Gregorio huyó hacia las afueras de la ciudad, buscando algún refugio (un matorral, por ejemplo, fue lo primero que se le ocurrió) donde esconder el miedo y examinar a solas su desdicha. Abrigaba la secreta esperanza de que, por no tener a dónde ir, cualquier lugar sirviese a sus propósitos. Había tanto que pensar, y tanto de qué lamentarse, que acaso el resto de sus años no le alcanzara para explorar la extensión y hondura de su pena, y viviese ya siempre en ella como en la verdadera isleta de desolación que desde niño había buscado en vano.
Caminaba aprisa, las piernas desparramadas en un trote descoordinado de pelele, dando aquí y allá guiñadas de borracho y un poco al sesgo para vigilar con un reojo de alerta sus espaldas. Unas veces detrás y otras delante, sus pasos resonaban en las calles vacías. Tan pronto parecían alejarse como reunirse con los de algún otro viandante solitario para, todos juntos, perseguirlo en confuso tropel. Entonces, aceleraba el trote y volvía la cabeza con un medroso atisbo de terror.
No daba crédito a lo que acababa de ocurrir. Mientras golpeaba a Paquita y luchaba con doña Gloria, se había tranquilizado con la conjetura, casi convicción, de que estaba soñando, pero luego, cuando oyó sus propios pasos apresurados en la calle, supo sin error que nunca había estado tan despierto y real como aquella noche. «¡Dios mío!, pero, ¿qué está pasando aquí? ¡Pero si esto no puede ser! ¡Pero si yo no estoy soñando!», exclamó incrédulo, desconcertado por el terror, y toda su mente se fue llenando con una sola idea: huir lejos, a los campos, y esconderse en un matorral.
Allí, intentaría descifrar su situación y predecir sus consecuencias. Porque a casa, desde luego, no podía volver. Ni ahora ni nunca. Creyó haberlo sabido desde que alzó la mano para descargar el primer golpe, y quizás el miedo y la ira de esa certidumbre le dio fuerzas para seguir golpeando al aire sin piedad, y no al aire ni a la mujer sino al propio miedo, que crecía en cada golpe. «Ni ahora ni nunca», se había repetido muchas veces. Porque era indudable que la policía ya estaría investigando, y como en el libro de versos constaba su nombre auténtico, bastaría tirar de aquel cabo para desembrollar todo el ovillo. Y, por otra parte, ¿cómo contarle a Angelina que había matado a una, mujer y robado una palmatoria al escapar de una pensión? Porque estaba seguro de haber matado a Paquita. Lo había visto pintado en su cara y en la cara de los que lo miraban al salir. «Aquí va el asesino», decían aquellas caras. Y él mismo se había repetido en ese instante, bien clarito y separando las sílabas, «soy-un-a-se-si-no», sin conseguir entender del todo el significado real, exacto, inagotable y secreto de aquellas palabras. Incluso, para penetrar mejor en ellas, pensó que en algún museo del crimen aparecería él dentro de pocos años reproducido en cera, y rodeado de sus objetos más queridos. Quizá lo recreasen arreglando el reloj, o limpiándose las uñas con la navaja múltiple. «Estas eran sus zapatillas», dirían los carteles, «ésta es la caja de zapatos donde guardaba sus poesías», «éste era su sombrero» y «ésta es la palmatoria con que consumó el crimen». Eso dirían, y los vecinos comentarían al verlo: «¡Pero qué callado se lo tenía este Gregorio!». Lo sacarían bajito, exagerando los años, la desfachatez, el desaliño y la calvicie. ¿Y qué diría Gil ante aquel hombre sucio y viejo, y hasta puede que un poco jorobado, réplica absurda de quien fuese su héroe, el juvenil y mágico Faroni? «Soy el asesino de la palmatoria», se decía, «el asesino de la caja de zapatos», pero no conseguía otra cosa que acrecentar el miedo y la extrañeza.
Más abajo, según las calles se hacían más solitarias, míseras y oscuras, le entraron ganas de llorar. Y no porque se sintiese culpable sino porque estaba cansado y podían detenerlo. Detenerlo. Esto, era terrible. Le harían fotos contra un muro, lo deslumbrarían con una luz, le harían preguntas, lo juzgarían hombres severos con pelucas y en el juicio vendría como testigo Gil, vendría Antón con su garrota, vendría Angelina con su abrigo de huérfana, vendría la madre con el perro, vendría doña Gloria, vendrían los tres caballeros estables, y Marilín, y el maestro y el hombre de negro y todos los contertulios del café, y lo señalarían todos con el dedo y lo condenarían por lo menos a veinte años y un día de cárcel. Veinte años viviendo con gente cruda, con tipos que lucen cicatrices y gastan navaja, que miran de perfil como los gallos, que son muy machos pero que en caso de necesidad dan por culo a cualquiera. Y Gregorio se vio en un retrete con urinarios de cemento, rodeado de hombres en camiseta que lo sujetaban y le bajaban los pantalones a la fuerza y se le acercaban diciendo obscenidades y esgrimiendo enormes vergas tatuadas. Él era débil y cobarde. Le pegarían, le robarían la comida, le gastarían bromas brutales, le darían por culo a todas horas y lo obligarían a chuparles la verga, y él no lo iba a permitir porque antes que perder el honor preferiría la muerte, pero claro, nunca se sabe lo que uno puede hacer acosado por la miseria y el espanto. O consientes, o te rajan a navajazos. Y ¿qué era peor? Había oído historias terribles de la cárcel. Había visto películas. Historias de comer cucarachas y lamer culos. Allí un hombre es sólo una boca, un culo y una verga. Lo había oído. Se lo imaginaba. ¡Ah, no, cualquier cosa antes que la cárcel! Porque no era sólo la amenaza de la gente cruda. Estaba también el asunto de la primavera a la orilla de un río. Saber que hay tardes de verano, con rebaños y grillos, y que él tenía que estar allí, entre cuatro paredes, veinte años, en la mugre, devorado por la miseria y la nostalgia. ¡Ah, no, que le dejaran a él ponerse penitencia, darse castigo por su propia mano! Él sabría hacerlo con largueza pero con dulzura. Nadie más duro e implacable que él, pero nadie también más delicado en el castigo. «Claro, que no me van a dejar», se desengañó, «y seguro que a estas horas ya me están buscando, quizá ya están en casa preguntando a Angelina, y quizá ya han ido a buscar también a Gil y lo han despertado y se ha descubierto ya todo. Pero entonces, ¿será posible que yo sea un asesino de verdad y esté huyendo de la policía? ¡Dios mío, qué va a ser de mí!», y un escalofrío de terror le erizó las entrañas.
