Aquella mañana del 4 de octubre, mientras volvía a bajar las escaleras tarareando la canción, recordó Gregorio que en el relato que le hizo a Angelina veinticinco años antes, había silenciado o alterado casi todos los episodios de su adolescencia, y sobre todo aquellos que siguieron a la interminable tarde de domingo, cuando cumplió los quince años y hubo de hacerse cargo del quiosco, pues las exiguas rentas de su tío comenzaron a escasear y las cuentas de sus dedos dormidos a no salir nunca: quizá porque estaba loco, quizá porque estaba en la miseria. Así que se instaló entre las ventanitas de cristales turbios y bajo el ramaje de la acacia, y apenas hubo vencido los primeros momentos de pánico se dijo que aquélla podría ser muy bien su inesperada isleta de desolación. Descuidó los deberes escolares y se pasaba el día leyendo novelas policíacas y fumando sus primeros cigarros, que pronto se sucedieron al mismo ritmo frenético con que el narrador obligaba a fumar a sus héroes. Y fue también entonces cuando hizo sus primeros amigos.
Paraba junto al quiosco, al atardecer, un grupo de jóvenes (semejante al que tantas veces había visto por la ventana las tardes de domingo), que llegaban de todos los rumbos del barrio, y cuya bullanga se prolongaba hasta el filo de la medianoche. Compraban tabaco y hablaban a gritos, sin distingos de tono, de mujeres y motocicletas. Eran leales entre sí pero burlones con los extraños, temibles para las muchachas que se aventuraban o se extraviaban por sus dominios pero condescendientes con la ancianidad y la niñez. A Gregorio algunos le llamaban Gregor, y él agradecía aquella invitación a la complicidad, aunque su carácter tímido y difícil lo invalidaba para esas mundanías. Recluido en su escondite, los escuchaba atónito. Había en aquellas chanzas y debates una exhibición de experiencias que se le antojaban poco menos que inadmisibles en jóvenes de su misma edad. ¿Qué podía añadir él —vestido con aprovechadísimas prendas de diario, y en invierno con la inevitable papalina, el chaquetón marinero y la bufanda griposa— sino la cauta admiración, el orgullo de no desmerecer y el arte de un silencio que no llegase a delatar del todo su simpleza? Por ganar amigos y benevolencia reía todas las gracias, y de vez en cuando convidaba a tabaco. «¡Joder, Gregor, vaya un tío cojonudo!», le decían, y siempre alguno ahuecaba las manos y le pasaba lumbre por el mostradorcito.
El que se había inventado lo de Gregor era un muchacho medio pelirrojo, con flequillo de ¡da y vuelta!, cara granujienta y dientes de conejo, que era de los que más hablaban y el que —a pesar de su aspecto iluso de hortaliza— tenía más historias de mujeres que contar. Se llamaba Elicio Renón. Era dependiente de una floristería y a veces pasaba con su bata gris y una corona fúnebre a la espalda. Iba deprisa y saludaba sin mirar, enseñando por entre las cintas de duelo el pulgar de la victoria. Y, en efecto, al atardecer aparecía emperchado invariablemente en un traje severo de gánster, y con una carpeta de charol bajo el brazo, donde traía fraguado su propio futuro. Había allí prospectos y anuncios con fabulosas ofertas de trabajo, cómo ganar dinero y gloria a cambio de audacia y ambición, cómo persuadir con palabras al prójimo, cómo lograr seguridad en uno mismo, alcanzar una memoria de elefante o seducir con la mirada a una mujer. Pero nunca se decidía a abandonar su empleo, en parte porque todavía era muy joven y en parte porque apenas urdía un proyecto enseguida encontraba otro mejor. Renunció a ser pastor en Australia para enrolarse de grumete en una ballenera, aspiró luego a ser mercenario en África y misionero en Oriente, fue futuro criador de chinchillas, cazador de alimañas, contrabandista, policía, especulador de bolsa y violinista de cabaret. Incluso siguió por correspondencia un curso de hipnotismo con la esperanza de llegar a dominar a su jefe y alzarse con la floristería, además de triunfar