Así que todas las mañanas salían de casa a buena hora, y apenas se instalaban en el quiosco el tío abría la enciclopedia y, ayudándose con un dedo, comenzaba a desgranar las palabras en sílabas claras y doctrinales, y nunca pasaban a otro artículo hasta que Gregorio había memorizado bien el anterior. Luego trabajaban en el diccionario y por último se emparejaban a examinar el atlas. Habían empezado por Perú y estaban decididos a no cambiar de país hasta que fuesen capaces de viajar de memoria por él, nombrando sin error sus más leves accidentes geográficos. Comían en el quiosco, y regresaban a casa al anochecer.
Allí tenía lugar el último acto de la jornada pedagógica. Como era buen calígrafo, le enseñaba sus artes de amanuense. «Que no son otras que las del pensamiento», afirmaba, «pues la filosofía es una rama de la caligrafía, y nace como consecuencia de la concentración que exigen los primores caligráficos». Sacaba lápiz y papel. «Primero proponemos un refrán o una máxima. La claridad del signo», iba diciendo al mismo ritmo florido y enredoso de la escritura, «es ya anticipo de la penetración en él de la mente; es casi un comentario razonado del asunto. ¿Ves, hijo? Así se adueña uno del concepto, rebañándole toda la sustancia». Y le explicaba que la gran ignorancia que reinaba en el mundo, se debía a la difusión de la máquina de escribir. «La inventó mister Remington, un americano sin corazón». Desde entonces se había perdido no sólo el arte manual de la filosofía sino también el modo correcto de pensar, que era sentarse con el torso ligeramente adelantado y atlético, un codo en la rodilla, el mentón sostenido en el trípode de los dedos, o haciéndose una visera en la frente, el otro antebrazo fuertemente asentado en el muslo, la mano colgando en el vacío y los ojos fijos en su propio horizonte. En el quiosco o en casa, cada vez que encomendaban algo a la memoria o se les planteaba alguna duda, adoptaban el escorzo clásico del pensador, y siempre lograban resolver las dificultades.
Ya en la cama, le enseñaba acordes y rasgueos de guitarra o le refería la historia de los antiguos conquistadores, y sobre todo la epopeya de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, cuyos hechos lo enardecían de tal modo que terminaba hablando a gritos, y a veces llorando de emoción. «Yo hubiera sido un buen conquistador de tierras», decía, «pero el destino me ha condenado a una época en que la única gran empresa se reduce a la conquista del puchero. Pero, ¿te imaginas que tu tío hubiera descubierto un río? ¡Río Olías! O un mar interior: ¡Mar de Olías! Entonces, me reía yo de la muerte. Por eso tú, Gregorito, a ver si descubres algo, un virus o una ley. Te harían una estatua. Y lo que tienes que hacer entonces es acordarte de tu tío, y decir que yo fui tu maestro. Con eso me pagarás lo mucho que estoy haciendo por ti».
Algunas noches, el sueño sorprendía a Gregorio durante el relato, y su tío, que había empezado narrando vidas ejemplares, acababa perdido en el cuento de sus propias quimeras.
Al día siguiente volvían a la tarea. Pero avanzaban con tanta lentitud que un año después no habían pasado de la palabra «aforo», y estaban todavía con los últimos ríos y estribaciones del Perú. Gregorio tenía ya entonces la identidad definitiva que evocaría con precisión la mañana del 4 de octubre: un largo chaquetón de marinero, que había pertenecido a su tío, una gorra de cuero con orejas y una bufanda parda de tres vueltas cumplidas. «Ya entonces iba medio enmascarado», se dijo, y recordó la tarde en que su tío le entregó el chaquetón. Tenía seis botones de cobre y una etiqueta en letra inglesa y dorada en el forro, donde aún podía leerse: Tarrasa, lo cual hizo suspirar al anciano: «Yo hubiera sido un buen comerciante de telas», dijo, «y también un sastre de primer orden, y mi apellido figuraría en los forros de los abrigos durante muchos años. ¡Ay, Gregorito, la vida es hermosa, pero yo la he perdido por mi mala cabeza y, fíjate, ya no tengo consuelo!», y fingía que lloraba, con pucheros de niño.