Más abajo, la ciudad se desbandaba en suburbio. Encorvándose para aligerar el paso, hurtando las espaldas a las últimas luces esquineras, apartó hacia un baldío y tomó una trocha, entre montones de escombros y basuras. En uno de los montones, sin detenerse, tiró la palmatoria. Lejos, se vislumbraban apenas oscuros bultos industriales, y más cerca, aquí y allá, algunas hogueras, que Gregorio rehuyó. Al final del baldío había un poblado de chabolas. Gregorio dio un rodeo. Un perro se adelantó a husmearlo y él torció la cara para que no le viese la expresión de criminal. Bajó corriendo una barrera, dando rebotes y tropiezos, abrazado al equipaje, y otra vez tomó campo a través. Era un terreno sin árboles, sin matas, sin nada, cruzado por postes de la luz. Muy lejos se oían perros. Anduvo hasta que dejó de oírlos. Finalmente se topó con un edificio en ruinas, con sólo paredones quemados y ventanas que daban a la noche. Lo bordeó. Detrás había unas vías y algunos montones de carbón, de hierros y de tablas. Gregorio se detuvo. ¿Por dónde seguir? Estaba cansado y tenía un sueño antiguo, como atrasado de muchos años, y aquella ciudad parecía no acabar nunca. «Mañana huiré hacia el matorral», se dijo. Y repitió: «Mañana, en cuanto amanezca».
Entre un montón de tablas encontró un hueco donde logró encogerse. Tapó la salida, cerró los ojos e intentó serenarse con un respirar lento y hondo. Era como si estuviese de nuevo en el quiosco, temiendo y anhelando la llegada de Alicia. Allí estaba a salvo, otra vez en su isleta. Su mente empezó a extraviarse en el silencio infinito. Nada se oía, excepto los pensamientos. «Si la vida fuese de mentira, aquí me quedaba para siempre», se dijo, y las palabras interiores resonaron como en una iglesia. «Si la vida fuese un carricoche» añadió, con la mente ya emplumada de sueño. Mañana o pasado, cuando estuviese en el infierno del matorral, que también era paraíso, ya tendría tiempo de ajustar cuentas con la conciencia. Tenía toda la vida por delante para purgar los pecados. «O mejor dicho, los errores». Y esta última palabra se incorporó al sueño en forma de ronquido.
Dos veces despertó sobresaltado por el paso de un tren. Vio los fogonazos de luces desde su refugio, pero volvió a adormecerse, y toda la noche la pasó entre pesadillas y devaneos. Pensó o soñó con un cura gordo y afligido que, señalándole una habitación confusamente repleta de imágenes sagradas, le decía: «¿Qué haremos con los santos? ¿Qué haremos con las vírgenes?». Gregorio respondió: «Sacarlos fuera, al claustro». El cura lo miró apesadumbrado: «No se puede en el claustro, allí no hay culto y hace frío. Fíjese qué dolor la de esta gente aquí revuelta», y empezó a enumerarlos por sus nombres. Algunas imágenes se llamaban San Terapencio de las Maravillas, San Justo Marrafa o Santa Agalla de las dos Holandas, pero otras eran sólo Mirra, Techumbre o Vacación, y todas guardaban entre sí parentescos intrincados. Una era cuñada de la prima hermana del suegro de San Melito Melitón, otra era ahijada del consuegro del tío carnal de la hermanastra de Sor Zumaya Pescadora, aquél era compadre de éste y abuelo segundo del de allá arriba, y ése del que sólo se veía un pie era el ilustre y no menos piadoso Don Mangas Trompajuzo, sobrino tercero del hijo político de la nuera del beato Silvino, a quien decían el Cerdalí. En ese delirio agotador estuvo Gregorio enredado toda la noche. Cuando despertó definitivamente, ya se filtraban entre las tablas las primeras luces de un amanecer lívido. Estaba tiritando, y tan entumecido que no podía moverse. Durante un rato creyó que el dolor físico formaba también parte de la pesadilla, pero de pronto recordó dónde estaba y un relámpago de aire helado se le extendió por todo el cuerpo. Triste y bobo, se quedó mirando la claridad turbia del amanecer.
