Eran las ocho y media. Todavía era temprano para la cita con Angelina y era preciso no pensar, no mirar a la angustia cara a cara, no perder la calma, convencerse de que por el momento no estaba tan angustiado como suponía, qué va, apenas alguna burbuja que de vez en cuando le reventaba en el estómago y lo obligaba a un vomitón de aire y a una oración de circunstancias: clavos de Cristo socorredle en este trance de la vida obligada. Y si acaso no hubiese ya remedio pensar entonces que dentro de veinte o treinta años todos calvos, mirar alrededor aquellos cuerpos menguantes caminando por la corteza del planeta, haciendo rodar la bola de los días con no mayor afán que el escarabajo pelotero, que huye del corcho y de los moros, sus afanes de gloria, vacas y legumbres, también Platón y Marilín, y todos, todos calvos a la vuelta de unos pocos lustros. Así, eso es, no amontonarse, no mezclar las aguas del tiempo, confundirse con el ritmo natural de las cosas, de la lluvia, del sol, de la propia sangre, del viento, de las flores, por ejemplo un nenúfar. Concentrarse en esto, en el nenúfar, pensar en él cada vez que sintiese el olor de la angustia. Nenúfar, lluvia, sangre. Nada iba a pasar. Veinte, treinta años, y ahí os quedáis todos. Todos calvos y mondos. Calma, rigor, nenúfar. Quedarse al fondo de la cueva de espaldas a la luz, aturdirse con palabras y no pensar en Gil ni en su cogote de tortuga. No decir pobre Gil, no decir ay, no decir miserable ni hiena ni piedad. No pensar. O pensar en estrellas. El mismo pero más pálido y delgado, con cucurucho de astrónomo y túnica de dragoncetes dorados, en una torre circular. Ay, otros tiempos, otras inquietudes. Ay, quizá pronto en alguna calle surgiese de pronto la solitaria luna celestina y él se atreviese a mirarla con ironía testicular de seductor cuarentón, resignadamente comprensivo, los dos juntos bajo el ala confidencial del sombrero. Sí, eran hermosas las estrellas, qué hostias, y se detuvo en el umbral de una agencia bancaria. Así, no pensar, o pensar en pensamientos ajenos, acuérdate, alguien te lo contó en la infancia, un viejo desdentado y meón, que de los muchos vientos que recorren el mundo llevando y trayendo olores y presagios hay uno que roba los recuerdos, y como a veces extravía alguno en un lugar distante de donde lo robó ocurre que quien lo encuentra recuerda hechos extraños a su propio pasado, que atribuye a una vida anterior, y quien encuentra muchos enloquece, se convierte en otro, y quien los pierde se queda lelo sin remedio. Por eso en días de mucho aire como hoy no conviene pensar. No pensar. Pensar que pronto o luego calvo. Que perros también calvos, eso es, así, domando, sujetando el caletre, pensar que las enfermedades han de estar cercanas porque la edad pide ya un escarmiento y quizá muy pronto has de hacer la maletita para el hospital, la misma maletita con la que hiciste el viaje de novio, acuérdate, la ropita querida que compraste a la moda sin sospechar que alguna vez ese traje tan bien elegido serviría de mortaja, serás un muerto esbelto y elegante y de lo más moderno, ya te lo decía el de la tienda que esa camisa te sentaba muy bien y hasta te hacía más joven. Sí, todos calvos, Marilín y todos. Napoleón calvo, Hemingway calvo, los jóvenes de las bufandas también calvos y abrigaditos. Sí, ya se sentía mejor. Pensar estas cosas reconforta mucho. Ahora iba más despacio y veía a los viandantes como lo que realmente eran: futuros calvos vistiendo mortajas a la moda. También, ay, el pobre Gil, un muerto con los zapatos desabrochados. Y entonces, oh hijo de la grandísima puta, ¿tendrás valor para expulsarlo, para engañar hasta el final a ese pobre cogote? Pero no, ya habría tiempo de examinar la conciencia. Ay, pobre Gil, pobre hiena feúcha. Y, por cierto, ¿es que no era Gil quien lo había dejado sin empleo? ¿Qué leches hacía aquel maricón de Gil en la ciudad, persiguiéndolo como a un bandido? ¡Ah, no, pensar, claro que sí! ¡Basta ya de ternezas! ¡La vida es eso, lucha, selección natural! ¡El hombre es un lobo para el hombre! ¡Ser o no ser, ésa es la cuestión! ¡Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo! ¡Al principio fue el Verbo! ¡Llegué, vi, vencí! ¡Pienso luego existo! Sí, claro, le dolía la conciencia por haber engañado a aquel hombre indefenso, pero también él era débil y estaba indefenso frente al mundo. Hasta el propio Faroni (que por muy ilusoria que fuese aquella espléndida criatura la había inventado inspirándose en sus propios sueños de juventud, y en la medida en que sobrevivía algún rescoldo de ellos él era Faroni, con todas sus consecuencias) estaba herido en el exilio. Y además, ¡qué coño!, Gil no tenía familia, era un extraño en la ciudad y no tenía tanto que perder. Y eso sin contar que si se quedaba acabaría por descubrirlo todo, y sabiéndose víctima de una burla se hundiría en un desconsuelo ya definitivo, pero si se iba se llevaría junto al desconsuelo el derecho a persistir en la esperanza o en la fe. Así que ¡nada de escrúpulos! ¡Guerra al invasor! ¡A concentrarse en el proyecto! ¡Vista, suerte y al toro!, y se subió la gabardina, afirmó las mandíbulas, y aceleró el paso hacia el parque.
