y echar discursos en las asambleas. Lo demás eran obras ruines, indignas de mi ambición. “Ambiciona y se te concederá”, me decía. Y miraba a lo lejos, por los cerros, y por un lado estaba triste porque la sabiduría me había llevado a desear lo imposible, y por el otro estaba contento de no malgastar la inspiración en empresas menudas y perecederas, porque la ambición es lo más grande que hay en el hombre y lo que lo aparta del animal, y a más ambición más gloria, y ése era un mérito que nadie me podría arrebatar y del que me sentiría orgulloso de por vida. “Dedicaré mi vida a desear ser notario”, concluí. “Esa será mi gloria y mi penalidad”.

»Vosotros sois parias y entendéis mi lenguaje. ¿Puede haber algo más grande que lo que no hay? ¿Puede haber algo que exceda al afán? Así que a los tres días me levanté del poyo, monté en el burro, me casé, me rodeé de cabras y tuve un hijo. Miradlo ahí en la piedra. Quiere llegar a coronel. Ha aprendido de mí que sólo el afán nos mantiene vivos y voraces. Estuvo en el servicio y podía haber llegado como mucho a sargento. Y ¿no vale más querer ser coronel que ser sargento? Hay quien se desespera porque no llueve o por un dolor en una pierna o porque vino la zorra y le comió un pavo. Los pobres se desesperan porque son pobres y los ricos por no ser más ricos. Entonces, ¿no vale más desesperarse por el imposible? ¿No ahorraremos camino? ¿No es una gran ventaja renunciar a los pequeños deseos por perseguir otro mayor, el más alto, el más noble, del que no nos avergoncemos a la hora de morir?

»Nadie podrá decir de mí: “Ese pasó sin pena ni gloria”. No, pasé con ambas. Con una entretuve a la otra, las engañé a las dos, las enganché juntas al carro del afán. ¿Es que no hablo bien? ¿No soy un verdadero orador? Por eso os digo que no os quedéis cortos en el pedir. ¿No habéis oído que Dios es misericordioso y justiciero? Escuchadme, si tenéis hijos; no les pongáis puertas a sus ambiciones. Si quieren ser albañiles, decidles que arquitectos, y si arquitectos que ministros de la vivienda. No permitáis nunca que se cumpla el afán, no pongáis los sueños al alcance de los niños para que nunca sean tan miserables como vosotros, ferroviarios.

Calló. Y era mayor el silencio porque también el auditorio había cesado de escuchar. Sólo se oía el enredo del aire entre las ramas. Gregorio, escondido en la oscuridad, permaneció inmóvil, hechizado aún por el discurso, hasta que su madre lo cogió por la mano y se lo llevó a dormir. Y aunque apenas entendía nada, le daban ganas de llorar. Desde la cama oyó las risas de los peones que se iban. Cuando se perdieron las voces, su padre vino al poyo y comenzó a tocar en la armónica una de sus canciones tristes de otra época. «Esa música atrae a la muerte», pensó Gregorio, y al instante se durmió.

Fue así como supo que su abuelo iba a ser notario y su padre coronel. Por el día trabajaban la tierra y el ganado, y a la noche se sentaban a echar las cuentas del deseo, uno en el poyo y otro en la piedra del camino. A veces se comunicaban de lejos («¡Ehhh!», gritaba uno; «¡ehhh!», contestaba el otro, pero simulando que eran ruidos independientes entre sí), o se tosían, o como mucho cruzaban pronósticos del tiempo o se concertaban para escuchar juntos el canto de la zorra, y así iban distrayendo los sinsabores de la espera.

Luego llegó el invierno. El refresco de la tarde los reunía temprano en la cocina. Hacían una fogarata hasta el techo, se sentaban alrededor y tendían las manos hasta apurar las brasas.

Fue una de esas noches (a Gregorio le deslumbró la claridad del recuerdo) cuando su abuelo le preguntó de golpe qué iba a ser de mayor.

—Yo quiero ser toro —contestó sin dudar, por culpa de la inspiración, como observó enseguida su abuelo.

—Tonterías —dijo el padre—. Será almirante. Se le ve en la cara que va a ser marino y que va a casarse con una princesa.

