La escalera estaba en completa oscuridad. Gregorio buscó la barandilla, bajó dos escalones y, tras detenerse un instante y mirar a lo alto, inició un rápido descenso. Pero al llegar al último rellano volvió a detenerse. ¿Quién sería aquel viejo, y cómo se habría enterado de que lo perseguía la policía y de sus intenciones de huir? ¿Y si subiera a ver qué le quería? Angelina le había dicho que quizá pudiera ayudarlo, pero aun en el caso de que no lo hiciera no tenía nada que perder. Por otra parte, los trabajos y riesgos de la fuga le producían un sentimiento confuso de miedo y de pereza. Y luego estaban los remordimientos y los dos tubos de pastillas, y dudaba qué sería peor, si el valor de usarlos o la tortura de no atreverse a ello y tener que afrontar una existencia de alimaña. «Pase lo que pase, no tengo nada que perder», se repitió, y tomó escaleras arriba.
Subía en la oscuridad con incorpórea lentitud de buzo, entre murmullos, crujidos y campanadas de reloj, y en el sexto piso dio a otra escalera, estrecha y más oscura, que ascendía bruscamente. Olía a enseres mutilados, que estaban allí escondidos como a la espera de una segunda oportunidad de ser útiles. Olía a sillones desfondados por varias generaciones de culos honestos. Era el olor de la especie, donde los muertos y los vivos confunden sus aromas. Guiado por un fósforo, tras una trabajosa espiral llegó ante una puerta mal entablada que cedió hacia fuera, con largo gemido. Antes de cruzarla, Gregorio se obligó a pensar que en caso de apuro sabría sostener indefinidamente una mirada, se obligó a sentir la fuerza en reposo de sus puños, el poder invencible del desprecio, el recurso definitivo de la burla, el argumento mortal de la inocencia. Renunció a seguir acumulando razones para el valor, no fuese a encontrar entre ellas alguna que lo animase a retroceder, y además, «la vida es breve», se dijo, «y al final se nos queda riendo a todos la calavera». Se agachó, y con una levedad tan aérea que le parecía ascender por la escala de luz de una evasión mística, dio tres pasos y salió al aire libre.
Un leve viento de altura le refrescó la cara. Quieto en la oscuridad, encendió un pitillo, que dejó colgado en los labios, lanzó la cerilla sobre el hombro, hundió las manos en el abrigo, según las reglas más severas del arte policíaco, y finalmente miró alrededor. En un extremo de la terraza había dos sillas, y en medio una lámpara de carburo, y más allá, junto al pretil, de espaldas al círculo de luz, la figura inmóvil de un hombre robusto, y bien abrigado, que miraba al vacío. Por sobre el zumbido de la lámpara, se percibía el ruido y el bulto de su respiración, y no había en ella ritmo sino irregulares y poderosas alentadas de fuelle, que parecían rehacerse según un orden de fortuna. Gregorio dio dos pasos de acercamiento y de rodeo. Pensó que con las gafas y el sombrero, hubiese enfrentado con más garantías una situación que se le antojaba de repente irreal. Dio un paso más, y cuando entendió que aquel jadeo parecía a punto de articularse en lenguaje, se arrepintió de no haber traído alguna frase preparada, una frase dura y excluyente, absurda y feliz, con la que defenderse de la hostilidad de las frases ajenas: algo con que construir en el silencio un refugio seguro contra la adversidad. Pero no tuvo tiempo de buscarla, ni de retroceder, porque enseguida el observador nocturno, volviéndose apenas, dijo:
—Al fin has llegado. Estaba esperándote para decirte primeramente que, según mis conjeturas, nunca has subido tan alto como hoy. Si no me equivoco, nunca pasaste más allá de un tercer piso, ¿no?
Y, sin esperar respuesta, como si acabase de confirmar un hecho al que la evidencia otorgaba un valor meramente sentimental, añadió:
—Acércate y mira.
Su voz era gruesa y afónica, como un débil torrente de piedras, y de una lentitud deliberativa que invitaba al sueño y al sosiego. No parecía hablar de nuevas sino como retornando cansinamente un discurso interrumpido hacia sólo un instante.
Gregorio, fascinado por la amigable irrealidad —y le parecía desenvolverse en el espacio escénico de un sueño—, se subió las solapas y avanzó hacia la luz. Era una noche fría, clara y estrellada, y abajo se extendía la ciudad, despepitada de luces hasta donde allegaban los ojos. Vio las líneas de lumbre de las avenidas, los carruseles de lumbre de las plazas, la fuga de centellas huyendo hacia los arrabales, donde sólo algún débil guiño se debatía en las sombras, y más allá la lejana plenitud de la noche, como un encrespado mar de silencio.
—Mira, hijo —dijo el observador, con su voz neta y ronca—. Esta es la ciudad donde has vivido desde niño. Por allí —y señaló el sur—, llegaste tú, hace treinta y ocho años, dos meses y once días. ¿Recuerdas? Traías un abrigo verde y una maleta de cartón —añadió con su voz amasada en guijarros, que le subía rodando de las tripas—. Hace treinta y ocho años, que es como decir: no ocurrió nunca, o llegaste volando en una canastilla verde.
Gregorio ladeó la cabeza con una torsión inquisitiva. Sólo distinguía en la penumbra el bulto del observador, pero sobre su cabeza surgió de pronto la luna creciente y un soplo de aire puro puso a flotar algunas hebras del cabello en el cerco de luz. Dio un paso más. Aunque confuso, no tenía miedo: la irrealidad, la noche, la mansedumbre de la voz y, sobre todo, la convicción de que ya no tenía nada que perder, lo llenaron de una paz invencible. Así que entornó los ojos y, oponiendo el perfil, preguntó:
—¿Cómo sabe usted todo eso?
El otro asomó un dedo sobre el hombro:
—¿No te han dicho de mí que soy brujo, que hago magia con las estrellas?
—Algo de eso he oído —se acauteló Gregorio.
—Supersticiones —dijo el observador, girando lentamente.
Al contraluz de la lámpara, Gregorio percibió el brillo de la garganta desnuda.
—Hace ya muchos años que dejé de mirar las estrellas. Unos sesenta, por lo menos, desde que me convertí en filántropo —y había en la voz un cansancio dulce y definitivo que excluía la burla.
