Decía en el papel que ya no era necesario que le llevase ropa limpia, aunque sí algo de cena, y que fuese puntual porque traía grandes noticias. Como la vez anterior, había despachado el mensaje con un largo timbrazo anónimo, y a las diez en punto, después de haberse hecho afeitar en una barbería, de comer en un restaurante con manteles de papel y camarero de lápiz en la oreja y de gastar el último puñado de calderilla en una sesión doble de romanos y mosqueteros, cruzó la glorieta, sonriendo bajo la luna clara, y se sentó junto a Angelina con un suspiro triunfal de cansancio. «Un par de mentiras más y seré un hombre nuevo», se animó antes de hablar. Enseguida, atropellándose, indicando con la mano que la excitación le impedía explicarse de corrido, contó a trompicones que los perseguidores habían aflojado el cerco y que desde mañana mismo podría volver a casa a comer y a dormir, aunque por el día continuaría fuera por tres razones, y enseñó tres dedos: la primera, y escondió el cordial, por precaución; la segunda, y escondió el índice, para no alarmar a la madre, y la tercera y más importante, y aquí enarboló el pulgar ante los ojos impasibles de Angelina, porque estaba ultimando gestiones para recuperar el empleo: «Cuestión de dos o tres semanas», concluyó, con un resoplido de alivio, «pero lo importante es que otra vez volvamos a estar juntos, y verás cómo ahora todo va a ser distinto».
Angelina, que había escuchado con vigilante cautela, miró afligida al horizonte:
—Ni se te ocurra —dijo—. Si te ven entrar te detendrían en casa.
Gregorio no perdió el aplomo.
—Te digo que no —argumentó—. Ellos me buscan por otros sitios. Creen que estoy en el extranjero. Y además les da igual. Han descubierto ya quién es Faroni y quién soy yo y ahora —me hizo con un dedo una espiral hacia arriba— apuntan más alto.
Angelina negó con la cabeza:
—Ayer vi al policía enfrente de casa. Si te ven entrar, subirán, y a lo mejor nos detienen también a mi madre y a mí. Fíjate mi madre si sube la policía a por comunistas. No, es una locura. Tú lo que tienes que hacer es entregarte y decir que te malmetieron, que tú no sabes nada de política.
—¿El policía? —murmuró Gregorio.
—Sí, ése que subió a casa. Más de una hora estuvo mirando desde enfrente.
Así que cerró los ojos y chafó los labios: otra vez volvía a ser víctima de sus propias mentiras. Era como si la realidad, infinitamente misericordiosa, acogiese en su casa a cuantas quimeras errantes llamasen a la puerta. Y otra vez pensó que la vida era injusta: demasiado complicada para ser tan breve. «Me moriré con la cara de bobo», se quedó pensando.
—Y vas a la empresa y les pides perdón —recitó Angelina—. Pídeles que te admitan de nuevo. Diles que eres un hombre honrado y serio, y que te han engañado.
Gregorio empezó a perder la paciencia.
—Ya he escrito explicándolo todo. Todo está claro. Lo que pasa es que yo no puedo ir por ahí pidiéndole perdón a todo el mundo. Yo soy un hombre de ideales, tú lo sabes —y sin saber cómo empezó a enredarse de nuevo en la visión mesiánica de un futuro feliz. Le preguntó si se imaginaba lo que podía ser aquella ciudad llena de jardines, con músicos en cada esquina y con robots que hiciesen el trabajo de todos. Dudó que ella fuese capaz de comprenderlo, de comprender por ejemplo que ayer mismo había visto a unos obreros abriendo una zanja y se había preguntado si no era un escándalo venir a este mundo a abrir zanjas.
—Más vale que aprendieses de ellos —dijo Angelina.
—Ya estamos.
—La gente debe trabajar para comer. A ti lo que pasa es que te gusta poco trabajar.
Gregorio se volvió con un repente de furia tabernaria en el rostro y otra vez habló a gritos de sus noches en vela y sus días de oficina:
—¡Yo no soy como tu padre, que andaba por ahí como un zascandil, con unas estrellas y un caballo! ¡Desde los ocho años he trabajado sin parar, de sol a sol! ¿Cuándo he estado yo sin trabajar? ¡A ver, dime! ¿Cuándo?
—Está bien, cálmate.
—Cuarenta y seis años —dijo desalentado, con las manos implorando al cielo—. Una vida. De niño leí una vez el cuento del pescador que bajaba a los reinos del fondo del mar y estaba allí unos meses, con una princesa. Cuando subió, en el mundo habían pasado trescientos años. Yo entonces no lo entendía, cómo era posible una cosa así, pero ahora sí lo entiendo, porque yo también he vivido cuarenta y seis años y parece que fue ayer cuando llegué a esta ciudad y vi a mi tío Félix. Lo estoy viendo ahora mismo en la estación. Tiene un abrigo viejo. Veo el humo del tren y huelo el carbón mojado. Noto el peso de la mano de mi tío en el hombro y lo oigo hablar de un bacalao. Y estoy viendo a mi padre sentado en una piedra y lo oigo respirar y moverse. Y sin embargo, han pasado cuarenta y seis años. La vida no vale nada. Cuando te das cuenta eres ya viejo y estás para morirte. Y entonces dices: «¡Ay, si viviera otra vez, qué distinto sería todo!». Pero ya es tarde, y los años que quedan se van en amarguras y lamentos, y así están las cosas. Ni siquiera hemos tenido un hijo, ni hemos vuelto a la costa, ni hemos ido al teatro, ni hemos montado en avión. Yo en la oficina y tú cosiendo, ésa es nuestra historia. Dos sillas y cuatro manos.