—¡Tú deja que hable el chico! —gritó el abuelo—. Vamos a ver, ¿qué quieres ser?

—Toro.

—Eso no es un oficio —protestó el padre.

—¡Si él quiere ser toro será toro! —volvió a gritar el abuelo—. ¿De verdad quieres serlo?

—Sí, toro.

—¡Toro! —exclamó el abuelo maravillado.

Entonces intervino la madre:

—Hijo mío, ¿y no quieres ser sacerdote?

—¡Nunca! —aulló el abuelo—. ¡Por lo menos santo! ¡O Papa!

—Yo quiero ser toro, toro santo.

—Pues ¡toro serás! —dijo el abuelo—. Es un crimen quitarle a un niño la ambición. ¡Toro! ¡Qué gran afán!

Pero el padre se levantó y dio un golpe terrible en la mesa:

—Si vuelvo a oír hablar de toro, o de santo, o de toro santo, ese mismo día rompo la mesa con el hacha, y a la casa le prendo fuego con un mixto.

Enseguida se oyó fuera la incógnita de un rumor. Ladraron los perros.

—Han olido a la zorra —concluyó.

La lumbre flaqueaba. Se oía el hervor del puchero y el motorcito eléctrico del gato.

—Vamos a ver —dijo el padre, echando palitos al fuego—, ¿tú sabes lo que hay detrás de las montañas? ¿Lo sabes?

—No.

—Detrás de las montañas está el mar —dijo, y contó que por él navegaban los barcos con sus almirantes condecorados erguidos en la proa. Iba tirando palitos y recordando los nombres de los mares.

—Tú nunca has visto el mar —intervino la madre.

—¡Lo he visto en sueños! —gritó él—. Una vez soñé que era buzo y que tocaba el fondo de las aguas.

—¿El mar es más grande que el campo? —preguntó Gregorio.

—Baste saber que la tierra toda es un accidente de las aguas. Y para que entiendas mejor la proporción, piensa que un simple cabo de marinería es más en el mundo que un coronel en tierra.

Tiró el último palito a la lumbre.

—Y una vez soñé también que moría de un navajazo en un puerto internacional.

El abuelo quiso decir algo pero el padre gritó:

—¡Tú a callar!

Templó luego la voz:

—Dime, compañero, ¿tú quieres ser almirante?

Gregorio lo miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Es muy pequeño —dijo la madre.

—Entonces tú, ¿qué coño quieres ser?

—No sé, no sé —contestó Gregorio, y se echó a llorar.

Su madre lo llevó a la cama. Al ratito oyó la armónica y otra vez pensó que aquella música atraía a la muerte. En ese instante se durmió.

Gregorio abrió los ojos en la ardiente noche de julio. Ahora entendía que quizá su tío había enloquecido de afán, y se llenó de miedo y de ternura por él. Se preguntó si aquellos recuerdos, situados en las regiones legendarias de la infancia, no se habrían convertido en pesadillas con el transcurso de los años. Pero a pesar del malestar que le producía sentirlos tan irreales como nítidos, se dijo, entrando en casa, que la vida merecía la pena, aunque sólo fuese para cuidar de aquellos recuerdos y despabilarlos cada noche como un avaro su moneda de oro. De pronto sintió el soplo interior de su propia identidad, y tuvo una visión deslumbrante del punto exacto que ocupaba en el tiempo, y se creyó con fuerzas para combatir y vencer los infortunios del amor.

Por primera vez desde marzo, aquella noche durmió de un tirón, y a la media mañana se levantó reconciliado de nuevo con el mundo. Como todos los días se aventuró en su laberinto, pero al llegar a la primera encrucijada de pronto advirtió que en el escudo de piedra había un guerrero cuya espada parecía señalar el camino que habían de tomar las avispas para subir hasta el geranio, que del geranio una avispa remontaba el vuelo hacia el cielo de Julio y que el cielo se correspondía con el agua inmóvil del estanque de la tercera encrucijada, donde una nube temblaba como la aguja ante el imán, dando el rumbo que Gregorio había de seguir para llegar al parque y ver cómo las hojas, estremecidas por el aire, latían en el cielo como en el fondo imantado de un estanque.