Gregorio pasó la mañana sin atreverse a salir de su escondrijo. De vez en cuando oía hablar a gente de paso, y durante mucho tiempo alguien se demoró junto al montón de tablas tocando una armónica. Aquel lugar parecía más transitado de lo que había creído. Habría que esperar a la noche para huir. Pero, ¿hacia dónde iría? No tenía abrigo ni dinero. No tenía nada, salvo hambre, frío y remordimientos. Tan perdido se vio que, antes del mediodía, decidió entregarse. Le darían una cama, y algo de comer, y quizá con el dolor del castigo contrarrestase el de la culpa. Pero enseguida evocó los horrores de la cárcel y logró contenerse. Además, se animó, él pensaba expiar la culpa en el matorral. Se haría de verdad eremita. Rezaría dos horas diarias. Se fustigaría con una vara. Y se puso a idear otros suplicios: caminaría descalzo, dejaría de fumar, estaría una hora sin moverse, se dejaría picar cada tres meses por un alacrán, que a veinte años daban un total de unas sesenta picaduras, se pondría arañas en la nuca, se pasaría un día al mes con los ojos cerrados, ayunaría todos los viernes, saltaría cien metros diarios a la pata coja, y todo ese sacrificio, y más que pensaba inventarse, se lo dedicaría a Paquita, que en adelante ya no sería Paquita sino mucho más: mi chiquirritina, mi niñita enferma, mi santita del alma, mi agüita derramada, mi huerfanita de los cielos. Le haría una estatua allá en el matorral, y le inventaría cánticos, oraciones y poesías místicas. El juez, el verdugo y la víctima, todos juntos en la misma persona. ¿Podía concebirse mejor y más dura sentencia?
La hambruna y la tiritona lo devolvieron a la realidad. La una de la tarde de un día gris y ventoso. Había que abandonar el escondite, comer algo y proseguir la marcha. Intentó darse ánimos. Quizá su situación no fuese tan desesperada como había supuesto. A la policía no le iba a ser fácil solucionar aquel embrollo de nombres ciertos y fingidos. Lo más probable es que estuviesen buscando a Augusto Faroni, y en ese caso él tenía que aprovechar la incertidumbre para ir a casa, despedirse de Angelina y coger ropa, dinero y todo lo necesario para sobrevivir en la espesura. Por ejemplo, enumeró: navaja, sartén, cerillas, tijeras, medicinas, linterna y muchas cosas más, sin las cuales no podría subsistir. «Hay que arriesgarse, no queda otro remedio. Si no, esta noche moriré aquí de frío», se dijo, y decidió que, en caso de apuro, lucharía hasta la muerte. Huiría por traspatios, tiovivos, tejados y escaleras de incendio, como en los finales de las películas de gánsters.
Apartó una tabla y asomó la cabeza. No se veía a nadie. Salió a gatas, gimiendo de dolor, y le costó un triunfo incorporarse. Alrededor, el llano se extendía yermo y silencioso. En un confín se veían edificios grandes de ladrillo, agrupados confusamente en bloques. En otro, la apretada ranchería de chabolas, y en otro, más lejanas y dispersas, algunas fábricas sucias y humeantes. Por aquel rumbo, se acercaban dos hombres caminando a buen paso, con los abrigos inflamados de viento. Sin perderlos de vista, Gregorio reunió el equipaje y se dirigió resueltamente hacia los bloques de ladrillo.
Era un barrio nuevo, y a aquella hora las calles empezaban a llenarse de obreros que regresaban del trabajo y de niños que salían de la escuela. Gregorio se sintió seguro caminando entre ellos. En un bar comió unos boquerones, que empujó con unas copas de anís. Se vio en un espejo: estaba desfigurado por la suciedad y parecía un mendigo. Para no levantar sospechas, se despidió con un saludo general y salió sin prisas, con el rostro bien alto. Silbando, curioseando los escaparates, revolviéndole el pelo a algún niño y cediendo el paso a las señoras, llegó a una plaza y tomó un autobús hacia el centro. Estaba seguro de que todo saldría según lo convenido, y se puso a enumerar las partes del plan. Primero: llamar a Gil, que estaría a punto de salir de la oficina, para notificarle la muerte de Faroni. De ese modo los dos se verían obligados a renunciar a sus identidades ficticias y a iniciar una nueva vida, donde comenzasen por aceptar el papel que el destino les tenía señalado. Segundo: visitar a Angelina, contarle la verdad aproximada, recoger los pertrechos de la fuga y escapar en un tren. ¿A dónde? Hacia los lugares de la infancia. Volvería a ver el eucalipto y el pozo. Por allí había cañadas agrestes donde quizá pudiesen construir una choza, e incluso encontrar trabajo de pastor. Tan lejos, nadie repararía en él. Dirían: «Es Olías, el hijo de aquellos Olías del llano, que ha vuelto». Luego, pasados unos años, llamaría a Angelina para que se reuniese con él en la cañada. Aquella perspectiva lo animó definitivamente a la acción.
Apenas bajó del autobús, buscó una cabina telefónica y oyó a lo lejos el saludo nasal: «Aquí Requena y Belson. Gil al habla. Dígame». Gregorio se llevó una mano a la boca, para deformar la voz, y poniendo en ella un intrincado acento inglés, contó que era Nick Porter, presidente del Centro Cultural Amigos de Faroni en América, que acababa de recibir un télex de la India y que llamaba para dar una mala, funesta, trágica noticia.
