Capítulo XXI

Y Gregorio se encomendó al tiempo providencial de las estaciones, de las fuentes y de los parques: al tiempo implacable del orden que lo habría de salvar. Fue el único paliativo que encontró contra las arbitrariedades del presente. Pensaba que Algo, un Ser divino, o la propia Armonía natural, calibraba sus desventuras para ponerles fin en el momento en que llegase la hora de la recompensa. Y había que confiar en ese Espíritu Supremo, en ese Gran Legislador que combina los vientos y regula el curso de los ríos. El mismo que había puesto a prueba al santo Job para mostrar que los caminos de su justicia son inescrutables. El que hace mansa a la oveja y fiero al tigre y le da a cada cosa un lugar en el mundo y una forma de ser y de existir. Muy pronto, el orden vendría a rescatar a Gregorio de las tinieblas del caos. Era inevitable. Entretanto, había que esperar y no perder la fe.

Fue así como durante un tiempo se resignó a ser testigo de sus propias maquinaciones. Por Antón conocía puntualmente las correrías de Gil. Dos veces por semana se reunían en la taberna y analizaban las novedades del proyecto en común. Exaltado por la Causa, Antón había llevado sus pesquisas más allá de las instrucciones de Gregorio. Dedicaba casi todo el día a vigilar a Gil. Había estudiado sus hábitos con tal exactitud, que sabía en qué lugar y a qué hora debía encontrarse para que su presa acudiese al instante a lo que parecía una cita más que una emboscada. Una de aquellas noches, enumeró los cinco lugares que frecuentaba el adversario: la oficina, la pensión, un colegio, donde llegaba a las ocho y salía al filo de las once, el café y, a veces, y aquí debía de estar según Antón la clave del misterio, una casa a la que no entraba pero que rondaba desde fuera.

—Qué busca en esa casa, aún no lo sé, aunque me pregunto si no será la casa del tal Faroni, que en vez de haberse ido al extranjero esté allí escondido. He observado también que, cuando vigila la casa, en el tercer piso hay una mujer que lo vigila a él por el cortinaje. ¿Usted sabe quién puede ser esa mujer?

—Naturalmente —dijo Gregorio, que ya tenía preparada la respuesta—. Esa mujer es mi hermana. Y Gil va allí para comprobar si yo estoy de viaje o escondido en la casa. Antón, ¡debe usted impedir que ese canalla acose a mi familia!

Antón aseguró que eso era fácil de cumplir: un juego de niños. Que hasta ahora no lo había abordado en aquel lugar por la esperanza de descubrir alguna pista nueva, pero que conociendo ya sus intenciones a la próxima vez actuaría en consecuencia. «¡Le digo que ese hombre es un flojo, un palo carcomido!», susurró con violencia, «y que bastaría un soplo para derribarlo».

—Y en cuanto al café —contó otra noche— donde los sábados va su esposa, le diré que el adúltero la ronda como un lobo. Va y viene por la acera de enfrente, pero en cuanto me ve de centinela ni se atreve a cruzar. Mira de lejos y se marcha. Así que en ese aspecto, camarada Osián, puede sosegarse. Desde que yo velo su deshonra, no ha sido usted sobrecoronado. Si lo ha sido por el maestro o por alguno de los jovenzuelos que su esposa trata, y en esto me reservo la opinión, no le sabría decir. Y en cuanto a los hábitos del libertino, le diré. No bebe alcohol ni fuma. Su único vicio creo yo que es la lujuria. Por la mañana bebe leche pura, con un mojicón. Come el plato del día en un económico cercano a la pensión. Al salir a la calle se santigua dos veces. El domingo pasado entró en un museo. Yo entré detrás, por si se hubiera citado allí con la infiel, que no fue el caso. Era un museo de piedras y animales antiguos. Se paró delante del dinosaurio y lo estuvo mirando más de media hora. Al final lo tocó, como si estuviera vivo y pudiera morderle. Es un flojo. Los domingos va a misa. Se confiesa, comulga y siempre echa algo en el cepillo. También va a una biblioteca, pero enseguida sale. Viéndolo, nadie diría que es un seductor. El sabe que lo sigo. Le diré. Cada tantos pasos se vuelve a mirarme. Me tiene miedo. Una vez nos juntamos a cruzar un semáforo. Como si dijese para mí, le dije, le diré: «A los adúlteros y comunistas los quemaba yo a todos. Y a Faroni el primero». Él me miró asustado y salió que perdía el culo. Pero, amigo Osián, con sólo seguirlo dudo yo que acabemos echándolo de la ciudad. Habría que pasar a la acción —y la cara se le iluminó ante la visión de aquella perspectiva—, tanto para que huya, como para que no se vaya sin castigo.

Gregorio exigió calma. «La paciencia es la madre de todas las virtudes», le dijo, «y por el momento sólo le pido que Gil no ronde a mi hermana ni entre en el café. Procure que no salga de la pensión más que para ir a la oficina».

Antón se desesperaba con aquellos melindres impropios de la Causa. Otra noche le dijo: «Le diré que este sábado estuve en el burdel donde va su señora esposa. La observé mucho tiempo. Muy joven y bella, la Marilín, aunque si me permite un veredicto profesional, tiene pinta de ninfa coñera y maturranga, dicho sea sin ofensa. Se sienta con los muslos al aire y lleva un jersey que se le ve la raja de las tetas. Es un hecho objetivo. Estuvieron hablando allí casi tres horas. Qué sé yo de qué hablarían. Porque lo importante allí son las cosas que unos a otros se dicen al oído, las miradas, los codazos, las risas, las señas, los juegos a hurtadillas. Me da a mí la espina que todos andan en ese café más fijos al magreo que al discurso. Al final su esposa salió con el alcahuete y se fueron juntos. Y juntos del brazo entraron a un portal. Usted sabrá qué clase de cosa podrían hacer allí dentro los dos».