Igual que antes la habanera y luego el amor, ahora era la revelación repentina del pasado lo que lo devolvía al mundo —y se encontró indagándolo con el júbilo febril de los que regresan de los confines de la desesperación. Descubrió que todo era uno, que las cosas del universo estaban ligadas por vínculos secretos que empezaba ahora a conocer, y tan unidas que si la realidad, pensaba Gregorio, fuese un tapiz y uno tirase del hilo del geranio, acabaría deshilando los mismísimos astros. Leyó otra vez el librito de versos y comprendió que sí, que la vida es en verdad un río y que el amor es fuego, que hay músicas calladas, colores dulces, labios que son pétalos y ojos de esmeralda. Tan nuevas le parecían de repente las cosas, que no se habituaba a sus nombres, como le había ocurrido años atrás, pero ahora no por oscuridad sino por deslumbramiento. Pidió a los viejos más viejos del parque que le contasen historias de su vida, cómo era el mundo antiguamente y si las cosas tenían entonces los mismos nombres que ahora. Algunos le dijeron que antiguamente las cosas se llamaban con nombres mucho más hermosos. Gregorio lo creyó porque había descubierto el lenguaje de los poetas y pensaba que cada cosa se merecía una poesía y no una palabra, o al menos que se la nombrase de muchas formas a la vez, justo reflejo de la correspondencia universal. Pero también en cada palabra había una poesía, claro que sí, por ejemplo «belleza»: ¿qué recordaba sino un hielo que se rasga sin ruido, belleza, que no deja eco y nos hace dudar de haberla pronunciado realmente, y que es como si la pronunciáramos con los ojos, belleza, un parpadeo apenas, incomprensible y familiar a un tiempo, belleza? ¿Y esa zeta que ciega la palabra, dejándola entreabierta en la boca, como paralizada por un brevísimo sueño estival? ¿Y qué decir de «recóndito»? Uno tenía que tomar carrerilla hasta la primera «o» y allí domarla por la brida como un cowboy en un rodeo e impulsar el salto hasta la otra «o», pues la palabra saltaba en escorzo amenazando con tirar al jinete y poniendo en peligro su propio significado. Y luego «caracola». Bastaba frotarla para que de ella se levantase un genio de humo, tan terrible que no había deseo que no pudiera satisfacer al instante. Bastaba pedirle sin rubor, pedirle coliflor, barcarola, coral, onda, mar y luz, corimbo, limbo y paralimbo, marimar y marina, caracol, corocol, quiriquil, cocotero, espuma, halcón, oasis, Nilo y Mississippi; bastaba una palabra, pues cualquiera contiene a todas las demás, en cualquiera puede uno reconocer su patria ilimitada. ¡Qué regalo para un joven animoso! Si Dios, pensaba, hubiese comenzado por crear a un poeta, o a un filósofo, a Platón por ejemplo, se hubiera ahorrado muchísimo trabajo. Y así, ágil en su laberinto, se encontró indagando el mundo con una pasión devoradora. Y del mismo modo que descubrió que la realidad era inagotable, descubrió también que la vida era intolerablemente breve, porque si la duda lo hacía infinito y la analogía lo emparentaba con los dioses, las horas y los meses lo devolvían al barro, y eso lo entristeció de nuevo y vino a enturbiar la ligereza de sus pensamientos.

Nunca supo en qué proporción mezcló el destino los términos de su dilema, Amor o Muerte, para reducirlo y encauzarlo hacia una tarea común, pero sí que una tarde de últimos de julio, siguiendo el rumbo que marcaban las cosas, creyó de pronto haber llegado a un brusco callejón sin salida, o bien al centro exacto del laberinto de su soledad. Con un palito trazaba signos en la arena. Súbitamente, suspendió el palito en el aire y miró al cielo. Nada hacía prever que aquel acto decidiese una vida, pero así fue. El diablo con capa y cicatriz le recordaría mucho tiempo después cómo tiró el palito y salió a escape del parque, con tanta precipitación que atropelló a dos viejos y a otro le dio un empellón que lo dejó sumido en un postrer giro de peonza. «¡Corra a por su tesoro!», se disculpó Gregorio a la carrera, y el tercer viejo, aún vacilante, agitó la garrota como si maldijese desde arriba de un cerro a una ciudad entera. «¡Hijo de la gran puta!», gritó, pero Gregorio no pudo oírlo porque ya estaba lejos y corría de esquina a esquina y poco después estaba sentado ante un papel en el que acababa de escribir la palabra «cielo».

