Se iniciaba al amanecer la sinfonía secreta de la casa. Tras un breve ensayo, en que cada solista templaba su instrumento (y aquellas incursiones en el silencio parecían también a veces preparativos militares, con caracoleos de caballos, toques de corneta, gritos de mensajeros y rumores de rancho), comenzaba a llegar de lejos la solfa lastimera de una armónica. La música crecía y decrecía, como si se acercase por un laberinto, hasta resolverse en lo que realmente era: el zumbido de una maquinilla de afeitar, que en la duermevela había provocado el recuerdo de una melodía oída y olvidada muchos años atrás. De inmediato, reagrupadas las fuerzas, atacaba la orquesta. Crujir de camas, pasos en el corredor, cerrar y abrir de puertas, el chorro de un grifo o la descarga de una cisterna, suspiros de muebles, bocinas, campanas, gritos, toses, retiemblo de cristales: sinfonía que Gregorio escuchaba confundida con los muchos sonidos que almacenaba en el recuerdo, pensando que cada cual es un poco la historia de las habitaciones que lo han cobijado y de los ruidos que se ha acostumbrado a escuchar. Y entonces quizá la vida pudiese medirse y describirse en metros cuadrados, pensaba, o según la mayor o menor sonoridad del cónyuge, de la actividad fabril del barrio o de la suerte o la desdicha de tener en el piso de arriba a un bailarín o a un filósofo, y acaso el destino de cada jornada se decidiese precisamente en ese instante en que uno despierta y oye el rumor del mundo y, reconociéndolo, lo estima o lo rechaza según la calidad del anuncio…
Sin embargo, cualquier oyente diestro habría advertido que los solistas introducían algunas variantes en la partitura de aquel martes de octubre, y hasta el mismo Gregorio notó que le era menos penoso esa mañana el acceso del sueño a la vigilia. Y es que una vez al mes se hacía en la pensión limpieza general. Ese día venía anunciado por un trajín incierto, que parecía que iba a desvanecerse en ilusión hasta que, de pronto, una voz destemplada y cachonda salía al pasillo gritando: «¡Zafarrancho de combate! ¡Guerra a los microbios! ¡A mí la Legión!». Era Paquita, la sobrina de doña Gloria, que despertaba a los huéspedes y los urgía así a desalojar las habitaciones.
También se detuvo en la puerta de Gregorio.
—¡Arriba, caballero de pluma y sombrero, que viene la aviación!
Era baja y forzuda, pelo platino de maíz y carmín trasnochado en labios y bigote. Parecía un recluta vestido de corista, se le ocurrió a Gregorio al asomarse al pasillo. Iba vestida de faena. Llevaba botas catiuscas, guantes de goma y una falda corta de volantes que le ponía respingón el culo y musculoso el muslo, y dejaba a la intemperie dos rodillas duras, fragosas y recién cocidas.
—¡Limpieza de microbios! —se detuvo ante Gregorio al volver—. ¡Adelante mis soldados!, ¡fuego a discreción!, ¡o sale ahora o se queda dentro hasta las tres! —y lo miró de arriba a abajo, haciendo sorna con las caderas—. ¡Y antes de irse, me rellena el papel y me abona el recibo!
Afectó un desplante zarzuelero, como si rechazase las locas pretensiones de un viejo verde, y siguió adelante, vociferando sus consignas de guerra.
Gregorio se vistió a toda prisa y en un instante rellenó la ficha y preparó el dinero. Quizás aquellas urgencias le fuesen favorables. Tal como ya tenía decidido, en el nombre puso Augusto Faroni, con su verdadera caligrafía, para que no se le notase la mentira, y en el estado civil puso una «S», y más abajo —y esto era lo fundamental, pues ante todo debía hacerse pasar por forastero— natural de Villapanuco, pueblo que no sabía si se acababa de inventar o lo había leído en alguna novela. Tampoco dudó mucho en la edad. Se quitó ocho años, aunque respetando, eso sí, la verdadera fecha de nacimiento, y finalmente eligió la profesión de escritor y consultor de ventas. De inmediato, salió al pasillo y se dirigió a Paquita, que al verlo le gritó desde el otro extremo: «¡Atención a don Perejil! ¡Vista a la derecha! ¡Sin novedad en el batallón!».