—Yo he sido feliz —dijo Angelina con voz neutra—. No hemos pasado hambre ni hemos estado malos. No ha habido guerras. ¿Qué más quieres entonces?
Gregorio no contestó. Aprovechó la tristeza para explicar que el sótano en que vivía era húmedo y oscuro, que bebía agua con gusarapos y comía sólo galletas, como los náufragos. Dijo que había ratas y aranas y que se alumbraba con un cabo de vela. Que sólo había arriba una claraboya, que se oían rezumar los techos y que la cama era un duro jergón de rastrojo. Todo eso contó, con la voz dolorida, mientras Angelina extendía la cena (sopa de fideos y queso de oveja) sin el menor gesto de piedad.
Durante la cena, desmemoriada y displicente, siguió con sus desgracias, seguro de que acabaría por ablandarle el corazón. Pero Angelina, con los mismos argumentos que Gregorio había usado para justificar y acreditar la fuga, se negó a que volviese a casa ni siquiera a pasar la noche, y hasta le prohibió los mensajes debajo de la puerta.
—Te estás en el sótano hasta que pidas perdón.
Gregorio apartó la tartera.
—Del sótano me tengo que ir mañana mismo. La policía lo conoce. Tendría que buscarme una pensión, y no tengo dinero —dijo desamparado.
—Que te alimente ahora ese Santos Merlín del que tanto hablas, para que veas que a la hora de la verdad cada uno va a lo suyo. O esa pelandusca que a saber si no será tu querida como dice mi madre y todo esto es un lío de faldas.
—Yo te he mantenido muchos años y nunca te lo he echado en cara —dijo Gregorio con dureza—. Y respecto a Marilín, la novia de Faroni, has de saber que la pobre mujer está en la India, pasando calamidades que tú ni por imaginación has conocido nunca.
—Nadie la mandó meterse en política —dijo Angelina—. Si se hubiese estado en su casa no le hubiera pasado nada. Y tú, date cuenta, Gregorio, lo hago por tu bien. Si subes a casa, nos vas a comprometer a todos. Nos van a detener y a ver qué hacemos entonces.
—Y yo, ¿cómo pago la pensión?
—No lo sé.
—Tú tienes ahorros.
—Ahora que no trabajas los necesitamos para vivir.
—¿Y tu madre?
—Ella sólo tiene el retiro.
—Entonces, ¿qué va a ser de mí? —dijo Gregorio, sinceramente conmovido.
Angelina bajó la cabeza y tardó en responder:
—Entregarte y pedir perdón.
Después de algunas porfías, concertaron que Angelina le daría un poco de dinero, que el viernes le traería ropa limpia y que para entonces Gregorio habría de tener decidido entre la rendición o el exilio.
—Esto me pasa por idealista —dijo en la despedida.
—No, eso te pasa por tonto —contestó ella.
Pero a pesar de todo, decidió que ahora menos que nunca debía perder el ánimo. Al contrario, cuando se supo acorralado pensó que el único remedio que le quedaba era lanzarse de inmediato a la acción. «No me han dejado otro camino; una a una me han cerrado todas las puertas y es como si de verdad estuviese herido en el destierro. Yo me lavo las manos», se decía. Caminaba aprisa por las calles, tan veloz y seguro que, apenas llegó a la taberna donde a esa hora debía de estar Antón, se detuvo fuera a percibir el furor de su sangre y la autoridad de su desdicha. Sintió que había dejado atrás los últimos escrúpulos, como pellejos de culebra, y que en adelante no tendría más amigos que sus propios y exactos intereses. Estaba solo, y había llegado la hora del desquite. «Gil no se quiere ir, Angelina no me deja entrar. Desde ahora, ni un ruego más. Veremos quién entre todos es la hiena».
Desde la puerta vio a Antón en la barra, bebedor y sombrío. Vio una silenciosa perspectiva de parroquianos solitarios, diseminados como pueblos, y al fondo un corro humeante de jugadores de cartas. No lo pensó dos veces. Entró, pidió un anís, y sólo después de embucharlo con un giro de muñeca miró a su lado y se encontró con las gafas negras y analíticas de Antón.
—¡Antón Requejo, para servirle! —dijo, y se cuadró a lo militar.
Todavía llevaba algunos décimos en las solapas, y tenía los labios extraviados por el alcohol. «Tenemos que hablar», dijo sin mirarlo. Antón asintió y se colgó la garrota del brazo para buscar en los bolsillos, pero Gregorio se le adelantó en la ronda y con la barbilla le señaló adentro. Fueron a ocupar una mesa apartada. Antón cojeaba ahora de una pierna y llevaba colgando la mano buena, con los dedos juntos y marchitos como un racimo muerto. Apenas se sentaron, miró a Gregorio, siguió el hilo de su mirada y llegó a la mano.