«En fin, vayamos abreviando», añadió. Con rigidez de aparecido, o como un santo patrón desplazado por el fervor popular sobre una peana de frágiles ruedecillas, dio dos pasos y la luz de la lámpara le iluminó vagamente el rostro. Debía de tener muchos años, a juzgar por la textura de la piel, apergaminada y hendida por un profundo laberinto de arrugas, en el que brillaban dos puntos insomnes de luz, como los ojos de un roedor. Dos puñados de pelo musgo le circuían el cráneo, calvo, con postillas y espléndidamente errabundo, como una cebolla planetaria, y de las orejas le sobresalían dos formidables escobillones de hebras hirsutas. Había en él una mezcla incomprensible de decrepitud y de vigor, quizá porque, aunque robusto, más que fuerza había en su estampa como un derroche de debilidad, y aquella debilidad, al exigir de cierta energía para manifestarse, se confundía con el vigor, el cual confirmaba de nuevo la debilidad, y así sucesivamente. Tenía la inmovilidad desaforada de los espantapájaros, y un aspecto de desamparo al tiempo que de plenitud, de corpulencia que más era un estorbo que un sostén. Su expresión, sin embargo, parecía afable y confiada. Gregorio se agachó un poco, para verlo mejor, y de pronto se echó atrás con un grito de espanto dibujado en el rostro: acababa de ver en la frente una mancha rosada, algo que antes de distinguir con claridad reconoció como una cicatriz, ancha, tierna y sinuosa, y que parecía en efecto un enorme ciempiés. «¡El diablo!», pensó a voces, intentando despertar. Pero no sintió miedo sino la sensación de que se debatía en un tiempo hecho fango.
—¿Me conoces ahora? —dijo don Isaías.
Gregorio, mirándolo boquiabierto, meció la cabeza en el abismo de la fascinación.
—¿Te acuerdas entonces de los tres libros mágicos de tu tío Félix? ¿Te acuerdas cuando te enamoraste y yo te consolé? ¿Y de aquel verano que descubriste la poesía, y cuando te cambiaste el nombre y te compraste el traje, el sombrero y la gabardina para ir al café? Te he citado en la terraza porque aquí estaremos a salvo de la policía. Sólo quiero despedirme de ti —y adelantó una mano, como una zarpa enferma, hacia el cerco de luz—. Porque supongo que piensas huir, ¿no es cierto?
Gregorio ladeó la cabeza y, sílaba a sílaba, preguntó:
—¿Cómo sabe usted todo eso?
—Tengo muchos años —dijo el anciano, acercándose a la luz—. Mira —y se pellizcó la carne—, soy una torre en ruinas, habitada por murciélagos y lechuzas. A esta edad, y aun mucho antes, el destino se hace portátil y uno carga con él como con un ingenio ortopédico.
Retrocedió tosiendo a la oscuridad y se apoyó en el pretil.
—Aunque en realidad —continuó, acomodando el tono a la inminente amplitud del relato—, todos llevamos algo a cuestas. Tú, por ejemplo, según mis observaciones de hace muchos años, deberías de llevar ahora un mono al hombro.
—¿Yo?
—Sí, un mono. Hay también quien lleva un tronco o un poco de serrín. Es un modo de hablar, no exento, a pesar de todo, de rigor científico. Pero tengo muchos años y no sé explicarme sin atajos. Un dicho breve es para mí una fiesta. ¿No oyes? —y, en efecto, en el silencio compartido se escuchó como un oleaje—. Ando mal del pecho y sólo descanso siendo clásico.
Se pasó una mano por los ojos y tomó fuerzas para concluir: «Las sentencias y el puré de patatas son mi único alimento».
Gregorio esperó un instante a que aquellas palabras perdieran su vigencia.
—¿Cómo sabe usted todo eso? —volvió a preguntar, con una voz entre súplica y reto.
El observador se ajustó el cuello de la bata y permaneció callado en la oscuridad, alentando poderosamente, mientras se reponía de los estragos de la última frase. Bajo los dos moñetes de pelo musgo, inflamados por el viento, su cara tenía una expresión impenetrable y serena de saurio.
—Escucha, Gregorio, o Faroni, o como te llames: no debes tener miedo. Tranquilízate, hombre, y no hagas mucho caso de lo que te digo. Los viejos hablamos para oírnos a nosotros mismos y, oyéndonos, saber que seguimos vivos. Quien más habla menos muerto parece. Pero, por otro lado, no quisiera morirme con una necedad en los labios, y como me queda poco tiempo de vida, hablo haciendo posdatas y atajando a través. Si tuviera una flauta y supiera tocarla, y tuviese edad para bailar, delante de ti danzaría al compás del minueto, y luego te invitaría a rivalizar en discreción. ¿No sería una hermosura? Seríamos árabes infiltrados en un jardín ajeno, emires disfrazados de propietarios de camellos, y siendo la noche clara, y nosotros jóvenes, nada nos impediría ser también sabios y gentiles. Pero no me hagas caso. No soy árabe, ni flautista, ni brujo, ni mago, ni tengo otro poder que el de los muchos años. No debes tener miedo. Te he llamado para despedirme de ti y, si se tercia, hacerte unas preguntas. Pero antes te contaré un poco mi historia, por encima, porque a esta edad ya los achaques no me permiten hilar fino, y verás entonces cómo todo es simple y sin misterio. Entonces quizá comprendas, si no todo, al menos lo suficiente para perdonarme.
—¿Perdonarle? ¿Yo?
—Sí, hijo, tengo contigo una deuda pendiente. Pronto lo sabrás. Pero, ahora, escucha. En otros tiempos te hubiese contado los motivos que me impulsaron a emprender una gran tarea. Pero una de dos: o los he olvidado con el trajín de la propia tarea, o fueron tan triviales que han perdido ya su noble condición de causa. En fin, para abreviar empezaré por el principio. Es cierto que en mi juventud decidí consagrar mi vida a las estrellas. A esa curiosidad no me llevó la religión. Nadie me reveló nada. Ninguna divinidad vino a turbarme el sueño. No, a mí con la fe me pasa como con los calcetines, que me como el zancajo en cuanto ando. Y tampoco fue la gloria, ni el arte, ni la ciencia, ni la inspiración, ni la casualidad. No bebí en ninguna de esas fuentes de agua fresca. Fue sólo un desengaño. Sí, eso fue: una morenita con trenza, de intimidad abrasadora, aunque refrescada en mi pobre imaginación por la más fina lencería y por la altivez de sus pupilas. Tenía un nombre entre virgen y flor. No es que lo haya olvidado. Más bien se ha reproducido. Lo pronuncié tantas veces, que acabó perdiendo el sentido y se confundió con otros anejos. El amor es la abundancia estéril. Eso fue en octubre. Yo había pensado estudiar, ya que no flauta, al menos medicina. Fui a inscribirme, más ágil que optimista, y allí mismo, en el vestíbulo, haciendo cola, me enamoré por separado del nombre y de la trenza. Había, recuerdo, un ambiente festivo, casi campestre. La gente hablaba de lejos, a voces cortas, y no había preguntas: todo eran respuestas. El estudiantazgo, la misma juventud, es así, franca y vocativa. Y yo me enamoré por separado porque, antes de verla a ella, oí su nombre muchas veces. ¡Fulana! ¡Fulana!, decían de todas partes. La trenza, entonces, con cada grito, se movía a un lado. Yo oía el nombre y miraba la trenza, como cosas independientes, y entre ambas repartía mi ansiedad. Pero cuando los relacioné y caí en la cuenta de que eran partes de la misma cosa, entonces enloquecí de deseo. Comprendí de un solo golpe que en el amor la ignorancia es peluda, y me dije: «Isaías, hermano, se te cayeron los palos del sombrajo. Reniega de Hipócrates, huye aunque sea tarde, tu lugar está en el lazareto». Yo era feo y retraído, un horror de fealdad, como todavía puedes ver, así que no me quedó otra salida que refugiarme en la constancia. Loco de deseo y con el recuelgue duro, allí estaba yo, ejercitándome en la virtud. Porque con el amor, todo se pone tenso. Uno camina más erguido, se hace más alto y de miras más amplias, y es más sabio y hasta más generoso, y es que está en completa erección: todo en él es cipotilla pensante. Y cuando uno piensa de cintura para abajo, ya se sabe, la razón y la quimera firman extraños pactos, engendran raros hijos. Así que, como decía, me refugié en la constancia y en ella viví, hasta que la desesperación, que todo lo alcanza menos lo que persigue, se alumbró con la sospecha de un destino impar. A ti, según mis observaciones, el amor te hizo poeta. A mí me convirtió en astrónomo. Cabría gritar, a dos voces: «Amor: ¡tus sendas son impredecibles!».