Aquella era su obsesión. En el buen tiempo sacaban sillas a la galería y tomaban el fresco hasta la medianoche. Su tío le daba entonces buenos consejos para la vida. Le decía que el saber no ocupa lugar, que lo que hace un hombre lo puede hacer otro, que la constancia es la madre de todas las virtudes y que ninguna noche se acostase sin haber aprendido algo nuevo. Y le contó cómo a él mismo su padre le preguntaba al acostarse: «¿Qué has aprendido hoy?», y si no había aprendido nada lo hacía salir a la calle, aunque fuese invierno, y no lo dejaba entrar hasta que volvía con alguna buena enseñanza. «¿Traes algo?», le preguntaba desde dentro. Jamás podría olvidar la noche de enero en que arreciaba la lluvia y él no encontraba ninguna novedad que le franquease la entrada. «¡He aprendido que está lloviendo!», gritó. «No es bastante», contestó el padre. «¡Hace frío!». «Tampoco basta».
—Estaba oscuro y tenía miedo. Entonces oí una música de cuerda, muy acompasada y dulce. Me parecía que estaba allí mismo, pero cada vez que iba a alcanzarla la música se iba un poco más lejos, y así anduve mucho tiempo hasta que me paré en una casa bajita y por la puerta a medio abrir vi a un viejo que tocaba el violín a la luz de un cabo de vela. Corrí a casa y le dije a mi padre: «¡He aprendido que allí abajo hay un viejo tocando una guitarra!» (pues yo entonces no sabía lo que era un violín, y apenas lo que era una guitarra). Mi padre me ordenó que volviese y me enterase mejor de lo que había visto. Yo fui otra vez, entré un poco en la casa y pegué en la puerta. «¿Qué quieres?», me preguntó el viejo, sin volverse ni dejar de tocar. El cabo de vela había menguado y la sombra del músico llenaba la pared. Yo le dije: «Quiero saber el nombre de la guitarra». «El nombre de la guitarra se llama violín», dijo él, y siguió tocando, siempre la misma música. ¿Quieres saber el resto de la historia, Gregorito?
—Sí.
—Pues vamos allá. Volví a casa empapado y di la respuesta desde fuera. «¡No es bastante!», gritó mi padre, «¡pregúntale al músico cómo se llama!, ¡no te conformes con tan poco!, ¿no ves que el saber no ocupa lugar?». Así que desanduve el camino, y cada vez estaba más oscuro y más frío, y todas las puertas, menos la del viejo, estaban trancadas y sin luz. Cuando llegué, la vela había bajado mucho y apenas se veía nada, y la sombra del músico ya no tenía forma. «¿Que cómo se llama usted?», le dije. Y él contestó sin dejar de tocar siempre lo mismo: «Manuel me llamo». Corrí otra vez a casa y di la respuesta. Llovía a mares, un agua helada y temporal, y había casi lobos en la calle. Pero mi padre dijo: «Y la música, ¿cómo se llama la música? ¡Anda y pregúntale! ¡Corre!». Y yo corrí, pero estaba cansado y adelantaba poco. Cuando llegué, la vela se había apagado y no había vela, ni estaba ya el viejo. Me asomé a la puerta y grité: «¿Cuál es el nombre de la música?». Pero nadie me contestó. No se oía nada, sólo el agua, y volví a casa llorando. Mi padre me abrió entonces y me dijo: «Ahora sí has aprendido algo, que ya nunca sabrás el nombre de esa música. La recordarás, pero no sabrás el nombre, y serás por eso un hombre desgraciado». ¡Ay, Gregorito, y cuánta razón tenía! Todavía me acuerdo un poco de la música —y la tarareó sin gracia ni sentido—, pero a quien se la canto nadie sabe el nombre, y me moriré sin saberlo. Esa es la pena más grande que yo tengo.
Y todos los días, Gregorio aprendía alguna cosa nueva, y muchas palabras, y nombres de ríos y generales.