—Escuche y no hable —dijo—. El gran Faroni ha muerto. No decir nada, mister Mounro —se adelantó al balbuceo exclamativo que ya se insinuaba al otro lado de la línea—. Nada decir. Hoy mundo estar de luto. Matáronle enemigos progreso. Los mismos que ahora manchar memoria con sucias mentiras. No los crea. Irá verle policía. Le decir que Faroni ratero, que asesino. Nada crea. Todo niegue. Ahora, no hace ya falta abandonar ciudad. Quédese en ella y sea feliz. Un abrazo, amigo Yil. ¡Viva el maestro! —y sin dar tiempo a la réplica, colgó.
Gregorio creyó salir de la cabina telefónica sinceramente compungido con la noticia de su propia muerte. Pero un dolor así, receló enseguida, sólo podía ocultar la amenaza de otro mayor, con el que acaso no se atrevía a encararse. Entonces empezó a sospechar que su habilidad de farsante quizá no llegase al virtuosismo de poder fingir el sufrimiento. Y la sospecha se hizo certidumbre al advertir que había sentido más la muerte de Faroni que la real y humilde de Paquita, y que, por lo mismo, todos sus proyectos de salvación y penitencia no tenían en el fondo otro propósito que el de rehuir su condición de criminal. Pegado a las paredes, con pasos desmemoriados y vacilantes, comenzó a andar hacia casa. Sí, hasta el sufrimiento lo había falseado, exagerándolo ventajosamente para que, al idear un castigo proporcional a tal desmesura, tanto el dolor como la penitencia se convirtieran en algo ilusorio, y le sirviesen, más que de quebranto, de evasión y disculpa. Aquel alarde de desvergüenza agravó la lastimosa imagen que tenía de sí mismo. Porque no era sólo un asesino, y se fue deteniendo en el remanso de un súbito y exasperado malestar: en su soberbia, disfrazada de abnegación, se había erigido también en cómplice, en encubridor, en juez, en abogado defensor, en fiscal y en verdugo. Hasta allí llegaba su cinismo. Así de despreciable era el espectáculo de su inocencia, del que él era al mismo tiempo empresario y bufón. Allí estaba, parado en una esquina, frío y astuto como una serpiente, mientras sus congéneres se afanaban alrededor en honradas tareas.
Entonces comprendió que el castigo infligido por propia mano más tenía de placer que de daño. Comprendió que sólo a los demás estaba reservado el derecho de fijar el precio del delito y los límites de la culpa, y que nadie por sí mismo puede expiar con precisión los crímenes cometidos contra el mundo. Sólo en ese momento sintió Gregorio verdadero dolor por Paquita y tuvo la necesidad y cierta de entregarse. Él no era un hombre capaz de burlar impunemente la ley. Tampoco él era una hiena. ¿Cómo no haberlo comprendido antes? De pronto, la vergüenza de un juicio público y los horrores de la cárcel, le parecieron un precio irrisorio para la magnitud de sus pecados. Eso sin contar lo que el arrepentimiento espontáneo tiene de atenuante. Y ya puestos a ver, ¿qué decir de aquel acto cívico y piadoso de irrumpir en la comisaría, abrir los brazos y declarar: «Señores, he cometido un asesinato y vengo a entregarme y a implorar justicia»? Ya se encargaría él de explicar qué fácilmente pudo huir y cómo, renunciando a la mansedumbre de una vida libre y pastoril, prefirió aceptar los preceptos de la conciencia. Y empezó a preparar el discurso que echaría en el juicio.
Cerca ya del barrio, pensó otra vez en Gil, y al hilo de la evocación decidió que, antes de entregarse, debía hacer al menos dos cosas: una, despedirse de Angelina; otra, acercarse al café y allí mismo escribir y encomendar al camarero una carta para Gil, donde pensaba decirle que él, Gregorio Olías, iba a entregarse y a confesar un crimen del que no era culpable, con el propósito de proteger (por razones que ahora no tenía tiempo ni ánimos de explicar) el buen nombre de Faroni. Y Gil, conocedor por experiencia propia de las trampas que se gastaba la policía, quizás interpretase las evidencias no como testimonio de culpa sino como heroica artimaña que el fiel biógrafo utilizaba para despistar a los enemigos del maestro. Entre otras cosas, tan breves como enigmáticas, pensaba rogarle en la carta que no acudiese al juicio, y aunque ahora, sin la vigilancia de Antón, bajaría hasta el río a ver los barcos, y buscaría las pirámides y las bandas de música y entraría por fin en el café, a pesar de todo, quizá le quedase para siempre la duda (jubilosa por ser secreta) de que quienes negaban a Faroni o eran unos impostores o lo hacían por miedo o por prudencia, de modo que en cada desmentido encontraría también el reverso de una confirmación.