Agotado por la imprecación, sujetando la tos, se concedió una pausa, y durante un rato sólo se oyó en las sombras el hervor pectoral.
—No te cuento mis penas de entonces —prosiguió el corpulento y desamparado anciano, bajando la voz e indicando con ambas manos a Gregorio que se fuese acercando porque, ya se sabe, cuando uno es viejo hasta la relación de sus desdichas parece una jactancia. Baste saber que, enloquecido por el deseo, salí corriendo del vestíbulo y me vine a casa con el dolor, como si fuese un despojo, o como un niño que ha robado un juguete. Y aquí me refugié con él, y aquí he vivido muchos años de unas rentas que tengo, sin apenas salir a la calle. Pero antes de seguir, quizá convenga saber qué clase de joven era yo. Mi padre, que esté en gloria, poseía la voz más hermosa del mundo, una voz profunda y musical, llena de trémolos y acordes, que tenía el don de hacerse obedecer por los pájaros y enseñarlos a hablar sin más esfuerzo que pronunciar él primero y esperar a que los pájaros lo imitasen después. Yo nací en su taller de pájaros parlantes, y era el niño más feliz e inocente del mundo, porque aprendí a hablar oyendo a los pájaros y los pájaros sólo sabían decir cosas buenas y amables, lo que le encargaban los ricos: la Salve o el Credo, himnos victoriosos, saludos de cortesía, coplas siempre alegres y palabras de felicitaciones y de halagos. Había un malvís que decía: «Isaías, bello niño, doctor afortunado». Así que yo crecí sin conocer apenas la maldad del mundo. Un día, sin embargo, ocurrió una desgracia. Mi padre había ganado mucho dinero y, para tenerlo hermoso y bien seguro, que le cupiera en una mano, lo invirtió en un diamante, que guardaba en una caña hueca. Una mañana de junio lo sacó para exponerlo al sol y que se le llenase bien de luz, y una urraca lo cogió en el pico y se lo llevó para siempre, después de decir lo único que sabía: «¡Viva la España colonial!». Esa fue la primera desgracia. Las otras vinieron después. Mi padre se hizo de pronto mal hablado, perdió la voz y los pájaros ya no le obedecían. Se dio a la bebida y a los juegos de envite. Luego enfermó y murió entre blasfemias. No obstante, yo creía aún en la bondad y perfección del mundo, aunque con algunos resabios, los suficientes, como ya te he dicho, para querer ser médico y no flautista. Y como las desgracias nunca vienen solas, voy al vestíbulo y, mire usted por dónde, descubro allí el amor, y con él el infierno. A ti, según mis deducciones, te pasó algo muy parecido, ¿no?
Gregorio lo miró distante: «Más o menos», respondió, en un tono ambiguo que no comprometía a nada.
—El enfermo de amores —siguió don Isaías— siempre hace lo mismo: busca un lugar solitario donde lamerse la pata herida. Y eso es lo que yo hice. Vine aquí y me escondí. Heredé las rentas junto a un catalejo que mi padre compró por ver si volvía la urraca, y que yo usaba para subirme aquí, a la terraza, a cualquier hora del día o de la noche, y enchufarlo por donde a mí me parecía que debía andar la trenza. No la vi, como es natural, ni me importó demasiado, porque la esperanza es algo que vale por sí mismo. Pero a cambio una noche miré arriba y descubrí las estrellas. Ya se sabe, del amor a la astronomía no hay más que un paso. El amor caza alto: es un problema de erección. Entonces entendí que sólo allí arriba podría encontrar la paz. Sólo los astros estaban a salvo del tremedal de las pasiones. Sólo en ellos era posible recobrar la armonía perdida de la infancia. ¡Qué gran hallazgo para un joven a quien la desventura quiso, ya que no feliz, al menos clásico! Total, que cambié la trenza por las estrellas y me vine aquí, y aquí me pasaba las noches mirando a las alturas. Pero estaba escrito: no tardé en descubrir también allí arriba las flaquezas humanas. Como dijo el sabio, el hombre es la medida de las cosas, y las deforma según sus conveniencias, y por eso ha agrupado a los astros en dragones, cabras, sierpes, osas y perros, para dejar también allí constancia de sus pesadillas. Y entonces comprendí que la pasión vivía conmigo, y que era la pasión de la trenza quien me había inspirado aquel apetito de armonía. Por eso había subido aquí, no para buscar la paz sino para encender el espíritu con el fuego maldito de las panorámicas. Aquí en la altura uno se siente fuerte, se embriaga con el privilegio de las distancias y de los volúmenes y concibe la quimera de lo divino y lo infinito, y por eso no es raro que el contemplador asuma entonces la misión de predicar en las aldeas. Y allá irá, medio lisiado, con su vara de andar caminos a gritar en las plazas: «¡Escuchadme, he estado allí arriba y tengo algo que deciros, algo que prometeros y algo de qué amenazaros!, ¡traigo el mensaje que un dios ha confiado a mi humildad!». No hay profeta sin panorámica. No hay religión sin montes. El paria baja a un burdel, pero el vidente escala una colina. Puede que ambos anden con los zapatos rotos, pero quien gasta túnica mal podrá llevar nunca la camisa por fuera. Te lo cuento así, al sesgo, para ahorrar camino y para que no suframos la ilusión de entendernos con demasiada claridad y nos ciegue la luz. En la penumbra se renueva el amor, y la misma prudencia nos aconseja ser más atrevidos. Pero, a lo que íbamos. Entonces supe que allá donde mirase encontraría el reflejo de mis propias pasiones, porque la pasión humana contamina las cosas. Y me dije: «Isaías, búscate a tu alrededor, conócete a ti mismo mirando lo que te rodea». Y miré, y descubrí que mi espíritu estaba en todas partes. En mi alcoba, por ejemplo, en las humedades del techo, encontré un gato alado y un cohete espacial, y a fuerza de buscar, acabé produciendo una trenza, con la sola ayuda de mi pasión. Tal es la fuerza de la especie. Y allá donde mires, encontrarás siempre al hombre, el Gran Medidor de las cosas. Al hombre, que lleva la realidad en volandas, como una gran bandeja con un novillo asado. Y que si ve a una rana, no puede menos que nombrarla reina de opereta, y si a una rosa, de exigirle al punto una lección o un desdén. Sí, ahí tienes cómo el Gran Medidor de las cosas ha contaminado el universo con sus pesadillas. Cuando descubrí esto, me dije: «Isaías, hermano, no huyas, resígnate al lazareto». Y entonces, purificado por la piedad, enfoqué el catalejo abajo, a las calles, desde mi humilde panorámica. De esto hace muchos años. Mira —y señaló unas luces cambiantes que surcaban la noche—. Es el avión de las 10. 40, con rumbo a Nueva York.