Gregorio se acercó con una sonrisa burlona de galán incauto: «Me rindo», dijo, levantando las manos. Se recostó en la pared y, sin esperar a que Paquita acabase de deletrear la ficha, dijo, poniendo en la voz un nublado de gravedad: «Ya le habrá explicado doña Gloria que me quitaron los papeles. El caso está ya denunciado. Se está investigando. Pero, en fin, si necesita pruebas, esto puede valer», y le tendió el libro. «Ahí constan todos los datos de identidad». Paquita le dio la vuelta al libro, como si no entendiese el mecanismo, hasta que encontró la foto de la contraportada. «¿Y éste es usted?», preguntó con una especie de asombrado desdén. Gregorio encendió tabaco, se embolsó el mechero con un molinete y apartó la cabeza para expulsar el humo. «El mismo», dijo al fin. La mujer empezó a pasar hojas. «¿Y aquí va en un barco?». «En el Caribe». «¿Y éste?». «Ahí estoy, para ser exactos, a ochenta grados de latitud norte. Es decir, en el Polo». «¿Usted?». «El mismo», y sonrió, tolerante, mundano, seductor. «Y esto, ¿lo ha escrito usted?». «Ése y otros. Entre novela, poesía y ensayo, unos diez o doce». «¿Usted?». Gregorio se aplicó al cigarrillo, bajó la cabeza y sonrió resignado. Y cuando Paquita intentó devolvérselo, él adelantó una mano y la detuvo: «No, no, quédate con él, es un obsequio, y además sirve de garante».
Ella le lo puso en la axila y contó el dinero, gritando las cifras.
—¡Anda que no son raros estos mozos viejos! —chilló al final, mientras entraba en la cocina marcando el paso con la fregona al hombro.
Gregorio echó a andar, satisfecho de lo bien que había arreglado por el momento aquel asunto. A un lado del corredor vio a doña Gloria sentada en un sillón y con la manta hasta los pies. La saludó sin detenerse, con una cabezada que la mujer no tuvo tiempo de reconocer. Al otro lado, por una puerta entreabierta, vio fugazmente a los tres caballeros estables. Estaban sentados a una mesa, en hilera. Los tres vestían de oscuro y tenían un aire reconcentrado y triste, como si les pesara la dignidad. Debían de haber acabado de desayunar, porque ante cada uno aparecía un enorme tazón y dos llevaban todavía las servilletas anudadas al cuello.
Gregorio siguió adelante, deprisa, como si escapara de una casa en llamas. Sólo cuando abrió la puerta de la calle, sintiéndose ya a salvo, se volvió. Al otro lado del largo pasillo, muerta de risa y a los gritos de «¡agua va!», «¡más agua va!» y «¡venga agua!», Paquita lanzaba cubos y cubos de agua y más agua y venga agua. Doña Gloria, desde su habitación, iba diciendo: «Duro con ellos», «más a los rincones», «que se ahoguen todos».
Salió a la calle abrumado por la convicción de que esa mañana habría de decidirse su vida. Según los planes, debía de hacerse pasar esa mañana por Nick Porter, discípulo y amigo de Faroni, con objeto de sondear a Gil y comprobar la fuerza de su fe, y sobre todo para evitar que Gil le pidiese cuentas de las maravillas nunca vistas. Pero a última hora, cuando ya había marcado el número y esperaba la señal, decidió precipitar los acontecimientos y presentarse directamente como Faroni. «De los cobardes nadie habla», se dijo, y se sintió tan seguro de sus propios recursos que no le tembló el ánimo cuando oyó a lo lejos la voz nasal de Gil:
—Aquí Requena y Belson. Gil al habla. Dígame.
Con una moneda Gregorio golpeó y raspó el auricular, mientras inquiría con débil y remota voz de cotorra ilustrada:
—Hello! That’s of Spain? That’s of Belson?
—¡Señor Faroni! —exclamó Gil—. ¿Es usted?
—Who’s there? Listen! —dijo con su verdadera voz, apartándose del auricular y deformándola por la distancia.
—¡Sí! ¿Oiga? ¡Soy yo, señor Faroni, soy Gil! ¡Oiga!
—That’s of Belson? —volvió a deslenguarse la cotorra—. Is Deisio Mounro?
—¡Sí, aquí Dacio Gil Monroy!
