Capítulo XXII

De vuelta en las arrocerías, el dueño le pidió explicaciones de la tardanza y Gregorio informó, con una calma tan olímpica que parecía insolencia, que había habido un accidente de tráfico y había tenido que colaborar en el auxilio y traslado de las víctimas. El dueño, que cortaba jamón colgado, entornó los ojos con un barrunto de recelo, haciendo puntería sobre la hoja del cuchillo. «Dos heridos leves y uno grave», dijo Gregorio, mientras cargaba otro pedido. «Ya ve usted, señora», comentó melancólicamente el dueño, «ahora el comercio colabora con la sanidad. ¿Un poco de gordura?». No dejó de enfilarlo hasta que Gregorio se volvió desde el otro lado del escaparate y le enseñó los tres dedos de la discordia, uno de los cuales se llevó a la frente, a modo de saludo.

Más allá, forzó una sonrisa de ánimo. La conversación con Gil, a pesar de la fulgurante victoria, lo había dejado inesperadamente triste. Pensaba o sentía, sin pasar a admitirlo, que no tenía derecho a lanzar a aquel hombre débil a una vida sin norte a cambio del mísero botín de un hogar y un empleo. Era un precio muy alto, y que ni siquiera prevenía el riesgo de que algún día no fuese a volver Gil a pedirle cuentas de fechorías ya injustificables. Nunca pensó que el triunfo le acarrease tantas aprensiones. Quizá no había contado con que él era un hombre demasiado honesto o temeroso de la conciencia para precipitar en el abismo, al tiempo que lo enredaba en locas promesas de salvación, a quien no sólo no era un adversario sino, contrariamente, la única persona que lo había querido y admirado en este mundo, aunque fuese a costa de invenciones y engaños. Y tampoco las ganancias del triunfo acababan de convencerlo. Lo más probable era que, desaparecido Gil, no recuperase el puesto de trabajo, o que quizá ni siquiera se atreviese a intentarlo, para no prolongar la agonía de la farsa, ni abusar de la misericordia del destino. Pero, claro, si Gil continuaba en la ciudad, él no podría eludir la amenaza constante de que aquel hombre fiel y obstinado desvelase el embuste. Tarde o temprano, conseguiría entrar en el Café, donde era inevitable descubrir que su nombre había sido siempre el que se anunciaba en la puerta y que allí nadie conocía a Faroni, aunque sí a Marilín, a la que no dudaría en interrogar. Y entonces Gil, desfigurado el asombro en furor justiciero, hecho una hiena, correría a casa del impostor implorando venganza. Eso es lo que ocurriría. Pero si lo expulsaba, ¿cómo sobrellevar la convicción de que todos los días de su vida habría de esperar aquel hombre honrado a que lo llamasen para volver a la ciudad y ocupar el cargo de Secretario Adjunto de la Comisión Científica del Partido? Si se iba, si se quedaba, todo era el mismo y capital conflicto. Imposible decir qué era peor, si la vergüenza de admitir su impostura o el oprobio de labrar la perdición de quien pudiera avergonzarlo. Se sentía sucio y miserable, y secreta y definitivamente derrotado.

Unos pasos más allá, la imagen execrable que iba forjando de sí mismo lo aligeró un poco de sus penas. Aquélla era una guerra, recordó, y también él era un pobre hombre, como Gil, y hasta puede que más, porque estaba casado y lo aventajaba en un año, y eso sin contar que en las guerras no hay nada ilícito para escapar al infortunio. Pero el mayor infortunio, y aquí se detuvo ante el espejo de una vitrina, era el bochorno de uno mismo. Allí estaba, viejo y sin lavar, vestido con una bata y empujando un carrito de hierro. «Cuarenta y seis años para venir a parar a esto», se dijo, y admitió sin reservas —esto es, sin percibir el más leve alivio del orgullo que la sinceridad y el propio desprecio pudieran depararle— que Gil valía mil veces más que él, aunque sólo fuese por la modestia y el coraje con que asumía un sacrificio superior a sus fuerzas. Tan ridículo se vio, en la vitrina y en la mente, con aquella bata y aquellos sórdidos designios de conquistar a cualquier precio un sillón y unas alcobas («y luego envejecer, enfermar, morir y confundirse con los muertos, dejando atrás una sarta de fracasos y embustes»), que torció el trayecto hacia el rincón del parque donde solía comer, empujando el carrito con una furia general e incendiaria que le recordó la del enanito gruñón de los cuentos que, tras ser sorprendido en el instante de esconder un saco de esmeraldas, huye amenazadoramente con su tesoro hacia el corazón tenebroso del bosque.