Estuvo por añadirle gris o azul pero dudó, tachó, corrigió, retenido por un sentimiento de indómita abundancia, una mano en la mejilla y la otra débilmente extensa, como un ex voto, sobre el papel en blanco, mientras alrededor las cosas habían ido tomando posiciones, unas piadosas y otras excusadas, hasta componer un retablo pensativo en cuyo centro, como un Pantócrator, estaba el creador del cielo azul o gris, acechado celosamente por una lámpara. Tuvo de pronto la sensación de que la realidad se adelgazaba en un hilo diamantino de luz y que pasaba limpiamente por el ojo certero de una aguja. «El cielo azul se hace gris / como mi alma entre las hojas», fueron sus primeros versos. Entonces se levantó y fue a mirar al cielo. Se sintió tan dichoso que hubo de respirar hondo, con los ojos cerrados, para que la dicha no lo ahogase con su fragor de lluvia torrencial.

Desde ese día, escribió versos sin descanso. Fue el último y más grande prodigio del amor. Porque si hasta entonces había ignorado su pasado quizá se debiera a la poderosa inercia del presente, que lo había embaucado con la patraña de los apremios cotidianos. Pero cuando el amor convirtió la línea del tiempo en un círculo de espera, y a los días les sobraban horas, a las horas minutos y a las semanas días, y giraba en él como en un tiovivo, entonces la necesidad de un recuerdo que diese sentido a la espera lo urgió a buscar por todas partes las huellas de la amada. En aquel banco del parque solía sentarse al atardecer, en el suelo flotaban las marcas invisibles de sus pasos, en el aire persistía la música de su voz, el ímpetu de su cabellera y el olor de su piel, en el mostradorcito parecía perpetuarse la gracia de sus manos ausentes, y las novelas que ella había leído eran distintas a las otras porque sus páginas conservaban la claridad de sus ojos y el virtuosismo desdeñoso de sus dedos, y hasta lo que contaban había quedado impregnado por su presencia inagotable. De ese modo, el recuerdo de Alicia le enseñó a relacionar unas cosas con otras, y el mundo adquirió un sentido armónico y todo quedó anegado por la sustancia del amor.

¿Sería aquélla la inspiración de que había hablado su abuelo? ¿Eran aquéllos los primeros síntomas de la locura del afán? Gregorio lo ignoraba, como ignoró todo cuanto no fuese la fiebre de los versos. Hizo de cada carencia un logro secreto y de la soledad un instrumento de venganza. Y aunque la vida era breve, ciertamente, la poesía permitía vivirla con talante inmortal. No hubo mejor antídoto contra las amenazas del futuro. Cuando el soplo de la inspiración le impedía escribir —pues el júbilo de saberse poeta era a veces más fuerte que la propia tarea—, entonces se sentía elegido para un alto destino. Si algún día no le quedase nada, salvo quizá su chaquetón de marinero, aún tendría para él solo la inmensidad del mundo, pensaba, porque el mundo era su casa de poeta, la aldea natal donde nunca podría ser un extraño. Al contrario, se sentía solidario de los negros recónditos de las selvas, de los chinos que siembran arroz, de los árabes de los desiertos y de los cowboys americanos. Él era libre y sin fronteras como un pájaro. «Como vosotras», dijo una mañana, viendo una bandada de aves migratorias, que a su paso dejaron limpio el aire, «yo soy como vosotras y también a mí me llegará pronto la hora de partir», y les preguntó si ya habían florecido las rosas en Corfú (pues aunque ignoraba dónde estaba Corfú y si los pájaros comprenderían su lenguaje, él se sentía con derecho a interrogar a las cosas y a entender sus respuestas), y les encareció a la amada y les confió los más ardientes secretos de su corazón. Toda la tristeza acumulada durante tanto tiempo, se convirtió en un motivo inagotable de sabiduría. No había misterio, entre los muchos que lo habían abrumado años atrás, comparable al de contribuir al mundo con un nuevo misterio. Y como todo lo que tocaba la poesía se hacía misterioso, hasta las cosas de siempre se ofrecían al poeta como enigmas que había que resolver. Nunca se había sentido tan dichoso, tan vivo, tan liviano. «Y sin embargo», recordó Gregorio la mañana del 4 de octubre, «aquél fue quizás el principio de mi desgracia».