—Le extraña, ¿eh? —dijo, y sacó del bolsillo un frasco minúsculo cerrado con un tapón de rosca—. Le diré. Tengo la vida aquí sujeta, en este envase que contiene el agua con que me bautizaron. El día que se derrame, o se disipe, o se rompa el frasco, se acabarán también mis días. Todos tenemos la existencia subordinada a algún objeto. Pero mientras llega esa hora funesta, me preparo para las calamidades. Permítame dos consideraciones. Una, que es conveniente para llegar a viejo tener algunos vicios. Otra, que hay que ganarle la delantera a las catástrofes. Respecto a la primera, le diré. Es bueno tener en cultivo algunos vicios como pueden ser fumar, comer cerdo, beber alguna sobrecopa o no hacer gimnasia, para que si algún día cae uno enfermo tenga el médico algo que prohibir, y uno sane. Pero si uno es todo virtud, en cayendo enfermo morirá, por impotencia de mejora. Sólo el pecador puede arrepentirse. Sin gula no hay abstinencia. Y de lo otro, le contaré por sobreencima las medidas que he tomado contra el infortunio. Cada semana finjo una dolencia nueva, le diré. Unas voy de cojo, otras de ciego, otras de sordo y mudo, otras de jorobado, de manco, de temblón, de inerme, de sin dientes, de mentecato, de orate, y combinadas entre sí, y de este modo me ejercito para el porvenir, por si me sorprende la tara. He visto tantas desgracias, y tan súbitas, que no quiero que me cojan a mí descuidado. Llevo así diez años y ya sé arreglármelas de todo lo malo que conozco. Comer cerdo y fingirse ciego —y sonrió con fealdad de máscara—, ¿qué otra cosa mejor puede hacer el hombre prudente?
Gregorio se pasó un dedo por los labios y no devolvió la sonrisa.
—Y sin embargo todo es inútil —dijo—. No se puede luchar contra el destino.
—Le diré —matizó Antón—. Yo no lucho, me sobreadapto. Cuido de la botella. He visto yo a un perro chico hacerse el cojo ante otro grande para difundir lástima. Hay que conseguir que Dios se apiade de uno. Pero vayamos a lo que usted quería decirme. Le diré. Dígame.
—Bueno —divagó Gregorio, mesándose la frente—, es un asunto delicado y, en fin, no sé cómo empezar…
—Permítame un sobreinciso. ¿Se trata de su mujer?
—Sí —dudó Gregorio.
—Entonces seamos francos. Yo soy un profesional. Usted, ¿está coronado también?
Gregorio meditó largamente y al fin dijo:
—Creo que sí.
—Lo sospechaba, desde el momento en que le vi. ¡Amigo, choque esos cinco!
—Verá, no lo sé con certeza y…
—¿Cómo se llama su mujer?
—Marilín.
—Marilín. Le diré. Permítame una opinión profesional. Tiene nombre de hetaira. ¿Es rubia?
—Sí.
—También lo sospechaba. ¿Puedo hacerle una pregunta íntima?
Gregorio asintió.
—No se ofenda, pero necesito datos para un —diagnóstico. ¿Tiene el coño claro?
Gregorio lo miró ofuscado.
—Entiéndalo —dijo Antón—. También los médicos hacen preguntas íntimas.
—Pues… sí —murmuró Gregorio.
—Justo lo que sospechaba. Esas son las peores, créame. Y entonces, ¿dónde están las dudas?
—Le ruego discreción —advirtió Gregorio.
—Hágase la cuenta que se está confesando con un sacerdote.
—Verá, he dudado mucho si contárselo o no —titubeó Gregorio—. Pero luego he pensado que quizá me pueda ayudar. En fin, se lo contaré todo.
Y contó, con algunos otros pormenores, que el domingo pasado se había marchado de casa fingiendo un viaje de negocios. Que era, aunque quizá con la estrategia había perdido el empleo, viajante de una casa de quesos y embutidos, que se llamaba Alvar Osián y que se había instalado aquí cerca, en una pensión, con objeto de espiar a su mujer y sorprenderla in fraganti. El amante era al parecer un tal Gil, Dacio Gil Monroy para ser exactos, y vestía más o menos como el marido para, en su ausencia, poder entrar en casa sin llamar la atención del vecindario. Pero ahora los amantes debían de recelar algo porque no se veían en casa sino en un café, el Hispano Exprés, los sábados por la tarde y quizás otros días. Por cierto que ellos a ese café le llamaban en clave el Café de los Ensayistas.
—¿Me va siguiendo?
—Sobremanera —dijo Antón, que escuchaba con la cara ladeada, los labios prietos y feroces y una expresión concentrada de astucia.