Antes de cualquier reflexión, abrió una caja de galletas surtidas y, una a una, se comió el primer piso. Con la boca todavía llena, desgarró el celofán de una botella de coñac, dio un largo trago, se limpió con la manga y eructó. Al fondo, el fantasma de la ciudad se perfilaba apenas entre las brumas del crepúsculo. No, él no podría ser nunca un hombre ejemplar. Entre otras cosas porque el mundo estaba mal hecho. Una enorme chapuza, eso es lo que era el mundo. Y los dioses, unos aficionados, pensó con el orgullo profesional de quien se considera un buen oficinista. A él jamás le hubiera salido una carta con tantos borrones como los que veía a su alrededor. Mientras venía hacia el parque, el inspirado rencor de la desgracia le había puesto repentinas luces en los ojos. Fue como una visión. Pitaban los coches, vociferaban los conductores, huían los pájaros, el viento empujaba plásticos y papeles, un transeúnte hablaba solo alternando voces de lisonja y enojo, un niño lloraba en una esquina con fervor de becerro, aullaba una ambulancia, orinaba un perro en un neumático, empujaba él el carrito con furia de energúmeno y todo a su alrededor parecía sacado de una estampa infernal. ¿Qué podía esperarse de la vida? ¿Cómo podía haber confiado en la Providencia, insensato de mierda? Señoritos aficionados al bricolage, eso es lo que eran los dioses. Y el mundo, una chapuza de domingo.

Echó otro trago. Hacía frío (aún más sin la gabardina y el sombrero, que había dejado en la tienda), y el parque estaba solitario y escueto, simplificado en sugerencia, como un colorín escolar. Cuarenta y seis años. ¿Cómo se podía ser ejemplar en un mundo así? Y si a pesar de todo lo intentaba, ¿cómo iba a lograrlo con el peso de Gil en la conciencia? De pronto, con un temblor de incredulidad, pensó que sólo el fracaso podía asegurarle una incierta victoria. «¿Y si fuera yo quien me marchase?», se preguntó ofuscado. «¿Y si en vez de una reconquista optase por la pérdida total?».

No necesitó forzar la imaginación para verse convertido en vagabundo, tumbado a la orilla de un río con la panza al sol y una hierba en la boca. Se vio subir en marcha a un tren de carga, hacer lumbre en el campo, asar una morcilla y dormir entre juncos. Se vio llegar del horizonte con un silbo en los labios y un aroma de romero en la oreja. Barruntó el prestigio, la sabia entidad de silbar un bolero a media mañana, mientras medio mundo bregaba en oficinas y talleres. Y por la tarde, cuando otros se desgañitaran en el humazo de las tertulias, él silbaría a la sombra, cojonudo y lunático, o contaría su propio y plural pasado, ya indiferente a los errores, al menguado auditorio de un hortelano y un cabrero. Sería buen roedor de mendrugos, de frutas silvestres, de hierbas, de raíces. Llevaría a la espalda un taleguillo para el pan de caridad, se agenciaría trampas para pájaros y anzuelos para peces, quizá leyese sus poesías o guitarrease en plazas y caminos, y en noches de luna con una luz cazaría ranas y cangrejos. Haría lumbre en invierno. Prestaría en viñas y olivares servicios esporádicos, y si caía enfermo ya lo llevaría el Estado a un hospital de misericordia. Quizá sedujese a algunas mujeres en los pueblos. Mujeres que buscan el placer desordenado e instantáneo. Y de viejo, acabaría sus días en un asilo de monjitas, y ya se veía allí, desdentado y gruñón, haciendo reír con picardías de viejo calentorro. Eso si no encontraba un empleo fijo de pastor, en cuyo caso se haría una flauta de caña para tocar la habanera, y en su tiempo buscaría nidos y pincharía lagartos. ¿Qué mejor vida podía hacerse? Sería libre, sin amo ni horario. Feliz como en la infancia. Ejemplar a su modo.

Ahora bien, ¿tendría valor para hacerse bohemio? Bien pensado, le ocurría lo que a Gil: ya no tenía edad para aquellas correrías. Y no estaba loco. Ni joven ni loco. Qué va: otoñal y prudente era su condición. Y aunque no sufría enfermedades sí había advertido desde hacía algún tiempo ciertas dolencias leves, ciertos pinchazos y calambres que venían ya a nublar el horizonte de los años. Se tocó la cara con mimo maternal: ¿y si caía enfermo un día de lluvia, entre los arbustos? Por ejemplo, una peritonitis o un ataque de ciática. O que en la soledad de un olivar le salieran al paso perros grandes. O que le entrase fiebre en una rastrojera. ¡Cuántos peligros acecharían por esos mundos imperfectos de Dios! De pronto, se calmó y se dijo: «Hagamos una prueba». Se levantó y trazó con la botella una raya en el suelo. «De la parte de allá», proclamó, con voz ya de borracho, «te espera el frío y el hambre, el ruiseñor y la alameda, la dignidad y los harapos; de la parte de acá, la desvergüenza y el brasero, el andamio y el jefe, la ropa limpia y el arroz en su punto. Tú verás lo que haces, pero si pasas esa raya, piénsalo bien, ya no puedes retroceder, porque entonces serías indigno de ti mismo». Cinco minutos estuvo allí reflexionando, haciendo equilibrios de borracho y madurando la elección. Finalmente adelantó un paso y, con un pie a cada lado de la raya, sonrió. Acababa de vislumbrar un plan definitivo, beneficioso para todos, y tan simple y feliz que no podía fallar.