Sus temas fueron el amor y el viaje. Escribió versos al camino, a los pájaros, a la estela de mar, al humo de los trenes, a la Vía Láctea, al vagabundo y a sí mismo, pues todo sería uno cuando se anunciase la hora de partir y se hiciera verdad el lema que había encontrado en un cuaderno escolar y que ahora presidía su vida: «Salte de tu tierra, de tu parentela, de la casa de tu padre, para la tierra que yo te indicaré». Puso nombres nuevos a los lugares de siempre: el Parque de los Once Pétalos, la Encrucijada del Escudo y la Avispa o el Árbol de la Primavera Triste, que era la acacia, y como tampoco se conformaba con los nombres comunes de las cosas, a la arena la llamó «la lluvia eterna de los muertos», y a la luna «la moneda de oro perdida por un Dios». Y sobre todo escribió versos a Alicia, aludiéndola por sus nombres secretos de pájaros y flores, o por el seudónimo poético de Ondina. Ondina con perro, sin perro, a media tarde, de madrugada, con capa y sin capa, despierta y dormida, dulce y cruel, evanescente entre la niebla, fugaz entre las hojas, nítida y constante frente al mar.

La esperó confiado, pues ahora era poeta, y eso no sólo lo redimía de su miseria sino que le daba esperanzas de llegar a ser correspondido. «Le daré los versos», se decía, «y entonces ya no podrá ignorarme y no le quedará más remedio que enamorarse de mí».

Pero apenas regresó Elicio, que no había conseguido ir al mar y sí al pueblo de tierra adentro de sus padres y que seguía ahorrando para comprarse la moto, Gregorio decidió que él sería el primer lector de sus versos. Se los dejó con la advertencia de que eran provisionales. Elicio los leyó de corrido y le parecieron bien:

—Están bien —dijo—, y es elegante ser poeta, y sobre todo poeta desesperado, pero de poeta se folla poco y no se sale de pobre, ése es el problema. Yo me conozco del colegio la vida de los escritores y te puedo decir que el único que folló de verdad fue Lope de Vega. Los demás, sólo de boquilla. Espronceda, por ejemplo, raptó a una tal Teresa y se la llevó a París, pero ¿tú crees que se la folló de verdad? Yo creo que no, que los poetas no conocen la vida y no saben que las mujeres necesitan otra cosa además de versos. Los verdaderos poetas del amor son los gánsters y los tipos duros de verdad. Pero es bonito ser poeta y andar rebelde por la vida. Es como ser monje o vagabundo. Es grande, pero hay que valer.

Y lo animó a escribir poesías de marquesas desenfrenadas, infantas calentonas, condes cornudos y trovadores bellacos, y también a elegirse un seudónimo de poeta: desecharon muchos y al fin encontraron el que habría de acompañar a Gregorio para siempre: Faroni.

—El poeta Faroni —dijo Elicio—; es tan bonito que parece una marca de motos. Y de nombre podías llamarte Augusto. Augusto Faroni: no sé si será mucho para ti.

Concluía agosto. Gregorio caligrafió los versos en letra cortesana, quemó los bordes del papel como si fueran manuscritos encontrados en algún triste y memorable lugar, pintó en los ángulos corazones flechados y abrió la entrega con una dedicatoria: Para Ti, Mujer, Amor desesperado, de tu poeta anónimo, Augusto Faroni. Pero no contento con ella, añadió: Poeta del Mundo y de la Nada, del Amor y de las Cosas, de la Muerte. Y todavía debajo, a modo de grito postrero: Faroni, con letra escalofriante de terror.