Gregorio, para evitar aquella nueva ramificación del enredo, dijo que sabía de buena tinta que el maestro era homosexual, y que nada había que temer por ese lado.

—Entonces me pregunto —dijo Antón, después de pensar mucho— si el libertino no le estará dando por detrás al alcahuete y por delante a su señora esposa. Si no estará usted, camarada Osián, coronado por orgía.

Lo cogió del brazo, lo atrajo hacia su media boca tenebrosa y lo urgió con un susurro apasionado: «¡Déjeme las riendas de este memorable asunto! Piense que quien ha pecado pide a gritos penitencia, como el dolido de hartazgo solicita sales carbonadas. ¡Confíe en mí y obremos con pericia! ¡Pongámosle a la esperanza alas de querubín!».

—Quiero arreglar esto por las buenas, y sólo en último extremo recurriremos a sus métodos —moderó Gregorio.

Antón le puso una mano en el hombro y lo miró noblemente a los ojos:

—Amigo Osián, ¡es usted un santo! Pero me pregunto si la paciencia y las palabras sirven ellas solas para poner en fuga al libertino.

Gil, en efecto, a pesar del acoso de Antón y de las súplicas del Comité, no parecía dispuesto a dejar la ciudad. Dos veces había recibido llamadas de la India y en ambas había sorteado los ruegos y las exhortaciones con el juramento solemne de que nada en el mundo lo convertiría en un delator. Inútilmente, Gregorio apeló al Comité (alguno de cuyos miembros ya comenzaba a maldecir a Gil y a llamarle el judas del progreso), a las desventuras de Marilín, a los miasmas del Ganges, a los tigres de los cañaverales, a las mordeduras de las cobras y al futuro incierto de un país que, tras la desbandada de sus mejores hombres, se debatía entre la esclavitud, el desaliento y la ignorancia. ¿Sería posible que Gil no quisiera aceptar el glorioso papel que el destino le tenía reservado en aquel drama formidable? ¿Es que un mísero trabajo iba a poder más en su ánimo que el futuro de una nación? Pero era inútil. Gil se atrincheraba en la garantía de su silencio y en la certeza de que muy pronto habría de correr la misma suerte que los demás conspiradores. «Yo soy como una reencarnación de Numancia», dijo un martes de noviembre, «resisto con la seguridad de que la muerte es mejor que la huida. Estoy seguro de que ese inspector que me sigue acabará conmigo, y no me importa. Mi consigna es: ¡Numancia no se rinde! Dígaselo así a los del Comité». Pretextaba además que se había matriculado en una academia para acabar el bachillerato y emprender algún día —si llegaba a sobrevivir a los peligros del presente— estudios superiores de química. «Me siento un poco ridículo, a mi edad, sentado en un pupitre, pero allí estoy, dando ejemplo a los jóvenes».

Pero lo peor era el policía. Esto, era terrible. Apenas salía de casa, de la academia o de la oficina, enseguida oía detrás los golpes del bastón. Y en cuanto intentaba apartarse de los itinerarios habituales, se ponía a su altura y le ordenaba regresar. «El otro día me enseño una navaja y me dijo: “O te vuelves a la pensión o te ando en la cara”. Así que no he podido ver ni el río ni las pirámides, ni he logrado entrar en el café». Sin embargo había ido a la Biblioteca Nacional y había buscado y encontrado las fichas de los libros de Faroni, aunque no se había atrevido a pedirlos para no delatarse. En fin, que su vida era triste, como siempre lo había sido, y sólo la esperanza del sacrificio numantino lo mantenía firme en sus propósitos. Y también, claro está, el orgullo de sentarse en la misma silla y manejar los mismos objetos que había usado Faroni. «Compréndame», decía, «se lo pido por Dios. Yo soy un pobre hombre y nadie tiene derecho a exigir de mí otra cosa que la fidelidad hasta la muerte».

Ante aquella torpe lealtad, Gregorio se encontraba cada día más desconcertado. Confiaba en el futuro, sí, pero el presente parecía escapar a los mandatos de la Providencia. El lunes, 19 de noviembre, volvió a aparecer sobre la cama el aviso de LOS RECIBOS ESTÁN AL COBRO. Percibió la amenaza como algo ficticio, dentro del orden general, y se preguntaba cómo era posible aquel disparate de que la complicada maquinaria del mundo y hasta del propio universo funcionase mejor que el modesto episodio urbano de un oficinista. Y en los designios arbitrarios del orden iba pensando la mañana en que, al pasar por una tienda de comestibles, vio un cartel que decía: NECESÍTASE APRENDIZ.

Era una tienda pequeña y sucia, a pesar de que arriba se anunciaba con grandes letras luminosas: ARROCERÍAS PENINSULARES. Tuvo el presentimiento de que aquel empleo iba a ser para él, y de que era el destino quien se lo ofrecía como si le tendiese desde el futuro un puente de llanas. Le pareció incluso propio de la Providencia que le hubiese enviado aquella primera señal del orden venidero en el momento justo en que iba a precipitarse en el abismo, cuando no le quedaban sino unas monedas para llamar a Gil y apenas podía ya subsistir con los víveres, cada vez más escasos, que Angelina le llevaba semanalmente al parque. Se dijo: «Si me admiten, es que voy a salvarme».