—Moment please! —cacareó la línea—. Here Chicago! Mister Faroni speaking!
—¿Oiga? ¿Es Dacio?
—¡Sí, soy yo, Dacio al habla!
Sin dejar de raspar suavemente con la moneda, con un pañuelo en la boca para alejar la voz, Gregorio consiguió decir que llamaba desde Chicago. Enseguida, cesaron las interferencias.
—¡Sí, ya me lo dijo el camarero! —gritó confidencialmente Gil—. Y también que estaba herido. Me lo dijo la mujer. ¡Menos mal que ha llamado! Y ¿cómo está usted?
—Convaleciente —informó Gregorio—. Me dispararon por la espalda y estoy en cama.
—¡Dios mío, qué desgracia! Y también me han dicho que han huido todos sus amigos, y la señorita Marilín, y que Gregorio Olías está en la cárcel.
—Así es —y comenzó a acercarse y a alejarse del auricular, de modo que el claroscuro de la voz iba y venía como una luz giratoria en la noche—. Nos han descubierto y la desbandada ha sido general. Marilín creo que está en la India, no lo sé con seguridad. Cada uno huyó como pudo, y a dos los mataron.
—¡Los mataron, dice usted!
—Sí —contestó con un quiebro de voz—. Los cosieron a tiros. A un físico y a un autor dramático.
—Pero es horrible…
—Una tragedia.
En el silencio que siguió, se imaginó a Gil afligido, sin saber qué decir, sin atreverse a preguntar pero preguntándose qué parte de culpa le habría de corresponder en el reparto del desastre.
—Y tú, ¿cómo estás?
—¿Yo? Pues mal, ¿cómo voy a estar? Cuando bajé del tren me caí de bruces y me partí dos dientes. Ahora se me va el habla por la mella. Y si he de decirle la verdad, estoy estreñido. Llevo dos semanas sin obrar. Pero, claro, estas cosas no tienen importancia. Lo peor es lo que les ha pasado a ustedes. ¡Tantas desgracias juntas, figúrese! Estuve en una dirección que encontré aquí en la oficina. Yo creía que era la suya. Hablé con una mujer que me dijo que usted no vivía allí, que se había marchado al extranjero y que estaba herido.
—Sí, era una dirección falsa, para despistar a la policía —osciló la voz—. Se llama creo que Lucinda y no es muy de fiar. Así que no se te ocurra volver a verla.
—Sí, fue todo muy raro. Me dijo que Gregorio Olías era una buena persona, honrada y con la cabeza llena de pájaros. Que lo habían malmetido entre unos y otros. Me pidió que lo perdonara, que es como un niño y que los verdaderos culpables eran los del café. Yo pensé que quería sonsacarme.
—Pudiera ser.
—Y había también una señora mayor que preguntaba a gritos quién había venido, y la mujer le decía que el de la contribución. No sé, me pareció raro.
—Bueno, a lo mejor ella pensaba que eras un policía.
—¿Yo?
—Sí, hay demasiados lobos con pieles de oveja. Han ocurrido tantas cosas que ya nadie sabe en quién confiar. Por ejemplo, cuando me dieron tu teléfono —dijo, y la voz se desvaneció en la distancia—, me sorprendió que estuvieras ahí, en la oficina. Entonces alguno se preguntó: ¿es que Gil sabía que ese puesto iba a quedar libre?
—Yo… ¡le juro que no, señor Faroni! —protestó Gregorio—. ¡Se lo juro por Dios! Yo no sabía nada. Yo venía como vendedor, porque al de la ciudad le tocó la lotería. Ese era mi secreto, que no se lo dije porque me daba vergüenza no fundar ya el Círculo. Pero como usted se fue, al quedar vacante la plaza de escribiente me destinaron aquí. Me enteré ayer y figúrese mi sorpresa.
—Y ahí en la oficina, ¿no se ha comentado nada de mí, de mi huida?
—Yo no he oído nada. Me lo comunicaron por escrito.
—¿Estás solo? ¿No te oye nadie? —se acauteló Gregorio.
—No, creo que no.
Pues escucha bien. Yo he dicho ahí que me he ido por asuntos familiares, pero no sería extraño que un día de estos te interroguen sobre mí. No digas ni una palabra. Si te preguntan, tú no sabes nada, y no se te ocurra decir que me conoces, ¿estamos?