Ahora entendía que la decisión de hacerse vagabundo la había tomado con la confianza instintiva de que obligaciones más graves le impedirían llevarla a cabo. No había pensado en Angelina, y en que su deber con ella —ahora que estaba dispuesto a liquidar todas sus deudas— era tan inexcusable o más que el que tenía contraído con Gil. Así que mañana mismo hablaría con ella. Hablaría muy en serio. Volvería a proponerle, o mejor dicho, esta vez le ordenaría, como cabeza de familia, trasladarse de barrio. Y como en el cambio de piso ganarían dinero —y aquí estaba la novedad del plan—, montarían un pequeño negocio: un bar, una papelería o una tienda de frutos secos o géneros de punto. Se harían comerciantes. Empresarios. Trabajarían los dos. Una combinación tan razonable, y aún más por la autoridad con que la plantearía, que era seguro que Angelina la aceptaría sin rechistar. Ante aquella panorámica, amable y risueña, de su futuro, Gregorio se enterneció, y hasta lamentó tener que renunciar a la aventura de una vida secretamente ociosa. Aunque por otro lado, era mejor así. Dentro de algunos años empezaría a estar viejo, y más valía el arrimo de una trastienda y una estufa que el relente invernal entre unos arbustos. Y también mañana hablaría con Antón, para liberarlo de su compromiso, y por la noche huiría sin pagar de la pensión, dejando una nota en que prometiese saldar en breve la deuda y explicar en persona el motivo de la fuga.

Sólo le atormentaba la certeza de que muy pronto Gil descubriría la burla. Pero para entonces él ya estaría en la trastienda, a salvo de peligros, y hasta es posible que le escribiese, eso es, explicándole que se había hecho ermitaño y que había decidido quedarse para siempre en la India. «He renunciado al mundo», dijo en alto, «he roto con Marilín, refugio de todo amor. He firmado un pacto inmortal con el silencio. Estas carnes tristes han encontrado a Dios. En adelante, la trastienda será mi cueva de eremita», y comenzó a girar con los brazos en cruz y echando a flotar el corto vuelo de la bata, cada vez más deprisa, hasta que el alcohol y el vértigo lo hicieron trastabillar y caer al suelo con una zapateta de payaso exagerando un bofetón.

«Decidido, mañana consumaré el fracaso general de mi vida», se dijo, y se imaginó con uniforme de general vencido, sucio de sangre y polvo, bajo el mismo árbol centenario que cobijó sus citas con Marilín, la espada por el suelo, trascendente y febril, como Hernán Cortés en la Noche Triste de Otumba. Y no le disgustó esa memorable imagen de sí mismo. Con ella en la mente, se levantó del camino, echó un último trago y tiró la botella tan lejos como pudo.

Era ya noche entrada cuando arrastró el carrito hasta unos setos, lo hundió en ellos, arrojó la bata por encima y, abrazado a los víveres, regresó a la pensión. En el último recodo del pasillo, obsequió a doña Gloria y a Paquita con un tarro de miel y unos paquetes de galletas finas. Iluminado por el alcohol, explicó que aquellos artículos se los había mandado el palomero a cuenta de la renta anual.

—Permítanle a este forastero, señoras mías, ofrecerles un presente de néctar, obra de abejas allá en los campos de mi infancia. Déjenme festejar la bondad y el gracejo, o por decirlo con travesura de poeta poner cencerro a estos instantes, para que en el futuro suenen en la memoria y no perdamos las vaquillas. Señoras, con estas palabras se despide el artista de la juventud. Alborea un ermitaño. Excúsenme —dijo confusamente desde la penumbra, y no menos sorprendido de su discurso que las dos mujeres, entró en su cuarto y de inmediato se acostó.

A la mañana siguiente, nada más despertarse, hizo un rápido examen de conciencia y encontró intactas las convicciones del día anterior. Mientras preparaba el equipaje para la fuga de esa noche, repasó el plan, y lo halló tan firme que, más que el fruto casual de su agudeza, le pareció el resultado lógico de la propia inercia de los hechos. Con esa certidumbre, salió de la pensión, pasó frente a su casa sin apartar los ojos de la acera y, un poco más allá, se emboscó en las inmediaciones del mercado. Era seguro que Angelina, movida por los mismos hilos del destino, no tardaría en aparecer. «Le daré el plazo de la habanera», se dijo, y para aprovechar mejor las predicciones, comenzó a cantarla en letra de números, de forma que la cifra en que llegase Angelina fuese la de los años que habría de vivir.