A finales de agosto llegó Alicia. De antemano había decidido el encuentro, pero esta vez su instinto de poeta le aseguró el pronóstico: su cabellera salió flotando de la esquina un día de lluvia. Llevaba botas catiuscas, impermeable blanco como la nieve y un jersey negro y cerrado del que se desbordaba como un hervor de leche un cuello de puntilla. Así la vería en sus ensoñaciones nocturnas. Porque a fuerza de imaginar el efecto que los poemas causarían en Alicia, terminó por imaginarse a sí mismo coronado públicamente de laurel. Había un palacio como los de los cuentos y una multitud afuera y un palurdo que preguntaba, «¿qué pasa hoy aquí?». «Pero, ¡cómo!», contestaba un ciudadano ejemplar, «¿no sabe que hoy coronan en palacio al gran poeta lírico Faroni?». Y todo habría ocurrido tal como el palurdo lo pudiera ver o imaginar (había tapices con ciervos de oro y lebreles de plata, arañas transfiguradas de luz y una música imperial a cuyo ritmo subía el poeta adonde un rey con manto de armiño lo esperaba para ceñirle la corona, y entonces la multitud se desgarraba en vítores, estallaba en aplausos, y entre ella hasta el palurdo hubiera visto en primera fila a una joven con la boca abierta de estupor que humildemente, y humilde el perro acompañante entre el río de lebreles, se adelantaba hacia la mano que el poeta, ya investido, le tendía desde su sitial), pero el instinto de lo verosímil —pues al final el narrador y el palurdo resultaban ser una misma persona— lo movía a situar la ficción en el parque, con autoridades locales y banda de música municipal, y Alicia que se limitaba a permanecer, muda de asombro, en la primera fila. Gregorio ignoraba entonces que aquellas invenciones ciertas e ilusorias (pues al fin y al cabo existían los versos, el poeta y la amada, y sólo faltaban los laureles) eran el primer indicio del verdadero lenguaje que habría de hablar en el futuro.

Se repitieron situaciones de antaño, pero ahora Gregorio se sentía respaldado por el poder que le otorgaba el saberse poeta. Empezó además un poema épico sobre Alvar Núñez Cabeza de Vaca y se pasaba las horas componiendo octavas reales, en el quiosco, en casa o en el parque. Sin embargo, iba aplazando la entrega de los versos. Parecía esperar una ocasión excepcionalmente propicia, y a sí mismo se dijo que acaso aquella espera era un pretexto urdido por el miedo a quedarse sin esperanza. Así que comenzó a fijar plazos improrrogables que sólo a última hora no cumplía. Llegó el 20, el 25, y el 30 de octubre y aún estaba por decidirse. Entonces se puso a llover y Alicia apenas salía de casa, o salía para tomar otro rumbo, pues el parque se había convertido en un lodazal.

Llovió todo noviembre. Gregorio aprovechó para situar el plazo definitivo al final de las lluvias. Hizo una nueva copia de los versos y amplió la dedicatoria con patetismos que tan pronto le parecían vergonzosos como insuficientes, y muchas tardes hubo de luchar contra el deseo de romper los poemas, correr tras Alicia y echarse llorando a sus pies, y pedirle por piedad que lo quisiera y que no fuese nunca a abandonarlo. Pero lo contuvo la dignidad o el temor, y también la furia de haberse humillado y ensalzado tanto en sus ensueños. Se dijo que sólo la realidad podía redimirlo de los pecados de la ficción. Finalmente dejó que la lluvia —el tiempo— resolviera las contradicciones, y se resignó a pensar que, en último término, el fracaso amoroso le serviría de inspiración, y que acaso la adversidad era un instrumento del destino para contribuir a la gloria poética. «Los artistas», se repetía, «no pueden ser felices, ése es el precio que hay que pagar por la inmortalidad». Luego, todo se precipitó.