—No se preocupe, señor Faroni, no diré nada. Se lo juro. Pero entonces, ¿qué es lo que ha ocurrido? ¿Por qué han huido todos ustedes tan de golpe?
En ese momento volvieron las interferencias, se oyó algo de un nido de ratas y otra vez solfeó la cotorra: Hello, mister Faroni! That’s of Belson?
Apenas se restableció la línea, Gregorio reapareció al otro lado con una voz absorta y doliente:
—Ya ves, Gil, la que has organizado viniendo a la ciudad.
—¿Yo? —balbuceó Gil—. No entiendo. Si yo no sé lo que pasa. Se lo juro que no lo sé.
—Nunca entiendes nada, Gil —dijo Gregorio con amarga ironía—. Nunca lo entiendes. Te avisé que mi amistad te iba a traer peligros. Te lo dije, ¿te acuerdas? Pero tú, con tanto quejarte, te has acostumbrado a ser siempre inocente. En fin, te lo explicaré en dos palabras. Hace tiempo que la policía seguía tus pasos, sobre todo desde que se enteró que ibas a fundar un Círculo y tenías un seudónimo. Así que cuando viniste a la ciudad te tomaron por enlace de una conspiración en marcha, y entonces, ante el miedo de una revuelta general, decidieron desbaratar el Partido. Hicieron una redada. A unos los mataron, a otros los detuvieron y los demás conseguimos huir. Ahí tienes lo que pasó, y tú verás sí te toca algo de culpa.
—Yo, señor Faroni —declamó Gil con un hilo de voz—, le juro que actué de buena fe. ¡Cómo me iba a imaginar yo todo esto!
—Sí, y también me han dicho que las fuerzas del orden han acabado en dos días con nuestra obra. ¡Una labor de tantos años destruida en dos días! ¡La ciudad secreta que habíamos erigido! —y la voz se fue debilitando—. Es como si hubieran cambiado los muebles de una habitación. Hasta el nombre del café me han dicho que ya no es el mismo.
—Ahora se llama como antes, el Hispano Exprés —se lamentó Gil—. Ayer fui allí, a verlo de cerca y a preguntar por usted, y un camarero salió a avisarme que no entrase. Me dijo que le habían cambiado el nombre y que la policía estaba dentro.
—Sí, ese camarero es Esquivel Dorantes, uno de los nuestros. Un hombre leal. No hará falta decirte que no intentes volver a hablar con él. Podrías comprometerlo, y ya nos has hecho bastante daño viniendo a la ciudad.
—Yo, señor Faroni, le juro por Dios… —comenzó otra vez Gil.
—Ya no tiene remedio —lo interrumpió duramente Gregorio—. Ahora lo que hay que hacer es salvar lo poco que queda, y sobre eso volver a levantar la obra.
—Y yo, ¿qué puedo hacer? —imploró Gil.
—Siento decírtelo, pero sólo hay una solución, proporcional al daño que has causado: que te marches de la ciudad —y se santiguó mentalmente.
—¿Yo? ¿Irme de la ciudad? No, no entiendo.
—¡Piensa, Dacio, reflexiona, medita, analiza fríamente los hechos! —se desesperó Gregorio—. La policía anda tras de ti. Te siguen. Tú no los ves, pero están ahí esperando, al acecho. Esperan que los conduzcas a los refugios secretos del Partido. Te irán acorralando para obligarte a pedir ayuda, y si no pides ayuda acabarán por detenerte. Y ¿sabes lo que pasará entonces, Dacio? ¿Lo sabes?
—No, señor Faroni, yo no sé nada.
—Te torturarán. Te meterán astillas en las uñas. Te quemarán con hierros al rojo vivo. Te pondrán una campana sobre la barriga con una rata dentro, muerta de hambre. Y tú tendrás que contar lo que sabes. Y hablarás, ¡vaya si hablarás! Dirás que la tertulia es una tapadera del Partido. Dirás quién soy yo en realidad, y dónde trabajaba. Delatarás a Lucinda, y a Esquivel Dorantes. Confesarás lo que sabes de Gregorio Olías, dirás que es mí biógrafo y, por salvarte, hasta puede que te inventes cosas. ¿Entiendes ahora por qué tienes que irte de la ciudad? Por el amor de Dios, ¿lo entiendes?