Una ráfaga de aire helado le trajo a la memoria la gabardina y el sombrero. Con ellos se despedía de una parte de su identidad, y liquidaba formalmente las ilusiones juveniles. Le apenó que aquellas prendas hubiesen ido a parar al infierno de un ultramarinos. ¿Qué iba a ser de ellas, perros sin amo? Quizás acabasen en una trapería, o prestasen los últimos servicios abrigando las carnes de algún mendigo ajeno por completo a la historia de lo que antes que vestimenta eran símbolos de una vida secreta de desventuras y esperanzas. Y algo parecido le ocurriría también a él, porque era justo que el actor compartiese su suerte con la máscara, que se dividieran con equidad los éxitos y los fracasos, antes de volver cada cual a su oficio de diario. «¡Ay, pobres prendas por mí mal halladas!», evocó, sin perder el compás de la habanera.

Iba ya por el número sesenta y tres, y a mitad del segundo estribillo, cuando vio a Angelina venir con el capacho y perderse entre la multitud. No la siguió. Apuró la música y entró por otra puerta, guiado siempre por los caprichos imperiosos de la necesidad. Sin prisas, indagó el coste del verde y de la carne, engrosó el guirigay de unas sardinas frescas, compartió el despecho de un salchichero en quiebra, mercó unas uvas para vestir la espera y por poner gentil el paso, y una a una, recreándose en la ociosidad, buscó un rincón tranquilo, se estribó en unos bultos de aves, huevos y caza y, apenas tiró el escobajo, miró sobre el hombro y allí estaba Angelina. Parecía como surgida del remanso de su propio asombro, y no tuvo tiempo de expresar su sorpresa porque Gregorio, después de escupir varonilmente un hollejo, con un dedo le indicó que se acercase.

—Prepara los papeles —le ordenó sin mirarla ni levantar la voz para vender el piso. Nos mudamos de barrio.

—¿De barrio?

—Sí, yo me ocuparé de todo. De comprar un piso y un local. Voy a poner una tienda de frutos secos.

Adelantándose a la protesta, la cogió del brazo y, mientras la llevaba hacia casa, le fue explicando los pormenores del plan. Hablaba con un aplomo sombrío y amenazante.

—Y tú vete preparando para despachar y hablar con la gente, con desparpajo y simpatía, y no con ese aire de mosquita muerta que tienes, ¿estamos?

Angelina no respondió.

—Y ve preparando la mudanza. Yo iré buscando piso por algún barrio, de esos nuevos con jardines y pistas de tenis. ¿De acuerdo?

—Sí.

—Y ya no me preguntes nunca por Faroni, ni por Belson ni por nada, ¿entiendes?

—Sí.

—Y a tu madre le dices lo que se te ocurra, pero que no me venga con la murga de dónde he estado ni qué he hecho. Que no me venga con la murga que no respondo de mí. ¿Has oído?

—Sí.

—Y de aquí en adelante se van a acabar las tonterías.

—¿Qué tonterías?

—Todas. Las que sean. Estoy desengañado del mundo. Ya ves lo que pasa por ser bueno. Entre todos te comen. Pero esto se acabó. Hasta aquí hemos llegado. Así que voy a poner mi propio negocio y a no aguantar las tonterías del jefe ni de nadie. ¡De nadie! De ahora en adelante, lo que yo diga va a misa. Por las buenas o por las malas. Y de tejer, despídete. Si te aburres, lees, o juegas al tenis, me da igual. ¡Y vamos a ir al teatro! ¡Y vamos a volver a la costa! ¡Y vamos a hacer amistades! ¡Y vamos a ser modernos y en casa se hará lo que yo diga! ¿Te enteras?

Angelina asintió.

—Yo me levantaré a las cuatro de la mañana para ir al mercado a por los artículos. Nos compraremos una furgoneta. Cuando vuelva del mercado tocaré la bocina y tú bajarás a ayudarme, ¿estamos?

—Sí.

—Además de los frutos secos, tendremos caramelos y juguetes, que se venden muy bien. Y bebidas. Lo tengo todo estudiado, desde hace mucho tiempo. Desde antes de irme de casa. Desde que me di cuenta de que en la oficina era imposible ascender y de que nunca saldríamos de pobres. Allí, en el piso nuevo, será distinto. Si nos va un poco bien, dentro de dos años montaremos otra tienda, y luego otra y otra, hasta tener una cadena de tiendas. Ya verás. En la vida hay que ser valientes. ¿Cómo crees tú si no que se han hecho los grandes capitales?