En el lugar convenido, sentada en el borde de un banco, aguardaba Angelina. Estaba allí quieta, rígida, como si esperase un tren, y con ambas manos sostenía un bulto en el regazo. Mientras sacaba un brazo de la manga y, con el pañuelo del cuello, se lo ponía en cabestrillo, Gregorio pensó que aquel día de siluetas y medias palabras ilustraba con precisión lo que había sido su existencia: vivir al fondo de la cueva y ver pasar sombras, de espaldas a la luz. Convencido de que el mundo era sólo Ilusión, salió cojeando de la espesura y entró con un suspiro en la claridad lunar de la glorieta. Al otro lado, Angelina se levantó y se quedó inmóvil, abrazada al bulto, con las rodillas juntas y los pies juntos, como consumando escalonadamente el desplome de los hombros caídos. Tenía una expresión de cuerpo entero que Gregorio no supo si era de asombro o de torpeza. No se paró a considerarlo. Renqueante pero decidido, fue hacia ella, la tomó de un brazo y la condujo a la intimidad de unos arbustos.
—¿Te ha seguido alguien? —preguntó, con un susurro amenazante.
Angelina agitó la cabeza.
—¿Recibiste la carta? ¿Fue a verte el policía?
Angelina afirmó con un cabeceo convulsivo.
—Y ¿qué te dijo? Cuéntame con detalle. ¡Vamos, es tarde y corremos peligro!
Ella lo miró a la cara, y mientras decía, «pero, ¿qué ha pasado aquí?, ¿qué barullo es éste de policías ni policías?», él, para escapar a su mirada, la apretó del brazo y la hundió un poco más en el ramaje.
—¿Fue a verte? —preguntó con dureza.
—Sí, vino a la hora de comer —respondió Angelina, con un hilo atolondrado de voz.
—Y ¿qué pasó?
—Nada.
—¿Cómo es?
—Bajito, de tu altura, y viste de fantoche, como tú.
—¿Es educado?
—Sí, hacía reverencias.
—¡El muy canalla! —susurró Gregorio, como si no diese crédito a tanta desfachatez—. Es educado para ganarse la confianza de los demás, y viste como yo para parecer uno de los nuestros.
Volvió a apretarle el brazo:
—Tienes que tener mucho cuidado con él. Ahí donde lo ves, parece una mosquita muerta, pero en el fondo es un hombre sin entrañas, una verdadera hiena. ¿Le has dicho que me he ido al extranjero?
—Sí.
—¿A dónde?
—Pues al extranjero.
—Muy bien. ¿Te preguntó por una tal Marilín?
—Sí.
—Y ¿qué le dijiste?
—Que se había ido también al extranjero.
—Y ¿te preguntó por Gregorio Olías?
—Sí. Le dije que a lo mejor estaba en la cárcel. Pero, Gregorio, ¿qué lío es éste de nombres y de irse al extranjero y a la cárcel? —se alborotó Angelina.
—Ya te contaré luego —zanjó Gregorio—. ¿Cómo dijo que se llamaba?
—Dacio Gil Monroy.
—Y a ti, ¿te preguntó quién eras tú?
—Sí.
—¿Y qué?