Mucho tiempo estuvo a vueltas con esas reflexiones, y eran ya cerca de las siete cuando llegó a las inmediaciones del café. Mientras bordeaba la plaza, tiritando, oyó a lo lejos una confusa algarabía de voces, y el instinto le hizo detenerse con un respingo de temor. Allí, en la puerta, había un apretado revuelo de gente, un grupo estremecido que se iba engrosando con transeúntes que afluían corriendo de todas direcciones para observar el suceso de cerca. Entre el bullicio, descollaba una voz que a Gregorio le resultó penosamente familiar. También él, sin saber cómo, se apresuró agarbado tras un grupo de corredores, y mezclado con ellos, con una mano en la cara, como si le doliesen las muelas, tomó posiciones entre los últimos curiosos. Con mucha prudencia, se puso de puntillas y miró al centro del corro. Allí, agitando la garrota y gritando fuera de sí, estaba Antón. Con una mano sostenía por el cuello de la gabardina, como a un conejo, a un hombre que Gregorio apenas alcanzaba a ver, pero en el que reconoció de inmediato a Gil. Los dos estaban de espaldas. Enfrente, haciendo grupo propio, Gregorio vio a Marilín, al maestro, a la criatura de pardo y a muchos contertulios. Antón los señalaba, barriéndolos con la garrota y gritando con furia:
—¡Son todos comunistas! ¡Todos campean bajo la bandera de Faroni! Este —y presentó a Gil con un capón— es el libertino, el lascivo, el chulo, el tenorio y el revolucionario. Esa —y apuntó al maestro— es la alcahueta Merlina, y ésa —e intentó alcanzarla en la cabeza con la garrota— es la meretriz, la gran daifa, la suripanta, la zorra desorejada, la entretenida, que con este granuja —y le dio otro capón— corona a su marido, el buen Alvar Osián. ¡Y todos son comunistas ateos, y su jefe es Faroni! ¡Y ese local es una mancebía!
El maestro lo miraba pálido y boquiabierto. Quiso decir algo, adelantando el prólogo indulgente de una mano, pero Antón se abalanzó hacia él con un remedo femenino y sarcástico en la voz:
—¿Qué dice la alcahueta, la ateaza, la vieja verde, la bujarrona de las pieles, la bachillera clueca, la hablanchina, la parloterilla, la comunista boquirrubia, la grajilla marimacho, la comadre nefanda? —y por cada epíteto le iba extraviando tientos de garrota.
Algunos contertulios se le echaron encima, y contra ellos descargó Antón el furor errático de los golpes.
En ese instante, dos guardias se abrieron paso hasta el centro del disturbio.
—¡Agentes, aquí les tengo retenido a un piquete de comunistas! —rugió Antón—. ¡Menos el líder, lo mejor del elenco está presente!
El grupo de curiosos cerró filas en torno a lo que parecía el momento cumbre del drama. Se hizo el silencio, y el maestro aprovechó para hablar:
—No sé quién puede ser —se dirigió a los guardias.
—¿Ah, no? —relamió y afeminó el tono Antón—. ¿No conoce la marimarxista a Faroni, ni a Alvar Osián, ni al libertino éste?
—No sé de qué me habla.
—Y tú —se dirigió a Gil con una pescozada—, ¿tampoco conoces a la marimerlina?
Se oyó la voz afligida pero firme de Gil:
—Es uno de los maestros de la tertulia.
El maestro enarcó escéptico las cejas.
—Yo, señor —siguió Gil, zafándose de Antón y recomponiéndose dignamente la gabardina—, soy Dacio Gil Monroy. El del pensamiento del cuervo y del queso. ¿Se acuerda?
El maestro ejecutó un resignado y paciente gesto de estupor.
—¿Sabe? He venido a decirle que el gran Faroni ha muerto. Me han llamado de América, el señor Porter.
—¡Son consignas! —bramó Antón—. ¿Ven ustedes, señores agentes, cómo los dos conocen a Faroni? Y a esta pendona también la conoces, ¿no? ¿Es o no es ésta Marilín, la mujer de Osián?
—No señor —dijo serenamente Gil—. La señorita Marilín está en la india.
—¡Mientes, bellaco! —aulló Antón, sacudiendo a Gil, y por un momento Gregorio pudo ver su perfil deformado de ira—. ¡Tú solo te has delatado! ¡Porque quien está en la India es Osián, el coronado, y no por su gusto sino por culpa tuya, seductor!
Marilín, con un dedo, hizo un gesto de chifladura.
—Sí, debe de estar loco —dijo el maestro.
—¿Loco yo, maricona? —vociferó Antón, y alzando la garrota lo alcanzó en el rostro, quebrándole las gafas.
Uno de los guardias se lanzó a separarlos, mientras el otro, inflando el tórax y cuadrando la quijada, gritó:
—¡Disuélvanse! ¡Fuera todo el mundo!
El corro inició a regañadientes una medrosa retirada. Gregorio, espantado y estupefacto, cruzó la plaza camuflado entre los viandantes y, como ellos, andando de perfil. Desde el otro lado se volvió de recula con el rostro desencajado de pánico y vio cómo los guardias se llevaban a los protagonistas del disturbio. Antón agitaba a voces la garrota, abriendo la marcha hacia la comisaría, y detrás, flanqueado por los agentes, arreaba el grueso del grupo.
Lo primero que sintió Gregorio es que ahora temía más la justicia de Antón que la de los jueces. Tanto era el terror que le inspiraba aquel hombre —y su venganza sería terrible cuando descubriese la burla—, que ni siquiera tuvo tiempo de compadecerse de Gil. Había que entregarse, y pronto, porque con el nombre de Faroni aparecido en varios frentes, no tardarían en ir, quizá todos juntos, unidos ahora por el despecho del escarnio, a interrogar a Angelina. Cada uno con su acusación particular y todos sedientos de venganza: Gil, Antón, la mismísima policía, la madre, doña Gloria, el comerciante, Marilín y el maestro. Todos contra él. ¡Y qué rechifla se organizaría en el Juicio! ¡El gran Faroni!, titularían las crónicas. Y le sacarían chistes, motes y caricaturas. Y luego estaba el libro, las fotos, los viajes, el prólogo de Hemingway, el biógrafo, su romance con Marilín, sus obras perdidas y tantas otras invenciones. Sería el hazmerreír de todo el mundo. El rostro se le llenó de lágrimas ante la vergüenza de tener que admitir uno a uno sus muchos embustes, a cual más pretencioso. Y el caso es que él no era un mal hombre, y no se merecía desde luego aquel trato. «Si yo soy buena gente», se dijo, pero esa convicción, más que consolarlo, le agravaba las penas. «No, no me entregaré, no dejaré que se burlen de mí. Pero tampoco voy a huir. Lo que haré será suicidarme», pensó con coraje, con rencor, casi con alborozo, y más animado ante aquella solución terrible pero airosa, pues nadie se burla de quien a sí mismo se ha castigado con la muerte, se puso a pensar en el mejor modo de llevar a cabo sus designios.