—Pero, Gregorio, eso es…

—¡Ni una palabra! Yo soy el cabeza de familia y aquí mando yo —y le apretó el brazo hasta hacerle daño—. Y entérate bien, yo trabajaré por la tarde y tú por la mañana. Haremos mil o dos mil anuncios y los repartiremos por las casas. La publicidad es fundamental en los negocios. Y ¿sabes cómo se llamará la tienda? El rincón del Edén. ¿Te gusta?

—Sí.

—Lo tengo muy pensado. Tendremos una trastienda y yo llevaré la contabilidad. Hará falta una estufa, y hasta puede que tengamos un gato. A mí siempre me gustó tener un gato —dijo con rencor y nunca pude por unas cosas o por otras. Pero ahora se han acabado ya las tonterías.

Se detuvieron en el portal.

—Ahora me voy al extrarradio, a ver pisos. Esta misma noche vuelvo a casa, después de las doce, así que prepara cena o lo que sea, ¿de acuerdo?

—Sí.

—Bueno, ahora dame un beso.

Angelina le ofreció la cara.

—¿Estás contenta?

—No sé —bajó ella la cabeza.

—¿Es que no te gusta despachar?

—Sí, pero…

—Pues prepara todo que mañana mismo voy a una agencia para poner en venta el piso. Y cuando estés en la tienda, nada de vender de fiado, ¿eh? —y le guiñó un ojo—. ¡Por adelantado y a tocateja! —y le revolvió el pelo como a un niño travieso y se quedó allí, sonriendo, protegiéndola con la sonrisa, hasta que Angelina desapareció en el portal.

«¡Todo en orden!», dio un íntimo gritito de euforia. De euforia, pues esa noche volvería a casa, en una semana se mudarían de barrio y antes de un mes estaría a salvo en la trastienda. Habían concluido las fatigas de aquel maldito embrollo. Sólo restaba ya hablar con Antón, llamar a Gil con la noticia de que Faroni había decidido quedarse para siempre en la India, de ermitaño, y a medianoche huir de la pensión y escapar así del círculo infernal en que se había convertido finalmente su vida. De pronto, cuando más negros eran los presagios y más remota la esperanza de encontrar alguna luz en las tinieblas, he aquí que el futuro se abría ante él, risueño y complaciente. «No, si al final voy a salir ganando», pensaba, porque en el fondo siempre había deseado tener algún pequeño negocio propio con el que eludir los rigores de un horario y un jefe. Y quién sabe, quizás allí en la trastienda, a cubierto ya de sobresaltos, pudiera componer alguna de las obras imaginarias y hacérsela llegar a Gil desde la India, para reavivar en su recuerdo la imagen de Faroni. Porque mañana, cuando se despidiera, pensaba decirle que no fuese al café, que no merecía la pena, que los verdaderos miembros de la tertulia se habían disuelto por el mundo y que los que ahora ejercían de tales eran sólo impostores a sueldo del gobierno. En el peor de los casos, a Gil le quedaría una duda, que la progresiva idealización del pasado y el desengaño del presente tenderían a consolidar. Sí, quizás al final también se salvase Faroni. Quizás al final, todos felices. Pero eso pertenecía al futuro. Ahora lo importante estaba en que él pronto tendría una furgoneta. Conducir un coche era precisamente una de sus viejas pasiones incumplidas. Se sacaría el carnet, y los domingos saldrían al campo y en verano viajarían a la costa y quizás al extranjero, ¿por qué no? Podrían ir a Roma, a ver al Papa, los tres en la furgoneta, y así de paso se reconciliaría con su suegra. Pasearía de noche entre las ruinas, como en los ensueños, y le mandaría a Gil una postal: Desde la Ciudad Eterna, el eterno recuerdo de tu amigo, Faroni. Y si las cosas iban bien se comprarían una casa en el campo, junto a un río, que era otro de sus deseos malogrados.

Sí, quizás aquella fuese la recompensa por no haber permitido que Gil abandonase la ciudad. Había sido bueno y generoso. Había estado incluso dispuesto a hacerse vagabundo con tal de salvarlo. Y ahora la Providencia lo premiaba. Como a Abraham, Dios había detenido su mano en el instante mismo de consumar el sacrificio. Ah, todavía en el mundo había justicia; todavía eran posibles la esperanza y el orden. Y se sentía ligero y jovial, casi retozón, y no sabía si estar más contento por la promesa del futuro o por la paz de espíritu que reinaba en su alma.