Durante aquellos primeros años, su tío se mantuvo lúcido y tenaz. Comía con apetito de todo, analizaba de vez en cuando sus papeles (un cajón repleto de documentos caducos, cartas, retratos y recortes de periódico), tocaba la guitarra, acudía diariamente al retrete vecinal de la galería y los domingos visitaban una casa de baños, de la que salía rejuvenecido, animoso y con ganas de hablar. Volvían en tranvía, y al paso iba señalando con el dedo las alteraciones que en los últimos cincuenta años había sufrido la ciudad.
Pero aquel júbilo duró poco. Gregorio recordaba que una tarde de verano, mientras repasaban la historia de los Abencerrajes, su tío cerró de golpe la enciclopedia y, transfigurado por una súbita convicción, en un tono de infinito desaliento, dijo:
—Nunca llegaremos a Cabeza de Vaca, nunca llegaremos a México ni a don Lope de Aguirre.
Probablemente yo no llegaré nunca al Amazonas. Me moriré, me pudriré, y hasta tú, Gregorito, te olvidarás de mí. ¡Gregorito, me moriré! ¿Y qué será entonces de Félix Olías si nadie lo conocerá ya? Hijo, los Olías estamos malditos. Por eso, porque estamos malditos, se me apareció a mí el diablo y me tentó.
Entonces puso ojos avizores de navegante, y mirando al infinito gritó:
—¡¡El afánnn!!
Alimentado por la conjetura de que no llegaría al Amazonas, y de que el olvido era una segunda muerte más temible y definitiva que la anterior, fue espaciando sus hábitos y aflojando el ritmo del aprendizaje. Se concentró en el examen del cajón de papeles, comenzó a hablar solo y en alto y el anochecer se lo pasaba rascándose la cabeza y midiendo las habitaciones a trancos memoriosos, desechando siempre los súbitos hallazgos que lo hacían detenerse un instante, allí donde lo encontraran los recuerdos. Gregorio no sabía que aún conservaba en el arca el uniforme de conserje con hombreras de oro y entorchados de lujo con que una mañana, sin anuncio previo, apareció vestido, radiante, parado al óleo bajo el dintel del dormitorio e iluminado por una sonrisa en la que el orgullo, la esperanza, el vértigo, la inocencia se azabucaban[2] para componer un borroso signo de locura. Meses después renunció a salir de casa, salvo para ir al retrete, y cuando llegó la primavera se instaló en la cama y en ella transcurría su vida, rodeado de papeles que iba leyendo y comentando con variedad de voces y de humores, sin encontrar nunca la causa de su pena ni el objeto de su contento.
—Gregorito, cuando me muera, ¿te acordarás de mí?
—Sí, tío.
—Cuando descubras algo, cuando seas un gran hombre, no dejes de nombrarme, hijo, ni de decir que yo fui tu maestro. ¡Mira, no vayas a olvidarte de mí!
Poco tiempo después, recordó Gregorio la mañana del 4 de octubre, se negó a cocinar y redujo su dieta a unas embozadas de frutos secos por día. Se pasaba las horas descortezando cacahuetes, chupando higos y royendo castañas, perdido en un mar de legajos que cada noche devolvía al cajón para desbaratar de nuevo al día siguiente.
Con su olor a animal enjaulado, los discursos entrecortados de su insomnio y el picor crujiente de los desperdicios de la dieta, era difícil conciliar el sueño, y más cuando le daba por encender la luz en mitad de la noche, reclamar el cajón y ponerse a rebuscar entre los papeles aquel que había provocado, por lo que fuese, sus desvelos. «Tío, ¿por qué no duermes?». «¿Dormir?», exclamaba con los ojos desorbitados de asombro, la barbilla unida a la nuez en un visaje de pájaro rapaz, «¡cómo dormir!», y blandía un puñado de papeles, «¿es que la letra duerme acaso, descansa su sentido?». Y le daba por decir cosas raras, como que las lombrices eran palabras sobrevivientes de una lengua muerta o que en el reino de las sillas el taburete es ciego.