Se quitó el sombrero y las gafas y sacó los dientes para componer una inexperta sonrisa juvenil. Dentro, apenas había espacio para desenvolverse. Al fondo estaba el mostrador, que podía abarcarse con ambas manos, y a los lados todo era un confuso montón de artículos desparejos y mal apilados. Quedaba un pasillo para una fila de cuatro o cinco personas. En ese instante no había ningún cliente (era indudable que el destino velaba por él), y Gregorio avanzó hacia el mostrador, donde un hombre viejo, alto y delgado, de cabeza pequeña y cimbreante, cabello blando peinado con raya, labios finos de pez y barbilla aguzada, escribía en un libro de asientos. Estaba abstraído, pero apenas oyó pasos se incorporó, al tiempo que cerraba a dos manos el libro, y haciendo un gesto ampuloso, como si abarcase una panorámica desde una cumbre, dijo: «Caballero, bienvenido a nuestras arrocerías. ¿En qué podemos servirle?».

Gregorio correspondió con una sonrisa de disculpa y con otro gesto que moderaba el enorme espacio abarcado por el interlocutor.

—¿Es usted el dueño?

El otro, repentinamente serio, asintió como si existiera alguna posibilidad de que así fuese.

—Verá —dijo Gregorio, con el sombrero entre las manos y la cabeza baja—, he entrado por el cartel que hay en la puerta.

—¿Su hijo quizá?

—No, yo mismo.

—¿Usted? —lo señaló el dueño con el lápiz.

—Bueno, es que he venido hace unos días del pueblo y todavía no conozco bien las costumbres de la ciudad. He pensado que quizá pueda reunir las condiciones que usted exige.

El dueño flexionó los dedos sobre el mostrador y miró a Gregorio de arriba a abajo.

—Lo que buscamos es un chico, un aprendiz.

—Yo puedo hacerlo mejor por el mismo precio —dijo Gregorio, sin abandonar el tono de disculpa—. Póngame a prueba unos días. Si quiere, puedo empezar ahora mismo. Verá, le voy a ser sincero —y sacó el libro—. ¿Ve? Son versos. Los he escrito yo. Me dieron un premio por las fiestas. Soy poeta y he venido aquí, a la ciudad, en busca de fortuna literaria. Allí en el pueblo trabajaba precisamente en una tienda. Era dependiente. La vida en los pueblos, ¿sabe usted?, es más tranquila, pero no quería morirme sin conocer esta bella ciudad. Nunca pensé que fuese tan grande. ¡Y esos rascacielos tan altos! ¡Y las tiendas! ¡Y tantos coches! ¡Y esa multitud a todas horas! La verdad, no me atrevía a entrar aquí, con esta pinta de pueblerino. Pero me dije: ¡Hombre, eres una persona honrada y eso ya es importante! Además, ¡qué caramba!, conoces el oficio. Así que le eché valor y aquí estoy.

Con la vista baja, dándole vueltas al sombrero, suplicó dentón:

—¡Por favor, hágame una prueba! Yo tengo dónde ir.

El dueño torció astutamente la cabeza y entrecerró los ojos.

—¿Es usted casado?

—No, señor.

—¿Dónde vive?

—En una pensión, aquí cerca.

—Está bien —dijo, con errático tono concesivo—. Este puesto no está pensado para un hombre de su edad. Pero a la vista de las circunstancias que en usted concurren, haremos un esfuerzo y le admitiremos a prueba una semana. En cuanto al sueldo, ¿qué podríamos ofrecerle? —se lamentó—. El negocio va mal. Estamos, como puede verse, al borde de la quiebra. Claro que, en propinas, puede sacarse un jornalito. En fin, que usted verá si acepta.

Gregorio aceptó sin condiciones y esa misma mañana empezó a trabajar.

Durante algunos días anduvo vestido con una media bata gris, en cuyo bolsillo llevaba bordado el nombre de la tienda, empujando a dos manos un carrito con víveres. Subía y bajaba oscuras escaleras de servicio, hablaba con doncellas, calculaba al tacto las propinas y, cuando regresaba a la tienda, el dueño lo recibía mirando el reloj con ostentoso disimulo, y ya le tenía preparado el siguiente pedido. Era el dueño un hombre cuyo aspecto cambiaba según en el local hubiera o no algún cliente. Si estaba solo, se pasaba el tiempo acodado en el mostrador y con el lápiz en la mano, en una actitud abismada y sombría. Pero cuando entraba alguien, se transformaba en un hombre optimista, elocuente y activo. «Bienvenido a nuestras Arrocerías Peninsulares», saludaba, exagerando las distancias hasta el infinito. A pesar de la angostura del local, lo había dividido en sectores con entidad propia. «Pase a nuestra sección de salchichería», se le oía decir, y señalaba a una parte del mostrador. O «tenga la bondad de visitar nuestro departamento de productos lácteos», e indicaba un espacio impreciso, que sólo él sabía reconocer. El cliente se desplazaba entonces una baldosa. Continuamente hablaba de «nuestros almacenes», «nuestros representantes» y «nuestros proveedores», y a la hora de cobrar hacía una zalema versallesca y extendía invitadoramente las manos: «Pase por caja», decía, y se deslizaba hasta el cajón del dinero como desdoblándose en un segundo dependiente. Gregorio y el carrito constituían por sí solos «nuestro departamento de distribución y transporte», y cuando atendía el teléfono saludaba con un «aquí nuestra central de comunicaciones, ¿en qué podemos servirle?».