Cerca de la taberna, de pronto decidió no hablar con Antón. Le repugnaba volver a representar un papel al que felizmente ya había renunciado. Por otra parte, aquel encuentro vendría a turbar su placidez y a reavivar viejos escrúpulos, y hasta pudiera ser que Antón, con sus preguntas, lo pusiera en aprietos, o que entrase en sospechas de haber sido víctima de un engaño. No, no convenía arriesgar un triunfo ya seguro. Mejor le dejaría una nota. Unas líneas: las penúltimas de, su carrera de impostor. La libreta había quedado en la gabardina, pero a cambio conservaba una de las hojas de entrega del ultramarinos, en cuyo dorso escribió:

«Amigo Antón: salgo de viaje y no voy a poder hablar personalmente con usted. Me voy a la India, donde tengo un amigo y espero iniciar una nueva vida. De nuestro asunto le diré que he renunciado a reconquistar a mi mujer. Ya no merece la pena, porque aunque volviese no podría perdonarla. En cuanto a Gil, él es el menos culpable de los dos, y también renuncio a la venganza. Tampoco merece la pena. Prefiero huir lejos y olvidar el desengaño.

»Sepa que le quedo muy agradecido por todo lo que ha hecho por mí. Nunca lo olvidaré. Un abrazo de su amigo,

Alvar Osián».

Esa misma tarde dejó la nota en la taberna, y al anochecer, después de deambular alegremente por las calles del barrio, recreándose en la miseria y en la soledad y en todas las adversidades que muy pronto serían amable anécdota o invitación inofensiva a la nostalgia, regresó a la pensión.

—¡Qué! ¿No le ha mandado hoy nada el palomero? —le gritó Paquita a la cara al abrirle la puerta.

—Hoy no —bromeó Gregorio—. Hoy traigo las manos vacías, o mejor dicho llenas de grandes esperanzas.

—¡Anda que no le tengo ya calado!

—Pero un día de éstos —y la adoctrinó con el índice—, pagaré con intereses. No es broma. Vendré en coche —y subió una mano para enmarcar en las alturas el escenario de la evocación—, con mi familia, a presentarle mis respetos. Te traeré un regalo. Un aderezo personal. Y puede que hasta una foto dedicada del Papa, ya lo verás. No, en serio —se acercó a ella conciliador—, soy buena persona, créeme.

—¡Sí, sí! —gritó Paquita, alejándose por el pasillo—. ¡Cuando vengan los guardias ya veremos las bromas del galán! ¡De mañana no pasa!

Gregorio entró en su cuarto reprimiendo una sonrisa comprensiva o irónica. «¿Qué me habrá preparado Angelina de cena?», se preguntó, echándose en la cama con una cabriola infantil. «¿Filetes empanados?, ¿pimientos rellenos?, ¿tortilla de patatas?». Ah, la vida era hermosa —y cerró los ojos y se desperezó y se encogió gatunamente de placer. Pronto vendría la Navidad y comprarían turrones, almendras garrapiñadas y licores de marca. Allí, en el nuevo piso, donde nadie lo conocía, podría ser, sin temor al ridículo, un hombre ejemplar. Cultivaría una imagen respetable y simpática, y un punto reconcentrada y crítica, de hombre con mundo propio y criterios emancipados.

En ese instante sonó la descarga de una cisterna, y mientras esperaba la réplica del cerrojo y de la llave de la luz, comenzó a adormecerse. Soñó que iba en la furgoneta, conduciendo con fluidez y destreza. Era verano y atravesaba una llanura ilimitada, ardiente y solitaria. El ruido del motor le hacía sentir sueño dentro del sueño. Por fin vio a lo lejos un árbol, y alguien que estaba sentado a la sombra. Tardó mucho en llegar, y sólo cuando bajó de la furgoneta reconoció que aquel árbol era el eucalipto de su infancia, y que quien estaba allí sentado, en una piedra y mirando al suelo, era su padre. «Buena máquina», dijo éste sin alzar los ojos. «¿No eres tú Gregorio Monroy, mi hijo amado del mar?». Pero no tuvo tiempo de responder porque el padre, sin esperar contestación, con dos trancos se subió en la furgoneta, la puso en marcha, y desapareció en ella a gran velocidad.

Entonces creyó despertar. Se quedó pensando en aquel sueño triste hasta que, al rato, oyó a Paquita cantar en la cocina. No le extrañó que cantase precisamente la habanera, y con una voz y un tono de ánima errante de sirena que subyugaban de tan dulces. Enseguida, en alguna parte sonaron remotas las campanadas de un reloj, y él pensó simultáneamente, como si se tratase de la misma cosa, que tenía que cenar y que arreglar aquel reloj. «¡Hay que dar de cenar a ese reloj!», se oyó decir en alto, y se incorporó en la cama con una atragantada de asfixia.