—Pero, ¿a dónde voy a ir yo?
—Por donde viniste, o al extranjero, eso da igual.
—Pero entonces me quedaría sin trabajo, y ¿qué sería de mí?
—¿Y qué será si no de todos, del Partido, de la tertulia? Mira, Dacio, más vale perder el trabajo que el honor o la vida. No nos sacrifiques a todos. No pongas en peligro el futuro de este país.
La cabina quedaba junto al patio de una escuela y algunos niños con babis se habían encaramado a la reja y se burlaban de Gregorio enseñándole la lengua. Gregorio, que tenía ante sí la libreta con las instrucciones del plan, se volvió al otro lado. Ahora veía los torsos de un grupo de obreros trabajar en una zanja. Raspando en el auricular, esperó a que sus palabras se hundiesen del todo en el silencio y estragaran la conciencia del enemigo. «Es necesario», intentaba justificarse, «o él o yo, no hay remedio». Pero de pronto se oyó la voz de Gil, como surgida victoriosa y solemne de su propio quebranto:
—Señor Faroni, una cosa voy a decirle. Que esté tranquilo por lo que a mí respecta. Siempre fui un cobarde, es verdad. Pero ha llegado el día de demostrar al mundo la hiena que hay en mí. Yo le aseguro que no hablaré. Dígaselo a todos. Aunque me quemen vivo o me pongan ratas no hablaré. Y si me matan, moriré orgulloso de haber tenido una muerte heroica después de haber vivido como un cobarde. Es la gran oportunidad de salvar mi vida y me parece que Dios me ha puesto esta prueba para que me redima. Si huyera, sería mi fin. Sería ya para siempre el cobarde que a lo mejor no soy. Señor Faroni, ¡pido esa oportunidad!
Los obreros seguían afanados en la zanja. Se volvió. Los niños, que esperaban precisamente ese momento, de inmediato le sacaron la lengua. Gregorio sonrió y los saludó ondulando los dedos.
—¿Me oye, señor Faroni?
Gregorio, desconcertado por la reacción de Gil, dijo: «Vamos, vamos».
—Como lo oye. Ahora lo veo claro. Es cosa del destino. ¡Lo veo, lo veo! Siempre le he pedido a Dios en mis oraciones que me concediese una oportunidad antes de morir. Yo de niño, antes de querer ser periodista, quería ser mártir. Y ahora va a resultar que aquellas locuras infantiles a lo mejor se cumplen. Para quienes llevamos una vida tan triste, lo único que nos queda esperar es una muerte heroica. A lo mejor un día se habla en los cafés de Dacio Gil Monroy, la víctima de un ideal —y la voz tenía acentos sobrenaturales—. Uno, o es verdugo o es mártir, y yo de verdugo no sirvo.
Gregorio cerró la libreta, raspó en el auricular y encendió tabaco.
—Creo que no me has entendido.
—Sí que le he entendido —respondió Gil sin dudar—. Oigo voces. Dos voces. Una la del diablo que dice: «¡Vete y sálvate, Gil!», y la de Dios que dice: «¡Quédate y muere, Dacio!». Señor Faroni, ¡estoy como iluminado!
—Vamos, vamos.
—Y por eso le digo: ¡por mí no tenga miedo! ¡Sabré comportarme como un hombre! ¡Quedaré como ejemplo para las futuras generaciones del país! Ustedes están en el extranjero, ilustres en su exilio. Sí, ilustres. Yo estoy aquí, de escribiente, en la boca del lobo. Pues bien, ¡estarán orgullosos de mí, no lo olviden! ¡Dígaselo así a todos! Dígales que el sábado iré al café aunque esté allí la policía. Y dígales que no voy a comprometer al señor Esquivel. ¡Yo no conozco a nadie! ¡Ni lo miraré siquiera! ¡Oigo voces por dentro, las oigo, y estoy listo a morir!
—No se trata de tu salvación sino de la del Partido —dijo Gregorio arrastrando las sílabas—. Trabajamos para la libertad de un pueblo, para la justicia. Nadie tiene derecho a salvarse él solo, ni a sacrificarse en su propio provecho. Sería un sacrificio egoísta y estéril. Dacio, si quieres ser de los nuestros, tendrás que aceptar las órdenes del Comité.