Otras noches, llevado por el temor a los ladrones de papeles, despertaba a Gregorio con un «¿no has oído ruido de maleantes?», y lo hacía mirar debajo de la cama e ir a cerciorarse de si la puerta había quedado con la tranca bien puesta, pero no contento con la inspección se le oía rezongar, suspirar, maldecir por lo bajo, caer finalmente en un sueño frágil del que no tardaba en salir para consultar el reloj, levantarse luego con su gorro de dormir con borla y su camisón de viejo avaro a ver si ya alentaba luz por la ventana, volver quejoso al lecho y dormitar a la deriva de un manso borbolleo. «Nunca llegaremos al Amazonas», solía decir, con la voz tétrica, sobrenatural e infalible de los dormidos.
Sufría también de estreñimiento. Él mismo se recetaba laxantes y astringentes cuando empezó a relacionar la salud con la regularidad y monto excrementicios, de modo que, como era madrugador, salía al alba y se juntaba a la pared del retrete y se afanaba en descargar el sinsabor de sus entrañas, produciendo un esforzado quejido, tan numeroso y ronco que despertaba a cuantos dormían en los dominios de la galería, y hasta los pájaros de la vecindad adelantaban sus trinos y, en fin, todo despertaba antes, a instancias de tan ruda convocatoria.
Meses después —no recordaba Gregorio en qué momento—, se desinteresó también por los papeles. Creía recordar que fue un día de primavera cuando, a media mañana, hubo un revuelo en la calle, un tumulto de voces y bocinas, un crecer y decrecer de carreras en el pasillo y por último un silencio de pífano que se extendía hasta más allá de donde alcanzaba la memoria. Y no tardó en surgir el eco distante y nítido de una música que por un instante pareció alejarse en el recuerdo, pero que de golpe desembocó bajo los balcones con estruendo festivo de charanga y llenó el aire de gritos de niños, enseñas de oro y humadas de cohetes. Como reclamado por una revelación divina, cruzó el cuarto, con pasos tan inciertos que sólo entonces cayó en la cuenta Gregorio de su extrema decrepitud, y llegó a la ventana y miró hacia abajo con los ojos arrasados de lágrimas y esperó hasta que la música se alejó y los balcones se cerraron y el silencio volvió de nuevo a hacerse prodigioso.
—¿Has oído? —preguntó o se preguntó—, ¿has oído? Era una música y avisaba de algo. Por un momento me pareció que era aquélla cuyo nombre nunca conoceré.
La ternura siguió al desvarío. Si antes la realidad le estuvo vedada, reducida al tráfago de los papeles o encomendada a una memoria que no se resignaba al olvido, y si a ello consagró sus mejores desvelos y sus más exactas sinrazones, ahora era la visión milimétrica del mundo y el sufrimiento por las cosas insignificantes lo que le impedía dormir. De niño, bien que lo recordaba, había matado a pedradas a un pájaro indefenso: he ahí un crimen que ninguna autoridad podría absolver. ¿Y qué decir de los insectos que habían muerto para contribuir a su infancia con el regalo de la crueldad? Lloraba por ellos, se sorbía los mocos, cabeceaba de pesar. De pronto se animaba con el alivio de una expiación tardía: «¿Qué tal está el pajarito de la portera?, ¿canta a sus horas?, ¿salta entre los palitos? ¡Anda, ve, y dime qué está haciendo ahora! Y esa termita que roe la viga, ¿la oyes cómo la roe? ¿Y las moscas? ¿Cuántas moscas tenemos ahora en casa?». Y conversaba con las que iban a posarse en la cama: «¡A los buenos días, mosquita!, ¿cómo tú por aquí? ¡Huy, y qué de patitas tienes!». Y su amor se extendía devorador a los objetos materiales: las calizas de las paredes, los cordones de los zapatos, las manchas de la ropa y los pájaros en vuelo de la cortina: a todos les hablaba, por todos lloraba, por todos sorbía mocos y cabeceaba de pesar. «Las cosas no tienen afán porque son puras y sencillas», solía decir. A Gregorio lo hacía dormir a sus pies, según las más estrictas reglas de la caridad, y a veces para divertirlo le hacía cosquillas, se inventaba morisquetas o imitaba sin gracia la voz de los animales domésticos.