Eran las doce en punto. El sueño le había trocado la euforia en una especie de malestar colérico. Absurdamente sentía furia contra su padre, que le había robado la furgoneta. Pero enseguida, cuando recordó que era la hora de la fuga, la vehemencia se le quedó en fastidio, y hasta el recuerdo de la cena le produjo desgana. Serían las telarañas del sueño, y el siempre doloroso parto de la realidad. A tientas se llegó a la mesa, encendió la luz y escribió la nota de disculpa. «Les demostraré con creces que soy un hombre honrado. Les pido que confíen en mí», decía al final, y esa certidumbre moral le devolvió la confianza y el vigor.

Recogió el equipaje, abrió la puerta y escuchó. Sólo se oía la efervescencia del silencio. No, al fondo había algo más: una cadencia, un bullicio, un sonsonete numeroso y febril como un hormiguero. Avanzó de puntillas, pegado a la pared, redobló el pasillo y llegó junto a la habitación de doña Gloria. Allí se oía una voz. Escuchó, pero no distinguió otra cosa que el tono imperioso y luego un chaparrón de aplausos. Todo estaba a oscuras. Se asomó a la puerta: la anciana dormía en el sillón, y sobre la camilla brillaban las candilejas de posición de una radio. El paso estaba franco y no había sino que alcanzar la puerta y trasponerla. Pero de repente a Gregorio le dio por entrar allí un momento, bien para hablar con doña Gloria y arreglar amistosamente la fuga, bien atraído por aquella voz de la que sólo percibía el tono y el ritmo. Era una atracción supersticiosa, pues oscuramente pensaba que si se iba sin entender ninguna palabra, dejaría atrás cabos sueltos, sensaciones sin consumar, que luego podrían desazonarlo. O a lo mejor era que quería demostrar su buena fe a algún hipotético auditorio. Él no era un malhechor y necesitaba dejar pruebas de inocencia en la misma ejecución del delito.

Dio un paso adentro. ¿Quién estaría hablando a aquella hora y por qué lo aplaudirían tanto? Porque los aplausos le impedían entender el discurso. Parecía que los oyentes, apenas adivinaban el sentido de cada frase, rompían en aplausos, sin esperar al final. Y por otra parte estaban los ronquidos de doña Gloria, que también perturbaban la escucha, y si ponía atención aún podía descubrir otros muchos ruidos: el rumor de las termitas, las interferencias de otras emisoras (y a veces se oía como un remoto cántico árabe), los suspiros y quejas de los muebles, el pulso del reloj, las pisadas en el piso de arriba (tan caprichosamente discontinuas que era imposible deducir a qué tarea estarían consagradas), el sollozo de los objetos temerosos de la oscuridad y hasta el hervor de gato de sus propias vísceras. Dio un paso más, y aguzando la oreja hasta concentrar en ella todos los sentidos, al fin consiguió captar una palabra: «verecundia», y luego otra, «garantía». ¿Cómo las habría hecho casar el hablante?, se preguntó, disponiéndose a salir. Ahora que estaba satisfecha su curiosidad, había que darse prisa. A aquella hora, era absurdo despertar a la anciana y explicarle que se marchaba sin pagar pero que volvería en breve a liquidar la deuda. Absurdo. Y, sin embargo, se resistía a irse. Recordó que también la noche en que llegó a la pensión estuvo un rato extraviado en el pasillo y que también entonces se sintió atraído por la oscuridad, como si hubiese encontrado en ella un refugio seguro contra los afanes de la vida.

Hubo de reunir en un punto la voluntad dispersa para emprender la retirada, pero justo entonces, coincidiendo con el instante en que alcanzó a escuchar una frase completa del discurso (algo así como «no cederemos ni un palmo de terreno») y reconoció en el orador al General, se encendió la luz y apareció Paquita gritando fuera de sí.

Gregorio, que había percibido la luz como una explosión, se revolvió con una mueca de súplica y espanto.

—¡Socorro que nos roban! —gritaba Paquita a tres pasos de él, señalándolo con el dedo y mirando al pasillo—. ¡Socorro! ¡Policía! ¡Policía! ¡Al ladrón que se escapa!

Gregorio tendió las manos, cargadas con los bultos del equipaje, en un intento de explicación y de concordia. Pero aquella mujer no cesaba de gritar, y en alguna parte empezaron a oírse voces y correndillas. Desencajado por el terror, se volvió a doña Gloria: quizás a ella pudiera explicarle, decirle que había venido precisamente a hablar de la fuga y a implorar comprensión, prueba concluyente de que era un hombre honrado y de intenciones intachables. ¿Por qué si no iba a estar allí? Si hubiera querido irse ya lo habría hecho, y sin dejar atrás ninguna nota.

—Señora, déjeme que le explique —dijo, abriendo los brazos y ofreciéndose a sí mismo como testimonio de inocencia.