—Y yo, señor Faroni, pido una oportunidad. De no ser químico y pensador, déjeme al menos ser un mártir del progreso. Entiéndalo, vengo a la ciudad y como quien dice la ciudad huye de mí, y para que regrese la ciudad primero tengo yo que irme. ¿Le parece un destino envidiable? Yo en el mundo estoy a las migajas. Siempre llego tarde a todo. Por eso, se lo ruego, daño no les puedo hacer más del que ya he hecho sin querer.
Gregorio, desarmado ante aquella heroica obstinación, no supo qué decir.
—Déme alguna orden que no sea abandonar la ciudad. Dígame lo que quiera y lo haré.
A Gregorio, distraído por la visión amenazadora del futuro, no se le ocurrió otra cosa que pedirle que por precaución se cambiase el nombre. Gil replicó que, aunque en el fondo de su corazón siempre sería Dacio, estaba dispuesto a acatar el que le designara el Comité. Y aunque hubiese deseado un nombre de más sustancia, aceptó llamarse en adelante X-63, en tanto que Faroni sería X-1.
—Sin embargo —dijo Gregorio—, será el Comité quien decida si puedes o no quedarte en la ciudad. Un día de éstos te llamaré con lo que haya, y vete haciendo a la idea de que, si quieres ser de los nuestros, tendrás que aceptar nuestras órdenes.
Y otra vez Gil empezó a defender sus razones y a hablar de Dios y del diablo, pero Gregorio, absorto y confundido, fingió unas interferencias, hizo comparecer imperativamente a la cotorra y colgó.
Como un conspirador convocado de urgencia en la alta noche, con las mandíbulas firmes y la mente sombría, Gregorio echó a andar deprisa y sin rumbo. Distraídamente se detuvo en una tienda de comestibles, donde mercó pan, embutido y una lata de anchoas. De inmediato, sin proponérselo, sin dudar, buscó el banco más apartado del parque más próximo, y allí se derrumbó con el peso entero y aplazado de su negra desgracia. Apenas se familiarizó con el lugar, dejó el paquete a un lado, bajo el sombrero, abrió la libreta y tomó apresuradamente algunas notas. Enseguida se quedó pensativo, golpeándose los dientes con el lápiz y meciendo la cabeza en el vértigo de la reflexión. Qué ingenuo había sido. No había contado con que la debilidad de Gil se resolviera en heroísmo ni que todos los planes que había ideado para obligarlo a huir fuesen otras tantas invitaciones a la perseverancia y a la fe. Pero qué ingenuo y qué alcornoque. Había dudado de la fe de Gil, pero no había previsto sus excesos. Leyó en la libreta: «El moro se resiste y al lugareño le flaquean las alforjas». Porque entre el soborno y la pensión, apenas le quedaba dinero para sobrevivir unos días. ¡Y vaya aspecto que tenía el lugareño! En los cristales de la cabina había visto su lastimosa estampa: estaba viejo y sucio, con una barba de cuatro días que le recordó una esquela de luto no fechada, y luego tenía los zapatos de barro, la boca pastosa, las uñas negras y el cuello de la camisa pegajoso de mugre. «Así debió de andar Faroni por París», pensó, y por un momento intentó comprender la grandeza de una vida bohemia. Pero no, cabeceó, él parecía más bien un mendigo que un artista menesteroso, y ya no tenía edad ni ilusiones para sobrellevar aquellas indigencias.
La visión de un futuro solitario y mísero lo llenó de espanto. Recordó su casa, la brocha de afeitar, el arroz en su punto, las zapatillas serviciales, el olor de la franela recién planchada, la penumbra tibia de las alcobas en las tardes de lluvia, y la enumeración le fue torciendo la boca en una mueca de amargura. Ahora, no tenía nada. Ni siquiera una caja con hilos y botones, ni un espejo propio, ni un bote con lápices.