Pues bien, Marilín, continuó Gregorio en tono cabizbajo, iba al café acompañada de un tipo ya mayor, melenudo y cano, que según todos los indicios hacía de celestina del adulterio, y que se llamaba, o fingía llamarse, Santos Merlín o algo parecido. Tenían una tertulia y este hombre era el que más hablaba. Era una especie de maestro. Se ponía al lado de una columna, todos los sábados a partir de las siete, y hablaba por los codos. Bueno, pues a lo que iba. El amante, el tal Gil, estaba metido en política. Profesaba de comunista y formaba parte de una banda cuyo jefe era un tal Feroni o Faroni. Sí, Faroni, eso es. Este Faroni estaba ahora en el extranjero, y a los de la banda, a la que también pertenecían, por cierto, Marilín y el maestro, los perseguía la policía. Bueno, eran sospechosos y estaban vigilados. Y el caso era que Gil, que antes vivía en un pueblo desde donde venía de tarde en tarde a encontrarse con Marilín, cegado por la pasión se había trasladado definitivamente a la ciudad y trabajaba en una empresa que ahora no venía a cuento. Esta era, en síntesis, la historia.
Antón, con dos dedos, se ordeñó la barbilla y torció astutamente la boca.
—Claro como el agua —dijo al fin—. ¡Amigo Osián, está usted coronado!
—No lo sé —se torturó Gregorio—. Esa es mi duda.
—Y ¿qué quiere que hagamos?
—De eso se trata. Le estoy venga a dar vueltas…
Antón le atenazó el brazo, se humedeció los labios y le buscó la oreja.
—Hay varias soluciones, a saber. Una: ¿los ajusticiamos?
—¡Está usted loco! —se espantó Gregorio, echándose atrás.
—¿Por qué no? —sonrió desdeñosamente Antón—. Es en defensa propia.
—Yo no soy un asesino.
El otro levantó una mano:
—Es un acto de justicia. Viene en los libros.
—No, no, por ese camino no vamos a entendernos.
—Bueno, quedan otras fórmulas. ¿Le metemos a la señora un tizón en su parte, allí donde el pecado brota y tiene origen?
—Mire usted —dijo Gregorio, en tono concluyente—, si quiere ayudarme se harán las cosas a mi modo.
—Cuente conmigo, pero déjeme aconsejarle, le diré, que los lances de honor no se arreglan con palabras. Reclaman sangre y fuego. Es una ley antigua y, como tal, sabia. Y no hay que pensar que el tormento sea desventaja para el reo, como no lo es la lanceta para el enfermo. El pecador que en el castigo se destruye, alcanza gloria por ausencia. Se lee en los Padres de la Iglesia, es ley santa.
Gregorio negó con la cabeza y dijo que tenía sus propios planes. Primero, quería impedir que Gil entrase los sábados en el café.
—¿El café? ¿Es que es allí —y juntó las puntas de los índices— donde se efectúa el fornicio?
Gregorio explicó que de lo que se trataba era de asustar a Gil, que parecía un hombre cobarde. De demostrarle que la policía le seguía los pasos por razones políticas, para obligarlo así a regresar al pueblo.
—En una palabra, usted hace de policía y lo asusta para que se vaya de la ciudad. Luego —y sonrió con funesto designio—, ya me encargaré yo de ajustar cuentas con mi mujer. Pagará ella por los dos.
—Le diré. Estas cosas, o se reducen en su raíz o sobrebrotan —disintió Antón—, pero lo haremos a su modo. El próximo sábado lo espero entonces a la puerta del café y lo amenazo de muerte, ¿no es eso?
—Más bien con la cárcel. Le dice que la próxima vez que lo vea por allí lo enchirona, y que lo va a torturar. Y aconséjele, en plan de amigo, que si en algo estima su pellejo que abandone inmediatamente la ciudad. Y dígale también que Santos Merlín está al caer, y que en cuanto a Faroni, sus días están contados.
—Lo haremos así —convino Antón—. Por cierto, ¿va usted armado?
—No —se sobresaltó Gregorio.
—Permítame entonces una liberalidad —y, mirando alrededor, le puso en las manos una pequeña cachiporra de cuero—. Y en cuanto a su caso le diré que muy a menudo la política y el adulterio van juntos de la mano. La política es fuente de cabrones. Así que su coronación es doble, y de un virtuosismo insuperable. Amigo Osián, ¡veo en usted signos de aristocracia!
De allí, y a requerimiento de Antón, Gregorio pasó a referir algunos episodios de su vida, cómo de joven había viajado mucho y cómo había consagrado la madurez a la creación literaria. Habló de sus libros, mientras se cercioraba de que quedaba bien oculto el que llevaba en el bolsillo, y después de pedir unas copas de anís, recitó de memoria algunos poemas. Antón, que entendía algo de versos, de su época de circo y variedades, los escuchó con una atención viril y trascendente. «Nunca faltó el talento en Iberia», dictaminó al final. «Amigo Osián, ¡es usted un incomprendido! ¡Un genio en conserva!». Consumieron un poco de escabeche, bebieron más anís —ahogando en cada trago sus penas intransferibles de hombres—, y al filo de la medianoche salieron a la calle y caminaron un trecho juntos.