los fines de semana en los negocios del amor. Pero, a pesar del buen estilo con que ondulaba las manos, de la voz lúgubre y de los ojos como brasas, no consiguió nunca hipnotizar a nadie, y renunció también a ese proyecto, como a tantos otros, hasta que al fin creyó llegada su oportunidad cuando se enteró de que en algunas salas de fiesta y tugurios de putas contrataban a tipos duros para que mantuvieran en orden el local, y que pagaban sueldos de fábula, más el respeto y el encanto que el oficio llevaba aparejados. Así que se puso a aprender artes marciales por correspondencia y a manejar la navaja por cuenta propia. Una mañana se desembarazó de la corona fúnebre, se asomó al mostradorcito y dijo: «Sal un momento, Gregor, que voy a hacerte una demostración». Lo esperó prevenido en un escorzo marcial, y apenas apareció por la trampilla, le esgrimió las manos sobre el rostro y lo inmovilizó con un grito y una llave de presa. Por las noches explicaba el trayecto que exige un navajazo al vientre, o cómo desarmar al adversario con un molinete o desnucarlo de una coz.
—Y además —decía al final componiéndose el traje—, es la profesión donde más se folla, más que de hipnotizador y de misionero, y desde luego más que de marino, donde se folla poco y se acaba de cornudo.
Los demás lo escuchaban con cabeceos vertiginosos, como teólogos medievales oyendo la demostración metafísica de Dios.
Fue el único que estimó de verdad a Gregorio. Lo animaba a buscar una profesión de fuste, e incluso le propuso hacerlo socio de su nuevo, y ya definitivo, proyecto.
Ante todo, se cambiarían los nombres. Ya vería Elicio los que más convenían al nuevo oficio. Una mañana se asomó al mostradorcito, alzó el pulgar y guiñó un ojo:
—Ya lo tengo —dijo—, Gregor Hollis y Elik Reno, los opresores de la noche.
Y aquí Gregorio Olías se detuvo en la escalera el 4 de octubre y se volvió a lo alto con una sonrisa apócrifa, pues eran muchos los sobrenombres que llevaba utilizados en su carrera de impostor, y siniestra, pues si los hechos más triviales de la vida estaban llamados a vaticinarla, si cada distracción trabajaba para un riguroso desenlace y si cada breve gesto lo inmortalizaba en el autorretrato cuya expresión define una existencia, entonces él era Edipo, era Narciso y era Prometeo, era el mensajero que portaba la noticia de su propia aniquilación y era ante todo el hombre de cuarenta y seis años que al mirar el pasado descubre en cada hecho fortuito una amenaza y un presagio y se queda allí, quieto en la oscuridad, pensando que en efecto debió de ser un presagio, o un castigo o una de esas casualidades de que se sirve la fatalidad para anunciarse por delante, porque apenas deslizó Elicio su recado y apenas él se puso a saborear su nuevo nombre y a jugar con su sonoridad, pronunciándolo en alto y en bajo y en diversos tonos y con distintas intenciones, cuando de pronto algo notó en el aire, que se hacía diáfano como la menta, que se llenaba de un vago aroma de limón y que iba trayendo un creciente aviso musical que oyó una larga vez antes de que unas manos aparecieran por el mostradorcito y alguien dijese arriba, haciendo verdad aquella música imposible:
—Una barra de regaliz y una novelita de amor.
Sintió que zozobraba con isleta y todo. Quiso decir algo, no sabía qué, y apenas empezó a decirlo, de un pálpito succionó sus propias palabras, y sólo llegó a oír el secreto chapoteo de sus vísceras. Mientras buscaba las novelas y armaba por allí abajo un estropicio de derrumbe, se atrevió a mirar las manos un instante. Eran tibias y frágiles. Una sostenía el cabo de una correa de perro de casta y la otra jugaba con unas monedas, las reunía y las volvía a desparramar, con lánguida arrogancia, como si no sólo desdeñase las monedas sino también su propia hermosura. Al fin sacó el taco de novelas, tragó saliva, dijo algo así como «favoral» y se quedó enredado en aquella palabra como un actor cómico de cine mudo en un alambre.