Pero su verdadera obsesión era la publicidad. A todas horas estaba ideando y rotulando carteles para anunciar las bondades de los productos, y eso era lo que lo mantenía taciturno sobre el libro de asientos. La tienda cerraba después de las nueve. A esa hora, Gregorio debía aún reponer los artículos, ordenar otros, rendir cuentas de los pedidos y por último pasar la escoba. Durante ese tiempo no hablaban. El dueño permanecía en el mostrador, rodeado de reglas, lápices y rotuladores, y sólo si alguna ocurrencia le parecía especialmente buena para permitirse un instante de euforia, hacía algún comentario en alto sobre la índole de su trabajo. «En esta época», dijo una noche, «la mercancía más valiosa es la palabra». Y otra noche: «Nunca el comercio dependió tanto del ingenio. Escuche, mozo, usted que es poeta, ¿cómo anunciaría esta partida de alubias pintas?». Gregorio se apoyó en la escoba y lo miró con solícita ineptitud. «¿No se le ocurre nada? No es de extrañar. Sin ser floristeros, los poetas cantan a las flores. Pero los comerciantes al detall cantamos a comisión, y no a tema libre sino según la ley de la oferta y la demanda, y eso tiene más mérito. Sólo nosotros hemos sabido cantar al kilo de legumbres. Escuche, escuche», y leyó los carteles que al día siguiente anunciarían los productos del escaparate: Judías de raza, Finísimo del Norte, Extraordinarios de corral, Alubia especial mantecada, Selecta ambrosía, Óptimos de Aragón, Delicias de ultramar.

—Ya ve las servidumbres del negocio. Tenemos fama de usureros y, en el fondo, ¿qué somos sino poetas del ramo de alimentación?

Cuando Gregorio se marchaba, el hombre seguía allí, ideando consignas en letra florida.

Y allí lo encontró Gregorio al sábado siguiente, cuando al final de la mañana se quitó la bata y, con la gabardina doblada al brazo, inició un discurso tan entrecortado de evasivas, tan lleno de disculpas y enmiendas, que el comerciante tuvo tiempo de introducir en su mirada, sobre el fondo incoloro del fastidio, matices de estupor, de recelo, de enojo, de consternación y hasta de indulgencia.

—¿No tiene bastante con las propinas? —afirmó inquisitivo.

Gregorio hizo un gesto de desamparo. Ya había observado que a aquel hombre, encastillado en una constante desconfianza, nadie le pedía nada, y por lo mismo nunca negaba nada, y aquella extraña reciprocidad lo convertía misteriosamente en una persona buena y hasta generosa.

—Las propinas son dinero limpio —dijo el dueño, mirando soñadoramente al horizonte—. Se lo dan y uno lo toma, se lo embolsa, nadie le pide cuentas de él. No hay gravamen. No hay responsabilidad. Todo son ventajas. Los negocios, sin embargo, están llenos de cargas y diezmos, y la paja se come al trigo. Ustedes, los empleados, no quieren entender esto. Acaban la jornada y corren a sus hogares, despreocupados y felices. Pero el empresario, allá donde vaya, llevará consigo el peso de la empresa. Usted, mismamente, se ha venido del pueblo a la ciudad. Usted es libre para ir y venir, como un pájaro. Su suerte es envidiable. Pero los comerciantes, esclavos del negocio, estamos condenados a permanecer siempre en el mismo lugar. ¿A dónde podríamos ir nosotros? —preguntó amargamente.

Gregorio, comprensivo, ensayó una apertura de brazos.

—Es que necesito un adelanto para la pensión —dijo—. Tengo que alojarme.

Era verdad. Con la garantía del empleo había conseguido de doña Gloria un crédito para las dos últimas semanas.

—Por eso pedíamos un aprendiz, un muchacho con un hogar —dijo el comerciante, como añorando tiempos más felices.

Después de algunos silencios sucesivamente probatorios de las razones de su añoranza, durante los cuales su reflexión iba ganando en amargura en la misma medida en que menguaban las perspectivas financieras de Gregorio, el dueño sacó del cajón un billete y lo dejó sobre el mostrador, como invitando a una meditación conjunta sobre él. Ambos lo miraron y suspiraron a la vez, con el desencanto de dos investigadores que contemplasen el resultado malogrado o absurdo de un experimento.

Esa misma noche, sostenido a flote por la convicción de estar viviendo una etapa provisional de su vida, Gregorio se dirigió al parque, con el andar acomodado a unas flores compradas sin alegría ni inspiración y sin otro propósito acaso que contribuir a su destino con algún detalle personal. A las diez en punto cruzó la glorieta, llegó junto a Angelina y le ofreció el ramo con gesto apenas clásico. Por un instante las flores quedaron expuestas a una mirada solidaria de asombro, que a Gregorio le recordó la que había compartido con el comerciante al aparecer sobre el mostrador, como por decisión propia, o como un milagro de panes y peces, el billete.

—He traído unas flores —dijo, dejándolas en el banco, consciente de que las palabras que pronunciase aquella noche serían la prolongación del acto fallido de galantería.

Durante un rato no dijeron nada. De pronto Gregorio advirtió que aquel silencio no estaba allí antes, en el parque, sino que lo había traído consigo Angelina, en lugar de la bolsa de víveres. Sólo ella, que continuaba callada y mirando al frente con floja obstinación, parecía tener el privilegio de franquearlo sin peligro. Gregorio se llenó de alarma.

—Las cosas se van arreglando —dijo.

—¿Arreglando?

—Sí —se animó—. Hasta que recupere el empleo, tengo otro provisional. Quería venir a decírtelo. A celebrarlo.

Angelina abrió el bolso, que sostenía sobre el regazo, en el mismo lugar donde debía haber estado la tartera o el bulto de ropa, y saco una carta con un membrete que Gregorio reconoció al vuelo.

—Esto llegó ayer —dijo sin volverse.

Era de R. y Belson. A la luz del mechero, Gregorio leyó las cuatro líneas que le notificaban («por la imposibilidad de aceptar sus condiciones y ante las necesidades de esta Casa») el despido.