—En las dificultades, los hombres se sobrepasan —iba diciendo Antón, en un tono que el alcohol y el relente hacían dramático, y al pasar bajo los faroles se vislumbraba el agujero de su boca, que parecía comunicar directamente con las honduras de la conciencia—. He conocido casos que es maravilla oírlos. Historias de linda majestad. Me ha llegado el eco del infierno. Sé de un cónsul con flequillo y zapatos azules, que lo que más le gustaba en el mundo eran las ostras con limones. Y siempre estaba acatarrado. Y supe el caso de un pastor portugués que no usaba camisa, y que la poca hacienda que ganó en este mundo la convirtió en museo. Era un hombre tan bajito que daban ganas de ir corriendo a él y medirlo por cuartas. Y la pieza más preciada del museo eran las seis camisas de hilo bayal que su madre, un día antes de morir, le dejó limpias y planchadas. Le diré, si no son cosas para llorar en seco. De estos recortes sé muchos y muy buenos, como aquel de un hombre que tenía un vecino ventrílocuo, de esos que hablan con las tripas, y cuando se lo encontraba, el artista lo saludaba con voz clara y normal. «Buenos días, ¿cómo está usted?», decía, y allí quedaba el otro, escarnecido para todo el día. La vida, amigo Osián, ¿quién la entiende? Deje usted un pelo en su raíz en el charco de una pisada de vaca, y ¿qué ocurre? Que a los quince días se transforma el pelo en culebrilla. Todo proviene del agua y la serpiente. Así son las, cosas de este mundo. ¿Usted sabe, tiene vacilaciones? ¿Querría usted escuchar otros mil casos admirables? Pero, ¡mire!, ahí viene una mujer. Echémonos a un lado —y lo cogió del brazo y se refugiaron en un portal—. ¿La ve? Trae gafas, y un libro entre las manos, la muy artera. Pura apariencia. Esa mujer, como todas, lleva bragas y, debajo, un coño peludo. ¿Me negará esto? Lo otro, las gafas y el libro, o el misal, ¿qué son sino señuelos? Piense en las monjas, rezando ante el altar con las manos Juntas, dando el coño al Cristo. Considere los reinos y grandes patrimonios que han naufragado en esas humedades. Y aquí estamos nosotros. ¿Qué es nuestra vida, qué nos tiene aquí juntos y apenas sin cenar, quién ha juntado nuestros destinos sino la historia de dos coños, uno oscuro y el otro claro? ¿Quién podrá sosegar con esta angustia? ¡Ay, me queman los ardores, y no doy abasto al pensamiento! —rugió, y siguió caminando, con fingida cojera.
Antes de despedirse, volvieron a estudiar los detalles para la escaramuza del sábado. Gregorio describió a Gil, pero finalmente decidió que él mismo iría al café para indicarle el objetivo.
—Prométame que hará sólo lo que hemos convenido, y que del adulterio no le dirá a Gil ni una palabra.
—Así se hará —dijo Antón—, pero si fracasa, prométame usted que se dejará asesorar por mi mejor juicio en estos lances. ¡Honor en llamas! —gritó, y se despidió con un taconazo militar.
Gregorio, nublado por el anís, fue tanteando el rumbo hacia la pensión y dejando que el pensamiento vagara a su antojo por la esperanza y el cansancio. Estaba la luna clara, las calles solitarias, las perspectivas irreales. Flojeaba el aire en las esquinas, y el silencio era entonces tan nítido que podían oírse muy lejos sus remotos cánticos legendarios. El refresco de la noche le iba poniendo juvenil el rostro, y se sentía precursor y ligero, se sentía elegido por las más tenues miserias de la vida, y estaba seguro de que muy pronto podría volver a casa y al trabajo e iniciar una vida ejemplar. Antes de entrar en la pensión, en una alcantarilla, tiró la cachiporra, y apenas se acostó vino a borrarlo el sueño.
En los días sucesivos, se condujo con el rigor y el sentido práctico que exigían sus proyectos. Las preocupaciones eran ahora tan exactas que cualquier inquietud parecía fabulosa o inútil. Estaba ante todo el problema económico, cuya amenaza lo torturaba a todas horas. Comenzó a leer ofertas de trabajo, y hasta se compró un lápiz rojo para encerrarlas en círculos y proceder así con orden y criterio. Pero en todas partes donde se presentaba le pedían los antecedentes laborales y él tenía que mentir de un modo tan difuso que cuando quería darse cuenta sus pretensiones habían quedado contagiadas por la ilusión de la mentira. Entonces intentó buscar algún humilde trabajo eventual, al menos para costearse el exilio hasta que Angelina le permitiese regresar a casa. Pero tampoco esto era fácil. En los albañiles le exigieron juventud o experiencia, y en los mercados donde se ofreció por horas para mozo de carga, su aspecto no resultó convincente: lo miraron de arriba a abajo y lo despacharon con cualquier disculpa, algunas medio jocosas. Así que esa noche, cuando Angelina le llevó la ropa limpia, él no tenía nada definitivo que decir. Probó a convencerla otra vez de que por caridad lo dejase volver, y hasta la amenazó con irse al extranjero, pero todo fue inútil. Sólo después de muchos ruegos y reproches consiguió otra cita para la semana próxima: Angelina traería una bolsa con comida, pero de dinero, ni un céntimo.
Se marchó cabizbajo, y cabizbajo estuvo la mañana del sábado, debatido entre euforias y presagios y sin saber a dónde ir. Comió en el parque a punta de navaja, pan y fuagrás, y antes de las seis se dirigió al café.