Ni siquiera tuvo tiempo de sentirse ridículo, pues enseguida se sintió abrumado por la angustia, o más bien la náusea, que habría de atenazarlo apenas se esfumase aquella aparición y se quedase solo, pensando en el ridículo que efectivamente acababa de hacer.
Para colmo de males, había olvidado la habanera. Intentó silbarla y le salió un soplido sin música, una especie de pobrísimo reclamo que convertía el ridículo en un mero caso de piedad. Ahora bien, el hábito de saberse inocente lo animó a persuadirse de que una conducta tan desproporcionada y absurda como la suya no podía ser al mismo tiempo real, pero justo en ese instante empezaron a dolerle las muelas, y no en la boca sino en el estómago, con lo cual su razonamiento quedó inmediatamente refutado.
Entonces trató de imaginarse lo que harían sus héroes policíacos en una situación así. Intrépido en la convicción de que a veces la salud y el sosiego dependen de un acto enérgico de la voluntad, encendió un cigarro y decidió que él no era un tipo fácilmente impresionable. Se echó atrás y dejó que el humo borrase sus facciones. «Gregor Hollis», se dijo con orgullo. Pero aquel optimismo sólo duró el tiempo que tardó en deshacerse la máscara de humo.
Las manos, diestras en el ejercicio de rehusar y escoger, seleccionaron pronto una novela. Gregorio les tendió también el regaliz, como quien ofrece una golosina a una fiera enjaulada. Luego hubo un rápido intercambio de monedas y al fin se quedó solo, debatido entre la sensación de ridículo y el aire aromado de limón.
Inmediatamente (pues urgía dar un sentido a aquel inexplicable desconcierto), asomó la cabeza por el mostradorcito, y entonces la vio.
Esa misma noche sabría por los jóvenes que se llamaba Alicia y era nueva en el barrio, pero en ese momento sólo acertó a verla desaparecer por una esquina envuelta en la tremolina de su cabellera. Y volvió a verla de regreso, después de espiar durante dos horas por entre las ventanitas de cristales turbios.
Parecía dibujada a cuatro trazos por los modistos de París. Era alta conforme a sus manos, llevaba una capa colegial sujeta a los hombros por un broche de plata y caminaba moderando con un brazo extendido el ímpetu de un perro lobo cuyo nombre también supo esa noche: Drake —¡tan distinto, ay, al perrillo que años después olfatearía sus primeros pasos de impostor!
Contuvo la respiración para verla pasar. Luego se sentó en el taburete, miró al cielo (no lo olvidaría nunca, era 20 de marzo y había nubes altas), miró la acacia (el viento la batía por dentro como un pescado atrapado en una red), miró al vacío y se dijo, con una severidad que lo atemorizó, que el mundo era un lugar triste y que nada de lo que ocurriera en él podía importarle, porque en adelante (y aquí se detuvo para asumir la severidad de sus propias palabras), ya no merecía la pena vivir.
Pero (primer prodigio del amor) apenas renegó para siempre del mundo, cuando de pronto se sintió dominado por una inesperada lucidez que lo obligó a plantearse de nuevo y apasionadamente la renuncia. Era como si la realidad, expulsada a patadas de la conciencia, hubiese corrido a engalanarse para celebrar la hora del reencuentro y la reconciliación, y ahora volviese como un embajador ante la corte del Gran Turco, cargada de presentes exóticos y al mismo tiempo cotidianos.
Entonces descubrió Gregorio que no sólo se había enamorado de Alicia sino también, y con la misma desesperación, de todas sus cosas: La capa, el broche, el perfume, el perro y la correa, cada horquilla del pelo y cada pliegue de la ropa, y cuando hubo recorrido los desolados dominios de su amor, no pudo evitar la tentación de comparar aquellas cosas con las suyas —pero aquí se detuvo sin atreverse a enumerarlas, sobrecogido como estaba por su propia ruindad.