—Y a ver con cuarenta y seis años, sin oficio ni beneficio, y perseguido por la policía, quién te va a emplear —dijo Angelina.

Gregorio, derrumbadas la carta y la mirada, murmuró: «Es injusto. Después de tantos años sin una traición, sin un retraso, sin una queja, es injusto. Bien dice el dicho que el hombre es un lobo para el hombre. Angelina, ¡no hacía falta irse a la selva! ¡Vivimos en ella, y yo no lo sabía!».

—Y a ver ahora qué hacemos —siguió ella, absorta en el drama—. Ayer tuve que pedirle dinero a mi madre. Le dije que caíste malo en tu nuevo destino.

Gregorio intentó considerar la situación a la luz de aquel nuevo suceso. Inútilmente, porque la vida estaba ya tan embrollada que había escapado a su control. Sólo se le ocurrió decir que, bien mirado, quizás el despido fuese en el fondo una buena noticia.

—¿Cómo? Muy sencillo —dijo, poniéndose a horcajadas en el banco—. Me voy a dedicar a los negocios. En cuanto pase esto y dejen de buscarme (es decir, de aquí a dos o tres días), pienso montar, fijate bien lo que te digo, un negocio de champiñones y chinchillas. Es muy fácil. Tenemos cuatro habitaciones libres, además del sótano. Tres las dedicaremos a los champiñones y dos a las chinchillas. O al revés, ya veremos. Es un dinero fácil y seguro, sin gravamen. Si compramos una pareja de chinchillas, al año paren unas veinte crías, o más. Con diez parejas, vendemos la segunda temporada unas cien chinchillas, y de aquí a unos años somos ricos.

Angelina lo miró con una piedad casi hostil.

—Tú no riges bien, Gregorio, y yo ya empiezo a estar cansada de tus manías.

Gregorio intentó demostrárselo con números («números cantan», dijo), pero Angelina, sin dejarlo terminar, zanjó la cuestión:

—O te entregas a la policía y buscas otro trabajo o no hay nada que hablar.

Gregorio juntó los dedos abiertos de las manos y cabeceó admirado ante aquella frágil construcción. «Si alguna vez apareciese en una enciclopedia», pensó con nostalgia, «se me definiría así: Gregorio Olías, hombre tardío y peninsular, más conocido en ciertos círculos por Faroni, repudiado por su propia mujer en un parque público, tras llevarle flores fugaces a cambio de queso y embutido, teniendo por testigos una estatua ecuestre y la luna menguante. Todo esto bien entrado el siglo, una noche de otoño». La evocación histórica de su episodio de hombre particular, lo tranquilizó. Carecía de planes, pero no de esperanza. Y como tenía que seguir viviendo, y como para vivir había que hablar, abrió la boca a ver qué salía y se oyó a sí mismo decir que, a pesar de que nadie lo reclamaba, se entregaría (y pensó en los buenos y diversos servicios que podría obtener de Antón), y no porque admitiese la derrota sino para concederse una tregua en el camino hacia un mundo feliz.

—Pero con una condición —añadió—. Quiero entregarme en casa, de día, aseado y con mi mejor traje.

—Eso no puede ser —dijo Angelina—, porque si vas a casa, el policía ése, que debe estar escondido por allí cerca, te detendrá en la puerta y no te dará tiempo de entregarte. Primero te entregas, y cuando te perdonen vuelves a casa y buscas un trabajo. Y si no encuentras ninguno, te vas con los albañiles. Y no quiero oír hablar de chinchillas ni de política —y con el impulso de las últimas palabras se levantó y hundió enérgicamente las manos en los bolsillos del abrigo.

Gregorio se supo perdido y buscó refugio en algún pensamiento elevado que confirmase la incomprensión y el desprecio del mundo hacia las almas nobles e idealistas, pero sólo consiguió remontarse al recuerdo del carrito de víveres.

—Toma —dijo, sacando el billete—. Esto me lo ha dado el Partido para ti.

Angelina lo cogió con la mano floja y otra vez el billete recibió una mirada conjunta de incredulidad.

—Es poco —dijo Gregorio—, pero es algo. Es todo lo que tengo. La única cosa real que puedo ofrecer.

Caminaron hacia la verja del parque, cabizbajos y silenciosos. La noche estaba fría y no había estrellas. Quedaba por delante un duro y largo invierno. Pero dentro de algunos meses, pensó Gregorio, cuando volviese la primavera, él podría ser feliz por unos días. Un poco más viejo, un poco más feliz. A lo mejor, si las cosas no iban demasiado mal, se haría pescador de caña. Se marcharía con Angelina a algún río y pasaría la tarde tumbado en la orilla, sin pensar en nada, chupando una hierba y jugando a ver nubes. Los atardeceres en verano son largos. Con las primeras estrellas regresaría a casa por un sendero sinuoso, oliendo el pasto fresco y oyendo el hervor de algún hilillo de agua oculta. Habría grillos y pájaros, trovar de ranas, esquilas, peces en los remansos, el ladrido lejano de algún perro. Se vería la polvareda de un rebaño. Y entonces, sí, volvería a ser feliz como entonces. La vida sería feliz consigo misma. Y ya no habría futuro. Sólo instantes de agua, de pájaros, de esquilas, de higueras, de rebaños… Feliz sin siquiera saberlo. Sin miedo. Sin palabras. He ahí una esperanza a la que no convenía renunciar.

—He estado pensando —dijo al despedirse— que podríamos vender el piso y marcharnos a vivir a otra parte. Podríamos irnos a un pueblo. Yo trabajaría allí en el campo. Tú tendrías tus gallinas y tu madre podría descansar en la puerta, debajo de una parra. Es una buena idea, ¿no? Seríamos felices con poco.