Siguieron sus guiños de colores hasta que sólo fueron perceptibles en la memoria. A Gregorio, aquellas luces se le antojaron tan irreales como el hecho de estar allí, en la terraza, escuchando a aquel hombre a quien su tío tomó por el diablo. «Nada debo temer», se dijo, «porque todo lo que pueda oír, por sorprendente que sea, no podrá consolarme de mi desventura, ni podrá cambiar mi decisión», y una vez más se sintió perdido sin remedio.
—Pues sí —continuó don Isaías, sacando de su fértil corpulencia un enorme pañuelo y secándose con él el laberinto de la cara—, miré abajo, al centro mismo del desorden, y vi a la gente que iba y venía llevando objetos invisibles al hombro: vasijas, animales, flores, piedras y muchas cosas más. Eso me pareció. Fue una visión tan cierta que enseguida supe que sería también breve, y que antes de perderla tenía que fijarla en la mente con una frase que sobreviviera a la ilusión. «El hombre no tiene alforjas», me dije, y también: «Debemos inventar una carretilla para el buey», y cuando perdí la visión me quedé con aquellas dos frases en los labios, sin entender apenas el sentido. Esa fue la primera experiencia panorámica que yo tuve del mundo. Pero había algo más, que no acertaba a explicarme. Algo que sólo conseguí expresar con otra frase casual: «La gente no es feliz porque las cargas que lleva al hombro son desproporcionadas». Vi a un gigantón que transportaba una rama de olivo, y a un enclenque con una piedra de molino. Y me dije: «Sienten el peso, sí, y algunos lo atribuirán al ángel de la guarda, o a la ley de la gravedad, o a los años o a la opresión de la experiencia, pero no saben que ése es el peso del destino, de cuya exactitud depende la felicidad o la desdicha». Porque está probado que la mayoría de los hombres no son fuertes ni débiles, sino mezcla de ambos. Ni son buenos ni malos, sino más bien capaces de la mejor hazaña y de la peor ignominia. Esa era toda mi ciencia juvenil. Quizá pueda pensarse que al hombre le conviene el saber por lo mismo que los objetos valiosos deben tener su estuche. En ese caso, yo voy a la intemperie, con alguna duda que más pesa que abriga. Pero he observado algunas cosas. He visto por ejemplo levantar edificios hermosos, de soberbia armonía de líneas, y he visto y oído a los albañiles blasfemar, perderse, machacarse un dedo, reñir durante el almuerzo, defecar en cuclillas, cantar coplas obscenas. Y al final, terminado el edificio, me he dicho: «Esa obra grande y serena representa justamente lo que no somos. La belleza nos niega». Y he visto lo contrario. He visto a un comerciante estafar a una viuda y luego dar limosna a un mendigo o para las ánimas del purgatorio, y me he dicho: «Tampoco el hombre consigue ser diablo. También el mal nos niega. Inútilmente quiere hacer de sí mismo un edificio que le exceda en belleza o fealdad». Y observé otras cosas. Observé por ejemplo a un hombre que todas las tardes al volver a casa se paraba en una esquina y miraba alrededor como buscando algo. Aquel hombre había perdido allí, o él creía que allí, un mechero de oro con sus iniciales. Eso había ocurrido hacía ya tres años. Pues bien, veinte años después, siendo ya el hombre medio viejo, todavía algún día se paraba un momento en la esquina, o miraba sobre el hombro, con la esperanza quizá de encontrar el mechero. Lo supe porque una tarde bajé a preguntarle y él me lo contó, entre avergonzado y orgulloso. Claro, por un lado aquella terquedad era ridícula y no formaba una anécdota, no permitía siquiera ese consuelo, y de ahí le venía la vergüenza. Porque quien va a matar dragones, o gamusinos, y viene de vacío, podrá después contarlo y exhibir los despojos de una historia magnífica, aunque desdichada, del mismo modo que la llave de un palacio en ruinas puede servir hoy, a los también arruinados herederos, de pisapapeles u ornamento. Pero los hechos menudos no dejan huella, ni sirven luego para nada. Al contrario, caen al olvido, descarnan el pasado y finalmente convierten en ceniza la vida. Ocurre que esos hechos carecen incluso de la grandeza de un acto de fe. ¿Tú has leído el Quijote? ¿Sólo a medias? Pues bien, allí podrás leer cómo Sancho le preguntó a su amo si el caballo Clavileño no encubriría en el fondo una burla. Y don Quijote dijo más o menos que ésa era una cuestión que sólo incumbía a los burladores, porque a ellos dos nadie podría quitarles la gloria del intento. Ese es un acto de fe. Pero, claro está, no todos los días lo engañan a uno con caballos celestes. Uno más bien tropieza con las piedras menudas del camino, sufre pequeñas mofas. Aunque, por otra parte, me dije, había también un modo de grandeza en esos tropiezos. La gloria de quien mil veces da en la misma piedra, de quien durante años busca un mechero en una esquina, hace de su fracaso una leyenda, y en su continua derrota llega a ser invencible. He ahí otro simulacro del destino. Y por eso aquel hombre del mechero hablaba también con orgullo. Porque aquella minucia, mil veces repetida, tenía ya un peso propio, y se podía contar.
Calló un momento, jadeante y exhausto.