Desde esa mañana, y durante toda la primavera, vivió aterrorizado con la angustia de que ella podría venir de golpe, asomarse al quiosco y descubrirlo allí, en las sombras instalado como un marajá en la plenitud de su miseria. Así que se pasaba el día espiando el tránsito de las aceras, y por las noches se limitaba a descansar los ojos en lo oscuro.
Cuando ella se acercaba (no necesitaba verla, porque su cercanía era anunciada por un súbito dolor de muelas que le bajaba al estómago, en tanto que el estómago se le venía a la garganta y el corazón se le iba por la boca), encendía tabaco y se escondía detrás de un libro. No era valiente pero tampoco se resignaba a ser cobarde, así que pedía que aquel parapeto de humo y letra impresa no resultase ni demasiado frágil ni demasiado seguro: que fuese al mismo tiempo una defensa y un acceso. De igual modo, deseaba que ella pasara de largo y, con la misma avidez, que se detuviese a por el regaliz y la novela. Y es que el quiosco ya no era un refugio sino una cárcel engañosa, pues si por un lado lo exponía a aquello de lo que quería ocultarse, por otro lo ocultaba de aquello a lo que deseaba exponerse. Era como estar y no estar, y por eso a veces lo cerraba y huía de Alicia precisamente hacia el parque donde Alicia iba a pasear todas las tardes con su perro. Y cuando Alicia aparecía (casi siempre iba sola, pero también con un grupo de muchachas que se le acercaban para darle en la oreja, acaracolando la mano, brevísimos recados), él se esforzaba en un rodeo de lobo para llegar al quiosco a tiempo de esconderse de ella y para ella. Y si ella se detenía al regreso, a Gregorio la frangolla de sus propias vísceras apenas le dejaba oír la voz de la amada, pero si pasaba de largo, el alma se le caía en los zapatos y entonces oía con una nitidez insoportable todo lo que ella hubiera dicho de haberse detenido en realidad.
Algunas noches se paraba a hablar con los jóvenes, que la cortejaban con soltura y la hacían reír (sobre todo Elicio) con sus jocosas ocurrencias. Gregorio fumaba y acechaba entre el humo, aparentando lo que era una verdad más que evidente: que aquello, en efecto, no iba con él. Sólo el amor podía explicar aquel otro prodigio de estar en dos partes a la vez, y de que toda simulación coincidiera fatalmente con la sinceridad.
Ocurría que el instinto de la supervivencia le había hecho plantearse la desesperación como un dilema de términos sinónimos, que al multiplicarse como en un laberinto de espejos le permitía oponer infinitas máscaras a un rostro. Entre desesperación y desesperanza había un trecho que sólo la sabiduría estaba llamada a recorrer.
El amor lo hizo sabio. Adquirió conocimientos imprevistos: aprendió por ejemplo a predecir el momento exacto del atardecer en que un pájaro se posaría en la acacia, supo que en determinada tapia de determinada calle, en un agujerito, tenía una lagartija su escondrijo, que en un lugar del parque que sólo él conocía había una flor de once pétalos, y en un tronco de ciprés unas iniciales cuyo significado nunca descifraría nadie. Y sobre todo aprendió a leer su destino en las cosas. Objetos neutrales no había: todos venían a ser confidentes o enemigos de su ansiedad, y los que no anunciaban su amor postulaban su muerte. No había pájaro sin buen o mal indicio ni nube que no dejara al pasar una seña ominosa o propicia. Amor o Muerte fue su lema, o más bien su dilema insoluble.