Por esa misma época, cuando a media mañana se oía la voz del cartero en el patio, le decía a Gregorio: «Anda a ver si nos han escrito». «Pero, ¿quién nos va a escribir?». «Eso nunca se sabe», decía él, «las cartas son como los pájaros, que a veces van y vienen porque sí». Pero un día dijo, «las cartas son como», y no consiguió recordar la palabra «pájaros», y cuando quiso decir que la había olvidado, tampoco logró recordar la palabra «olvido», y cuando intentó añadir que no recordaba esta palabra, olvidó también la palabra «recuerdo». Para remendar los rotos de la memoria, Gregorio le leía cada noche en el diccionario las palabras perdidas por el día, pero como tampoco alcanzaba los términos de las definiciones, había que ir a buscar los nuevos significados, que a su vez remitían a otros, de forma que terminaban girando en un círculo inextricable y agotador.
Luego, sin saber cómo, se fue distrayendo también de la ternura, se fue quedando silencioso, con los ojos estancados en el vacío, largando de tarde en tarde una ventosidad y parpadeando al mismo tiempo con muy juicioso asombro, fuera ya, casi definitivamente, de toda época, costumbre o afición.
Como su tío no podía enseñarle ya nada —continuó Gregorio examinando su pasado—, lo mandó a una escuela que había por allí cerca, una habitación baja y triste donde a todas horas se oía a los colegiales cantar las tablas de los números y las retahílas de la doctrina. Del maestro recordaba Gregorio que miraba siempre por la ventana mientras con voz monótona dictaba frases con trampas ortográficas o planteaba problemas de sacos de arroz. Su cabeza descubierta, acostumbrada al sombrero, blanqueaba con obscena desnudez de matrona recién salida de la enagua. Lucía un bigote finamente caligrafiado sobre una boca semejante a un higo pasón. Tenía un colmillo de oro, y una gruesa corbata de arbustos.
A la salida, Gregorio se demoraba por el barrio, sin atreverse nunca a salir de sus límites. Ya en casa, y animado por las últimas clarividencias de su tío, se entregaba al estudio de los tres libros mágicos. Pero no tardaba en distraerse, con el apremio de otros portentos, pues muy pronto debió de desvelarse en él la propensión a descubrir misterios en cada palabra, y así, se pasaba las horas escuchando la secreta sonoridad de un vocablo, que dejaba desleír en la boca como un caramelo al que no acabara de sacarle el sabor, buscando la sutil relación entre el nombre y la cosa, poniendo a ambos frente a frente y esperando que entre ellos se produjese alguna seña de complicidad que delatara sus mismos orígenes, y nada le maravillaba más que aquella absurda conveniencia de llamar «amapola» a una flor y que la flor perdiese por ello su inocencia de criatura todavía innominada. «¿Por qué yo me llamo Gregorio? ¿Cómo es posible ese disparate y que oiga “Gregorio ven aquí” o “Gregorio ve allá”?». Más de una vez se acercaba a su tío y lo pronunciaba despacito: «Tí-o Fé-lix», con la esperanza de que alguna vez no se diese por aludido. Y —como creía que hay palabras que se aparecen después de muertas, y son fantasmas que gimen y gimen en busca de su perdida condición de cosas— más de una vez también lo pronunciaba con nombre falso: «Sar-cu-so», pero dirigiéndose a él con una intensidad y un descaro que su tío terminaba reconociéndose en aquel nombre, y gritaba: «¿Qué coño dices y dices?», pronunciando dos veces la misma palabra, para expresar mejor su desconcierto.
—¡Félix Olías! —se desgañitaba—. ¡Mi nombre es Félix Olías!