Palabras, esto es lo que poseía. Sólo algunas palabras de uso íntimo, algunos nombres propios de quitar y poner. Eso era todo. Recordó los tiempos en que el amor y la poesía lo convirtieron en señor del mundo, la época feliz o inverosímil en que bastaba llamar a las cosas por sus nombres secretos, o rimarlas, para adueñarse de ellas. Con un palito trazó unos signos en la arena. Luego los borró. Así era su vida, breve e ilusoria. Se agachó a coger una hierba, y al subir, por entre el claroscuro de unos arbustos vio flotar hacia él a un grupo de corredores vestidos con chándal. Saltaban sin esfuerzo, como en sueños, agitando a los costados las manos de pelele. Eran jóvenes, altos y hermosos. Algunos llevaban cintas en el pelo y todos iban serios y con la mirada perdida en su propio horizonte, atentos a una dicha que no parecía ser de este mundo. Desganadamente, como si cumpliese una obligación ingrata, Gregorio se aflojó en el banco, se echó el sombrero hacia atrás, sacó una moneda y la lanzó al aire. En cada vuelo subía los ojos y los veía avanzar por los claros de luz, y en los descensos los bajaba y entonces oía cada vez más cerca la lluvia de pasos en la arena. Los esperó sin prisas, exagerando la vejez, la miseria y la mugre, y al cruzar junto al banco les opuso una mueca cínica, retadora y obscena, de hombre curtido en vanidades juveniles, y cuando se alejaron él se quedó allí con la mirada en el vacío, buscando algún modo digno de dejar de voltear la moneda y sin saber qué hacer con la sonrisa de desprecio.
No, la vida vagabunda no era para él, se repitió mientras comía. Había que terminar con aquella pesadilla, al precio que fuera, empeñando en ello si era preciso el oro del orgullo: cualquier cosa antes que precipitarse para siempre en el infierno de la necesidad. Entonces se le ocurrió que podía volver a casa al menos a comer y a dormir, hasta que consiguiera convencer a Gil para que abandonase la ciudad. ¿Cómo no haber caído antes? Porque si Gil tenía fe, y rebañó la lata de anchoas, nada estaba perdido. Era cuestión de tiempo. Además contaba con un arma secreta cuyos efectos quizá fuesen mortíferos, y en cuanto al empleo, esa misma tarde iniciaría la reconquista. Sí, decidido: en dos o tres semanas regresaría definitivamente a casa e instauraría un nuevo orden en su vida. Sería un hombre bueno, ejemplar, y se tumbó en el banco y empezó a adormecerse con el solecito de otoño.
Un hombre ejemplar, eso es. Nunca alzaría la voz. Sería justo hasta en los más pequeños e inocentes actos cotidianos. Analizaría serenamente las cuestiones. Sería respetado. Comería con mesura, pensando que hay valores más altos que el de la comida, pero que comer es saludable y necesario para quien ha trabajado con diligencia y honradez. Dejaría de fumar. Aprendería algo de economía y algo de leyes. Sería un hombre bien informado. Quizá fumase en pipa. Hablaría agitándola, jugando con ella, como había visto alguna vez en el cine. ¡Qué poco había cultivado los gestos! Y recordó que de Alicia se había enamorado precisamente de sus manos, que al hombre de negro la autoridad le emanaba de las manos, que el maestro del café hechizaba con las manos tanto o más que con las palabras y que también Elicio lo había hipnotizado con la sabia mundanía de sus gestos. Sí, los suyos en adelante, cuando se reintegrase al hogar, serían mesurados, sutiles, convincentes. ¡Nada de manotear sin ton ni son! Ademanes lentos, estudiados, que contuviesen una opinión, una actitud. Manos muy limpias, pues, uñas perfectas. Y luego, las miradas. Enarcar las cejas, entornar los ojos con asombro o con burla, entrecerrarlos perspicaces o desconfiados, y todo eso con el dorso de un dedo en los labios preocupadamente fruncidos, con dos dedos horquillados en la mejilla, con tres dedos haciendo un trípode en el mentón, con una viserilla en la frente sabiamente arrugada (se lo había visto hacer en un libro de texto a un filósofo de mucho fuste), con el dorso del índice sujetar la nariz como para parar un estornudo mientras el pulgar de la misma mano sostenía la barbilla, pellizcarse una oreja, y tantos y tantos otros que pensaba estudiar en cuanto volviese a casa y rompiese con el pasado, con la lastimosa vigencia de la juventud.