Después de un rodeo de reconocimiento, fue a emboscarse tras un quiosco de periódicos, como había acordado con Antón. A las seis y media llegó su aliado. Lo vio situarse de centinela ante la puerta. Con más apremio que ritmo, se puso a golpear con la garrota en el suelo. Gregorio, escondido tras un periódico desplegado a dos manos, con el sombrero por los ojos, se asomó disimuladamente y lo saludó con la barbilla. Antón contestó con reforzados golpes de garrota. A las siete menos cuarto aparecieron el maestro y Marilín, entre el grupo de jóvenes. Antón, sin apartarse, dividiendo el grupo, los siguió con la vista. Miró a Gregorio, que asintió con una lenta cabezada de complicidad. Apenas entraron y en el momento en que se ensalivaba el dedo para pasar una hoja, entrevió a Gil en la otra acera.
Rápidamente plegó el periódico, que era la señal convenida, y con un guiño que le cogió media cara, hincó el pulgar en dirección al objetivo. Rodeando el quiosco a un ritmo proporcional al que traía Gil, le ganó las espaldas. Cruzó la calle apurando el mismo semáforo, con la cabeza ladeada y una mano al sombrero, como defendiéndolo del aire, y antes de llegar al otro extremo se volvió sobre el hombro y vio el cogote de Gil avanzar hacia la puerta del café. En ese instante el semáforo se puso en rojo. Dio una carrerita para ganar la acera. Por encima de los coches, y entre los claros de la gente, vio a Gil parado frente a Antón. Este le había puesto la punta de la garrota en el pecho y hablaba con vigor. Enseguida lo agarró del brazo y lo apartó hacia las cristaleras. Allí manejó la garrota y mostró algunos objetos que fue extrayendo de los bolsillos. Vio a Gil enseñar unos papeles y gesticular, con más inocencia que energía, y a Antón que lo volvía a coger del brazo, lo atraía hacia sí y le hablaba al oído. Así estuvieron un buen rato. Luego, de pronto vio cómo Antón empujaba a Gil y lo llevaba a empujones, como desparramándolo, hasta el disco. Gil trompicó. Un coche frenó violentamente y se oyó un bocinazo. Todos se volvieron y Gregorio se convirtió en un curioso más cuando Gil vino trotando hacia él con el sombrero torcido y sujetándose a dos manos el vuelo de la gabardina. No se atrevió a mirarlo, y apenas tuvo tiempo de reconocer la portada del libro que agitaba al trotar. Se dio la vuelta y lo sintió pasar junto a él y hasta pudo escuchar un instante el alboroto de su respiración.
Con el mismo semáforo cruzó la calle y siguió a Antón de lejos. Lo alcanzó cerca de la taberna, y durante un trecho caminaron juntos, en silencio y con la garrota por delante. Entraron sin hablar, se sentaron al fondo, y sólo después de pedir unas copas de anís, Antón dio un resoplido y dijo:
—Amigo Osián, ¡comunico victoria!
En pocas palabras vino a contar que todo había salido según lo previsto. Después de presentarse como policía de la secreta, le había pedido los papeles y lo había amenazado con la cárcel perpetua si volvía a verlo por allí. «Le diré que al principio se me puso algo gallito. Dijo que él no era un cobarde y que no pensaba hablar. Entonces buenamente yo le aconsejé que una de dos: o se iba de la ciudad o le impondría tortura. Para más claridad ilustré el consejo con la presentación de algunos útiles demostrativos, a modo, le diré, de material didáctico. Ya sabe usted que la gente de hoy sólo cree en lo que ve con sus propios ojos. También me permití informarle que haría extensivo el tormento a su círculo de allegados. Le dije, inspirado en las Escrituras: “Cuenta que lo que haga contigo lo haré también con tus amigos y parientes”. Y él, ¿qué hizo? ¡Se asustó! ¡Blanco como el papel se puso! Amigo Osián, ¡ese hombre es un flojo! ¡Un bocado exquisito para nuestras ansias justicieras! ¡Brindemos por la victoria!».
Tras los brindis, pasaron a estudiar las siguientes fases del plan. Antón opinó que, de ser coherentes con el proyecto y para no caer en la descortesía de incumplir las amenazas prometidas, el próximo paso no podía ser otro que el de la tortura, y citó un descampado donde llevarlo a efecto, al menos para conseguir que la víctima confesara su culpa y jurase abandonar inmediatamente la ciudad. Pero Gregorio volvió a afirmar que las cosas se harían a su modo y que hasta el lunes no tomarían ninguna decisión. A regañadientes, Antón aceptó.