A primeros de diciembre dejó de llover. Vinieron días fríos, de vientos esquinados, cielos sucios y vislumbres bobalicones de sol. Alicia volvió a pasar todas las tardes hacia el parque. El día catorce se detuvo en el quiosco a cambiar una novela de amor, y le pidió a Gregorio que se la guardase hasta la vuelta. Gregorio preguntó entonces, con un temerario hilo de voz: «¿Puedo hablar contigo después?». «¡Oh, claro, sí!» respondió Alicia, cediendo al empuje del perro. Gregorio preparó el manuscrito, leyó una vez más la dedicatoria, intentando adivinar la impresión que causaría en Alicia, y repitió las palabras que tenía preparadas desde hacía más de un mes: «Mira, éstos son unos versos que he hecho y se los estoy dando a todo el mundo para que me den una opinión». Se acurrucó sobre la estufa, cerró los ojos y puso la mente en blanco, para no enmarañarse con las incertidumbres de la espera. Sólo pidió (e hizo varias veces la morisqueta de conjurar peligros) que los jóvenes no llegaran antes que Alicia, y decidió que si se estaba quieto, sin abrir los ojos y sin perder la calma, todo saldría bien. Y para distraer el tiempo se puso a pronunciar en todas direcciones la palabra «lima».

Era ya oscurecido cuando, a la hora en que Alicia solía estar de regreso, oyó unos pasos apresurados. «Este es el momento», se dijo. Cogió el manuscrito y la novela y se aclaró la voz. Pero apenas abrió los ojos vio aparecer por el mostradorcito un rostro que hablaba muy deprisa. Le costó reconocer en él a una vecina de la galería, y también sus palabras: «¡Corre a casa, Gregorio, que tu tío está muy malo y se está muriendo el pobrecito!».

A la medianoche, el tío se confesó de haber aceptado favores del demonio, y parecía haber recuperado la clarividencia, pero al amanecer se encontró balbuciendo lugares del Perú y confundió las cornetas de los basureros con la trompetería angelical de la corte celeste. En el batiburrillo último le llamó a Dios Alvar Núñez, hizo una solemne renuncia del afán y murió pronunciando su propio nombre, Félix Olías. Un desconocido, llegado a última hora, que se presentó como compañero de fatigas del difunto, le cerró los ojos y se volvió a la asamblea de vecinos declarando que acababa de morir un hombre bueno y justo. Al verlo allí, tan boca arriba, tan concentrado y embebecido en la novedad de su oficio de muerto, Gregorio pensó que al fin su tío había encontrado un quehacer digno de su ambición.

Al día siguiente era domingo y el breve cortejo se puso en marcha bajo un cielo que volvía a amenazar lluvia. Atravesaron calles desoladas y terrenos baldíos. Gregorio recordaba por sobre otros detalles que un hombre, que traía una juncada de churros en la mano, se detuvo a verlos pasar y que achicó los ojos con sorpresa, como si escrutase un punto lejano o intentase descifrar una inscripción borrosa. A la vuelta, el desconocido tomó a Gregorio aparte y le dijo que él se encargaría de buscarle empleo y de despachar los asuntos del tío. Y lo confió a una vecina, que le buscó pensión en su propia casa y le llevó a su cuarto el ajuar de la herencia: la guitarra, los libros, el cajón de papeles y poco más. El resto, junto con el quiosco, fue vendido en almoneda, y el dinero (deducidos los gastos del sepelio) entregado a Gregorio, que se compró con él un traje de franela y unos zapatos de charol.

Una semana después, entró de botones en la misma empresa donde su tío había ejercido cuarenta años de conserje. Esa misma tarde, bien emperchado, untado de colonia y con el manuscrito bajo el brazo, se encaminó al parque dispuesto a hacerse el encontradizo con Alicia. Pero al cruzar una calle oyó que lo llamaban con un grito creciente: «¡¡Faroooniii!!». Giró desorientado antes de oír de nuevo el grito, esta vez decreciente, y ver a Elicio pasar a todo gas en una moto, diciéndole adiós con una mano, y detrás la tremolina de una cabellera y otra mano que, ondulando de memoria los dedos, le fue también diciendo adiós, y no sólo un instante sino durante años, en el recuerdo, de forma que el 4 de octubre todavía persistía intacta aquella última, fugaz e inacabable despedida.