—Esta historia es demasiado larga y enredosa para mis pocas fuerzas —prosiguió—, y mi memoria empieza a flaquear. Pero, en fin, te iba diciendo que, desde mi panorámica, yo veía que el hombre no es ni dios ni demonio. En la reiteración late el genio trágico. Todo nos niega y nos confirma, la felicidad y la desdicha. Y recordé a Sísifo, el que subía la piedra en el infierno, y me dije que también él hubiera hablado de su piedra con un poco de orgullo, y hasta con gratitud, porque sin ella no hubiera sido nada: un hombre sin pasado, un poco de ceniza fría y nada más. Así son los objetos que llevamos al hombro, que si por un lado pesan, por otro gratifican; lastiman, pero dan que hablar. Por eso a los piratas con pata de palo, su minusvalía los hace aún más feroces. Esas cosas las observé y las pensé desde aquí, con la ayuda del catalejo. Y me dije: «¿A qué esperar? Hagamos una teoría que nos caliente en la vejez, seamos, ya que no enamorados, ya que no flautistas, al menos filántropos con el recuelgue triste». Seguí observando, pues, y comprobé que algunos llevaban sólo a cuestas un puñado de polvo, y otros en cambio se esforzaban bajo una viga de hierro. Y me dije: «Es muy difícil encontrar a alguien que, como Cristo con la cruz o don Quijote con sus armas, soporte la carga justa y esencial que le ha asignado su destino». Y eran pensamientos que tenían por padres putativos un nombre y una trenza. He ahí cómo el amor suele acabar en pesadilla. Es como si a un niño lo invitas a una excursión campestre, le pones una piedra en brazos y le dices: «¡Andando, rufián!». Y ese niño, con el tiempo, irá cansado con su carga, le dolerán los huesos y tendrá una idea fija: sentarse en cualquier abrigada, echarse a dormir a cualquier precio. Entonces, será feliz, se sentirá ágil, dará saltos de atleta, se hurgará la nariz y no tendrá pasado. Y si no, mírate a ti mismo, examina tu caso. En tu adolescencia vivías entregado a una gran tarea. Ibas descalzo hacia la Tierra Prometida. Pero se ausentó la amada, se ausentaron las musas y, como los hebreos cuando Moisés subió al monte a recibir consignas, levantaste un becerro de oro y lo adoraste. La poesía y el amor eran demasiado peso para ti. Irías más ligero sin tanta impedimenta. Luego viviste un tiempo del que ahora poco podrías contar. Ibas dejando al paso, en tu rapidez, un rastro de ceniza, y por eso, en la primera ocasión que se te presentó, insatisfecho con tu ligereza, te echaste un mono al hombro, y ahora, claro, ese mono te pesa demasiado y te gustaría cambiarlo por una tinajilla o unas pajas secas. ¿Comprendes lo que quiero decirte? —y un acceso de tos, tierna y profunda, convirtió su discurso en naufragio.
Gregorio, encogido en la silla, no opuso el menor gesto de sorpresa:
—No sé de qué me habla —dijo.
—Y, sin embargo, no sé explicarme mejor —se lamentó don Isaías—. O quizá son cosas que tengo ya olvidadas. Pero sigamos adelante hasta encontrar un claro. Te iba diciendo, y ya pronto termino, que tampoco por ir ligero, o por pararse a descansar, consigue el hombre ser feliz. Y ¿por qué?, me preguntaba yo. ¿De dónde proviene el malestar de la especie? Y seguí observando hasta encontrar lo que entonces creí que era una respuesta. Me dije que frente a los demás animales, el hombre era el único que empieza la casa por el tejado. Cree que hay un camino directo que lleva a la felicidad, y todos se apresuran por él. Y a lo mejor no es así. A lo mejor no queremos entender que cada cual debe ser ante todo uno mismo, si feliz o desventurado eso es ya pera de otro olmo y liebre de otra mar, como quien compra un paquete de café y le viene dentro un caballito de premio. Pero no señor: la gente quiere a toda costa el caballito, sólo el caballito, sin caer en la cuenta de que el caballito es un complemento, una gentileza del comerciante como si dijéramos, sólo eso. Pues no: ahí lo tiene usted buscando el premio por los sótanos y las cumbres. Y tanto lo busca, y con tal fiereza, que acaba encontrando un sucedáneo, un becerrillo de oro, que en su ilusión cree que es el auténtico caballito. Y me dije: «Este es el único animal capaz de hacer de su cojera un número de circo». Y escribí en mi cuaderno: «Quien busque el caballito, sea devorado por las sirenas». Así de ambiciosa era mi juventud. Y en mi pasión me sentí profeta y me llené de piedad por el prójimo. Averigüé por ejemplo que la esperanza de vida del hombre es algo superior a la del búho, y algo inferior a la de la ostra de agua dulce, y que en velocidades cortas, el hombre corre menos que el chacal, la mitad que el coyote y algo más que el cerdo doméstico. Ante estos hechos, me eché a llorar, y me dije: «Sí no me quiere a mí mi morenita, en su nombre yo querré a toda la humanidad, incluido yo mismo». Aquello era pecado, hoy lo sé, pero a mí entonces me pareció santidad. Confundía la pasión con la filantropía, y la misma ignorancia servía de luz a mi ceguera. Sobre las ruinas de la derrota me puse a construir mi torre de Babel. Pero el altruismo es un placer desesperado. Y, en mi altruismo, me hice esta pregunta: «Qué le conviene más al hombre, ¿la felicidad o el destino?». Porque, si fuese fuerte, le convendría el riesgo de ser él mismo, y si fuese débil, echarse a descansar en la cuneta y ser feliz. Pero como no es ni fuerte ni débil, sino ambas cosas a la vez, parece como condenado a la escisión y al regateo. Y para entender un poco de qué estaba hablando (porque yo hablaba a tientas, con la cabeza baja, como los carneros cuando trompan), me imaginé primero a un grupo de hombres que bailaban en el claro de un bosque al son de una flauta, y luego a toda una generación de hombres altos que no sonreían, y que llevaban barbas y trompetas al hombro para derribar una muralla. «¿Qué murallas son ésas?», pregunté, y «¿por qué los trompetistas nunca bailan?, ¿por qué sonríen los danzarines?, ¿por qué no hay respuesta a mis preguntas?». Tenía ya la teoría tan grande que ahora no cabía por la puerta. Así que miré abajo y allí no había danzarines risueños ni trompetistas serios. Vi que uno tropezaba y caía, que a otro el aire le llevaba el sombrero, que otro iba tosiendo y sin dinero y que el de más allá se rascaba sin parar la cabeza. Pero otros, por contra, mataban toros bravos, se sostenían en un alambre, subían a los niños en brazos para que viesen los desfiles. Uno quemaba a hurtadillas una casa y otro venía corriendo a apagar el fuego. Uno le echaba la zancadilla a una anciana y allí estaba enseguida un caballero llevándola en brazos al puesto de socorro. ¡Qué espectáculo absurdo y formidable! Y yo me dije emocionado: «Isaías, tú que aprendiste de los pájaros, tú que naciste dos veces, tú que te debates entre el altruismo y el deseo y que tienes un corazón entre las piernas, por amor a tu morenita, a esa virgencita abrasadora, sé clarividente, sé bueno, sé realista, sé tolerante y científico con el prójimo. Nómbrate pionero de una ciencia oculta, tan nueva y prodigiosa que tu humildad brille sin luz entre fulgores, como una arandela de lata en el tesoro de un avaro». Eso mismo me dije, con mi talento juvenil, y entonces en un arrebato de optimismo, y como homenaje a mis semejantes, me puse a bailar, por primera vez en mi vida me puse a bailar aquí, en lo alto, un baile de altruista, confuso y veloz, con tan mala fortuna que en una de las vueltas resbalé y caí contra