Angelina esperó a que el silencio invalidara la oferta. Luego dijo: «Te has metido en un buen lío, Gregorio, y no sé cómo vas a salir de él. A mí ya no me esperes aquí. Estoy en casa. Cuando te entregues, vuelves. Pero no vayas a creer que me vas a engañar. Si vuelves, que sea con el policía ése que viste como tú, y que él diga si de verdad te han perdonado o qué es lo que está pasando aquí».

La vio alejarse pegada al muro del parque. «Lo siento», dijo, cuando ya ella no podía oírlo.

Esa noche, mientras lavaba unos calzoncillos, Gregorio comprendió que estaba perdiendo la batalla y que el camino que había emprendido empezaba a no tener regreso. Y aunque el pánico vivía latente en él desde hacía muchos días, esta vez lo percibió con una insoportable cercanía física, hecho de calles heladas, calcetines mugrientos, uñas crecidas, barba sucia, comunión diaria de embutido y monedas contadas una a una. Había que poner fin a aquella situación, atajarla con algún acto enérgico y decisivo, antes de que escapara a su control. Porque no era seguro que la Providencia velase por él, ni que la paciencia fuese la madre de todas las virtudes. «Si no actúo con rapidez, me comerán entre unos y otros», pensó. Así que esa misma noche decidió ponerle a Gil el plazo de uno o dos días para que abandonase la ciudad, y en el caso de que se negara a marcharse, dejar que Antón actuase a su modo.

Al día siguiente por la tarde fue a ver a doña Gloria para pedirle una semana más de crédito. Ese era el tiempo que necesitaba para poner fin a su proyecto. Doña Gloria lo invitó a café con bizcochos y se interesó por las experiencias del artista provinciano en la gran ciudad. Gregorio contó, en un tono lastimero que excusase el atrevimiento, que había presentado un libro a un concurso organizado por la Real Academia de la Lengua y que le habían dado muy buenas esperanzas. Si ganaba, se haría rico y famoso. «Pero, entretanto», añadió consternado, «no sé cómo voy a sobrevivir». Y contó que allá en el pueblo tenía un palomar y algunas casas arruinadas y que estaba pensando en venderlas para instalarse en la ciudad definitivamente. No estaba seguro si había leído aquello en algún libro o era invención suya, pero le pareció una mentira tan humilde que no tuvo reparos en rematar el relato con un suspiro de tristeza.

Finalmente sonrió y, tras un silencio de mudanza, aprovechó la jovialidad para explicar que en su trabajo los cobros eran mensuales, y que sólo a final de mes podría pagar los atrasos.

—Usted parece una buena persona —dijo doña Gloria, y él aprovechó de inmediato para agradecer el cumplido con una reverencia.

Gregorio pasó el sábado y el domingo sin salir de su cuarto, tumbado en la cama deshecha y en un estado turbio de molicie que convertía el pensamiento en devaneo. Sólo cada mucho tiempo se levantaba para comer carne de membrillo y pan de molde, o se asomaba a la ventana a ver un trozo de tejado donde había un esqueleto de paraguas y unos trapos rojos. De vez en cuando miraba los cuadros y se imaginaba a sí mismo tumbado en la orilla de un río en una tarde infantil y larga de verano. Pensaba entonces, para darle un carácter real a la ensoñación, qué cebos irían mejor para las bogas o qué uniforme de pescador convendría a un ciudadano ejemplar. A veces miraba sus calzoncillos colgados del picaporte de la puerta, los zapatos en un rincón, con las punteras juntas, como escuderos murmurando a espaldas de sus amos; los pantalones con culeras, que junto con la gabardina pregonaban fielmente la condición del usuario, y sus andares y su edad; la caja de los versos cerrada con un cordel de esparto y, al lado, el membrillo y el pan, y en alguna parte unas gaviotas. Esas eran sus pertenencias. Después de cuarenta y seis años, ahí estaba su reino en este mundo. Y ahora andaba pensando en cambiar todas esas cosas por una caña de pescar. ¡Menudo negociante estaba hecho! ¡Tantos años para venir a refugiarse en la esperanza o isleta de una tarde de verano a la orilla de un río!

Fueron dos días interminables, de pesadillas y miserias, pero el lunes se despertó con una decisión firme. Le daría a Gil el plazo convenido y, por maña o por fuerza, antes de una semana acabaría su exilio.

En el pasillo se encontró con Paquita y se paró a explicarle que había acordado con doña Gloria el pago por meses.

—¿Y los papeles? —gritó ella alejándose.

—Eso lo lleva la policía.

—¡Sí, y yo me llamo Enriqueta!

Se volvió desde la puerta de la cocina:

—¡Pues sin papeles no se fía!

—Hablé con doña Gloria —dijo Gregorio, acercándose con la mano extendida en dirección al cuarto de la anciana.

—¡Ella no entiende de esas cosas! ¡Anda que no saben nada estos artistas de pueblo! —y desapareció dando un portazo.

La amenaza lo reafirmó en su decisión, pero más allá, y luego durante todo el día, se dio a pensar que no sería tan fácil acabar con Gil. A lo mejor no tenía valor para hablarle con dureza, y menos aún para torturarlo en un descampado. Por otra parte, aquella era su última esperanza y no convenía arriesgarla toda de una vez. Así que el lunes no se atrevió a llamar, y por la noche hubo de volver a oír las amenazas de Paquita: si no pagaba en una semana, le pondría una denuncia. Durante dos días se encontró perdido por la certidumbre de que estaban cerrándose a su alrededor las últimas puertas de salida y de que iba a quedar atrapado en su propia ratonera, pero esa misma sensación lo ayudó a decidirse la tarde del jueves.