Ante todo decidió que se suicidaría lejos de la ciudad, donde su cadáver no fuese encontrado. Así evitaría la humillación de que alguien pudiera interpretar su muerte como reconocimiento de culpa, a la vez que dejaría a más de uno en la incertidumbre de quién era Faroni Y dónde andaría ahora. ¡Se iban a enterar todos de lo que era capaz el impostor! Llevaría la farsa hasta sus últimas consecuencias. ¿No había difundido la noticia de que Faroni había muerto en la India? Pues bien, he aquí que también esto iba a resultar medianamente cierto. Y muerto él, ¡allá cada cual con su conciencia! Mientras corría hacia casa, se le representó su cuerpo devorado por buitres y chacales, y hasta se imaginó su esqueleto, oculto en lo más áspero y melancólico de un canchal. Lejos de sentir miedo, se llenó con una suerte de exaltación lúgubre, y no tanto por lo que su acto tenía de expiación como por lo que secretamente alimentaba de venganza. A manotones se secó las lágrimas, y por primera vez desde hacía mucho tiempo, le pareció que la desesperanza se serenaba en un turbio y desolado remanso de paz.
En un instante llegó a casa, corrió escaleras arriba y llamó al timbre.
—Pero, ¿no quedamos con que ibas a venir anoche? —le preguntó de inmediato Angelina.
Gregorio se apoyó en el quicio, bajó los ojos y tragó saliva.
—No pude —se excusó—. Han ocurrido cosas.
—Qué cosas.
Gregorio movió desalentado la cabeza y entró balanceándose en el pasillo.
—Cosas terribles —dijo—. Vengo a coger algo de equipaje y me voy enseguida. Me están buscando y no tardarán en venir.
Angelina lo miró de arriba a abajo.
—Pero, ¿tú te has visto cómo vienes? Dónde habrás estado.
—Por ahí escondido —se lamentó, revolviéndose el pelo.
—Anda, pasa dentro —dijo ella—, que pareces un pordiosero.
Entraron en la sala en penumbra. Desde el otro lado, el perrillo se destacó unos pasos y le opuso un débil aullido.
—¿Quién ha venido? —gritó la madre.
—¡El de la luz! —contestó Angelina.
Se volvió a Gregorio:
—Entonces, ¿qué ha pasado? —murmuró.
—Nada, que he venido a despedirme y a que me perdones —replicó Gregorio, derrumbándose en su sillón de siempre, y con un tono que no acababa de sonarle sincero.
Angelina cruzó la sala para encender la luz, pero Gregorio la detuvo agitando una mano:
—No, mejor a oscuras. Estoy cansado y medio enfermo.
—Pero entonces, ¿cómo es eso de que vienes a despedirte? —susurró ella, y se acercó y se quedó inmóvil frente a Gregorio.
—Pues eso, que he venido a recoger algunas cosas. Que me voy para siempre.
—¿A dónde?
—No sé. Lejos. Al extranjero.
—Y dale —con el extranjero. Pero, ¿por qué te vas?, ¿qué es lo que ha pasado?
—Que nos han cogido a todos —confesó Gregorio, con un tono de queja infantil—. Hubo una pelea y un muerto y están por ahí buscándonos.
Angelina lo miró con paciencia.
—Pero entonces, ¿has matado a alguien? —preguntó indecisa.
—Y yo qué sé, creo que no. Estábamos allí todos y el muerto no nos dejaba salir. Hubo unos gritos y alguien perdió los nervios. Fue todo muy confuso. Y además no había luz.
—Pero, ¿tú lo mataste?
Gregorio resopló abatido.
—Qué va, pero yo estaba allí, con el equipaje. Es muy difícil de explicar.
—Pues entonces, entrégate. Verás como todo se aclara y te perdonan. Diles lo que ha pasado.
—No, me matarían, o me encerrarían para siempre en la cárcel. Tengo que huir.
—¿Con quién hablas? —gritó la madre desde su cuarto.
—¡Es la radio! —dijo Angelina.
—¿Y qué ponen a estas horas?
—¡Es una misa! ¡Anda, duérmete!
Angelina bajó un poco más la voz.
—Puedes esconderte aquí en casa, en el sótano.
—El sótano es lo primero que registrarían —la disuadió Gregorio.
—Pues entonces nos mudamos de barrio. ¿No ibas a poner una tienda?
—Eso tampoco puede ser. Ya es tarde. ¿No te he dicho que me están buscando?
Callaron sin saber qué decir. Gregorio escuchó en las honduras de la casa el entramado cuchicheante del silencio.
—Y ¿cuándo vuelves? —preguntó al fin Angelina.
Gregorio se retorció las manos, mientras se echaba atrás y cerraba los ojos.
—No lo sé. A lo mejor no vuelvo nunca —dijo con un hilo de voz, y el tono le pareció, a pesar de su sinceridad, tan falsamente dramático, que añadió:
—Bueno, ¡y ahora me tengo que ir!