el pretil, rompiéndome la frente. Estuve sin dar en sí una semana, y cuando desperté ya era un hombre práctico, un empirista consumado. Había alumbrado una idea que era al mismo tiempo música y medicina. «Yo no puedo enseñar al hombre a buscar su destino», me dije, «pero sí ayudarlo a no sucumbir a los espejismos de la felicidad». Y me dije: «Habrá que azotar a la fiera para que no duerma y en el sueño se amanse». Y concebí un plan. Yo había observado que las gentes se pasan la vida luchando con pequeños conflictos diarios, cuya resolución les impide caminar derechos hacia el destino. Pues yo pensaba entonces que todos teníamos un destino único, que o bien no se manifiesta, o bien es sustituido por otro, cuyo peso no corresponde a nuestras fuerzas. Esos conflictos mínimos devoran nuestras energías. Es como quien va a matar dragones y no puede porque tiene una piedra en el zapato. Y me dije: «Si el hombre no hubiese de esforzarse en esas minucias, si no hubiese de sobrellevar cargas ajenas y suplementarias, si de antemano tuviese asegurada esa corta victoria, quizás entonces, intacto de voluntad y de energía, frente a frente consigo mismo, no pueda desoír ya la voz de su destino. Sobrevendría entonces una generación de trompetistas barbudos. Sabría quizá la especie a qué ha sido llamada a este lugar. Desbrocemos la senda», sentencié. Porque mira, hijo, lo que el hombre sabe, y que consta en libros y museos, es sólo una parte mínima de todo lo que podría saber si hubiese aprovechado la experiencia y la sabiduría de todos los hombres del mundo, desde su origen hasta hoy. De todos, sin despreciar a ninguno, ni siquiera al último bobo que en su aldea natal se chupa el dedo de un pie encaramado en una higuera. Si fuese posible, reflexioné, reunir ese caudal inmenso de conocimiento, toda esa infinita perspicacia, apenas quedaría ya nada que aprender. Tendríamos ahí tal número de casos concretos, de escarmientos y salidas airosas, de errores mil veces cometidos por mil diversas causas, que hasta las excepciones serían casi imposibles. Allí estaría la historia completa de todos los problemas, grandes y pequeños, que no sabemos resolver, que nos agobian y detienen a mitad de camino, condenándonos a la búsqueda directa y prematura de la felicidad. Pero, ya ves, he ahí algo que el hombre no ha hecho. Un, despilfarro tal de erudición, una falta tan grande de prudencia, es inconcebible. «Remediemos el lapsus», me dije. «Iniciemos una disciplina que empiece a recolectar ese enorme tesoro derramado». Me puse a calcular, y hallé que bastarían unos diez mil observadores como yo para estudiar en profundidad, desde el nacimiento hasta la muerte, unas diez mil vidas anónimas, clasificadas según los temperamentos y las situaciones, para deducir de ellas leyes generales y particulares, de modo que allí se contuviese la solución aproximada o exacta de todas o casi todas las vicisitudes en que un hombre puede verse en la vida, para que así logre guiarse en ella y no se enrede y se agote en conflictos que ya eran viejos hace miles de años. Lo que hoy llamamos fortuna o azar, es simplemente desorden, por no decir olvido. Casi todos los imprevistos han existido ya antes muchas veces. Con experiencia y voluntad, la mayoría de ellos podrían llegar a prevenirse y remediarse, porque quien ha inventado la aeronáutica, ¿por qué no podría inventar también la felicidad? Ahí tienes cómo las pasiones encuentran en la desproporción su señal más propicia. Esa fue mi locura, que hoy confieso con vergüenza y orgullo. Diez mil vidas anónimas —evocó con sarcasmo—. Titulé la obra: Guía de la Felicidad y del Destino. ¿Qué te parece?
—Que hubiese sido una gran obra —dijo Gregorio, más incrédulo que sincero.
—Tan grande como absurda. Tan imposible como inútil. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de eso. Espantaba las dudas con la advertencia de que los pioneros se deben a la fe. La pasión iluminaba mi ceguera. Tardé en comprender que el hombre comete siempre los mismos errores, pero que cada error es irrepetible, porque sólo quien lo comete lo ha vivido, y vivir es errar. En comprender que no hay destino que no se cumpla a cada instante, y que la felicidad de cada uno se fundamenta casi siempre en la desdicha ajena. Pero, aun en el caso de que una generación de sabios consiguiese inventar la felicidad menuda de cada día en un millón de libros, por ejemplo, ¿para qué serviría? Sólo en consultarlos, al aspirante a feliz se le iría la vida. Si buscase el remedio para una desgracia, por insignificante que ésta fuese, ocurriría que sí, que el caso estaría previsto y resuelto en algún apartado de esos miles de libros. Pero, ¿quién podría encontrarlo?
Calló sobrecogido, e hizo un ruido de chapoteo con la garganta.
—En fin, y ahora vayamos contigo y acabemos. Inmediatamente, me puse a la tarea. Busqué a alguien a quien observar con lápiz y papel. Y elegí a tu tío Félix. Durante un tiempo observé que era un hombre medianamente feliz. Pero un día, sin embargo, lo vi asomarse a los talleres y oficinas y pasarse las horas mirando a los guardias de tráfico, de un modo tan torturado que enseguida adiviné que los envidiaba y que estaba descontento de su propia vida. Parecía que, de pronto, se avergonzaba de su felicidad. Entonces hice un experimento. Elegí tres libros que estuviesen por encima de su ignorancia pero a la altura de su ambición, y se los llevé a ver qué pasaba. Mi intención no era otra que reafirmarlo en sus vacilaciones, abriéndole las puertas de un mundo que ya estaba prohibido para él. Poco tiempo después viniste tú, y él se volvió loco, según me dijeron. Yo creo que lo que pasó es que, al final, cuando ya era tarde, comprendió que había equivocado su destino. O que, como tantos otros, lo había malvendido por un plato de lentejas. Algo así debió de ocurrir. Pero, para entonces, yo había decidido seguir tus pasos. Y los seguí durante ocho años. Exactamente hasta que murió tu tío y tú entraste en una oficina a trabajar. Te seguí por las calles, y a veces con el catalejo, desde aquí, y también con la ayuda de un sobrino que tengo y al que seguramente conocerás de vista. De esa forma observé, con piedad y ternura, cómo te enamorabas. Adiviné luego que habías descubierto la poesía, y no me extrañó, porque el amor nos hace sabios. Lo deduje cuando una tarde volviste corriendo a casa y estuviste una semana sin salir, y cuando saliste ibas siempre con una libreta en la que no podía haber otra cosa que versos. Y me dije: «Ese muchacho lleva una buena carga al hombro. Si no se para a descansar, cumplirá su destino». Pero luego, coincidiendo con tu desengaño amoroso, también yo me desengañé de mis teorías, por no decir que me curé de mis locuras, y me refugié en casa, de donde apenas he vuelto a salir. Sin embargo, por curiosidad, o por entretenimiento, seguí informándome a grandes trazos de tus andanzas. Asistí a tu noviazgo y a tu matrimonio, hasta que luego tu vida se convirtió en ceniza, como también la mía. Aun así, sé cosas que tú ignoras de ti mismo. Por ejemplo, hace quince años tardabas veinte minutos en ir a la oficina. Hace un mes tardabas casi veintiocho. Con esa progresión, si fuésemos eternos, habría un momento en que no llegaríamos a ninguna parte. Debe de servir de consuelo esta ley, que la inmortalidad niega el movimiento. ¿Comprendes ahora todo? —preguntó con dulzura.