Fue una inspiración súbita. «Algo va a ocurrir», se dijo, «siento que el destino está a punto de manifestarse». Porque si había agotado todas las galerías del laberinto menos aquella que más confianza le inspiraba, es que la escapatoria forzosamente estaba allí. No había otra solución: había llegado el momento en que el suave y constante soplo del destino se convierte en ciclón y cambia el curso de una vida. Iba empujando el carrito por una calle apartada y diciéndose: «No sé qué, pero algo va a ocurrir». Y un poco más allá, cuando vio la cabina telefónica, no dudó ni un instante de que era el destino quien se la brindaba, o más bien se la imponía, como invitándolo a una entrada nupcial en el futuro que le había preparado.

Dejó el carrito en la puerta y, sin saber muy bien lo que iba a decir, marcó el número y esperó la señal apoyado en un codo y con los tobillos en escuadra.

—¡Señor Faroni! ¡Bendito sea Dios! ¿Dónde está usted y cómo está? —oyó la voz, ya odiosa y enemiga, de Gil.

Gregorio no hubo de fingir tristeza para contestar secamente que mal, que estaba en Chitaldurga, un pueblo de la India, y que sentía nostalgia de su tierra y una pena infinita por todos los compañeros que ahora estarían en la cárcel o diseminados por el mundo. Tenía además graves problemas económicos. «Estoy disfrazado de repartidor de ultramarinos. Tengo aquí al lado un carrito de víveres», dijo con audacia.

—¿Usted?

—Sí, yo, Faroni. Como en los viejos tiempos.

—¿Y la señorita Marilín? —preguntó con la voz desmayada.

—No sé nada de ella. La última vez la vieron pidiendo limosna en una esquina. Iba descalza, con unos harapos rojos y un paraguas sin tela.

—¡Qué desgracia, Dios mío! —se dolió Gil—. Yo, señor Faroni, todo lo que tengo ya sabe usted que es suyo. Dígame dónde puedo mandárselo.

—No seas ingenuo, Gil. Ni yo ni nadie del Comité aceptará nunca tu dinero. Quédate con él para tus correrías urbanas. En fin, mi pobre Dacio, creo que aquí nos despedimos para siempre. Sólo me queda expresarte, en nombre del Comité, el deseo de que te cures pronto del estreñimiento y de que ése sea el principio de la huella fecunda y duradera que has de dejar en la ciudad. Dacio, adiós y hasta nunca.

—¡Señor Faroni! —gritó Gil—. ¡No cuelgue, se lo suplico! ¡Óigame!

—Dime, pobre amigo —murmuró con dulce ironía Gregorio, que no sólo no había colgado sino que había temido que aquella fuese, en efecto, una despedida para siempre.

—¡Óigame! Es muy duro todo lo que me ha dicho, muy duro, pero me lo merezco por cobarde —dijo Gil, con un temblor de lágrimas en la voz.

—¿Eso es todo? —preguntó Gregorio desdeñosamente.

—No. Quería contarle algo. Quería contarle que anteayer, en la misa, hice examen de conciencia y una voz interior me dijo que debía irme, que yo solamente puedo ser héroe siendo mártir y que en el fondo, como usted dice, soy un egoísta. Bueno, un cobarde para ser exactos.

—Gil —dijo Gregorio, impresionado por aquella prueba de honradez—, eres todo un hombre.

—Sí, pero dese cuenta. ¿A dónde voy a ir yo si me voy de aquí?

—El mundo es grande. Cualquier lugar es bueno para pasar los años con honor. Aquí me tienes a mí y a tantos otros. Tienes unos ahorros, ¿no? Pues entonces coge el primer avión sin preguntar a dónde va. Acepta tu destino. O vete a París, de bohemio. De verdad, no merece la pena serle fiel a un río o a una casa.

—Eso sería maravilloso, lo de irse a París —dijo Gil, más compungido que contento—. Pero ya sabe usted que yo soy un hombre cobarde. Quizá porque no sé idiomas, ni soy joven como usted. Yo tengo cuarenta y cinco años, y ésta es una edad para estar ya recogido.

—Don Quijote tenía cincuenta años cuando se fue de casa.

—Pero él estaba loco y era un valiente. Y yo, señor Faroni, ¿qué soy yo? Un pobre diablo. Ni siquiera un loco. ¿Qué iba a pintar yo en el extranjero? Usted está hecho a esa vida. Por otro lado, estoy acabando el bachiller. Y fíjese, yo sólo tengo una esperanza: que usted vuelva, y para eso me tengo que ir yo. ¡Triste suerte la mía! A veces me pregunto para qué habré nacido.

Gregorio le dio entonces un giro al diálogo. Le preguntó qué tal le iban las cosas. A Gil, las cosas le iban mal, pero las aceptaba como una penitencia, y hasta con alegría, porque de ese modo compartía la suerte con los miembros de la tertulia. Seguía estreñido (sentía decirlo, pero estas cosas, cuando uno las sufre, tienen su importancia: «Ya sé que son ridículas comparadas por ejemplo con una poesía o con una fórmula química, pero uno siente retortijones, y tiene almorranas y se le hace pesado el andar, y eso también es un problema, que además no puedo compartir con nadie»), le dolían los pies, y en la pensión seguía habiendo mujeres que hablaban muy alto («ya sé que es una pequeñez, pero uno tiene que oírlas y no concilia bien el sueño»). No había encontrado a sus padres, ni a su novia, ni a nadie que le supiera dar noticias de ellos.

—Sin embargo sí que he encontrado la casa en que vivimos. No la han tirado, como me dijo usted. Qué va. Sigue allí, con su balconcito de siempre.