Se levantó violentamente y se quedó mirando alrededor, como buscando una salida.
Angelina le puso una mano en el hombro:
—Por lo menos espérate a cenar. Todavía está ahí la tortilla de ayer.
—¿Y si vienen a buscarme? —dudó Gregorio, con voz cómplice.
—No abrimos.
—Pero, ¿y tu madre?
—Le diré cualquier cosa.
Gregorio movió resignadamente la cabeza y Angelina salió hacia la cocina. Mientras la oía trastear, fue al baño, cogió dos tubos de pastillas y salió sin mirarse al espejo.
Volvió al sillón. Ya había oscurecido, y en la esquina brillaba el farol que durante tantos años había presidido sus devaneos nocturnos. Le pareció que, como cada tarde, acababa de volver del trabajo y se había sentado a descansar. Cerró los ojos, y al instante reconoció en la penumbra el olor tenue pero inconfundible de su propia vida. Era el olor que había segregado durante muchos años y que estaba en el aire y en las cosas, definiéndolo sin error. «Uno es de un sitio cuando ha producido allí un olor y el sitio huele a lo que uno es», pensó sin inquietud. Lo demás (ser católico o ateo, tener hijos o estudios, montar en globo, dominar un arte o un caballo) le pareció de una importancia apenas risueña. La memoria del cuerpo no podía quedar en una biblioteca, y ni siquiera en una estatua, sino en una cortina, en unos pantalones o en el aire de un cuarto o de un pasillo. «Legar un pijama a las generaciones venideras», se dijo, con una tristeza que le pareció ya última, mansa y definitiva.
Mientras cenaba, Angelina volvió a pedir detalles de lo que había ocurrido, pero Gregorio siguió contestando con evasivas. Hablaban en susurros, para no alarmar a la madre. Angelina continuaba de pie, paciente e inmóvil, y Gregorio comía con amargos bocados, intentando imponer como argumento la autoridad de su tristeza. Luego apartó el plato, se recostó en el sillón y hundió la vista en el vacío. Entonces se dio cuenta de que llevaba casi un día sin fumar. Le asustó que la sinceridad y competencia de su amargura —que tan inconscientemente se había manifestado—, le hiciese perder el control de sus actos.
—Yo, Gregorio, no entiendo nada —volvió Angelina a lo suyo—. Ni por qué te vas ni qué ha ocurrido. Tú sabrás lo que pasa.
—Lo que pasa —contestó Gregorio con voz lenta y desengañada es que soy un bicho. Siempre fui un bicho. Ya de niño maté una vez un gato. Lo metí en una jaula y lo ahogué. ¿Comprendes? Mi vida casi toda es mentira. He engañado a todos, empezando por mí. Y debo de ser tan bicho que ni siquiera tengo muy claro que haya mentido a nadie. Lo que pasó es que de pronto empezaron a hacerme preguntas y yo respondí. Pero yo no he dicho ninguna mentira que no haya sido una respuesta a algo. De chico me preguntaba mi abuelo, «¿qué quieres ser?», y yo decía por decir algo, «toro», y él, «¿toro?», y mi madre, «¿y no querrás ser sacerdote?», y yo les decía, «sí, sacerdote y toro, toro santo», porque yo quería complacer a los dos. Y mi padre, «mejor almirante», y yo, «pues también almirante, santo toro almirante». Y así empezó todo. Y a ti, ¿qué te dije? Que iba a ser ingeniero, y hasta te propuse marcharnos a la selva a hacer puentes, ¿no? Bueno, y aquí estoy ahora. ¿No te doy pena? Me hubiera gustado tener un hijo para enseñarle a ser un hombre de verdad, y no como yo, que soy un mal bicho.
—No, tú eres un buen hombre, honrado y formal —dijo Angelina sin alterar la voz—. Lo que pasa es que no sabes lo que quieres. Eres un culo de mal asiento y entre unos y otros te han malmetido. Eso es lo que pasa.
—Me alegro que digas eso. A mí me gustaría que cuando ya no esté, me recuerdes con, no sé, con cariño y respeto. Y quiero que me perdones por todo y que no pienses mal de mi, oigas lo que oigas. Yo también creo que en el fondo soy un hombre honrado. ¿Lo harás?
—Sí.
—¿Y me perdonas?
—Sí.
—No te creas lo que te digan. Recuérdame como cuando nos conocimos.
—Pero, ¿todavía sigue la misa? —gritó la madre.
—¡Sí!
—¡Qué larga es! —exclamó admirada—. ¿Es de muertos?
—¡Sí!
—¡Ya decía yo! —dijo al rato.
Gregorio empezó a adormecerse.
—¿Cómo está? —preguntó.
—¿Mi madre? Ahí está la pobre, en la cama, medio inválida.
—Y ese perro —y derramó una mano en el aire—, ¿cuántos años tiene?
—No sé, por lo menos treinta.
—Yo creía que los perros vivían menos.
—Pues ahí sigue —dijo Angelina, bajando la cabeza.
—Treinta años —dramatizó Gregorio, con la voz ya espesa de sueño—. ¿Te acuerdas cuando éramos novios y íbamos a la academia?
—Sí.
—Qué tiempos. ¿Y de cuando fuimos a la costa? ¿Te acuerdas que nos montamos en una motora?
—Sí.
—Y cuando cogíamos conchas, ¿te acuerdas?
—Sí.