—Que una admiradora de Faroni. Pero, ¿qué es lo que ha pasado? —volvió a exaltarse Angelina—. ¿Qué locura es ésta?
—¿Y luego? —preguntó Gregorio, duro y cortante.
—Nada. Hizo una reverencia y se fue.
—¿Te contó algo de su vida?
—Dijo que trabajaba contigo y que acababa de venir a la ciudad. Que tenía que verte como fuese.
—Y ¿tú qué dijiste?
—Yo, que no sabía nada y que no quería líos. También preguntó por un tal Santos Merlín. Por si acaso, le dije que también se había ido al extranjero. Pero entonces, ¿qué ha pasado con el trabajo? Por Dios, Gregorio, cuéntame qué es todo esto —suplicó.
Gregorio salió cojeando de los arbustos e inspeccionó los alrededores.
—No hay nadie. Vamos al banco.
Apenas se sentaron, Gregorio se tocó el brazo izquierdo y torció la cara de dolor.
—¿Te duele mucho?
—¿El qué?
—El brazo.
—Por poco me matan, esos miserables —susurró entre sí amargamente.
—Tienes que ir al médico, Gregorio. Se te va a gangrenar.
—Ya me ha visto uno —gruñó Gregorio—. Me sacó la bala con un cuchillo y una botella de coñac. Me dijo que apenas quedaría cicatriz, que me había escapado por los pelos.
Angelina lo miró entonces con una fijeza tan atónita que Gregorio sintió la desnudez indefensa e impúdica de su propia cara, y para no comprometerse en una expresión de patetismo, bajó los ojos e insinuó una sonrisa de tristeza viril.
Angelina cabeceó incrédula:
—Pero, yo no entiendo nada. ¿Cómo te van a dar a ti un tiro? Pero, ¿qué has hecho tú?
—Te lo decía en la carta. Era un secreto. Perdóname —y su sonrisa se hizo piadosa y soñadora—. Yo no quería que te preocupases por mí. Hace ya muchos años, desde antes de conocernos, que soy del Partido.
—Pero, ¿qué Partido?
Gregorio miró alrededor con un reojo de desconfianza.
—Pues ¿qué Partido va a ser? —susurró impaciente—. ¡El Partido Comunista!
—¿Tú comunista? Gregorio, tú no riges bien. Tú lo que estás es mal de la cabeza.
—¡Chsss! —la urgió Gregorio, mirando otra vez alrededor y bajando luego el tono de la voz—. Es difícil de explicar, y ahora no hay tiempo. En realidad no es el Partido Comunista. Es algo parecido. Yo soy uno de los fundadores. Le llamamos Liga Mundial de Tertulias Reunidas. Es una tapadera. Pero, ¡ojalá estuviera loco, como tú dices! —y su voz adquirió un tono desolado y sarcástico—. Ojalá. Prefiero el manicomio a la cárcel.
—Y entonces —preguntó Angelina, recuperando su voz de siempre—, ¿ahora no trabajas, o cómo es eso?
Gregorio se volvió furioso.
—Pero, ¿es que no ves que estoy herido? —dijo a gritos—. ¿No me ves que me han dado un tiro y me persiguen? Por si quieres saberlo, te diré que he salido en la radio, y que pronto pondrán por todas partes pasquines con mi cara. ¡Y a ti sólo se te ocurre hablar del trabajo! ¿Qué importa un miserable trabajo cuando está en juego la vida? —y sintió una sincera indignación ante aquella injusticia.
Angelina lo miró con paciencia.
—Entonces, ¿has perdido el empleo?
Gregorio no tuvo que fingir esta vez para poner un quiebro de tortura en la voz:
—No lo sé. A lo mejor vuelvo, casi seguro, dentro de un mes o dos, o quizá dentro de una semana. Y, si no, cuando pase todo, me buscaré otro empleo.
—Pero, ¿qué empleo con cuarenta y seis años? Dios mío, no entiendo nada.
—Hay cosas más importantes que un empleo.
—Como qué.
—La justicia, el orgullo, la libertad.
—Eso son pamplinas. Y además, ¿qué tiene que ver el empleo con todo eso?
—¿Otra vez? ¿Es que no comprendes que me persiguen?
—Pero ese Gil Monroy trabaja también en Belson. ¿Cómo va a ser policía?