Doña Gloria, a medio incorporar en el sillón, miraba a Gregorio con ojos semidormidos de asombro. Pero enseguida, mientras se echaba hacia adelante y se erguía de medio cuerpo con toda la dificultosa e implacable fuerza de la dignidad y de los años, su expresión se fue oscureciendo con una sombra de infinita repulsa.

—¡Granuja! —exclamó, escupiéndole el desprecio desde la cara hasta los pies.

Fue como una señal para que Paquita arreciase en sus gritos. Entre la chillería se oía la voz de la radio, y los aplausos y el tictac del reloj Gregorio miró desolado a las dos mujeres. Con alarma y piedad pensó en la cena que Angelina le debía de tener ya preparada, y entonces tuvo prisa e intentó abrirse paso con una disculpa. Pero Paquita, ocupando la puerta con las manos en garra, recrudeció el clamor y adoptó un escorzo marcial.

—Déjeme volver a mi cuarto —suplicó Gregorio, tratando de apartarla a la fuerza.

Ella empezó a defenderse con arañazos y patadas y con todo el cuerpo electrizado y espinoso, y en ese momento aparecieron detrás los tres caballeros estables y se quedaron allí, con el cuello de a cuarta y un mirar preocupado y remoto.

—No me dejan ir a mi cuarto —se dirigió a ellos Gregorio, mientras con los bultos se escudaba de los ataques de Paquita, que no paraba de desgañitarse:

—¡Policía! ¡Policía! ¡Qué nos roban! ¡Al ladrón! ¡Qué se escapa el ladrón!

Gregorio pensó entonces que nada podría justificar su presencia allí, a aquella hora y con el equipaje en la mano. «Me van a detener», se dijo, «va a venir la policía y me van a llevar preso. Irán a casa, hablarán con Angelina y se descubrirá todo, lo de Gil y lo de Antón y todo, y ya no podré rehacer mi vida. Me voy a quedar sin cenar, sin furgoneta, sin tienda y sin gato. Tengo que huir como sea».

Sobre la mesa había una palmatoria de bronce. No lo pensó dos veces. Respiró hondo, una sola vez, y de pronto alzó un brazo con la misma fuerza de energúmeno con que había arrastrado el carrito hacia el parque pero al mismo tiempo con la pericia con que hubiese manejado la caña en un lance de pesca, y lo descargó (o más bien le pareció que lo hundía en una caja con trapos y retales de lana) sobre Paquita, que se desplomó con un quejido humilde, casi de placer inmerecido, como de quien encuentra asilo en un abismo. Y allí acabó el clamor. Ahora sólo se oía en la radio una salva de aplausos.

Era extraño: de pronto a Gregorio le pareció haber llegado a un reino submarino, donde todo era maravilloso e irreal. Se miró la mano: la palmatoria estaba manchada de sangre. Como si fuese una prueba de inocencia, o el presente que traía para los príncipes de aquel reino fabuloso, se la mostró a doña Gloria y a los caballeros, sin que ninguno de los cinco pareciese entender con exactitud lo que acababa de ocurrir. Finalmente, doña Gloria se levantó y avanzó renqueante hacia Gregorio con el bastón en alto y la mirada encendida de cólera. Gregorio intentó detenerla o guardar las distancias con un gesto de paz, pero ella dio otro paso y, aunque erró el golpe, con el impulso cayó sobre Gregorio y ambos rodaron por el suelo.

Durante unos instantes quedaron embazados e inmóviles, como solidarios de una situación ventajosa para ambas partes. Parecía que la anciana, echada muellemente sobre Gregorio, se encontraba allí cómoda, e incluso confortablemente instalada, porque no sólo no hacía nada por salir del embrollo sino que a veces se removía un poco como para mejorar la posición. Gregorio, medio asfixiado por el peso, miraba a un lado y veía a su altura la cara ensangrentada de Paquita, y arriba a los caballeros estables, que desde la penumbra, circunspectos y curiosos, observaban la escena. Enseguida, empezaron a forcejear. Golpeando con las rodillas, Gregorio ganó espacio para tomar impulso y voltear a la anciana. Con un salto de espadachín se puso en pie, recogió el equipaje, incluida la palmatoria, miró alrededor y salió al pasillo saltando sobre las dos mujeres.

Los caballeros se hicieron atrás para dejarle paso. Al fondo, la puerta estaba abierta y ocupada por un grupo de gente. Nadie intentó detenerlo. Al contrario, el grupo se abrió para hacerle un pasillo y Gregorio salió pálido, desencajado, haciendo cortesías con la cabeza, sonriendo tímido y agradecido a un lado y a otro y moviéndose con una ingravidez milagrosa, como un pez sonámbulo en un remanso profundo y transparente.

Sólo a mitad de las escaleras, cuando alguien gritó arriba: «¡Al asesino! ¡Al asesino!», comprendió con claridad lo que había ocurrido, y echó a correr en alas del espanto.