Gregorio lo miró absorto.
—Así que me ha estado vigilando todo este tiempo —dijo, y no sabía si indignarse, avergonzarse o agradecerle la paciencia—. Es increíble.
—Y, sin embargo, es cierto, y tan lógico y normal como el científico que consagra su vida a observar un insecto —dijo don Isaías, no menos extrañado de la evidencia.
Por un instante quedaron huérfanos del mismo silencio.
—Te convertiste en un hombre feliz —siguió el anciano, con la voz ensimismada—. Te sentaste a descansar para siempre en la primera sombra del camino, según mis teorías de entonces. Poco había de interés en tus andanzas hasta que empecé a sospechar que algo imprevisto había ocurrido en tu vida. Era como si te hubieses levantado y vuelto a caminar. Por curiosidad, retomé mis pesquisas. Como si leyese una novela o viese una película. Hijo, espero que me perdones tanto mi locura como mi indiscreción. ¿Podrás hacerlo?
Gregorio se encogió de hombros. Nunca había sentido tanta vergüenza como en ese instante, pero para que el otro no lo advirtiera, dijo con indolencia: «No tiene importancia».
—Me alegro que sea así —dijo don Isaías, y suspiró—. Porque, entre otras cosas, te he llamado para que me perdones. Pues bien, un día, como te iba diciendo, tu vida dio un giro imprevisto. Cambiaste de indumentaria, hasta el punto de que al principio no te reconocí. Te hiciste tarjetas donde por primera vez leí el nombre de Augusto Faroni. Se te cayeron en la calle, ¿recuerdas?, y yo bajé a por una. Luego comenzaste a ir al café, publicaste un libro con fotografías y nombres ficticios, visitabas tiendas de anticuarios, y yo no entendía nada. Y luego, de pronto huyes de casa y dejas el trabajo. Entonces sí, entonces empecé a sospechar lo que estaba pasando. Deduje que debía de haber un tercero, una mujer quizás, a la que intentabas engañar. Pero el tercero nunca aparecía. Siempre ibas solo. Y yo no entendía nada, y menos cuando hoy leo que ayer golpeaste a una mujer al escapar de una pensión.
Gregorio dio un respingo.
—¿Cómo ha dicho?
—¿Es que no lo has leído?
—¿El qué?
—Los periódicos.
—¿Los periódicos?
—Ahí, en la silla.
Por fin, Gregorio comprendió. Alcanzó el periódico y, a la luz de la lámpara, vio la fotografía principal de su libro de versos. Al lado, en letras grandes y negras, ponía: La empleada de una pensión, golpeada por uno de los huéspedes, y más abajo, en letras más pequeñas: «La víctima, fuera de peligro».
—¡Fuera de peligro! —murmuró Gregorio—. O sea, que no la maté —y le dieron ganas de abrazar a don Isaías y de gritar a toda la ciudad, desde allí arriba, que él no era un asesino.
Rápidamente, leyó el relato de los hechos. Contaban allí cómo «un individuo de unos 40 o 50 años», que se llamaba o se hacía llamar Augusto Faroni y que al parecer era autor de un libro de versos que regaló a la víctima unos días antes de atacarla, se había alojado en la pensión aduciendo que acababa de llegar de un pueblo —Villapanuco, pueblo inexistente— y que en la estación le habían quitado los documentos y el dinero. Dijo ser vendedor y poeta, y abusando de la generosidad de doña Gloria, la dueña de la pensión, obtuvo varias semanas de crédito. La policía tenía fundadas sospechas para creer que se trataba de un delincuente habitual. Unos días antes del intento de robo, consiguió que el dueño de un ultramarinos lo admitiese de repartidor. Una vez más, el indocumentado le regaló el citado libro, con objeto de ganarse la confianza de la víctima, y unos días más tarde, después de sustraer una importante cantidad de dinero, desapareció con el carrito de pedidos. Gregorio, estupefacto y enseguida colérico, leyó el último párrafo. «¡Mentiroso!, ¡cabrón!», susurró en alto, apretando los puños y con las mandíbulas en guardia. Luego hablaba del libro: la policía opinaba que quizá se tratase de un truco para despertar lástima en las futuras víctimas, y que todos los nombres que figuraban en él debían de ser falsos. Lo más extraño era que las fotografías pareciesen auténticas, como certificaban las víctimas, y debido a esto no se descartaba la posibilidad de que se tratase de un desequilibrado mental. La policía seguía investigando y esperaba que, en breve, el asunto quedase esclarecido.
Gregorio arrojó el periódico sobre la silla y se puso en pie. Estaba indignado y eufórico.
—Casi todo lo que dice ahí es mentira —declaró enérgicamente—. Pero lo importante es que yo no maté a esa mujer. Sólo la herí un poco, y en defensa propia.
Le parecía que acababa de despertar de una pesadilla atroz. Y sin embargo, su decisión de huir era en ese instante más firme que nunca. Por un lado lo acusarían injustamente de ladrón, de loco, de delincuente habitual y de intenciones criminales, pero lo peor era que, como ahora no se sentía culpable, el juicio no serviría para obtener el consuelo de un castigo justo sino para exponerlo morbosamente a la vergüenza pública, y sin otro interés que el de despellejarlo con calumnias y escarnios.
—Me han difamado —dijo—. Soy víctima de una conjura —y se sintió lleno de dignidad y de razón.
—¿Pues qué ha ocurrido, hijo? —preguntó don Isaías.
—Pues que me persiguen. Me confunden con otro —y se puso a pasear por la terraza.
—Y ¿con quién?
Gregorio se detuvo indeciso, con la barbilla en una mano.
—Con Faroni murmuró.
—Entonces, ¿es que Faroni, existe?