En aquellos días adquirió la manía de cerrar los ojos, arrugar la nariz y contar hasta cuatro con el pensamiento y las mandíbulas: un breve y frenético tic que lo dejaba colgado e indefenso en el aire como un conejo recién sacado de la chistera, y con el que conjuraba las asechanzas de la realidad. Leía en el aire el pronóstico de la esperanza, pero poco después caía una hoja y eso era que su suerte irremisiblemente estaba echada. A veces un presagio contenía dos vaticinios contradictorios, y entonces quería decir (pues en la naturaleza el caos es siempre precursor del orden) que la próxima señal sería la definitiva. Pero siempre encontraba la forma de neutralizar el arbitraje de los augurios inapelables. La superstición lo defendía de los enemigos que ella misma creaba. Aquélla fue, desde luego, una primavera de melancólicos hallazgos.
Sólo Elicio advirtió su tortuosa soledad. En vano le preguntó, en vano intentó animarlo con el proyecto de comprarse una moto, Gregor Hollis, para irnos este verano a la costa a follar como monos, y en vano admitió que también él sufría las inclemencias del presente y que escarbaba en el futuro como una rata en un estercolero, así dijo, arañando el aire con ínfulas de dragón.
Gregorio enseñaba los dientes con la sonrisa agradecida y triste de los enfermos desahuciados. Que alguien intentara consolarlo, le parecía un atrevimiento sólo comparable al de quien osase ignorar su tortura. Y cuando se atrincheraba en el silencio, tan insolente le parecía la insistencia como la reserva. Así que Elicio acabó por darle palmaditas en el hombro, enseñándole, por todo lenitivo, el pulgar de la victoria compartida.
Pero cuando entrevió la hondura abismal del deseo y tuvo la certeza de que sólo por un milagro conseguiría el amor de Alicia, apeló al único remedio de urgencia que le quedaba: desempolvar su fervor religioso y pedir a Dios que hiciese aquel milagro, y ofreció a cambio la renuncia solemne a cualquier otra petición, más un peregrinaje a Roma y ocho salves diarias durante el resto de su vida.
Uno de los pocos recuerdos que conservaba por entonces de su infancia rural, era el de la devoción. Se la había contagiado un cura que se llamaba Pelayo Marín y tenía la frente de plata, pues había sufrido de niño una trepanación de la que despertó con los fulgores místicos, y tres veces se le había aparecido ya la Virgen, dándole recetas de bizcochos y dulces de jengibre, que él interpretaba como adelanto de los goces que habrían de conocer los justos en el Paraíso, donde la eternidad era una tarde lluviosa dedicada a los primores de la repostería. Así que las familias devotas lo invitaban con frecuencia a dulces y café. «Padre Pelayo», le preguntaban, «¿así será la eternidad?». «Todavía mejor», corregía él, «pues allí seremos sabios y podremos hablar de teología y apicultura mientras comemos hojuelas con miel y auténtico cabello de ángel. Y siendo todos omniscientes, haremos preguntas por el placer de oírnos a nosotros mismos en distintas voces. Ya me imagino a san Bartolomé disertar sobre las propiedades del estiércol de paloma para adobar los cueros salmantinos, o a mí mismo sobre la Ley de la Gravitación Universal, cosa que no he entendido nunca, en tanto que al hablar se me derriten en la boca tocinillos de cielo, glorias, huesos de santo y otras delicias celestiales». Gregorio recordaba que siempre que lo veía corría a besarle las manos. Todos los niños hacían lo mismo, porque le olían a pan de higo, que se debía de untar todas las mañanas para difundir el amor a Dios, y probar su existencia. Y aunque besó las manos de otros curas, y las había de naranja, de chocolate, de fresa y de bizcocho, ningunas como las del cura Pelayo Marín, cuyo aroma hacía fáciles y gratos los misterios de la religión. Pero con el tiempo, sobre todo desde que se hizo cargo del quiosco, perdió el gusto infantil por las golosinas y descubrió otros olores (el olor de los cines, del tabaco rubio americano, de la cerveza y, por supuesto, el olor a limón de Alicia al atardecer), y como los pocos curas dominicales que había tratado en la ciudad ya no olían a nada (o peor aún, olían a fideos y a ducha fría), y ni siquiera a camiseta alcanforada, perdió la fe y la esperanza secreta de llegar a ser santo. Todavía muchos años después, se decía Gregorio que de haber encontrado a un santo varón que oliese a gasolina, quizá también él hubiese sido cura, en tierra de infieles.