—Porque Belson es un nido de ratas —le abrió Gregorio los ojos—. Me contrató para tenerme vigilado. ¿No entiendes? Ellos sabían que yo era del Partido. Y me pusieron a ese Gil detrás, para espiarme.
Angelina seguía rígida, con el bulto sobre las rodillas y mirando de frente.
—Qué lío. ¿No me estarás mintiendo? Estas cosas no pasan de verdad en la vida.
—¿Yo mintiendo? —se maravilló Gregorio, señalándose con los dos índices en el pecho—. Pero ¿no ves, desgraciada, que estoy herido, viviendo en un sótano, sin empleo, sucio y con hambre? Pero, ¿.qué interés podía tener yo en mentir? ¿Para qué me iba a marchar si no de casa?
—No sé —bajó Angelina la cabeza—. A lo mejor esa Marilín es la mujer de ese Gil Monroy, y a lo mejor esa Marilín era tu querida y por eso el marido te dio un tiro y te anda buscando. No creas que no lo he pensado.
—¿Marilín mi amante? —se asombró Gregorio, vagamente orgulloso de aquella sospecha, y presintiendo que la conversación tomaba un rumbo favorable—. Pero ¿no ves, Angelina, que eso es un absurdo? Pero ¿no te dijo el propio Gil que acaba de llegar a la ciudad? Y además, ¡si Marilín es la mujer de Faroni!
—Pero entonces. ¿Faroni no eres tú?
—Sí y no. Vamos a ver. Mira, yo tengo el seudónimo de Faroni, que es un hombre real. Un gran artista, por cierto, un genio como hay pocos. Y mi nombre se lo dieron a Faroni de seudónimo. Nos trocamos los nombres para despistar a la policía. Y Marilín es la mujer de Faroni. Pero claro, Gil cree que es mi mujer porque cree que yo soy Faroni, y que tú eres la mujer de Faroni, a quien él confunde con Gregorio Olías. ¿Comprendes ahora?
—Eso es un lío.
—Así funciona todo en el Partido —se lamentó Gregorio—. ¿Ves como es absurdo pensar que Marilín pueda ser mi amante? ¿Lo ves claro ahora?
Angelina no contestó. Puso el bulto en el banco, entre los dos, lo desató y sacó una tartera y media barra de pan.
—Te he traído de comer.
—¿Tú ya has cenado? —se animó Gregorio.
—Yo sí. Anda, come, que no caigas enfermo por lo menos.
Había tortilla, con mucha cebolla, y queso de oveja. Gregorio puso el sombrero a un lado y, con la mano buena, atacó la tortilla.
—Y ¿por qué te metiste en política? La política no es buena.
—Porque yo soy un hombre de ideales —dijo Gregorio con la boca llena—. Lucho por una sociedad mejor, pura y libre. Pero tú eso a lo mejor no lo entiendes.
—Y entretanto, ¿qué comemos?
—No lo sé. Si hace falta pasaremos hambre.
Estaban allí los dos, en la glorieta solitaria, encogidos en el banco y hablando entre susurros. El viento helado movía los árboles y traía a rachas el ruido lejano de la ciudad.
—Volveré pronto, ya verás —dijo Gregorio—. Iremos otra vez a la costa. Nos compraremos un coche.
—Y ¿por qué no te entregas? —preguntó Angelina—. Vas a la policía y le dices que tú no sabías nada, que tú eres un don nadie, que te engañaron como a un tonto. Diles que estás arrepentido. No te harán nada, ya verás.
—Estás loca —dijo Gregorio, torciendo el bocado—. Me meterían para siempre en la cárcel, me torturarían para que hablase, y a lo mejor me fusilaban. Además, yo no soy un don nadie. Yo soy un idealista. Lucho por un ideal, ¿no lo entiendes?
—Cada uno debe mirar por su casa. Nadie viene a regalarte nada.
—Si todos fuésemos así, seguiríamos viviendo en las cavernas. La sociedad necesita soñadores para progresar. Si hace falta, me moriré de hambre y de frío, pero nunca renunciaré a mis ideales. ¡Jamás! —susurró, desde lo más recóndito de sus inquietudes.
—Estás loco.
—No, es el precio que hay que pagar por el progreso. Algún día no habrá que trabajar para comer. Todo lo harán las máquinas. No habrá ricos ni pobres, ni ladrones, ni policías, ni gobiernos ni nada —y hablaba con una convicción que le parecía en el fondo sincera—. «Tengo razón en lo que digo», pensaba. «Quizá sea mentira en los detalles, pero son palabras nobles, que me dignifican y que comparto en lo más hondo de mi corazón. Ojalá la vida me hubiera dado la oportunidad de sacrificarme por un gran ideal».