Algunas noches escuchaba la radio. Apenas la enchufó por primera vez, emitió un largo pitido errante que confirmó sus sospechas de que el mundo era en efecto extraño e inhóspito. Había emisoras que transmitían en otras lenguas, que muy pronto aprendió a imitar, como si del canto de un pájaro se tratase. O dibujaba círculos y prismas, sin entender a qué exigencias del conocimiento respondían tan ilustres figuras. Las líneas paralelas se le antojaban un obtuso drama geométrico, con aquel no encontrarse nunca, aquel alarde de fidelidad y de rechazo que fabulaba un tiempo y un espacio infinitos. Y algunos otros enigmas, como el de la Santísima Trinidad, donde el Uno y el Tres se combinan para negarse siempre, o el de Aquiles y la tortuga, tan irrefutable que la misma realidad no se bastaba para desmentirlo (y muchos años después todavía recordaba Gregorio que apenas hubo desvelado el maestro la impotencia de Aquiles, un muchacho empezó a reírse con insolencia y a decir que aquello eran mentiras y tontunas de antiguos, y entonces el maestro se precipitó sobre él y lo persiguió y lo alcanzó en un vuelo, y después de castigarlo se embraguetó la corbata y reanudó como si tal cosa la exposición de la aporía), lo dejaban abismado en reflexiones insolubles.
Total que acabó por no entender nada sino que el mundo era algo terriblemente misterioso, por más que el hombre lo intentase aliviar enmascarándolo con líneas, números y palabras. Miraba al cielo, y apuntaba en sus ojos la triste perspicacia de los adolescentes solitarios.
Fue quizá la fascinación por las palabras, o bien el instinto primerizo de la soledad, lo que le hizo descubrir la poesía. Recordó que algún tiempo atrás su tío había encontrado en el arca un librito de versos, que se dio a recitar con recia voz de pronunciador de anatemas. Entonces no les prestó atención, pero ahora lo buscó, lo abrió al azar y leyó en voz alta la fábula del burrillo flautista. En un intervalo de lucidez, su tío le pidió que leyera otras fábulas, y al final proclamó: «¡Yo hubiera resultado un gran fabulista de no haber sido por mi mala cabeza! Hubiera escrito la fábula del cuco y la aguanieves, desconocida hasta hoy. Pero me moriré en vano. Hijo, mira que cuando me muera no se caiga algún clavel de la corona y lo pise la gente. Y si llegas a ser poeta, hazme una poesía, Gregorito, y no te olvides de poner que conocí al diablo y que de joven fui marino».
Gregorio leyó el libro con más asombro que devoción. Igual que años después se enemistaría con las cosas, ahora se enemistó con las palabras, porque le impedían la visión directa de las cosas. Era imposible mirar el cielo sin que la palabra «cielo» se interpusiera entre los dos. Y no sólo todos los objetos sufrían la rémora de un nombre sino que, como había memorizado muchas páginas de los tres libros mágicos, tenía la cabeza llena de nombres que no remitían a ningún objeto conocido, que no servían para nada y que sin embargo estaban allí: tercos, exactos, invencibles. El mundo era hostil a fuerza de misterio. No entendía nada de la vida y quizá por eso olvidó la poesía y empezó a llenarse de vagos proyectos de evasión.
Imaginaba un lugar diáfano y amable, donde todo fuese tan sencillo que no se necesitase la memoria para vivir, ni hubiese misterios que aprender. Buscó en el atlas: juzgó la musicalidad de muchos nombres, trazó rutas ignotas, recogió en círculos rojos lugares que creía perdidos e ideó un santo y seña, «nueces en primavera», que habría de pronunciar en alto, cuando el plan de fuga estuviese maduro. Se imaginó su nueva vida, agreste y solitaria, ágil entre las peñas, lavándose a torso desnudo en el bullicio de los manantiales, vestido de pieles y con un cuerno colgado del cuello, arco a la espalda, flechas en el carcaj, sombrero de juncos y zapatos de corteza. Por la noche escondía los ojos abiertos en el rebozo de la sábana, y allí, convirtiendo en aliento épico el rencor y la abulia acumulados por el día, se dejaba ir a una roca que, en medio del mar, era una isleta de desolación, donde él vivía y medraba a costa de unos cangrejos, de una cabra roja, de víveres de náufrago guardados bajo la arena de una cueva. Y en la cueva se alumbraba con sebo y oía afuera el rugir de la tempestad, o se veía a sí mismo mariscar entre los arrecifes, reunir leña y beber café junto a la lumbre con una manta por los hombros, oyendo alrededor el manso atamborileo de la lluvia.