—No recuerdo —divagó Gregorio.

—A lo mejor no me expliqué bien. Yo nunca me explico bien. Y por otra parte, creo que las maravillas hay que merecerlas, como los nombres. Yo sé que las hay, y no sólo porque usted me las contara, sino porque si no es en la ciudad, ¿dónde iban a estar entonces? En las grandes ciudades está la cuna del progreso. Yo sé que aquí hay por fuerza grandes artistas y científicos, y que quizá me cruzo con ellos por la calle. Pero no sé reconocerlos. Creo que la fe por sí sola no es suficiente, hace falta preparación. Y yo no la tengo. Con usted aquí, la ciudad hubiera sido muy distinta. Usted me hubiera llevado a las tertulias y me hubiera presentado a los grandes hombres. Pero yo soy una persona sin suerte, o mejor dicho sin merecimientos. Y otra cosa. El inspector no me pierde de vista. Y, ¿ve usted? Eso es un motivo de orgullo, porque ésa sí que es una maravilla, puede que superior a las demás. ¡Qué me consideren tan importante para ponerme a todas horas un inspector para mi solo! Yo creo que ya es mucho haber logrado esto. Soy un privilegiado. Y también he descubierto otras maravillas. He visto una ola encerrada y moviéndose en una barra de cristal, he visto televisores del tamaño de un terrón de azúcar, relojes que resuelven los logaritmos y la raíz cúbica, llaveros con música, calculadoras de sol y muchas cosas más. Todo esto lo pensé en el examen de conciencia. Y me dije: «Dacio, para el tiempo que llevas aquí, y para lo que tú vales, has vivido grandes experiencias».

Siguió un silencio de ilimitadas perspectivas, tan precursor de novedades que Gregorio temió que sus razones, tan sólidas en apariencia, acabaran por mostrar el formidable absurdo que las sustentaba.

—En fin, amigo Dacio —se apresuró a decir—, te ha llegado, como a los grandes hombres, la hora de elegir. El camino de tu vida se bifurca en dos, y has de escoger uno.

Gil emitió como un gemido de agonía o placer.

—Pero yo —elevó su lamento nasal—, compréndame, con cuarenta y cinco años, débil y cobarde como soy, ¿cómo podré vivir en un lugar extraño, sin trabajo y fichado por la policía? Alguna solución habrá para poder seguir viviendo y trabajando en la ciudad.

—No hay alternativa —declaró Gregorio—. Decídete ahora mismo. Haz lo que te exija la conciencia.

Gil aspiró fuerte, y sacando fuerza y solemnidad de un tono que amenazaba con quebrarse en sollozos, dijo:

—Entonces, si tengo que irme y no me queda otro remedio, me iré al extranjero con usted.

Gregorio explicó que el sacrificio de Gil significaba precisamente el regreso del Comité. «Si tú te vas, es para que volvamos los demás. Es como si nos redimieras a todos. ¿Qué sentido tendría si no tu marcha?».

—Entonces está visto que nunca podré conocerle en persona.

—¡Claro que sí! —exclamó jovialmente Gregorio—. En unos pocos años, o quizá sólo unos meses, cuando todo esto se olvide, podrás volver a la ciudad. Iremos a esperarte al avión todos los de la tertulia, en pleno, conmigo a la cabeza, y con una pancarta que diga: LA CIUDAD RECUPERA AL MEJOR DE SUS HIJOS. Piensa por otra parte que si te vas al extranjero aprenderás idiomas, te harás un hombre universal.

—Pero, ¿de qué voy a vivir? —imploró Gil.

—Eso no importa. Uno vive, si tiene agallas, del aire. Puedes trabajar tocando el laúd, o de marino. ¿Te imaginas yendo en un barco por todo el mundo?

—Pero, ¡si yo no he visto el mar!

—¿Y qué? Ir en un barco es la cosa más sencilla que existe. Pero si tienes miedo a lo desconocido, vuélvete al pueblo y, con los ahorros, compras una tierra y te dedicas al campo. O te casas con Socorrito. Que conste que, en el fondo, ésa es la vida que me gustaría llevar a mí. En el campo, junto a un río, lejos del mundanal ruido.

—No sé, no sé —se torturó Gil.

—Piénsalo, pero decídete. Y recuerda una cosa —se le ocurrió de pronto—. Cuando puedas volver a la ciudad, yo me encargaré de buscarte un trabajo en el Partido, por ejemplo de Secretario Adjunto de la Comisión Científica, o algo parecido. Serás uno más entre nosotros, con plenos derechos.

—Entonces, señor Faroni —dijo Gil—, me iré. Yo no soy un cobarde. Me iré lejos, no sé si al extranjero o a dónde, pero me iré. Hoy es jueves, ¿no?

—28 de noviembre.

—Pues el lunes me iré —y la voz se le empañó de llanto.

—Dacio —proclamó Gregorio—, no esperaba menos de ti. Escríbeme al café desde donde estés, y no lo dudes: también tú volverás, y tu regreso será triunfal y para siempre. Que nunca te abandone esa esperanza.

—Lo intentaré —musitó Gil.

—Y recuerda: vivirás en nuestra memoria cada día. Cuando pases apuros piensa en eso, en que tu sacrificio no ha sido en vano. Piensa: «Ahora mismo, las tertulias están reunidas gracias a mí». Y cuando aparezca algún invento nuevo, piensa que tú también tienes parte en él.

—Lo pensaré. Pero prométame usted que me llamarán pronto y que me darán ese empleo.

—Gil, ¡te lo juro por Dios!

—Entonces, hasta pronto, señor Faroni, y pido a Dios que vuelvan todos con salud.

—Adiós, Dacio, y suerte —y colgó de inmediato.