—No pasaremos hambre ni frío —y cortó una rebanadita de queso—. Todo estará bien. Habrá tiempo para ir al campo, y hablar, y hacer poesías o volar cometas. No habrá soldados, y cada uno tendrá un avión pequeño a reacción para viajar por todo el mundo. Tendremos casas con jardines. Daremos a un botón y no habrá moscas.
—Sí, porque tú lo digas. Mi madre dice, y con razón, que eres una caña hueca. A ti lo que no te gusta es trabajar.
—He trabajado siempre —dijo Gregorio, limpiándose amargamente las manos—. He trabajado en la oficina y luego en casa, escribiendo y pensando. Y luego, la tertulia, y siempre así. He trabajado más de lo que tú crees.
—No sé —dijo ella.
Él la tomó por los hombros y la obligó a mirarlo a los ojos. Era tarde, y necesitaba una reconciliación de urgencia.
—Contéstame, ¿te habrías casado conmigo si hubieras sabido que era del Partido?
—No sé.
—¿Te hubieras casado?
—Si eras un buen hombre por qué no.
—Y yo, ¿soy un buen hombre o no?
—Sí.
—Entonces, ¿me vas a ayudar o prefieres que me vaya para siempre?
—¿A dónde?
—Al extranjero, o a la cárcel.
—Y yo, ¿qué puedo hacer?
—Esperarme. Es como si estuviera en la guerra. ¿Me vas a esperar?
—Sí.
Así que poco después habían decidido que se verían dos veces por semana en aquel mismo lugar y a la misma hora, donde Gregorio llevaría la ropa sucia y recogería la limpia, junto a algunos víveres y un poco de dinero.
—A tu madre le dices que la empresa me ha mandado a trabajar fuera. Al extranjero si quieres. Y si vuelve Gil, no le abras. Y sobre todo que no te siga cuando vengas aquí.
—Gregorio, yo no sé qué va a ser de nosotros —dijo Angelina al despedirse.
Se habían levantado y dado unos pasos y ahora estaban de pie, los dos quietos y definidos por la clarividencia lunar de una estatua ecuestre. Angelina llevaba un abrigo de pintas muy escarmentado de inviernos y medio pensativo de una percha, y unos zapatos planos y aplicados que parecían ir juntos a la escuela y el pelo adecentado con horquillas, y en todo eso reconoció Gregorio las señales terribles de un mundo quizá perdido para siempre.
—Volveremos a la costa —dijo antes de alejarse.
Cuando llegó a la pensión era ya tarde y los huéspedes se habían retirado a dormir. «¡Anda que ya está bien!», oyó gritar a la misma mujer, agreste y desenvuelta, de la primera noche. A Gregorio le hubiera gustado completar la jornada con algunas explicaciones amables y festivas, pero la mujer ya iba lejos y la habitación de doña Gloria estaba a oscuras y sólo se oía en ella el pulso lento del reloj. A tientas, se guió hasta su cuarto. La cama estaba hecha, y sobre la colcha había una ficha de identidad y un papel de mayúsculas escolares que decía: LOS RECIBOS ESTÁN AL COBRO.
Mientras sacaba y ordenaba la ropa que traía en el bulto, hizo un cálculo mental del dinero y halló que apenas le llegaría para la primera semana. Sin pensar más, se desnudó, apagó la luz y cerró los ojos con ímpetu infantil. Sólo entonces recordó el papel que le había entregado el camarero, y que había guardado sin mirar. Quizás el instinto de la desdicha lo había prevenido, sin él saberlo, contra los riesgos de un mal hallazgo. Volvió a encender la luz. Ni siquiera le asombró su falta de asombro cuando leyó el teléfono y descubrió que era el mismo que había usado Gil durante nueve años. Esperó a estar en la cama, otra vez a oscuras, para preguntarse qué hacía Gil ocupando su empleo, atendiendo quizás a su propio sucesor en provincias. Pero de nuevo el cansancio vino en su ayuda, y antes de dormirse se vio en la costa, vestido de sport, junto a un automóvil descapotable cuya marca, Lincoln Cabriolet, se le reveló ya en el sueño.