Gregorio pasó el domingo encerrado en su cuarto, sin saber qué hacer ni a dónde ir. Si pensaba en el futuro, tan pronto se veía convertido en mendigo como en ciudadano ejemplar, y si pensaba en Gil, se admiraba de no sentir remordimiento ni lástima sino una especie de extrañeza que bien podía confundirse con crueldad o desdén. En ningún momento se apartó de las razones que sustentaban su inocencia. No, él no era un pecador. Al contrario: si lo hubiera sido no se encontraría ahora tan apurado como estaba. Ah, tenía razón Angelina: aquello le había pasado por tonto, por ser demasiado bueno. Había querido ayudar al pobre, hacer feliz a Gil, redimirlo incluso de sus miserias a riesgo de empeñar la propia vida en empresas tan generosas como descabelladas, y ¿qué había conseguido? Que el pobrete se aferrase a él como una garrapata. La garrapata Gil, que no satisfecho con la cuota de sangre recibida, se había desplazado a la ciudad con el propósito de darse un gran banquete final a costa de su benefactor. ¡Ah, pero él sabría defenderse! ¡Vaya si sabría! Si era preciso, aceptaría llevarlo al descampado, y hasta puede que él mismo se animase a azotarlo y le fuese diciendo en cada azote: «No estabas contento con las pirámides, ¿eh?, pues ¡toma pirámides!; ¿no querías café?, pues ¡toma café!; las noticias que recibías del mundo se te antojaban pocas, ¿no?, pues ¡aquí tienes más!, y ¡éste por Marilín!, ¡éste por Hemingway!, ¡éste por el poema épico!, ¡éste por el dinero que he gastado en tu causa!, ¡éstos por todas las desgracias que me has hecho pasar!», y cuando se dio cuenta estaba en medio de la habitación, asestando golpes inmisericordes en el aire.
Se acostó con la convicción de que en la medida en que había sido demasiado bueno tenía ahora derecho a la revancha. Era un acto de defensa propia, y en definitiva de justicia. Y cuando a media noche se despertó y, más sereno, anotó en la libreta: «La paciencia es el arte de ganar guerras sin batallas», se sintió fuerte, saludable y juicioso, como el hombre ejemplar que pronto habría de ser.
El lunes, al regresar del baño, silbador y aseado, encontró sobre la cama el cartel de LOS RECIBOS ESTÁN AL COBRO, y su única preocupación en ese instante fue asomarse al espejo para comprobar que efectivamente su rostro no se había alterado. En el pasillo se cruzó con Paquita y le guiñó un ojo, sin dejar de silbar, y silbando bajó las escaleras y salió sin prisas a la calle.
En una esquina tomó café y copa, intervino en una controversia para afirmar lacónicamente que las ocasiones de gol sólo podían llegar por los extremos, se dejó caer, blando y burlón, por una calle comercial, tiró chinitas a un estanque, y al filo de las once entró en una cabina telefónica y llamó desde Chicago a Gil.
—¿Es X-1? —oyó a lo lejos—. Aquí X-63 al habla, ¿me oye?
Después de preguntarle por la herida y lamentar que se hubiese infectado, Gil se precipitó a contar lo que le había ocurrido el sábado en el café. Contó que el café estaba rodeado de policías y que uno de ellos lo detuvo y le pidió la documentación.
—Me preguntó por Santos Merlín, por Marilín y por usted, pero yo no dije nada. Dije que no sabía nada y que no pensaba hablar aunque me hiciesen perrerías. Y eso que el policía es un hombre terrible. Iba disfrazado de ciego y dijo unas cosas que no me atrevo a repetir.
—Sí, lo conozco —murmuró Gregorio—. Es el inspector general Requejo, un hombre sanguinario y que cumple siempre sus promesas.
—Bueno, pues fue terrible. En mi vida he pasado un momento así. Primero me dijo cosas que no entendí. Me dijo: «A mí no me engañas. Sé que para mejor coronar, te vistes como el coronado. ¿Está ahí dentro la infiel?». Pero lo peor fue luego. ¿Quiere que le diga lo que me dijo? ¿No se va a enfadar? Bueno, pues primero me amenazó con la cárcel, y luego dijo que me iba a meter un palo por el, por el trasero, que me iba a cortar los, los testículos con una navaja de afeitar y que me iba a dar a comer (usted me perdonará, pero se lo cuento tal cual, para que lo sepa) las, los pechos cortados de, de la señorita Marilín. Me dijo: «Con el pellejo de tus, de tus partes me haré un gorro, y con los, con el cabello del, de la parte íntima de Marilín una escobilla para el wáter». Y añadió: «Y a la alcahueta Merlina le dices que le voy a arrancar la lengua con unas tenazas para un gato que tengo». Y me enseñó algunas cosas: una navaja de afeitar, un cortafrío, una porra, un látigo y no sé qué más. «Con todo esto, os voy a merendar a los tres», dijo. Pero yo me mantuve firme. Contesté que no me asustaba con aquello, y que desde luego no iba a hablar. Creo humildemente que me comporté como un hombre.
—¿No dijo más? —preguntó Gregorio.
—Pues no me acuerdo.
—No habló de que te marcharas.
—¿Yo? ¿A dónde?
—De la ciudad, por ejemplo.
—Sí, también dijo algo de eso —divagó Gil.
—Lo sospechaba. No sé cuál será su estrategia, pero debes hacerle caso. Si no, acabará contigo.
—No me importa —dijo Gil.
—Sí, pero es que además está el Partido. Verás, he hablado con todos, por eso te llamo, y todos te ruegan que te vayas. Te lo piden por favor. Te lo piden en nombre de la ciencia, del arte y del pueblo. Gente altiva, acostumbrada al agasajo, está de rodillas ante ti.
—Pero yo…, ¿qué se va a ganar con eso? Si yo no hago daño aquí.
—El asunto es muy simple —atajó la queja—. Si tú te vas, la policía seguirá tus pasos, porque ellos creen que tú eres el responsable de la organización en provincias, y así quedará desguarnecido el flanco de la ciudad. Una vieja estrategia. A ti no te pueden detener porque no tienen pruebas, y nosotros podremos ir volviendo poco a poco y reestructurando la organización. ¿Comprendes?