Así se dormía, pero al despertar iba al atlas y, con un dedo soñoliento, recorría las rutas de la salvación. En el lugar más apartado del Pacífico Sur, cerca ya de las regiones antárticas, trazó una cruz: allí estaba su isleta; se llamaba Despedida. Un día, viéndola, se echó a llorar de bruces y sacudía los hombros y no paraba de llorar. «Y qué te pasa», le preguntó su tío, «qué te pasa, ¿tienes miedo de algo?». «Sí», contestó Gregorio. «¿Y de qué?». Y él extendió un dedo y señaló el atlas al azar y salió Cuba. Su tío se echó las manos a la cabeza y gritó:
—Pero ¿tú no sabes que yo estuve en Cuba de joven, con ese mismo chaquetón que tienes, y que es una isla llena de sol y de verdura, con negros, papagayos y canciones preciosas como ésta que me sé?
Y cogió la guitarra y con voz cascada cantó una canción bonita de verdad, tan melancólica, tan dulcemente rítmica, que a Gregorio le entraron ganas de llorar esta vez de alegría, de llenarse de amor por los antepasados, de haber nacido en otra época y haber sido marino y haber quedado en la memoria de los hombres confundido en aquella hermosura de canción.
La habanera compasó el tiempo de su adolescencia. Ella lo consolaría en los momentos de tristeza. Con sus notas conjuraría la soledad, el olor a gallina y el frío perenne del amanecer, pues ahora era invulnerable como si estuviera en posesión de una palabra mágica. Bastaba pronunciarla para ser feliz, o al menos para no ser del todo desdichado. De modo que apenas se ponía a estudiar, en casa en la escuela, y apenas deducía de las primeras palabras la índole tenebrosa del mundo, miraba por la ventana el paso de las nubes y tarareaba sin tregua su canción. No sólo lo confortaba en esos instantes de congoja sino también en las interminables tardes de domingo (o en la única e interminable tarde de domingo) por la que llegó a la plenitud de la adolescencia.
De aquellos años recordaba que vivían en el piso de abajo un grupo de jóvenes que partían después de comer hacia los bailes y verbenas de los barrios extremos, ataviados de fiesta, gritando y llevando su contento por medio de la calle, hasta que finalmente quedaba sólo la ilusión de sus voces latiendo de memoria dentro de la oreja. Era la señal con que se iniciaba la tarde en invadeables anchuras. Vagaba entonces por el cuarto, o bien bajaba y caminaba un poco alrededor y enseguida volvía, abrumado por el tiempo sin rumbo, deteniéndose en la ventana y viendo pasar los tranvías por el claro de una bocacalle que se le antojaba remota, sentándose al fin y oyendo a lo lejos el alboroto del domingo, y al lado la salmodia de su tío, entreverada de quejumbres, suspiros y hervores de gato. Luego una larga nota musical empezaba a zumbar muy adentro de la memoriosa oreja: quizás era la forma que adoptaba la soledad, y quizá de ella se deducían risas imaginarias, trozos de canciones, frases sin sentido, el rumor de una conversación donde los dialogantes parecían estar de acuerdo en todo, y más que nada en los largos silencios de las pausas, y a cuyo compás iba Gregorio languideciendo sin otro sobresalto que el temor de que la vida fuese aquello: una tarde que se perpetuaba en sus propias cenizas.
Y viendo llegar las sombras remontaba los años hasta encontrar el tiempo de la infancia. Eran episodios absurdos o borrosos, pues todavía no había alcanzado la nitidez de recuerdos de algunos años después, cuando parecía que la memoria hubiese actuado sobre ellos con los efectos de una lupa de aumento. Sólo entonces, tras esperar precisamente ese momento intolerable y fugaz, se decidía a tomar la guitarra y a entonar la canción que todo lo allanaba, y que abría como una brecha lateral en la línea del tiempo hacia una edad abstracta y legendaria, todavía no hollada por los hombres ni sometida a la pericia de la costumbre, pero donde era imposible extraviarse.
Por su margen quimérico, asomándose a la lucidez como un ratón al entrepaño de una alacena, el tío lo acompañaba con un balanceo errático. Dos, tres, cuatro, nueve y veinte veces. Después era el silencio de la noche. Sobre sus cenizas, la tarde de domingo se rehacía de inmediato.