Eso es, sería un hombre en la plenitud de su madurez. O fumaría menos, tres pitillos al día. Pensaría mucho antes de hablar, y hablaría con aplomo. Sabría ser cortés: «¡Hermoso aspecto tiene usted hoy, señora Pimentel!», «¡señor Ferreruelo, muy interesante su observación!». Cortés pero no débil, ¿eh? También sabría ser duro en ocasiones. Educadamente duro: «¿Insinúa usted, señor Cabanillas, que hemos de concederle la razón por la energía que ha puesto en la defensa de su hipótesis?», «retomemos, señores, el hilo argumental. Si me permite, señor Garcinúñez, subrayaré sus últimas palabras», «monseñor, déjeme decirle que, según mis noticias, la situación internacional no es tan grave como usted la plantea». Y en un momento dado, de pronto echarse atrás con las manos al aire: «¡Señores, por favor, seamos serios! ¡Utilicemos métodos científicos!». ¡Oh, sí, su fama de hombre reflexivo, serio y ecuánime le valdría la admiración de todo el mundo! Iría al teatro. A exposiciones. A museos. Opinaría. Aprendería a bailar. Fumaría sólo puros, dos al día. En el aperitivo, besar, cuadrando los talones, la mano de la señora Pimentel. Ducha diaria, frotación enérgica, canturreo viril. En fin, un hombre íntegro.
Y un año de éstos, volvería a la costa y estudiaría en ella la actividad comercial del puerto. Interrogaría a los pescadores. Se compraría una agenda, se pondría gafas para ver de cerca, estudiaría también las costumbres de algún molusco, las corrientes marinas, el mecanismo de los faros de mar. Observador, reflexivo, paciente. O seis pitillos diarios, dos por la mañana, uno después de comer, dos por la tarde y uno al acostarse. Eso es. Escuchar con rostro preocupado las noticias de la radio. Subrayar un libro. Comentar con alguien el espíritu de la época. Tener el orgullo de no quedar en la memoria de los demás pero creer, sin amargura, que eso sería lo justo en un mundo imparcial. Aceptar por aclamación la presidencia de la comunidad de vecinos. Pedir presupuestos para revocar la fachada. Moderar las reuniones con la pipa, sin alzar la voz. No perder la calma. Proponer mejoras en la oficina. Ser comprensivo y tolerante pero ejemplar en todo. Ejemplar en comprender que los demás no fuesen ejemplares. Degustar sin ansia, al borde de la renuncia, pastelillos de nata. Hablar despacio, cada palabra en su sitio, bien elegida y modulada. Saber escuchar. Cruzar los dedos de las manos, flexionarlos, acompasar con cabeceos apreciativos las palabras ajenas y escuchar, escuchar sin asombro, murria o servilismo, sólo deferencia y un algo sutil de socarronería. No blasfemar. No beber salvo una copita de ocasión. No fumar mucho. No gritar. No eructar. No hacerse pajas. No pensar tonterías. En fin, una vida cívica y ejemplar.
Regresó a la pensión animado por la perspectiva feliz de sus designios. No sólo le parecían fáciles de cumplir sino que, ahora, todo lo veía claro. Nada de dudas ni de escrúpulos y nada de temores. Y como un futuro hombre íntegro debe empezar a demostrar sus cualidades antes de que la realidad marchite su proyecto, de inmediato se puso a la tarea.
La carta a R. y Belson le llevó más de lo previsto. Después de desechar dos borradores largos y prolijos, le quedó una misiva breve, donde contaba que su padre había muerto en accidente ferroviario y que asuntos sentimentales y de herencia lo retendrían en los lugares de la infancia algo más de un mes. Se lamentó del trabajo atrasado y prometió, recuperarlo a la vuelta, por las noches, y que el próximo año renunciaría al mes de vacaciones. Firmó sólo Olías, y para que Gil no abriese la carta puso en el sobre: PRIVADO. A LA ATENCIÓN DE LA DIRECTIVA, con grandes letras rojas.
Al anochecer bajó a echar la carta. Luego paseó por las calles céntricas, mirando escaparates y fumando sin freno. «Aprovecha ahora, pingüino», se decía, «que dentro de poco se acabaron los excesos». Se sentía dueño de sí mismo y lleno de grandes esperanzas, pero no tenía dónde ir. Caminaba al azar, liviano y sin apuro, y podía haber seguido caminando indefinidamente, pues nadie le iba a pedir cuentas de sus actos, y todo cuanto hiciera quedaría negado o redimido muy pronto por el ejercicio de una vida ejemplar. Pero, antes de medianoche, como confirmando sus venideras virtudes o sus viejos temores, regresó a la pensión.