Pero en aquellos meses renovó la fe para pedirle a Dios la gracia del amor. «Señor, si Alicia se enamora de mí, yo te querré a Ti sobre todas las cosas», fueron las condiciones del pacto. Y se puso a esperar el milagro, de modo que ocurrió otro prodigio, y era que cuanto más desesperada era su situación, más urgente y quimérica era también su esperanza.
Así llegó el verano, entre insomnios, rezos y morisquetas. Un anochecer de finales de junio, Alicia se detuvo un momento para despedirse de la concurrencia. Se iba de vacaciones y no regresaría hasta septiembre. Enseguida le hicieron corro y se habló del mar y la montaña, y ella se apartó la melena y alzó la voz para hablar también de una cometa y un barco, y de otras cosas que Gregorio no llegó a entender porque al pronto sintió que alguien (algo así como un anciano que débilmente repara en sueños una ofensa de honor) le daba guantaditas en la cara hasta ponérsela de bobo, los oídos llenos de acordes y los ojos de bombitas de luz.
Maldijo su falta de previsión, que lo dejaba a merced de las catástrofes, y su cobardía, que lo exponía continuamente a la temeridad. Y aunque la astucia —o más bien el instinto de la contingencia—, lo había engañado enseñándole a predecir las casualidades y a despreciar el poder de la costumbre, sin embargo, no lo abandonaron en esa hora sus dotes de adivinador: presintió que no sobreviviría al verano.
Allá afuera, la euforia crecía. «Hasta septiembre», les iba diciendo Alicia a todos. El perro ladraba y Elicio se había puesto a imitar el ruido de una moto con marchas. En la confusión de las despedidas, ella deslizó una mano por el mostradorcito y, como si desempañara un cristal, también a él le dijo, «hasta septiembre». A Gregorio le pareció que era la mano, que olía a vainilla, la que hablaba y la que por su cuenta había venido a despedirse de él. Incluso que venía para quedarse, como las doncellas que se escapan de casa con el novio, y por un instante se imaginó lo feliz que sería viviendo con la mano en algún lugar donde ese amor fuese posible.
Era todo tan absurdo que le faltó valor para responder «hasta la eternidad», y le sobraban demasiadas palabras para decir «adiós», así que arrugó la nariz, contó hasta cuatro y oyó borrarse los ladridos del perro. Inmediatamente, también los jóvenes se fueron.
A Gregorio le hubiera gustado que el silencio hubiese sido un animal feroz, un león por ejemplo, para lanzarse sobre él y despedazarse a gritos entre sus garras, pero era sigiloso como una víbora y llegaba por todos lados en forma de campanadas, pasos en las penumbras, retumbos remotos y hasta un estertor ronco que tardó en reconocer como el anhelo de su propia respiración. Era, el silencio, como un teatro en llamas visto en cine mudo. Se adivinaba su fragor, pero nada se oía. Así era el silencio que había dejado su respuesta no dicha. Quizá ya para siempre estuviese condenado a aquella frase («hasta la eternidad»), porque apenas la repetía volvía a rehacerse como las cabezas de la hidra.
Y así estaba, con los ojos todavía cerrados y mascullando su frase inagotable, cuando una voz con una dicción muy pura, casi cantada, dijo allí arriba:
—Ánimo, muchacho, que a pesar de las iniciales también florecen los cipreses.
Por si fuese un sueño, Gregorio asomó la cabeza y vio alejarse a grandes trancos a un hombre arrebujado en una capa.
—¡El diablo! —exclamó, y pensó si no se habría muerto en un momento de distracción y no estaría ahora en el infierno, condenado a repetir los hábitos terrenales en la pesadilla de la eternidad.
Sólo una fracción de segundo le impidió ver su rostro, pero no la cicatriz que, como un ciempiés, le cruzaba la frente.