—Pero yo, señor Faroni, no voy a hablar, se lo juro.
—No se trata de ti, se trata de todos. Si tú te salvas, nos condenamos los demás.
—Pues en ese caso esperaré a que me maten y entonces ya no causaré más problemas —declaró Gil con la voz quejumbrosa.
—Eres un egoísta, Gil —dijo Gregorio, sílaba a sílaba—. Así se lo diré a todos. Les diré que estimas tu empleo más que el arte, la ciencia y el progreso.
—¡Eso no es verdad! —gritó Gil—. ¡Eso no es así! Además yo no me considero tan importante para creer que porque yo me vaya se va a arreglar todo.
—Pues así es —dijo Gregorio, con la voz inflexible—. La policía sí te cree importante. ¿Por qué si no te va a seguir los pasos, y nada menos que el inspector general Requejo?
—No lo sé, señor Faroni —se desesperó Gil—, y le juro que yo quiero ayudarles. Pero, ¿a dónde voy a ir a mi edad? ¿A dónde? —preguntó dramáticamente.
—Entonces, te niegas a marcharte, ¿no es eso?
Gil no contestó.
—¿Te niegas?
—Yo le juro que no hablaré.
—O sea, que no te vas.
—Aunque me maten no hablaré.
Gregorio cerró los ojos y confió su desamparo al cielo. ¿Qué podía hacer?
—Mañana o pasado —dijo absorto, sin saber qué decir y sin perder la calma—, parto hacia la India. Allí viviré sin nada en los bolsillos, a pecho descubierto, mendigando quizá por las esquinas. Voy a buscar a Marilín, y quizá ya no vuelva.
—No diga eso, señor Faroni. Volverá, verá como sí. Usted es joven y resistirá todo eso. Y, si me permite, déjeme decirle que yo le puedo dejar algún dinero. No tengo mucho, pero lo que tengo es todo suyo.
Gregorio, convencido de que Gil era en efecto un egoísta, una garrapata sin escrúpulos, y urgido por la necesidad, se resignó a aceptar el ofrecimiento. «No es sólo para mí, que tengo aquí amigos», dijo, «también es para aliviar la situación de Gregorio Olías, que está en la cárcel, y de otros que andan perdidos por el mundo».
Quedaron en que esa misma tarde Gil iría al café y entregaría disimuladamente el sobre al camarero, el cual se encargaría de despacharlo inmediatamente por vía aérea con rumbo a Chicago.
—Y en cuanto a tu marcha, te daré una última oportunidad. Estoy seguro de que muy pronto tu conciencia podrá más que tu miedo. Recuerda que todos confiamos en ti, yo más que nadie, y sabemos que tú no nos puedes defraudar. Esperamos ansiosos tu decisión —y sin dar tiempo a la respuesta, colgó.
A las siete y media, Gil entregó el sobre al camarero y el camarero se lo entregó a Gregorio, que acechaba tras una columna. Esa misma tarde pagó la semana y bromeó con Paquita acerca de la severidad con que llevaba el hospedaje. «Cualquier día de éstos no podré pagarte. Los artistas somos pobres», dijo sonriente, recostado en el larguero de la puerta. «¡Anda que no tiene éste labia!», replicó ella, dando manivela a dos manos. Gregorio alzó la cabeza, como rindiéndola sin condiciones a un claro de luna, y desde allí esquinó una mirada soñadora y ambigua.
—Pobres pero apasionados —dijo.
—Ya, ya —canturreó Paquita.
—Algún día habrá una placa ahí fuera. Dirá —y cerró los ojos—: AQUÍ VIVIÓ AUGUSTO FARONI, AQUÍ LAS MUSAS VISITARON AL GENIO.
—¡Ande, ande, que ya le veo venir! —gritó ella, alejándose por el pasillo con la mirada sobre el hombro.
Gregorio siguió unos instantes con los ojos cerrados y enseguida entró en su habitación. Se sentó en la cama y durante mucho tiempo silbó la habanera. No sabía si debía estar triste o satisfecho. Finalmente decidió que la reacción de Gil era la que él lógicamente había supuesto. La garrapata se obstinaba en permanecer en la ciudad, se resistía a abandonar su presa. Lógico. Pero aquella resistencia no duraría mucho, porque en la garrapata había algo aún de inocencia y orgullo. Si había tenido valor para enfrentarse a la policía, también lo tendría para huir. Él mismo se iría acostumbrando a la idea de lo que acaso ya en el fondo de su alma consideraba inevitable. Sólo hacía falta un poco de tiempo. De tacto. De diplomacia. Eso era todo. El mundo no podía permitir aquel desbarajuste. Había una ley, una armonía general de la que él deseaba formar parte, y por eso su triunfo sería sencillamente la victoria rutinaria M orden. De alguna forma, compartía su suerte con la geometría. Eso era todo. Un par de intervenciones más de Antón, un par de llamadas telefónicas desde la India, y la fruta caería por el peso de su propia madurez. Esa tarde, Gregorio comprendió que la paciencia era, en efecto, la madre de todas las virtudes. Y se dijo que sólo en la Providencia podía ya confiar.