—En el fondo hemos sido felices —se entristeció Gregorio, con un torcimiento de dolor en la boca.
Angelina empezó a recoger los restos de la cena.
—Y ¿qué harás por ahí lejos?
—Ya veremos. ¿Y tú?
—Coseré dijo ella sin dudar.
—Sí, la vida no era tan mala como yo creía entonces —dijo absorto, y dio un largo bostezo.
Oyó cómo Angelina salía sigilosamente, y enseguida el sueño empezó a borrarlo. Recordó que podían sorprenderlo allí, pero en ese instante le daba igual la cárcel que la muerte, y dejó que el destino decidiera por él. «Si vienen, confesaré todo; si no, cuando me despierte me iré». Se tocó el bolsillo, buscando los tubos de pastillas, y con la mano sobre ellos, se durmió.
No tardó en despertarse. Al principio le pareció que estaba en la pensión esperando la hora de la fuga y que en ese momento acababan de dar las doce en todos los relojes. La súbita percepción de la realidad le hizo comprender que no estaba soñando, y que desde el primer instante había oído claramente el timbre de la puerta y los pasos apresurados y furtivos de Angelina cruzando la sala. «Ya están aquí», se dijo, poniéndose en pie y asegurándose de que las pastillas seguían en su lugar. Tenía la cara y las manos cubiertas de sudor, y una rigidez de estatua que le impedía correr hacia el cuarto de baño y hasta componer una estampa digna. No tenía noción de su propio cuerpo, y al oír el segundo timbrazo sufrió la sensación de que seguía soñando. Pero entonces oyó una voz de hombre y luego oyó a Angelina decir, «sí», una,, dos, tres veces. Enseguida se acercó al pasillo y oyó cerrar la puerta. Percibió el silencio como un mar de presagios, en cuya ilusoria lejanía podían escucharse los cantos invisibles de las sirenas.
Pálido y desencajado, vio avanzar en la oscuridad a Angelina. Traía un papel en la mano y venía sola. Se miraron largamente antes de hablar.
—¿Quién era? —balbuceó.
—El sobrino de don Isaías, el del sexto. Que dice que de parte de su tío que subas a verlo. Ha traído un papel.
—¿Un papel? —dijo maravillado.
—Un papel. Tú sabrás lo que os traéis entre manos.
—Pero, ¡si yo no lo conozco!
—Pues que subas a verle ha dicho.
—Y ¿quién es ese don Isaías?
—No sé, un viejo que no sale de casa. Dicen que si es mago. A papá le sacó el horóscopo de las estrellas y le dijo que iba a participar pronto en una gran batalla. Y fue verdad, porque un mes después cayó enfermo y murió.
Gregorio cogió el papel, se acercó a la ventana y lo leyó a la luz del farol de la calle: Antes de huir, te ruego encarecidamente que subas a verme. Aquí estarás a salvo de la policía. Te espero en la terraza, I.
—¿Qué dice? —preguntó Angelina.
—Que suba a verlo. No sé qué me puede querer. No lo conozco, pero por lo visto él a mí sí.
—Pero, ¿qué es lo que pasa ahora? —gritó sobresaltada la madre.
—¡Nada! ¡Duérmete! —dijo Angelina—. ¡Es la radio!
—Pero, ¿todavía sigue la misa? ¿Es que no va a acabar nunca?
—¡Ya se está acabando! ¡Duérmete!
—¡Ay, vida vida! —se oyó aún.
Mientras preparaba el equipaje, Gregorio volvió a explicar que no conocía al tal don Isaías y que no pensaba subir a verlo, porque a lo mejor era una trampa. Angelina le iba doblando la ropa en la maleta y dándole consejos para cuando estuviese lejos del hogar.
—Los pantalones los doblas por la noche para que no se arruguen. También te pongo hilo y aguja para los botones. Y no te remangues los jerseys, que se anchan, y la ropa cuesta mucho. Y cuando llegues donde vayas, no te olvides de escribir, que sepamos dónde estás. Aquí va un bote de polvos de talco para las manchas de grasa. Te lo das corriendo y luego te cepillas bien. Dios mío, qué habremos hecho para merecer este castigo.
—También necesito algo de dinero —dijo Gregorio, con la maleta ya en la mano.
Angelina buscó en el armario y le tendió algunos billetes muy doblados.
Gregorio bajó la cabeza:
—Ahora me doy cuenta de lo buena que eres —dijo.
—Tontunas —replicó ella—. Ahora lo que tienes que hacer es trabajar y sentar la cabeza.
—Si no te escribo, será porque no puedo, pero que sepas que me acordaré mucho de ti. Y quiero que me perdones.
—Yo seguiré aquí —dijo ella, sin un quiebro de voz—. Si vuelves, aquí estaré, como siempre.
Gregorio movió la cabeza, hizo un puchero de aflicción viril y, de pronto, la abrazó y se puso a llorar y a estremecerse en su hombro.
—¡Soy un bicho! —gimoteaba—. ¡Un bicho malo que no merece tu perdón!
Angelina lo dejó llorar sin decir nada y sin corresponder al abrazo. Luego lo apartó y lo miró con la expresión neutra y serena.
—Y ahora vete, no te vayan a coger. Y ve a ver a don Isaías, que a lo mejor puede ayudarte.
Salieron al pasillo.
—Adiós, Angelina. Qué mal pago te he dado —le dijo ya en la puerta, cabizbajo y lloroso.
—Tontunas —dijo ella, y sin esperar más, cerró la puerta con rápido sigilo.