—Sí, claro que existe —dijo Gregorio sorprendido—. Vive en el extranjero. Yo soy su representante. O mejor dicho, era, porque murió ayer, en la India, asesinado. Me enteré por teléfono. Era un revolucionario, y un gran escritor. Por eso iba al café —se animó a hablar—, para informarle de lo que pasaba allí. Y el libro que edité, lo mismo que el traje, era para despistar a la policía y porque, bueno, en el fondo soy poeta. Y lo del biógrafo también es verdad. Estoy escribiendo el libro de su vida. Ese es todo el misterio.
Don Isaías, desde la oscuridad, lo miró fijamente.
—Y ¿cuándo conociste a Faroni?
—¿Cuándo? En una biblioteca —dijo sin dudar—, hará unos diez años. Él estaba escondido allí. Lo buscaba la policía, por cosa de política. Hablamos, y luego me escribió desde el extranjero. Leí algunos de sus libros, conocí a algunos de sus amigos y me convertí en admirador y seguidor suyo.
Encendió un pitillo y añadió: «Era un gran hombre».
—Nunca he oído hablar de él —dijo don Isaías.
—Bueno, en el extranjero es muy famoso, pero aquí está prohibido.
—Es una historia extraña —suspiró el anciano—. Ya ves, yo creí que había un tercero a quien querías engañar.
—En realidad —dijo Gregorio, con una apertura concesiva de brazos—, sí hay un tercero. Hubo un malentendido. Me hacía pasar por Faroni ante él y luego las cosas se complicaron no sé cómo. Lo hice ante todo por prudencia pero también en parte, lo confieso, por vanidad.
—Y ¿quién es el engañado?
—Un viajante de comercio, al que sólo he visto dos o tres veces, y siempre de lejos o de espaldas. Me llamaba por teléfono a la oficina. Su nombre es Gil, Dacio Gil Monroy. Y resulta —dijo vagamente, agitando una mano que vino a la ciudad y empezó a buscarme. Él me buscaba a mí y la policía buscaba a Faroni, y todos sospechaban que yo era Faroni. Así que me fui a una pensión, para no comprometer a mi familia, y cuando ya todo estaba arreglado y me venía para acá, me confundieron con un ladrón y me atacaron. Tuve que defenderme y aquí estoy.
—Hijo mío, ¿no me estarás engañando? —preguntó don Isaías, con un acento de apenada solicitud en la voz.
Gregorio bajó la cabeza y sonrió, desalentado y tolerante.
—Si quiere le puedo decir que todo es mentira —dijo—, que Faroni no existe y que yo soy un impostor. Hay algunos que lo piensan. Total, ¿qué importancia tiene que Faroni exista de verdad o no? Al fin y al cabo, Faroni no es Dios.
—En efecto —susurró don Isaías—, ese Faroni no es Dios, pero tampoco es un sacacorchos, cuya inexistencia nos podría acarrear problemas. Pero, ese Gil y tú, ¿habéis conseguido ser felices?
—No lo sé. A veces. Y a veces incluso le he mentido para que sea feliz, pero que conste que en las mentiras había siempre un fondo de verdad.
—Para ser feliz, unas cuantas mentiras es un precio barato. Tengo comprobado que la verdad no es una rueda que yo pueda echar a andar, ni un cordón de zapato, que sirve para hacer un nudo, ni tampoco una pata de palo, que hace un ruido distinto y da qué hablar. Pero la mentira sí se parece a estas cosas, y uno casi la puede llevar en el bolsillo, como unas llaves o un peine. Quiero decir que es algo útil, una pequeña herramienta de trabajo, o una especie de animal adiestrado que ayuda y acompaña. A la gente mentirosa se la conoce porque parece que lleva un mono al hombro, que remeda a su dueño. Por eso, cuando afirmas que has mentido por una buena causa, debes de tener razón, porque las mentiras sirven precisamente para eso, para tener razón. No sé explicarme mejor ni cómo ayudarte.
—No me considero culpable —dijo Gregorio, midiendo las distancias.
—Y, sin embargo, engañaste a ese Gil.
Gregorio hizo un silencio y esperó a que aquellas palabras naufragaran en él.
—Es tarde —dijo.
—Sí, ya va siendo hora de recogerse.
—Sólo una pregunta, usted ¿qué haría en mi lugar? ¿Se entregaría o huiría?
—Tengo comprobado que todos los caminos llevan a la desbandada. Huir, vas a huir de cualquier manera. Por tanto, sé generoso y huye lejos.
Gregorio lo miró con gratitud.
—También le ruego —dijo— que, si lo sabe, me guarde el secreto.
El anciano asintió. Gregorio se acercó y le estrechó una mano.
—Necesita descansar —le dijo.
—Sí. Necesito descansar —replicó don Isaías—, y quizás ese descanso sea ya definitivo. Hace mucho tiempo —murmuró, mirando a lo alto— creí descubrir treinta y dos estrellas que se movían conforme a las reglas del ajedrez. Y creí que algún sabio antiguo había descubierto ese juego observando, como yo, las evoluciones celestes. Creí entonces que la historia del universo era sólo una partida de ajedrez jugada por dioses, y que el día en que uno diese al otro jaque mate se acabaría el mundo. Pero de esto hace ya muchos años. Yo entonces era joven. En fin, es tarde y empieza a hacer frío.
—¿No baja?
—Después. Mira que no te cojan, hijo. Y si necesitas dinero, o lo que sea, dímelo.
Gregorio retrocedió hasta la puerta y cogió la maleta. «No. Sólo que me guarde el secreto y que, si puede, ayude a Angelina», dijo. Contempló un instante al corpulento anciano, apoyado en el pretil y al contraluz menguante de la lámpara, hizo una leve reverencia y tomó escaleras abajo.
Era ya más de medianoche. En el tercer piso se detuvo un momento, pensando si debería ver de nuevo a Angelina para prevenirla de la conjura y prometerle que dentro de algún tiempo, cuando él encontrara un trabajo y prescribiese el delito, se reunirían en algún lugar lejano y seguro, donde volverían otra vez a ser felices. Pero al acercarse a la puerta creyó oír voces dentro de la casa y tuvo miedo de que fuese la policía, y el terror de la vergüenza y de la cárcel lo disuadió de sus propósitos. Había que huir, y pronto. Aun así, cerró un instante los ojos y respiró profundamente aquel aire oscuro y familiar. Reconoció en el olor sus viejos afanes juveniles y la paz invencible de sus largas tardes de madurez. Otra vez el pasado cruzó en un vuelo por su mente. Evocó su cuerpo saliendo del tiempo como de una niebla: viejo, agotado por la travesía. Se asombró del largo y laberíntico camino que llevaba andado hasta allí, y la visión de su futuro le produjo más cansancio que miedo. «¡Qué complicada es esta vida!», exclamó extrañado.
Bajó sin prisas, matando los pasos, y antes de salir a la calle rubricó cuatro veces sobre el rostro el garabato de la cruz. Luego, sin volver la cabeza, encogidos los hombros, se apresuró hasta la primera esquina, y un poco más allá tomó un taxi hacia la estación.